Capítulo 33
Hinseberg, 1962
Era la única visita que tenía intención de hacerle a Agnes. Ya no pensaba en ella como su madre, sólo como Agnes.
Acaba de cumplir dieciocho años y, sin mirar atrás, dejó su última casa de acogida. Ella no los añoraba y ellos a ella tampoco.
A lo largo de los años recibió muchas cartas. Largas cartas con olor a Agnes. No abrió ni una sola, pero tampoco las tiró. Estaban en un cofre, a la espera de ser leídas un día.
Y eso fue lo primero que Agnes preguntó:
—Darling, ¿leíste mis cartas?
Mary la observaba sin responder. Llevaba cuatro años sin verla y, antes de hablar, necesitaba aprenderse de nuevo sus rasgos.
La sorprendió lo poco que la cárcel parecía haberla transformado. Contra la vestimenta no podía hacer nada, así que los elegantes trajes y vestidos no eran más que un recuerdo, pero por lo demás se notaba que seguía cuidándose y cuidando su físico con la misma entrega que antes. El cabello recién arreglado, con la melena cardada según la moda, y el perfilador de ojos también a la moda, en un trazo grueso dividido en dos en la comisura. Las uñas largas, tal y como Mary las recordaba. Agnes tamborileaba con ellas sobre la mesa impaciente por oír la respuesta.
Pero Mary tardo aún unos minutos en contestar.
—No, no las leí. Y no me llames darling —le dijo volviendo a guardar silencio, llena de curiosidad ante su reacción.
Ya no le tenía miedo a aquella mujer. El monstruo que llevaba dentro fue devorando su temor a medida que iba creciendo el odio. Y tanto odio no dejaba espacio al miedo.
Agnes no dejo pasar aquella oportunidad tan perfecta para uno de sus accesos dramáticos.
—¿No las has leído? —gritó—. Yo aquí encerrada, mientras tú estás libre y te diviertes haciendo Dios sabe qué, y la única alegría que me queda es saber que mi querida hija lee las cartas que tantas horas dedico a escribir. Y tú no me has escrito una sola carta, ni una sola llamada telefónica en cuatro años.
Agnes sollozaba chillona, aunque sin derramar una lágrima, por no arruinar la línea perfecta del perfilador de ojos.
—¿Por qué lo hiciste? —preguntó Mary quedamente.
Agnes dejo de lloriquear en el acto, sacó un cigarrillo y lo encendió con calma. Después de dar varias caladas, respondió con la misma calma espantosa.
—Porque me traicionó. Creyó que podía abandonarme.
—¿Y no pudiste simplemente dejarlo marchar?
Mary estaba inclinada hacia delante para no perderse una sola palabra. Se había hecho aquellas preguntas tantas veces... Ahora quería oír bien cada silaba.
—A mí no me abandona nadie —repitió Agnes—. Hice lo que tenía que hacer —aseguró y, posando su fría mirada en Mary, añadió—. Tú lo sabes bien, ¿verdad?
Mary apartó los ojos. El monstruo que llevaba dentro se revolvía inquieto. Le dijo con brusquedad:
—Quiero que pongas a mi nombre la casa de Fjällbacka. Pienso mudarme allí.
Agnes pareció dispuesta a protestar, pero Mary se apresuro a añadir:
—Si quieres mantener algún contacto conmigo en el futuro, has de hacer lo que te pido. Si pones la casa a mi nombre, te prometo leer tus cartas y también te escribiré.
Agnes parecía dudar y Mary prosiguió:
—Soy lo único que te queda. Puede que no sea mucho, pero soy lo único que te queda.
Durante unos segundos interminables, Agnes sopesó las ventajas y los inconvenientes reflexionando sobre lo que le convenía más. Al fin, tomó una decisión.
—Bien, de acuerdo. Aunque no comprendo para qué quieres ese cuchitril, pero si es lo que deseas...
Agnes se encogió de hombros y Mary se sintió muy satisfecha.
Llevaba un año forjando aquel plan. Empezaría desde el principio. Se convertiría en una persona totalmente nueva. Se desharía de ese antiguo yo que llevaba pegado como una vieja capa maloliente. Ya había cursado la solicitud del cambio de nombre, conseguir la casa de Fjällbacka era el segundo paso y ya había comenzado a modificar su aspecto físico. Llevaba un mes sin consumir una sola caloría de más y el paseo diario de una hora también había surtido su efecto. Todo sería distinto. Todo sería nuevo.
Lo último que oyó cuando dejó a Agnes en la sala de visitas fue su pregunta llena de sorpresa.
—¿Has adelgazado?
Mary no se dignó contestar. Iba camino de convertirse en otra persona.
* * *
Al día siguiente, la tormenta amainó y el otoño mostró su mejor cara. Las hojas que sobrevivieron a las ráfagas de viento se mecían ahora cadenciosas, rojas y amarillas, empujadas por una amable brisa. Brillaba un sol que, si bien no daba calor, sí infundía buen humor y neutralizaba la gélida crudeza del aire que antes penetraba la ropa helando y humedeciendo los cuerpos.
Patrik suspiró. Estaba en la cocina de la comisaría y Lilian insistía en negarse a confesar, pese a la cantidad abrumadora de pruebas que tenían contra ella. Pruebas más que suficientes para arrestarla, y aún tenían tiempo de seguir interrogándola.
—¿Qué tal va la cosa? —quiso saber Annika, que fue a llenar su taza de café.
—Nada bien —admitió Patrik suspirando una vez más—. Es muy tozuda. No suelta prenda.
—¿Pero necesitamos su confesión? Hay pruebas más que de sobra, ¿no?
—Sí, desde luego —convino Patrik—. Pero no tenemos el móvil. Con un poco de imaginación, se me ocurren varios motivos plausibles para que asesinara a su marido e intentara hacer otro tanto con el segundo. ¿Pero a Sara?
—¿Cómo supiste que fue ella quien mató a Sara?
—No lo sabía —confesó Patrik—. Pero lo que vas a oír me hizo reparar en un detalle: alguien nos mintió la mañana que Sara desapareció, y ese alguien tenía que ser Lilian.
Puso en marcha la grabadora que tenía sobre la mesa de la cocina. La voz de Morgan llenó la habitación: «Yo no lo hice. No puedo pasarme el resto de mi vida en la cárcel. Yo no la maté. No sé cómo fue a parar su cazadora a mi casa. Cuando se fue a la suya, la llevaba puesta. Por favor, no me deje aquí».
—¿Lo ves? —preguntó Patrik.
Annika meneó la cabeza:
—No, no lo veo.
—Escúchalo otra vez, presta atención.
Patrik rebobinó la cinta y la puso otra vez.
«Yo no lo hice. No puedo pasarme el resto de mi vida en la cárcel. Yo no la maté. No sé cómo fue a parar su cazadora a mi casa. Cuando se fue a la suya, la llevaba puesta. Por favor, no me deje aquí».
—«Cuando se fue a la suya, la llevaba puesta» —repitió Annika con un hilo de voz.
—Exacto —afirmó Patrik—. Lilian sostenía que Sara salió y no volvió, pero Morgan la vio entrar de nuevo en la casa. Y la única que podía tener motivos para mentir sobre ello era Lilian. De lo contrario, ¿por qué ocultarnos que Sara volvió a casa?
—¿Cómo mierda puede nadie ahogar a su propia nieta? ¿Y por qué la obligó a comer ceniza? —preguntó Annika, incapaz de comprender.
—Sí, eso es justo lo que me gustaría saber —admitió Patrik con frustración—. Pero ella sonríe sin abrir la boca, ni para confesar ni para defenderse.
—¿Y el niño? —prosiguió Annika—. ¿Por qué le atacó? ¿Y a Maja?
—Yo creo que lo de Liam fue sólo una maniobra para despistar —respondió Patrik haciendo girar la taza entre las manos—. Creo que fue pura casualidad que le tocase a él. Era un modo de desplazar la atención de su familia y, ante todo, de Niclas, supongo. Y lo de Maja, sospecho que fue una forma de vengarse porque yo estaba investigándola a ella y a su familia.
—Bueno, ya he oído que tuviste mucha suerte al descubrir también el asesinato de Lennart y el intento de asesinato de Stig.
—Sí, por desgracia no puedo decir que fuera pericia. Si no me hubiese puesto a ver el programa Crime Night, jamás lo habríamos descubierto. Pero cuando hablaron del caso de la mujer norteamericana que envenenaba a sus maridos y que a uno de ellos le diagnosticaron en un primer examen el síndrome de Guillain—Barré, se me encendió la bombilla. Erica me había contado que el padre de Charlotte murió de una enfermedad neurológica y pensando en la dolencia de Stig… Dos esposos con los mismos síntomas lo ponen a uno a cavilar. Así que desperté a Erica, que me confirmó que el padre de Charlotte había muerto de Guillain—Barré, según le dijo Charlotte. De todos modos, cuando llamé al hospital no estaba totalmente seguro. Fue un alivio cuando salieron los resultados de los análisis; los niveles de arsénico eran altísimos. Pero me gustaría que nos contara el porqué. Simplemente se niega a hablar —se lamentó pasándose la mano por el cabello con frustración.
—Bueno, ahí no puedes hacer más que intentarlo —le consoló Annika, dispuesta a marcharse.
Pero antes se volvió a Patrik y le preguntó:
—Por cierto, ¿te has enterado de la noticia?
—No, ¿qué noticia? —respondió cansado y con escaso entusiasmo.
—A Ernst lo han despedido definitivamente. Y Mellberg ha reclutado a una chica. Al parecer, lo presionaron de las alturas al constatar el desigual reparto de sexos en esta comisaría.
—Vaya, pobre hombre —rio Patrik—. Esperemos que sea una mujer curtida.
—Bueno, yo no sé nada de ella, así que ya veremos. Creo que se incorpora dentro de un mes.
—Seguro que sale bien —auguró Patrik—. Cualquier cosa es mejor, en comparación con Ernst.
—Sí, desde luego, en eso tienes razón —convino Annika—. Y anímate un poco, hombre. Lo más importante es que tenemos al asesino. El móvil será siempre un secreto entre ella y el Creador.
—Aún no me he dado por vencido —murmuró Patrik.
Y se levantó dispuesto a volver a intentarlo.
Fue a buscar a Gösta y ambos condujeron a Lilian a la sala de interrogatorios. Tenía un aspecto algo ajado tras dos días en el calabozo, pero estaba serena. Salvo la irritación mostrada en la sala de espera del hospital cuando fueron a buscarla, se comportó en todo momento con una total y aparente calma. Nada de lo que dijeron la turbó en ningún momento y Patrik empezaba a dudar de que lo lograsen. Sin embargo, tenía que intentarlo por última vez. Luego se la dejarían al fiscal. Después de todo, tenían pruebas más que suficientes. En cualquier caso, quería que le respondiese sobre Maja. Él mismo estaba impresionado del temple con que había contenido su ira contra ella; se esforzó en todo momento por no perder de vista su objetivo principal. Lo importante era que Lilian fuese condenada y, si era posible, sonsacarle una explicación. Y airear sus sentimientos no habría servido a la causa. Además, sabía que cualquier arrebato por su parte conllevaría que lo apartasen de los interrogatorios inmediatamente. De hecho, todos los ojos estaban puestos en él precisamente por su relación personal con el caso.
Respiró hondo antes de proceder.
—Hoy entierran a Sara. ¿Lo sabía?
Él y Gösta estaban sentados enfrente de Lilian. La mujer negó con la cabeza.
—¿Le habría gustado asistir?
Lilian se encogió levemente de hombros y dibujó una extraña sonrisa hermética.
—¿Qué sentimientos cree que abriga su hija hacia usted ahora?
Cambiaba de tema constantemente con la esperanza de hallar algún resquicio vulnerable que la hiciese reaccionar. Pero hasta el momento se había mostrado de una inaccesibilidad prácticamente inhumana.
—Yo soy su madre —respondió Lilian con calma—. Y eso nunca podrá cambiarlo.
—¿Cree que desearía cambiarlo?
—Puede. Pero lo que ella quiera no significa nada.
—¿No cree que le gustaría saber por qué hizo usted lo que hizo? —intervino Gösta.
Clavó en Lilian una mirada intensa en busca de una grieta en lo que parecía una armadura impenetrable.
Ella no respondió, sino que empezó a mirarse las uñas con total indiferencia.
—Tenemos las pruebas, Lilian, y usted lo sabe. Ya se las hemos enumerado una y otra vez. No nos cabe la menor duda de que ha asesinado a dos personas y de que es culpable del intento de asesinato de una tercera. Los envenenamientos de Lennart y de Stig le acarrearán una pena de muchos, muchos años de prisión. Así que no le cuesta nada hablarnos del asesinato de Sara. Matar al marido no es ninguna novedad y se me pueden ocurrir mil razones para ello. ¿Pero por qué mató a su propia nieta? ¿Por qué mató a Sara? ¿Le molestaba? ¿La hizo enfadar y no pudo contenerse? ¿Sufrió uno de sus ataques, la quiso calmar con un baño y se le fue la mano? ¡Cuéntenos!
Sin embargo, al igual que en los interrogatorios anteriores, no obtuvieron respuesta. Lilian no hacía más que sonreír condescendiente.
—¡Tenemos las pruebas! —repitió Patrik ya sin ocultar su irritación—. Los resultados de los análisis de Lennart arrojaron altos niveles de arsénico, al igual que los de Stig. Incluso hemos podido demostrar que el envenenamiento se produjo durante los últimos seis meses, con dosis cada vez mayores. Encontramos el arsénico con raticida en una vieja caja que usted guardaba en el sótano. Y Sara tenía en los pulmones restos de la ceniza que hallamos en su dormitorio. Embadurnó a un bebé con la misma ceniza sólo para despistarnos y también dejó la cazadora de Sara en la cabaña de Morgan para inculparlo. El que Kaj resultase ser pederasta fue una suerte para usted. Pero, además, tenemos grabado el testimonio de Morgan. Él vio a Sara volver a casa. Y usted nos mintió al respecto. Sabemos que usted mató a Sara. ¿Por qué no nos ayuda? ¿Por qué no ayuda a su hija a seguir adelante? ¡Díganos por qué! Y mi hija, ¿por qué motivo la sacó del cochecito? ¿Era para hacerme daño a mí? ¡Hable!
Lilian describía con el índice pequeños círculos sobre la mesa. Había escuchado la súplica de Patrik varias veces, siempre sin resultado.
Patrik sintió que empezaba a perder el control y comprendió que más le valía dejarlo antes de hacer ninguna tontería. Se levantó bruscamente, recitó la fórmula con los datos necesarios para concluir el interrogatorio y se dirigió a la puerta. Pero antes de salir, se detuvo en el umbral.
—Lo que hace es imperdonable. En su mano está concederle a su hija la posibilidad de cerrar el asunto, pero se la niega. No es sólo imperdonable: es inhumano.
Le pidió a Gösta que llevase a Lilian de nuevo al calabozo. No soportaba seguir viéndola un segundo más. Por un instante, creyó estar mirando los ojos de la maldad misma.
—¡Demonio de mujeres! Siempre nos tienen que endilgar a alguna —masculló Mellberg—. Y ahora, además, nos mandan a una al trabajo. La verdad es que no entiendo para qué sirve la dichosa cuota. Ingenuo de mí, pensé que podría elegir a mis subordinados, pero qué va, han decidido mandarme a una tipa con faldas que seguro que no sabe ni abrocharse el uniforme. ¿Es eso justo?
Simon no respondió y siguió mirando fijamente su plato.
Le resultaba extraño almorzar en casa, pero era otro de los pilares del proyecto padre—hijo que Mellberg había puesto en marcha. Incluso se había esforzado en cortar unas verduras que, de lo contrario, no solían existir en su frigorífico. Mellberg se irritó al ver que Simon no había tocado ni el pepino ni el tomate, sino que se concentraba en los macarrones y en las albóndigas, que había bañado en una cantidad disparatada de kétchup. En fin, después de todo el kétchup llevaba tomates, así que podía pasar.
Abandonó el desquiciante tema del trabajo, pues pensar en la nueva empleada no hacía más que subirle la tensión. Y decidió centrarse en los planes de futuro de su hijo.
—Dime, ¿has pensado en lo del trabajo? Si no crees que el instituto tenga algo que ofrecerte, yo puedo ayudarte a conseguir un curro. No todo el mundo sirve para estudiar y si tienes la mitad de la habilidad práctica que tu padre…
Mellberg rio satisfecho. Tal vez un padre menos experimentado se hubiese preocupado por la falta de iniciativa de su hijo a la hora de considerar su futuro, pero Mellberg sentía una gran confianza. Estaba convencido de que sólo sería una mala racha transitoria, nada de lo que preocuparse. Y pensaba en qué prefería que estudiase el chico, si derecho o medicina. Derecho, resolvió al cabo de un rato. Los médicos ya no ganaban tanto. Pero hasta que lograse encauzarlo por ese camino, tenía que tomárselo con calma, dejarle un respiro al muchacho. Si sufría en sus carnes lo dura que podía ser la vida, recapacitaría y entraría en razón. Cierto que la madre de Simon lo había informado de que el chico había suspendido casi todas las asignaturas y, claro está, eso podía suponer un obstáculo. Pero Mellberg era optimista: seguramente se debía a la falta de apoyo por parte del entorno familiar, porque inteligencia no podía faltarle a menos que la madre naturaleza les hubiese jugado una absurda jugarreta.
Simon masticaba una albóndiga con desgana y no parecía muy dispuesto a responder a la pregunta de Mellberg.
—Y bien, ¿qué me dices de buscar un trabajo? —repitió el padre un tanto irritado.
Él se esforzaba por establecer lazos entre los dos y Simon no se dignaba responder siquiera.
Sin dejar de rumiar y tras unos minutos de silencio, el chico se pronunció:
—Bah, no, no creo.
—¿Cómo que no crees? —preguntó Mellberg indignado—. ¿Y qué es lo que crees entonces? ¿Que vas a vivir aquí, bajo mi techo, y a comer de mi comida sin hacer nada? ¿Sólo pasándote los días tirado en el sofá haciendo el gandul? ¿Eso es lo que crees?
Simon no pestañeó siquiera.
—Bah…, creo que me vuelvo con la vieja.
Aquella confesión impactó a Mellberg como un golpe en la frente. Y en su corazón sintió algo extraño, casi una punzada.
—¿Que te vuelves con la vieja? —repitió Mellberg.
Lo había dicho en tono bobalicón, casi incapaz de dar crédito a lo que acababa de oír. Ni siquiera lo había considerado como posible.
—Pero…, yo creía que no estabas a gusto con ella… Que «odiabas a esa bruja», como dijiste cuando llegaste.
—Qué va, la vieja no está mal —respondió Simon mirando por la ventana.
—Pero ¿y yo? —preguntó Mellberg con voz llorosa, sin poder ocultar la decepción que lo embargaba.
Ahora lamentaba haber sido tan duro. Tal vez no fuese tan importante para la educación del chico que empezase a trabajar tan pronto. Ya tendría que hacerlo en su momento, como todos, así que tampoco era tan grave que pudiese tomárselo con calma un tiempo.
Se apresuró a confesar su nuevo punto de vista, pero no surtió el efecto esperado.
—Bah, no es por eso. La vieja seguro que también quiere obligarme a trabajar. Son los colegas, ¿ves? En casa tengo un mogollón de colegas y aquí no conozco a nadie y eso… —dijo sin terminar la frase.
—Pero ¿y todo lo que hemos hecho juntos? —se quejó Mellberg—. Padre e hijo, ya sabes. Yo creía que te gustaba poder estar con tu padre por fin, conocerme y eso.
Mellberg buscaba torpemente más argumentos. No podía comprender que, hacía tan sólo dos semanas, sintiese aquel pánico irracional ante la aparición de su hijo. Claro que se había enfadado con él de vez en cuando, pero aun así. Por primera vez volvía a casa con ilusión después de su jornada laboral. Y ahora, esa ilusión estaba a punto de desaparecer.
El chico se encogió de hombros.
—Tú no estás mal. No tiene nada que ver contigo. La idea no era que yo me mudara a vivir aquí. Son cosas que la vieja dice cuando se cabrea. Antes me mandaba con la abuela. Luego se puso enferma y supongo que la vieja no sabía qué hacer conmigo. Pero estuve hablando con ella ayer y ya se le ha pasado. Ahora quiere que vuelva a casa, así que me voy mañana en el tren de las nueve —dijo sin mirar a Mellberg. Luego alzó la vista—. Pero ha estado bien. Fijo. Y has sido muy guay, lo has intentado y eso. Así que me gustaría venir a verte de vez en cuando, si te parece… —pareció dudar un instante, antes de añadir—, papá.
Mellberg sintió una gran ternura en su corazón. Era la primera vez que el chico lo llamaba papá. ¡Qué demonios!, era la primera vez que alguien lo llamaba papá.
Y así le resultó algo más fácil acoger la noticia de su partida. El chico iría a visitarlo de vez en cuando. A él, a papá.
Era lo más difícil que habían hecho nunca, pero al mismo tiempo les infundía la sensación de estar construyendo una base sobre la que asentarse para el futuro. Al ver el pequeño ataúd blanco perdiéndose en la tierra se agarraron el uno al otro. Nada en el mundo podía resultar más duro que aquello: despedirse de Sara.
Prefirieron estar solos. La ceremonia en la iglesia fue breve y sencilla. Así lo quisieron. Tan sólo ellos y el pastor. Y ahora estaban solos también, junto a su tumba. El sacerdote pronunció las palabras que exigía la ocasión y luego se alejó en silencio. Arrojaron sobre el ataúd una simple rosa cuyo color intenso destacaba sobre el fondo blanco. El rosa era su color favorito, quizá justo porque desentonaba con el rojo de sus cabellos. Sara nunca eligió el camino fácil.
El odio hacia Lilian seguía vivo y ardiente. Charlotte se avergonzaba de verse allí, en el respetuoso silencio del cementerio, rebosante de un odio tan grande y tan intenso. Tal vez el tiempo lo apaciguase, pero al ver de reojo el montón de tierra que cubría el cadáver de su padre, enterrado por segunda vez, se preguntaba si llegaría el día en que pudiese sentir otra cosa que ira y dolor.
Lilian no sólo le había quitado a Sara, sino también a su padre. Y ella jamás se lo perdonaría. ¿Cómo podría perdonárselo? El pastor habló del perdón como un medio de aplacar el dolor, pero ¿cómo perdonar a un monstruo? Ella ni siquiera comprendía por qué su madre había cometido aquellos actos abominables, y lo absurdo de los crímenes multiplicaba su ira y su dolor. ¿Estaba loca o había actuado según su propia lógica retorcida? La posibilidad de no llegar a saberlo nunca hacía que sus pérdidas resultasen mucho más difíciles de sobrellevar y su único deseo era arrancarle a su madre unas palabras, una explicación.
Además de todas las flores que la gente del pueblo mandó a la iglesia para participarles sus condolencias, recibieron dos pequeñas coronas. Una era de la abuela paterna de Sara. La colocaron junto al ataúd durante la ceremonia y luego la llevaron al cementerio para depositarla al lado de la sencilla lápida. Asta los había llamado para preguntarles si le permitían asistir al entierro. Ellos rehusaron amablemente, pues querían estar solos, pero le preguntaron si no le importaría cuidar de Albin entre tanto. Asta se sintió inmensamente feliz.
La otra corona era de la abuela materna de Charlotte. Sin poder explicar por qué, ella no quiso colocarla junto al ataúd y pidió que la arrojasen a la basura. Siempre pensó que Lilian se parecía mucho a su madre. De algún modo, intuía que ella era la fuente de tanta maldad.
Permanecieron junto a la tumba un buen rato, abrazados. Después se alejaron despacio. Charlotte se detuvo un momento junto a la tumba de su padre. Asintió a modo de despedida… por segunda vez en su vida.
Curiosamente en el angosto calabozo se sentía a buen recaudo; como no se sentía desde hacía muchos, muchos años. Tumbada en la estrecha camilla, Lilian respiraba hondo y despacio. No comprendía la frustración de la gente que le hacía todas aquellas preguntas. ¿Qué importaba el porqué? Lo único que contaba era las consecuencias, el resultado, ¿no? Así era siempre. Ahora, de repente, se interesaban por el camino que había conducido a aquello, por los razonamientos, por la lógica, las explicaciones, las verdades que creían poder hallar en todo ello.
Habría podido hablarles del sótano. Del olor denso y dulzón del perfume de su madre. De su voz tan seductora cuando la llamaba darling. Y habría podido hablarles del sabor reseco y amargo, del monstruo que se movía en su interior, siempre alerta, siempre presto a actuar. Y, sobre todo, habría podido describirles cómo temblaban sus manos de odio, no de miedo, cuando puso el veneno en el té de su padre con esmero y, muy despacio, lo removió para que se disolviera hasta desaparecer en la bebida caliente. Suerte que a él le gustaba el té muy dulce.
Aquélla fue su primera lección: no creer en las promesas. Su madre siempre le prometía que todo cambiaría. En cuanto su padre desapareciese, todo sería distinto. Ellas estarían juntas, unidas. Nunca más el sótano, nunca más el terror. Su madre la tocaría, la acariciaría, la llamaría darling y nada volvería a interponerse entre las dos. Pero las promesas se rompían con la misma facilidad con que se hacían. Era algo que había aprendido y que nunca se permitió olvidar. En alguna ocasión dejó que su mente rozase la idea de que lo que su madre le había dicho de su padre era falso. Pero ella siempre ahogaba esa posibilidad, asfixiándola en el fondo de su alma. Era una posibilidad que, simplemente, no podía contemplar.
Además, había aprendido otra lección importante. No dejarse abandonar nunca más. Su padre la había abandonado. Su madre la había abandonado. Y la serie de familias por las que había circulado como un paquete sin alma también la habían abandonado con su desinterés.
Cuando fue a visitar a su madre en Hinseberg, ya lo tenía decidido: se forjaría una nueva vida, una vida en la que ella tendría el control. El primer paso consistía en cambiarse el nombre. No quería volver a oír jamás aquel nombre que los labios de su madre destilaban como un veneno: «Mary… Maaaaryyyy». Cuando la encerraba en el sótano, su nombre resonaba entre las paredes y en la oscuridad de su encierro, y se encogía con el deseo de hacerse tan pequeña como fuera posible.
Eligió el nombre de Lilian porque sonaba totalmente distinto al de Mary. Y porque sonaba como una flor, delicada y etérea, pero fuerte y ágil al mismo tiempo.
Asimismo trabajó duro por cambiar su aspecto físico. Con disciplina militar, se negó a probar nada de todo aquello con lo que tanto había disfrutado antes y, con una rapidez sorprendente, desaparecieron los kilos hasta que de su obesidad no quedó más que un vago recuerdo. Y jamás se permitió volver a estar gorda. Se esforzó siempre por no ganar un solo gramo y despreciaba a cuantos eran incapaces de mostrar la misma fortaleza, como su propia hija. El sobrepeso de Charlotte le resultaba repugnante y le recordaba en exceso a una época en la que ella no quería ni pensar. Aquella cosa temblona, colgante y flácida despertaba en Lilian un sentimiento de ira y hubo ocasiones en que tuvo que reprimir el impulso de arrancarle las carnes con sus propias manos a Charlotte.
Le preguntaron con sorna si estaba decepcionada al ver que Stig había sobrevivido. Lilian no respondió. A decir verdad, ni ella misma lo sabía. En realidad, no lo había planeado. En cierto modo, lo hizo como algo natural. Y todo empezó con Lennart, con su discurso de que sería mejor que se separasen; cuando dijo aquello de que cuando Charlotte se había ido de casa, había descubierto que no tenían mucho en común. Lilian no sabía si ya entonces, la primera vez que lo dijo, decidió que debía morir. Era como si, simplemente, se aplicase a hacer aquello para lo que estaba destinada. Encontró el tarro con el raticida cuando compraron la casa. Ignoraba por qué no lo había desechado. Tal vez porque sabía que, un día, le sería de utilidad.
Lennart jamás hizo nada precipitado en su vida, así que ella sabía que le llevaría su tiempo tomar la decisión de mudarse de allí. Empezó con dosis pequeñas, lo suficiente para que no muriese enseguida, pero también para que cayese muy enfermo. Él se fue debilitando poco a poco. Y a ella le gustaba cuidarlo. Ya no habló más de separación. En cambio, la miraba agradecido cuando le daba de comer, cuando lo cambiaba de ropa y le enjugaba el sudor de la frente.
A veces sentía al monstruo moverse inquieto, impaciente.
Jamás se le había ocurrido pensar que un día la descubrirían, por extraño que pudiera parecer. Todo se desarrolló de un modo tan natural: un suceso llevaba al siguiente. Cuando le dieron el diagnóstico, Guillain—Barré, lo interpretó como una prueba de que todo iría bien. Ella sólo hacía aquello para lo que estaba destinada.
Al final, él la dejó después de todo. Pero fue Lilian quien impuso las condiciones. La promesa que se hizo a sí misma, que nadie volvería a abandonarla nunca más, se mantenía en pie.
Y luego conoció a Stig. Él era tan fiel, tan confiado por naturaleza, que estaba segura de que jamás se le ocurriría la idea de abandonarla. Stig hacía todo lo que ella le pedía, lo aceptaba todo, incluso seguir viviendo en la misma casa en la que había vivido con Lennart. Eso era importante para ella, le explicó. Era su casa, la había adquirido con el dinero que obtuvo de la venta del apartamento que su madre le legó. En aquel apartamento vivió hasta que se casó con Lennart. Entonces se vio obligada a venderlo muy a su pesar. Allí no había espacio suficiente. Pero ella siempre lo lamentó y la casa de Sälvik le pareció un mal sustituto desde aquel día. Sin embargo, al menos era suya. Y Stig lo comprendió.
Con el paso de los años, no obstante, notó una incipiente insatisfacción en su segundo esposo. Era como si ella nunca fuese suficiente para nadie. Ellos siempre buscaban algo distinto, algo mejor. Incluso Stig. De modo que, cuando también él empezó a hablar de que se había abierto un abismo entre los dos y sentía la necesidad de recomenzar, cada uno por su lado, no tuvo que pensárselo dos veces. La acción siguió a sus palabras de un modo tan natural como el martes sucedía al lunes. Y, con la misma naturalidad e igual que Lennart, él se apoyó en ella, confiado al ver que lo cuidaba, lo atendía, lo amaba. Y le agradecía tanto todo lo que hacía… Lilian sabía que la despedida sería inevitable también en esta ocasión, pero ¿qué importaba eso si era ella quien definía el ritmo, el instante?
Lilian se dio la vuelta en la camilla y apoyó la cabeza sobre las manos, con la mirada fija en la pared, viendo sólo el pasado. No el presente. Ni el futuro. Lo único que contaba era el tiempo pasado.
Desde luego que percibió el desprecio en sus ojos cuando le preguntaron por la niña. Pero ellos jamás lo entenderían. Aquella niña era imposible, intratable, impertinente. Hasta que Charlotte y Niclas no se mudaron con ellos, no se dio cuenta de lo grave que era la situación, de lo malvada que era aquella criatura. Al principio le chocó, pero con el tiempo vio en ello la mano del destino. La niña era como Agnes, su madre. Tal vez no en el físico, pero sus ojos reflejaban la misma maldad. Pues había llegado a comprenderlo con los años: su madre era un ser malvado. Lilian disfrutó viendo cómo los años la consumían. Hizo que la trasladaran cerca. No para poder visitarla, sino por la sensación de control que le producía negarle las visitas que ella tanto añoraba en su ocioso hastío. Nada le producía más placer que la certeza de que su madre estaba allí, tan cerca y, aun así, tan lejos, pudriéndose por dentro.
Su madre era malvada, igual que la niña. Lilian vio cómo la pequeña destrozaba a la familia y destruía el lazo endeble que mantenía unido el matrimonio de Charlotte y Niclas. Sus constantes accesos de ira y su exigencia de atención los iban desgastando, lo cual los llevaría a no ver otra salida que la separación. Y eso era algo que ella no podía consentir. Sin Niclas, Charlotte sería insignificante. Una mujer sola, sin carrera, con sobrepeso, sin el respeto que llevaba aparejado un hombre de éxito. Habría quienes dirían que eso estaba pasado de moda, que ya no se estilaba casarse con un hombre más rico. Pero Lilian sabía lo que se hacía. En la sociedad en que vivían, la posición aún era muy importante y ella quería que así fuese. Sabía que, cuando hablaban de ella, la gente decía: «Lilian Florin, sí, ya sabes, su yerno es médico». Y eso le garantizaba respeto. Pero la niña estaba destruyéndolo todo.
Así que hizo lo que tenía que hacer. Aprovechó que Sara había olvidado el gorro. Por eso volvió a casa antes de ir a la de Frida. En realidad, no sabía por qué, pero, de repente, se le presentó la ocasión. Stig dormía profundamente tras haberse tomado sus somníferos y ni una bomba lo habría despertado. Charlotte estaba abajo, en el sótano, y Lilian sabía que allí apenas llegaban los ruidos de arriba. Albin también dormía y Niclas estaba en el trabajo.
Resultó más fácil de lo que había pensado en un principio. A la niña le pareció muy divertido lo de bañarse con la ropa puesta. Cierto que presentó cierta resistencia cuando ella intentó alimentarla con Humildad, pero no era lo bastante fuerte para oponerse. Y mantenerle la cabeza bajo el agua tampoco resultó difícil. Lo único complicado fue echarla al mar sin que nadie la viese. Pero Lilian sabía que el destino estaba de su parte, que no podía fracasar. Envolvió a Sara en una manta, la llevó en brazos, la soltó en el agua y se quedó a ver cómo se hundía. Sólo tardó unos minutos y, tal y como ella esperaba, la suerte estuvo de su lado y nadie la vio.
Lo otro fue una inspiración del momento. Cuando la policía empezó a husmear detrás de Niclas, supo que ella era la única que podía salvarlo. Se vio obligada a buscarle una coartada y, muy oportunamente, encontró al niño en el carrito detrás de la tienda de Järnboden. ¡Qué irresponsabilidad, dejar así a un niño, sin vigilancia! Desde luego, su madre merecía una lección. Y Niclas estaba en el trabajo, de eso estaba segura, así que la policía tendría que eliminarlo de la investigación.
El ataque a la hija de Erica también era una especie de lección. Cuando Niclas mencionó que ella le había dicho que ya era hora de que se mudaran a una casa propia, sintió una rabia tal que la noche se hizo en sus ojos. ¿Qué derecho tenía Erica a opinar? ¿Qué derecho tenía a inmiscuirse en sus vidas? No le costó el menor trabajo llevar al bebé dormido al otro lado de la casa. La ceniza fue una advertencia. No se atrevió a quedarse para presenciar la expresión de Erica cuando abriese la puerta y viese que su hija había desaparecido. Pero se la imaginó y eso la llenó de alegría.
El sueño empezó a vencerla mientras descansaba en la camilla y cerró los ojos. Una serie de rostros bailaban en su retina una danza surrealista. Su padre, Lennart y Sara bailaban en corro y, detrás de ellos, el rostro de Stig, consumido y escuálido. Pero en el centro del corro estaba su madre. Bailaba una danza íntima con el monstruo como pareja, muy pegados el uno al otro, con la cara junta. Su madre susurraba: «Mary, Mary, Maaaryyy…».
Después la oscuridad del sueño se apoderó de ella.
Agnes se compadecía profundamente de sí misma mientras miraba por la ventana de la residencia de ancianos. Al otro lado del cristal, la lluvia volvía a repiquetear y casi la sentía azotando su rostro.
No comprendía por qué Mary no iba a visitarla. ¿De dónde provenía todo aquel odio, toda aquella amargura? ¿Acaso no había hecho siempre cuanto pudo por su hija? ¿No fue la mejor madre posible? Todo lo que se torció por el camino… no había sido culpa suya. Los demás eran los culpables, no ella. Si la suerte hubiese estado de su lado alguna vez, las cosas habrían sido de otro modo. Pero Mary no lo comprendía. Ella creía que Agnes podría influir sobre las desgracias que les sobrevenían y, por más que se lo explicó, la niña no quiso escucharla. Tantas largas cartas como le había escrito desde la cárcel en las que, con todo lujo de detalles, le explicaba por qué no debía culparla de nada de lo sucedido… Pero era como si la muchacha no fuese receptiva a sus mensajes, como si se hubiese endurecido.
Lo injusto del comportamiento de Mary inundaba de lágrimas sus ancianos ojos. Jamás recibió nada de su hija, pese a que Agnes no hizo más que dar, dar y dar. Todo lo que Mary interpretó como actos de maldad por su parte, en realidad eran por su bien. De hecho, ella no hallaba ninguna satisfacción en castigarla o en decirle que estaba gorda y fea, al contrario. No, a ella le dolía verse en la necesidad de ser tan dura, pero era su deber de madre. Y una parte del cumplimiento de su deber dio resultado, puesto que Mary terminó por corregirse y deshacerse de sus michelines. Y todo gracias a su madre, aunque ella no se lo agradeciese.
Una rama golpeó la ventana, agitada por una violenta ráfaga de viento. Agnes dio un respingo en la silla de ruedas, pero enseguida se calmó y sonrió para sí. ¿Iba a volverse asustadiza a la vejez? Ella, que nunca había tenido miedo de nada… Salvo de ser pobre, como le enseñaron los años en que fue esposa de un picapedrero. El frío, el hambre, la suciedad, la humillación…, todo aquello le infundió un miedo visceral a la pobreza. Creyó que los hombres que conociese en Estados Unidos serían su billete para salir de la miseria; luego lo creyó de Åke y después de Per—Erik. Pero todos la habían traicionado. Todos rompieron sus promesas, igual que su padre. Y todos recibieron su castigo.
Al final Agnes siempre tenía la última palabra. La caja azul de madera y su contenido le sirvieron como recordatorio permanente de que ella y sólo ella podía determinar su propio destino. Y de que todos los medios valían.
Fue a recoger la caja de las cenizas la última noche antes de partir a América. Al abrigo de la oscuridad, acudió al lugar del incendio y recogió un puñado de ceniza del lugar donde sabía que habían ardido los cuerpos de Anders y los niños. Entonces no supo por qué, pero a medida que fueron pasando los años, comprendió la causa de su impulsiva decisión. La caja con la ceniza la obligaba a recordar siempre lo fácil que resultaba ejecutar cualquier empresa para conseguir los propios fines.
El plan fue presentándose a su razón poco a poco, según se acercaba el día de la partida hacia América. Sabía que su suerte estaría echada si se dejaba transportar como una vaca con la familia, que su destino sería como un lastre amarrado a sus pies. Sola, en cambio, tendría la posibilidad de labrarse un futuro propio y distinto, un porvenir en el que la pobreza no fuese más que un recuerdo remoto.
Anders no tuvo tiempo de percatarse de lo que sucedía. Le clavó el cuchillo hasta el puño en medio del corazón y su esposo cayó como un fardo de carne sobre la mesa de la cocina.
Los niños dormían. Ella entró en su habitación, sacó el almohadón sobre el que descansaba la cabeza de Karl y lo apretó contra su cara. Luego se sentó sobre él dejando caer todo su peso. Fue tan fácil… El niño pateó un instante, pero no emitió ningún sonido audible a través del almohadón, así que Johan siguió durmiendo plácidamente mientras su hermano gemelo moría asfixiado. Después le llegó su turno. Agnes repitió el procedimiento. Resultó un poco más difícil. Johan siempre fue algo más fuerte y corpulento que Karl, pero tampoco él logró resistir mucho rato y pronto quedó tan exánime como su hermano. Los vio a los dos con los ojos muertos, fijos en el techo, pero curiosamente Agnes no sentía nada. Era como si hubiese reestablecido el orden natural de las cosas. Esos niños no deberían haber nacido jamás y ahora habían dejado de existir.
Sin embargo, aún le faltaba algo por hacer antes de poder continuar con su vida. Reunió un montón de ropa de los niños en el suelo y fue a la cocina. Sacó el cuchillo del pecho de Anders y arrastró su cadáver hasta el dormitorio de los pequeños. Él era mucho más corpulento y pesado que ella y, cuando lo dejó caer como un saco en el lugar deseado, Agnes estaba empapada de sudor. Fue a buscar un poco de aguardiente, roció el montón de ropa y encendió un cigarrillo. Dio varias caladas con sumo placer antes de depositar la colilla encendida sobre el montón de ropa empapada en el aguardiente. Con un poco de suerte, estaría bien lejos cuando empezase a arder de verdad.
Unas voces en el pasillo la arrancaron de su remembranza. Aguardó tensa a que pasaran de largo, con la esperanza de que no fuesen a su habitación, y no se relajó hasta que no las oyó alejarse.
No tuvo que fingir estar impresionada cuando regresó de hacer su recado y vio el incendio. De hecho, jamás pensó que se propagaría tanto y tan rápido. Todo quedó destruido. Eso, al menos, fue según los planes. Nadie pensó ni por un momento que Anders y los niños no murieron en el incendio.
Después de aquello, se sintió tan maravillosamente libre que a veces se miraba los pies para asegurarse de que no estaba flotando en el aire. Ante los demás mantuvo la máscara, fingió ser una doliente madre y viuda, pero en su fuero interno se reía de lo ingenua, necia y simple que podía ser la gente. Y el mayor de todos los idiotas fue su propio padre. Apenas pudo aguantarse las ganas de contarle lo que había llevado a cabo, exhibir ante él el delito que había cometido como un cuchillo sangriento y decirle: «Mira lo que has hecho, mira a qué me abocaste al obligarme a partir aquel día como si yo fuese una ramera babilónica». Pero se contuvo. Por más que deseara compartir la culpa con él, el provecho sería mayor si se aseguraba su compasión.
Y funcionó. El plan se desarrolló tal y como ella deseaba y esperaba, pero, a pesar de todo, la persiguió la mala suerte. Los primeros años en Nueva York le dieron todo aquello que había soñado mientras fantaseaba en el barracón del picapedrero, pero después volvió a negársele la vida que merecía. Siempre la misma injusticia.
Agnes sentía la rabia crecer en su pecho. Quería liberarse de su viejo cascarón asqueroso. Retirarlo como el capullo de una crisálida y salir como la bella mariposa que fue en su día. Sentía náuseas al percibir su propio olor a senectud.
De pronto le vino a la mente una idea que la consoló: tal vez pudiese pedirle a su hija que le enviase la caja de madera pintada de azul. A ella no debía de serle de utilidad, pero Agnes disfrutaría dejando caer su contenido por entre sus dedos una última vez. La idea le infundió ánimos. Sí, eso haría. Le pediría a Mary que le trajese la caja. Si su hija iba a llevársela personalmente, quizá le contaría cuál era en verdad su contenido. Ante Mary siempre lo llamó Humildad, cuando la tenía encerrada en el sótano y la alimentaba con las cenizas. Pero lo que en realidad quería darle a comer a la pequeña era ambición, la fuerza que permitía hacer lo necesario para alcanzar lo que una perseguía. Y creyó haber triunfado cuando la niña cumplió sus deseos con tanta facilidad y precisión en lo de Åke. Pero después, todo se desbarató.
Ya no podía aguantar un minuto más sin tocar la caja. Con mano trémula, fue a coger el teléfono, pero se quedó paralizada a medio camino. Entonces, su mano cayó de golpe contra su costado y la cabeza sobre el pecho. Sus ojos quedaron sin vida, fijos en la pared, mientras un hilillo de saliva discurría hacia la barbilla desde la comisura de los labios.
Había pasado una semana desde que él y Martin fueron a buscar a Lilian al hospital. Siete días llenos de tanto alivio como frustración. El alivio de haber encontrado al asesino de Sara y la frustración de que dicho asesino aún se negase a explicar por qué.
Patrik descansó las piernas sobre la mesa y se retrepó en el sofá con las manos en la nuca. Aquella última semana pudo pasar más tiempo en casa, lo que tranquilizaba un poco su conciencia. Además, todo empezaba a funcionar mejor. Con una sonrisa, observó a Erica mientras mecía con mano firme el carrito en el que descansaba Maja. También él había practicado su técnica y no le llevaba más de cinco minutos dormir a la pequeña.
Muy despacio, Erica metió el cochecito en el despacho y cerró la puerta. Aquello quería decir que Maja se había dormido y que Erica y él dispondrían de cuarenta minutos de tranquilidad, como mínimo.
—Ya está, ya se ha dormido —declaró ella acurrucándose junto a Patrik en el sofá.
Ya no parecía tan hundida como antes, aunque él aún intuía algún residuo de desánimo los días que Maja estaba especialmente penosa. Sin embargo, todo iba por el buen camino y estaba decidido a contribuir a que la situación siguiese mejorando. El plan surgido hacía una semana había cristalizado y el último detalle quedó zanjado el día anterior con la solícita colaboración de Annika.
Estaba a punto de decir algo cuando Erica se le adelantó:
—¡Qué espanto! He cometido el error de pesarme esta mañana.
Un denso silencio siguió al comentario y Patrik sintió cierto pánico. ¿No debería decir algo? Entrar en una discusión sobre el peso de su mujer era como acceder a un campo de minas emocional en el que se veía obligado a considerar minuciosamente dónde ponía el pie. Seguían en silencio y adivinó que se esperaba de él algún comentario. Pensó febrilmente en algo adecuado que decir y sintió una extrema sequedad de boca cuando respondió:
—¿Ah, sí?
Se habría dado de golpes contra la pared. ¿Era eso lo más inteligente que se le podía ocurrir? Sin embargo, por el momento parecía haber sorteado bien las minas y Erica prosiguió con un suspiro:
—Sí, y sigo pesando diez kilos más que antes de quedarme embarazada. La verdad, pensé que bajar de peso iría más rápido.
Con cautela, con suma cautela, fue tanteando para avanzar por terreno seguro:
—Maja aún es muy pequeña. Debes tener paciencia. Estoy seguro de que irán desapareciendo a medida que vayas dándole el pecho. Ya verás, cuando tenga seis meses, los kilos no estarán —remató Patrik conteniendo la respiración mientras esperaba su reacción.
—Sí, supongo que tienes razón —fue la respuesta de Erica, que Patrik acogió con un suspiro de alivio—. Es sólo que me siento tan poco sexy… Me cuelga la barriga, tengo los pechos enormes y siempre están chorreando leche, no paro de sudar, por no hablar del acné que me ha salido de las hormonas…
Se echó a reír, como si lo que acababa de decir fuese una broma, aunque Patrik oyó la desesperación subyacente en su tono de voz. Erica nunca había estado obsesionada por el físico, pero comprendía que debía de resultar difícil aceptar que el cuerpo y el aspecto cambiasen tanto en tan poco tiempo. A él mismo le costaba reconciliarse con la barriga cosechada desde que vivía en pareja: había crecido a medida que crecía la de Erica y tampoco se había reducido especialmente desde que nació Maja.
Por el rabillo del ojo, vio que ella se secaba una lágrima y de pronto supo que no encontraría un momento mejor.
—No te muevas de ahí —le dijo con repentino entusiasmo levantándose del sofá de un salto.
Erica lo miró inquisitiva, pero le hizo caso. Patrik sentía sus ojos clavados en la espalda mientras él revolvía en sus bolsillos hasta encontrar algo que escondió antes de volver a su lado.
Con una graciosa reverencia, se arrodilló ante ella y le tomó la mano respetuosamente. Vio que ya se la había ganado y esperaba que el brillo de sus ojos fuese fruto de la alegría. En cualquier caso, Erica parecía ansiosa. Carraspeó para aclararse la garganta pues, de repente, le fallaba la voz.
—Erica Sofia Magdalena Falck, ¿estarías dispuesta a hacer de mí un hombre decente y casarte conmigo?
No aguardó la respuesta, sino que, con mano trémula, sacó la cajita que había guardado en el bolsillo trasero del pantalón. Con cierta dificultad, abrió la tapa forrada de terciopelo azul con la esperanza de que Annika y él, tras sumar sus esfuerzos, hubiesen logrado dar con un anillo que le gustase.
Ya notaba que le dolía un poco la espalda de tanto como llevaba allí de rodillas y el prolongado silencio empezaba a resultar un tanto preocupante. Cayó en la cuenta de que no se le había pasado por la cabeza la posibilidad de que ella dijera que no, y ahora lo invadió una sensación bastante desagradable que lo llevó a desear no haber sido tan decidido.
Pero entonces la cara de Erica se iluminó en una amplia sonrisa acompañada de abundantes lágrimas. Reía y lloraba al mismo tiempo y extendió el dedo anular para que Patrik le pusiera el anillo.
—¿Eso es un sí? —preguntó él sonriente.
Ella asintió sin decir nada.
—Y ya sabes tú que sólo le pediría matrimonio a la mujer más hermosa del mundo —dijo con la esperanza de que ella supiese oír la sinceridad de sus palabras y que no pensase que estaba exagerando.
—Eres…, eres un… —respondió al fin, buscando el adjetivo adecuado—. ¿Sabes?, a veces atinas exactamente con lo que hay que decir y cuándo. No siempre, sólo a veces.
Se inclinó y le dio un beso largo y cálido, al cabo del cual se enderezó en el sofá para admirar su nuevo anillo.
—Es magnífico. No me creo que lo hayas elegido tú solo.
Por un instante se sintió ofendido por la falta de confianza en su gusto y le dieron ganas de decirle que sí, que por supuesto que lo había elegido él. Pero luego cambió de idea, pues Erica tenía razón.
—Bueno, Annika me acompañó como consejera. O sea que te gusta, ¿no? ¿Seguro? ¿No quieres cambiarlo? No hice que lo grabaran hasta que lo hubieras visto, por si no te gustaba.
—Me encanta —dijo Erica emocionada y él supo que decía la verdad.
Ella le dio otro beso, aún más largo y apasionado…
El timbre del teléfono los interrumpió. Patrik se irritó muchísimo. ¡Habrase visto cosa más inoportuna! Se levantó y contestó de un modo algo más áspero que de costumbre.
—Aquí Patrik.
Mientras escuchaba fue volviéndose hacia Erica. Ella seguía sentada, sonriendo y admirando su hermoso anillo, y cuando vio que él la miraba, le sonrió con más entusiasmo aún. Pero luego fue muriendo su sonrisa al ver que Patrik no le correspondía.
—¿Quién es? —le preguntó algo angustiada.
Él adoptó un semblante grave al contestar:
—Es la policía de Estocolmo. Quieren hablar contigo.
Muy despacio, se levantó y cogió el auricular.
—Sí, soy Erica Falck.
Mil sospechas resonaban en aquella sencilla frase.
Patrik la observaba tenso mientras ella escuchaba al policía. Con una expresión de incredulidad, se volvió a Patrik:
—Dicen que Anna ha matado a Lucas.
Después el auricular se le cayó de las manos. Patrik llegó justo a tiempo de sujetar a Erica antes de que se desplomase en el suelo.