Capítulo 6

 

Layla se despertó envuelta en el delicioso aroma de Mikael.

O, mejor dicho, de su camisa. Recordó cómo él la había bañado y lo enfadado que había estado, aunque nunca había dejado de ser amable con ella. También se acordaba de que le había dicho que le gustaba.

Y era verdad.

Aunque no tenía sangre real, Mikael sería su pareja durante los seis días que le quedaban, decidió.

Incorporándose, tomó el teléfono y pidió manzana cortada en finas lonchas, un poleo y agua con gas. Luego, se levantó y se dirigió al salón, donde Mikael estaba dormido en un sofá.

Parecía un hombre diferente dormido, pensó ella.

Ya no tenía aspecto enfadado y una pequeña sombra de barba le pintaba la barbilla.

Su cuerpo era tan hermoso como su rostro, observó. Tenía la piel pálida y los pezones igual de rojos que los labios. Le gustaba su vientre plano y el camino de vello que se dibujaba desde su ombligo hasta más abajo de la cintura del pantalón… Sintiéndose culpable, se dijo que no debería mirar esa parte de su anatomía y volvió a posar los ojos en su rostro.

En ese momento, Mikael se despertó y, de pronto, su expresión se tiñó de alarma.

—Buenos días —saludó ella con una sonrisa.

—¿Qué hora es? —preguntó él, lleno de pánico.

—¡La hora del amanecer! —contestó ella y, cuando hubo una llamada en su puerta, fue a abrir para que entrara el carrito con el desayuno.

—¿Has pedido el desayuno?

—No, solo algo para aclararme el paladar… Tengo la boca muy seca.

—Seguro que sí —murmuró él, viendo cómo mordisqueaba la manzana.

—Es precioso —señaló ella, mirando por la ventana hacia la ciudad—. Estoy pensando qué hacer hoy.

—Yo ya lo he decidido —repuso él y se bebió de un trago el vaso de agua con gas que había en la bandeja—. Vendrás conmigo al trabajo. Puedes sentarte en la zona del público.

—¿De veras? ¡Qué emocionante!

—Y tendrás que comportarte y estar callada.

—Sé cómo hacerlo.

Intentando no pensar si ella se había puesto ropa interior bajo la camisa, Mikael trató de decidir qué ropas serían lo bastante discretas como para que fuera al juzgado.

—Tenemos que camuflarte un poco —indicó él y tomó el teléfono para llamar a recepción.

—¿Por qué?

—Porque no queremos que tu hermano te encuentre… Además, hoy me toca a mí ser el protagonista.

—Oh, Mikael… —dijo ella, sonriendo—. Estoy deseando ir contigo.

Enseguida, les llevaron a la habitación una selección de conjuntos para Layla y una bandeja con café.

—Tengo hambre —se quejó ella, saliendo del dormitorio con un sencillo vestido color azul marino.

—Desayunaremos fuera —informó él, pensando en llevarla a su café favorito, donde siempre comía cuando tenía un juicio—. Ese me gusta.

—Pues póntelo tú —replicó ella, frotándose la nariz—. A mí me hace sentir una mujer corriente.

Después de elegir otro conjunto, Layla volvió al dormitorio. Al final, optó por una falda corta con una chaqueta de lino gris y blusa plateada.

—Estoy lista —afirmó ella al salir del dormitorio, calzándose sus sandalias plateadas.

No había manera de hacer que Layla no llamara la atención. Se pusiera lo que se pusiera, era una mujer de belleza impresionante, observó él para sus adentros.

—¿No quieres ponerte maquillaje? —preguntó Mikael. ¿Acaso no era eso lo que hacían todas las mujeres? Aunque ella era diferente, eso estaba claro…

—No. Solo me pondré maquillaje para mi futuro marido. Vamos, Mikael. Si no como pronto, me desmayaré.

La cafetería favorita de Mikael era un bonito local cerca de los juzgados, que solía ser frecuentado por sus colegas también. Sin embargo, esa mañana, justo antes del cierre del juicio, todos sabían que él prefería no hablar con nadie.

—Está cerca del hotel donde se alojan Trinity y mi hermano —comentó ella.

—¿Entiendes ahora por qué quería que te cambiaras de ropa? —señaló él y, cuando ella asintió con preocupación, añadió—: No te preocupes. Aunque nos los encontremos, tú tendrás tu semana de libertad.

Todos se giraron para mirarlos cuando entraron en el café. No solo porque Mikael estuviera con una mujer, sino porque aparecía acompañado en el último día del juicio y porque ella era hermosísima.

Layla entró sonriendo y saludando a todo el mundo con el que cruzaba la mirada, aunque le sorprendió que nadie le respondiera.

—¿Estás nervioso por el juicio? —preguntó ella pero, antes de que pudieran seguir hablando, el camarero les llevó las cartas—. No sé leer ni escribir en inglés —confesó con una sonrisa, rechazando la carta.

El camarero, Joel, estuvo a punto de caerse de espaldas cuando Layla le sonrió.

—Yo pediré por los dos —decidió Mikael, cuando vio que Joel parecía deseoso de leerle la carta de cabo a rabo a Layla—. Fruta y pastas. Y dos cafés. Para mi invitada, un capuchino, para mí, un doble solo.

Cuando les hubieron servido, la princesa alabó el sabor del café, apreciando el toque de chocolate sobre la leche espumada.

—No me has respondido —comentó ella cuando el camarero se hubo ido—. ¿Estás nervioso por el juicio?

—Nunca estoy nervioso.

—¿Nunca?

—No. Estoy preparado para el juicio.

—¡Genial! Empezaré mi semana de diversión escuchando tu discurso de defensa. ¡Lo estoy deseando!

—Layla… —comenzó a decir él, pensando que igual no había sido tan buena idea—. Algunas cosas que voy a decir hoy… algunas cosas que puedes escuchar…

—¡No pasa nada!

—Sí pasa… —afirmó él con un suspiro. Su intención era desacreditar a la difunta para defender a su cliente. No era un día especialmente indicado para ganarse la admiración de su público.

—He estado siguiendo el juicio —le recordó ella, quitándole importancia—. Sé lo que hizo ese hombre.

—De lo que se le acusa, querrás decir.

Layla se limitó a encogerse de hombros.

—¡Deberían echárselo a los perros! —opinó ella, levantando la vista hacia él—. Y, en mi país, no es solo una forma de hablar.

De pronto, se hizo el silencio en la cafetería y sucedió lo imposible.

Mikael Romanov se rio.

A las siete de la mañana, poco antes de que diera comienzo el último día del juicio.

—Bueno, aparte de bailar y emborracharte, ¿qué más tienes en tu lista de deseos? —preguntó él.

—Ah… —repuso ella y sonrió—. Esto.

—¿Qué?

—Esto está en mi lista. Quería comer en un restaurante con un hombre atractivo. Pero mi plan era hacerlo por la noche y dándonos la mano.

—Esto es una cafetería —puntualizó él—. Y yo no como dando la mano a nadie. ¿Qué más?

—No pienso decírtelo —negó ella, metiéndose una cucharada de arándanos en la boca.

—Vamos, dímelo.

—Si me llevas a bailar esta noche, te contaré un poco más.

—No voy a salir a bailar hasta que el jurado dé su veredicto. Y, seguramente, tú ya te habrás ido para entonces.

—Entonces, nunca lo sabrás —replicó ella, encogiéndose de hombros.

—¿Y si cenamos esta noche?

—¿En un sitio romántico?

—No me gusta el romanticismo.

—Vaya —dijo ella—. Peor para ti. Puede que tenga que buscar a otra persona para satisfacer mis deseos.

 

 

Cuando llegaron a los juzgados, Wendy se llevó a Layla, mientras Mikael se retiraba a su despacho para ducharse, ponerse un traje limpio y concentrarse a solas durante un rato. Revisó todo lo que iba a hacer, las palabras que iba a utilizar para sembrar la duda sobre la culpabilidad de su cliente.

Cuando empezó el juicio, ella estaba allí, entre el público, sonriéndole.

Con su toga negra, Mikael estaba todavía más irresistible que cuando lo había visto en aquel vídeo en su ordenador, antes de salir de Ishla, pensó Layla.

Al escuchar su voz profunda y grave en el alegato final, se le puso la piel de gallina, mientras lo contemplaba hipnotizada.

En varias ocasiones, Mikael deseó que ella no estuviera allí, pues lo que tenía que decir no era bonito.

Se oyeron varios gritos sofocados entre el público cuando la defensa recordó al jurado que, según el testimonio de un antiguo novio de la víctima, esta tenía gustos masoquistas.

No era de extrañar que muchos lo odiaran, reconoció él para sus adentros, mientras los fotógrafos de la prensa disparaban sus flashes.

—Mi cliente nunca ha negado que tuvo sexo con la fallecida antes de que se cayera por las escaleras —continuó la defensa—. Ni ha negado que fuera un sexo violento. Pero fue consentido por ambas partes.

Mikael no miró hacia el público cuando el juez ordenó a los guardias que sacaran a uno de los espectadores por gritar obscenidades contra el abogado.

—Una cosa son las emociones —prosiguió Mikael, mirando al jurado y señalando un momento hacia el público furioso—. Y otra son los hechos.

En la pausa para comer, Layla esperó que fuera a buscarla para poder decirle lo bien que lo estaba haciendo, pero no lo vio por ninguna parte.

—¿Dónde está Mikael? —le preguntó la princesa a Wendy.

—Acaba de enviarme un mensaje de texto para pedirme que te lleve a comer.

—Ah.

—¿Qué te apetece? —preguntó Wendy al llegar al café.

—Lo mismo que ese hombre.

—¿Hamburguesa?

Layla asintió.

—¿Con todo?

Aunque no tenía ni idea de a qué se refería, Layla asintió.

A pesar de que la compañía era mejorable, fue la mejor comida que la princesa había probado en su vida. Luego, volvieron a los juzgados para ver a Mikael en acción.

—Mi cliente ha admitido que estaba enfadado porque ella hubiera salido hasta tan tarde, que llegó borracha y que discutieron. Las discusiones son algo normal, igual que tener sexo para arreglar las cosas después.

Las cámaras volvieron a disparar como locas.

Uno por uno, Mikael fue echando por los suelos los argumentos de la acusación, le dio la vuelta a las palabras, cuestionó los hechos y le recordó al jurado que la víctima había estado bajo el efecto del alcohol y las drogas.

—¿Pidió la fallecida a los médicos que lo apartaran de su lado? ¿Rogó que mantuvieran a este monstruo alejado de ella? —preguntó Mikael al jurado—. No, no lo hizo. De hecho, según nos ha contado la enfermera que la acompañó a la sala de operaciones antes de que muriera, pidió ver a su novio —señaló, contemplando satisfecho cómo un par de miembros del jurado fruncían el ceño—. ¿Es esa la estampa de una mujer aterrorizada? ¿Actuaría así una mujer que hubiera sido violada y golpeada salvajemente?

Ese día, Mikael iba a ser el segundo hombre más odiado en Australia, y lo sabía.

El primero era su cliente.

Sin embargo, había tenido la mejor defensa que podía darle.