Capítulo 18
Fjällbacka, 1926
Los pequeños, ya de dos años de edad, alborotaban detrás de Agnes, que los mandó callar irritada. Jamás había visto niños tan traviesos. Seguro que se debía a tantas horas en casa de los Jansson, seguro que lo habían aprendido de sus mocosos, se decía Agnes optando por ignorar el hecho de que, prácticamente, fue la vecina quien crió a sus hijos desde que tenían seis meses. En cualquier caso, a partir de ahora iban a cambiar las cosas, puesto que se trasladaban al centro del pueblo. Agnes miró atrás satisfecha, sentada sobre los bultos de la mudanza. Deseaba con todas sus fuerzas no tener que volver a ver el miserable barracón. A partir de ahora, estaría algo más cerca de la existencia que se merecía y, al menos, sus días transcurrirían entre gente normal y tendría la oportunidad de ver algo más de vida y movimiento a su alrededor. Cierto que el edificio donde habían alquilado la vivienda no era para dar saltos de alegría, aunque las habitaciones eran más limpias y luminosas e incluso unos metros cuadrados más grandes que lo que les correspondía del barracón, pero al menos estaba en el centro de Fjällbacka. Podría salir del portal sin hundirse en el barro hasta los tobillos y tendría la oportunidad de cultivar amistades mucho más estimulantes que las simplonas de las mujeres de los picapedreros, que no hacían otra cosa que parir hijos. Por fin tendría ocasión de conocer gente con unas miras totalmente distintas. Ahora que pertenecía al grupo de mujeres de picapedreros que tanto despreciaba, prefería no pensar hasta qué punto ella resultaría interesante para esas personas o quizá estaba convencida de que no les pasaría inadvertido que ella era diferente.
—Johan, Karl, tranquilos. Quedaos quietos en el carro; de lo contrario, os vais a caer —les dijo Anders volviéndose a medias hacia los pequeños.
Como de costumbre, Agnes pensaba que era demasiado blando con ellos. De haber sido por ella, tendría que haberles gritado mucho más alto e incluso haber acompañado su reprimenda de una bofetada. Pero sobre ese particular, el parecer de Anders era inquebrantable. Nadie ponía a sus hijos una mano encima. En una ocasión, la sorprendió dándole un azote a Johan, y fue tal el sermón que no le quedó valor para volver a hacerlo. En todo lo demás, podía conseguir que Anders se plegase a su voluntad, pero en lo relativo a Karl y Johan, él tenía la última palabra. Incluso los nombres de los pequeños fueron elección suya. Si eran buenos para reyes, también lo eran para sus hijos, le dijo. Agnes se rio burlona. Menuda idiotez. Pero a ella le importaba un bledo cómo se llamasen los niños, así que, si él quería decidir sus nombres, por ella, adelante.
Ante todo, sería un alivio verse libre de la impertinente de la mujer de Jansson. Claro que había resultado muy cómodo que se hiciese cargo de los niños por ella, cualquiera que fuese la razón por la que lo hizo, y además, voluntariamente, pero al mismo tiempo sus miradas de reproche sacaban de quicio a Agnes. ¡Como si ella fuese peor persona sólo porque no consideraba que limpiarles el culo a los niños constituyese su cometido en la vida!
No era posible llegar con el carro hasta la misma entrada del edificio, que se encontraba en una de las estrechas cuestas que daban al mar, de modo que hubieron de cargar con sus escasas pertenencias el último tramo. Anders haría un par de viajes más para recoger sus desportillados muebles, pero Agnes fue a saludar al propietario del edificio, es decir, a su casero, antes de entrar en su nuevo hogar. Jamás pensó que dos pequeñas habitaciones en una casa diminuta se le antojarían un ascenso en la vida, pero comparada con la oscura barraca, su nueva vivienda le parecía un palacio.
Cruzo el umbral contoneándose con sus faldas y constató satisfecha que el anterior inquilino lo había dejado todo limpio y ordenado. Odiaba que hubiese suciedad a su alrededor, pero en el pequeño cuarto de la barraca no le parecía que tuviese sentido limpiar, y además, tampoco estaba muy dispuesta a ser ella la que se encargase de esa tarea. Pero si lograba insistir lo suficiente como para sacarle al tacaño de Anders un par de bonitas cortinas y una alfombra, la nueva casa podría quedar al menos aceptable.
Los niños pasaron a toda velocidad junto a sus piernas y empezaron a correr y a perseguirse como locos por la habitación vacía. Agnes sintió que le hervía la sangre al ver que lo ensuciaban todo de barro.
—¡Karl! ¡Johan! —rugió consiguiendo que quedaran helados de miedo.
Cerró los puños para impedir que sus manos les estampasen una sonora bofetada a cada uno y se contentó con agarrarlos bien fuerte del brazo y arrastrarlos al otro lado de la puerta. No obstante, se permitió un pequeño y disimulado pellizco en los bracitos y vio con satisfacción que los rostros de los niños se encogían en una mueca de llanto.
—¡Papá! —comenzó a gritar Karl, cuyas quejas no tardó en corear Johan—. ¡Quiero que venga papá!
—¡A callar! —ordenó Agnes entre dientes mirando nerviosa a su alrededor.
¡Sólo faltaba eso! Ponerse en evidencia desde el primer día. Pero los pequeños habían sobrepasado el punto en que aún podían contenerse.
—¡Papá! —gritaban a coro.
Agnes se obligó a respirar hondo y despacio, intentando controlarse, no precipitarse a hacer una locura. Entonces los niños intensificaron sus quejas.
—¡Karin! ¡Queremos que venga Karin! —gritaban tirados en el suelo dando patadas y puñetazos con sus manitas.
Un par de malditos llorones, igual que su padre. ¡Pensar que tenían el valor de preferir a aquella simple bruja antes que a su madre! Sintió que el pie le ardía de las ganas de propinarles una patada justo en las partes blandas próximas al estómago, pero, por suerte, en ese momento apareció Anders al final de la pendiente.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó con su acento cantarín de Blekinge.
Los niños se pusieron de pie como el rayo.
—¡Papá! ¡Mamá es mala!
—¿Qué ha pasado ahora? —preguntó resignado al tiempo que le lanzaba a Agnes una mirada de reproche.
Ella lo maldijo para sus adentros. Ni siquiera sabía lo que había ocurrido y, aun así, tomaba partido por los niños sin vacilar. Agnes no se molestó en explicárselo, sino que se dio media vuelta y entró en la casa dispuesta a recoger las plastas de barro que los niños habían dejado esparcidas. Entre tanto, los oía lloriquear a su espalda, con las narices hundidas en el abrigo de Anders. De tal palo, tales astillas.
* * *
Se dio de baja para el resto del mes. Tan sólo había pasado una semana desde que encontraron a la niña, pero ella tenía la sensación de que hubiesen transcurrido años. Oyó a Kaj trajinar en la cocina. Sabía que era sólo cuestión de tiempo. Y, en efecto, enseguida lo oyó:
—¡Monicaaaaa! ¿Dónde está el café?
La mujer cerró los ojos y respondió con forzada paciencia:
—En la lata que hay en el armario de encima de los fogones. En el mismo lugar donde ha estado los últimos diez años —no pudo por menos de añadir.
Lo oyó mascullar su respuesta, se levantó y fue a la cocina. Más le valía ir a ayudarle. Le costaba comprender que una persona adulta pudiese resultar tan indefensa. Que hubiese sido capaz de dirigir una empresa con treinta empleados era algo que sobrepasaba su entendimiento.
—Déjame a mí —le dijo al tiempo que le quitaba la lata del café.
—¿Qué te pasa ahora? —respondió Kaj en el mismo tono irritado.
Monica respiró hondo para serenarse un poco mientras contaba en silencio las cucharadas de café que iba poniendo. No merecía la pena iniciar una disputa con Kaj, después de todo lo que ya tenían.
—Nada —respondió ella—. Sólo que estoy algo cansada. Y no me ha gustado que la policía viniese a hablar con Morgan.
—¿Qué puede importar eso? —opinó Kaj sentándose ante la mesa de la cocina, a la espera de que le sirvieran el café—. Después de todo, es un adulto, aunque a ti te cueste creerlo —añadió.
—Tú más que nadie deberías ser consciente de las dificultades de Morgan. ¿Dónde has estado todos estos años? ¿No has participado en los avatares de esta familia?
La irritación volvía a dominarla, como evidenciaba el modo airado en que cortó varios trozos del rollo de bizcocho.
—Yo he vivido los avatares de esta familia igual que tú, que lo sepas. Sin embargo, no he mostrado la misma inclinación a ser demasiado blando con Morgan ni a llevarlo de un machaca—cabezas a otro. ¿De qué ha servido? Lo único que hace es pasarse los días encerrado en su caseta, y a medida que pasan los años, más raro se vuelve.
—Yo no he sido blanda con él —objetó Monica entre dientes—. He intentando darle a nuestro hijo los mejores cuidados a nuestro alcance, teniendo en cuenta todo lo que se ha visto obligado a superar. El que tú hayas optado por ignorarlo es cosa tuya. Si le dedicases a él la mitad del tiempo que inviertes en tus entrenamientos…
Monica casi arrojó el plato con los dulces sobre la mesa y se quedó de pie y de brazos cruzados contra el poyete.
—Sí, sí —protestó Kaj antes de hincarle el diente a un trozo de bizcocho. Tampoco él parecía tener muchas ganas de discutir a hora tan temprana—. No creo que tengamos que sacar el mismo tema otra vez. De todos modos, estoy de acuerdo en que no me gusta la idea de que la policía ande importunando por aquí. No me explico cómo no invierten sus energías en la bruja de la vecina.
Otra vez a vueltas con su tema favorito, descorrió la cortina para ver la casa de los Florin.
—Ahí todo parece estar en calma. Me pregunto qué ocurrió el viernes pasado, con tanto coche aparcado a su puerta y todas esas cajas y bártulos que fueron metiendo en la casa.
Monica bajó la guardia, aunque a disgusto, y se sentó frente a él a la mesa. Tomó un trozo de bizcocho, aunque sabía que no le convenía. Los dulces ya se habían asentado bastante en sus caderas. Claro que a Kaj no parecía importarle, de modo que ¿por qué sacrificarse?
—Pues no sé, pero no vale la pena ponerse a especular. Lo principal es que dejen en paz a Morgan.
La fría sensación de vacío en el estómago se negaba a remitir y empeoraba a medida que pasaban los días. El azúcar del bizcocho le calmó los nervios unos minutos, pero ella sabía que la angustia no tardaría en volver a dominarla. Desesperada, observó a Kaj y consideró la posibilidad de contárselo todo, pero enseguida comprendió lo absurdo de su idea. Llevaban treinta años juntos y no tenían nada en común. Él se llevó a la boca otro trozo de bizcocho, satisfecho, e ignorante de las garras que despedazaban las entrañas de su esposa.
—¿No deberías estar trabajando? —preguntó Kaj dejando de masticar.
Desde luego, debería haberse marchado hacía una hora, pero él no se había dado cuenta de que seguía en casa hasta ese momento.
—Me he dado de baja. No me encuentro bien.
—Pues tienes buen aspecto —le respondió como criticándola—. Un tanto pálida, quizá. En fin, ya sabes que, en mi opinión, deberías despedirte del todo. Es una locura que vayas allí todos los días cuando no lo necesitas. Podemos permitírnoslo.
Monica sintió la ira crecer en su interior. Se levantó bruscamente.
—No quiero oír ni una palabra más sobre ese asunto. Me pasé veinte años en casa sin hacer otra cosa que plancharte las camisas y preparar cenas para ti y tus colegas. ¿No crees que por fin tengo derecho a una vida propia?
Se llevó de un tirón el plato del bizcocho, abrió el cubo de la basura y arrojó los últimos trozos entre la zurrapa del café y los restos de comida. Dejó a Kaj atónito, sentado a la mesa: no soportaba seguir viéndolo un segundo más.
Aparcó el cochecito en la parte trasera de la tienda Järnboden y se aseguró de que Liam seguía dormido. Iba a comprar poca cosa y no tenía ganas de arrastrar el cochecito por toda la tienda. Hacía muchísimo viento fuera, pero soplaba más fuerte en la entrada, que era la que daba al mar. La parte posterior, en cambio, estaba al abrigo del monte Veddeberget y allí el cochecito no correría ningún peligro durante los cinco minutos que pensaba tardar en hacer la compra.
El móvil que colgaba sobre el dintel tintineó cuando ella abrió la puerta. La tienda tenía todo lo imaginable; en especial, artículos para gente mañosa y para los aficionados a los barcos. Ella tendría que mirar dos veces la lista que le había dado Markus para estar segura de lo que tenía que comprar. Él le había prometido que terminaría de instalar las estanterías del cuarto del niño aquel fin de semana si ella le compraba lo que necesitaba.
Mia se alegraba ante la idea de ver el dormitorio terminado por fin. Los meses habían pasado volando y, pese a que Liam tenía ya seis, su habitación aún parecía una vivienda provisional en lugar del agradable y bien decorado cuarto que ella había soñado. El problema era que dependía de su chico para que quedase en condiciones. Mia no había sostenido jamás un martillo en sus manos y él, en cambio, era muy habilidoso cuando se ponía manos a la obra, cosa que, por desgracia, rara vez sucedía.
En ocasiones se preguntaba si sería igual el resto de su vida. Cuando se conocieron, a ella le pareció maravillosa su filosofía, que consistía en procurar pasarlo bien siempre y evitar el aburrimiento a toda costa. Mia se enganchó a su estilo de vida y, casi durante un año, vivieron una existencia ideal y sin preocupaciones, plagada de fiestas y de decisiones espontáneas. Pero mientras que ella empezó a cansarse y a sentir el apremio de la vida adulta y de las responsabilidades, y más aún desde que había nacido Liam, él continuó viviendo en su burbuja, de modo que ahora Mia se sentía como si tuviese que criar a dos niños. Además, Markus tampoco contribuía a los gastos de alquiler y de comida. De no ser porque ella cobraba la baja maternal, se habrían muerto de hambre. Él siempre conseguía trabajo con su verborrea; ése no era el problema, qué va. El problema era que ningún trabajo parecía poder cumplir sus expectativas o sus exigencias de diversión, de modo que solía dejarlo después de tan sólo un par de semanas. Luego se pasaba una temporada viviendo a su costa hasta que conseguía un nuevo trabajo recurriendo a su encanto natural. Por otro lado, dedicaba la mayor parte del día a dormir, con lo que apenas le ayudaba ni en casa ni con Liam. Sin embargo, sí que se quedaba despierto las noches enteras entretenido con los videojuegos.
A decir verdad, ella ya empezaba a cansarse. Tenía veinte años y se sentía como si tuviese cuarenta. Andaba siempre refunfuñando y protestando, y, en ocasiones, oía con horror que sonaba exactamente igual que su madre.
Lanzó un suspiro mientras buscaba por uno de los pasillos. Leyó la lista. No le costó ningún trabajo encontrar los clavos y algunas otras cosas que Markus necesitaba, pero para los tornillos, tuvo que pedir ayuda. Cuando por fin terminó y se acercó a la caja para pagarle a Berit, miró el reloj. Sin saber cómo, había pasado un cuarto de hora mientras iba comprando los artículos de la lista, y se puso tan nerviosa que empezó a sudar. Con tal de que Liam no se hubiese despertado… Se apresuró a salir con las bolsas y, tan pronto como abrió la puerta, oyó lo que temía, el penetrante llanto de su hijo. Sin embargo, sonaba distinto de la protesta típica que indicaba que tenía hambre o estaba cansado o triste. Aquél era un grito de pánico que resonaba chillón contra la ladera de la montaña. Su instinto maternal le advirtió que algo pasaba, soltó las bolsas y echó a correr hacia el cochecito. Cuando miró en su interior, se le paró el corazón por un instante y quedó perpleja, sin comprender con exactitud qué era lo que veía. Liam tenía la carita negra de algo que parecía ceniza u hollín. En su boca abierta en pleno grito también había ceniza y el pequeño sacaba la lengua de vez en cuando en un intento de escupirla. También el interior del cochecito estaba cubierto de aquella sustancia negra y, cuando Mia cogió a su aterrado bebé y se lo apretó contra el pecho, le cayó un montón de ceniza en el abrigo. Su cerebro seguía sin atinar a hallar una explicación sensata a lo sucedido, pero con Liam en sus brazos, echó a correr al interior del establecimiento. Sólo sabía que alguien le había hecho algo a su hijo. Mientras le ayudaban a llamar, intentó en vano limpiar la ceniza de la boca del pequeño con una servilleta.
La persona que había hecho algo así debía de estar completamente desquiciada.
Hacia las dos de la tarde, todos tenían la información que necesitaban. Annika había preparado los documentos y Patrik le dio las gracias en voz baja mientras recopilaba las páginas que, una tras otra, les habían ido llegando por fax. Llamó a la puerta de Martin, pero entró sin esperar respuesta.
—Buenas —le dijo éste consiguiendo que aquel saludo informal sonase como una pregunta.
Sabía cuál era la información que Annika y Patrik habían estado recabando y, con sólo ver su expresión, comprendió que su trabajo había dado resultado.
Patrik no respondió al saludo, sino que se sentó en la silla que había frente a Martin y dejó los faxes sobre la mesa sin el menor comentario.
—Doy por sentado que habéis encontrado algo —dijo Martin extendiendo la mano para coger el montón de papeles.
—Sí, una vez obtenida la licencia para examinarlo, ha sido como abrir la caja de Pandora. Hay todo lo que busques. Léelo tú mismo.
Patrik se retrepó en la silla a la espera de que Martin ojease las copias.
—Esto no tiene buena pinta —sentenció tras unos minutos.
—No, no la tiene —convino Patrik moviendo la cabeza—. En trece ocasiones en total Albin aparece registrado en los archivos de algún centro de salud, atendido de algún tipo de lesión. Fracturas, cortes, quemaduras y Dios sabe qué más. Es como leer un manual de maltrato infantil.
—¿Y tú crees que es Niclas y no Charlotte el autor de todo esto? —preguntó Martin señalando los documentos.
—En primer lugar, no existen pruebas concretas de que estemos ante un caso de maltrato infantil. Nadie ha visto motivo para empezar a hacer preguntas hasta el momento y, en teoría, podría tratarse del niño más infortunado del mundo. Dicho esto, tú y yo sabemos que esa probabilidad es mínima. Lo más verosímil es que alguien haya estado maltratando a Albin. Si ha sido Niclas o Charlotte, bueno, es imposible decirlo con seguridad. Pero Niclas, por ahora, es la persona sobre la que tenemos el signo de interrogación más grande, así que yo partiría del supuesto de que lo más probable es que haya sido él.
—¿Podrían ser los dos? Se han dado casos, ya sabes.
—Sí, desde luego —admitió Patrik—. Todo es posible y no podemos excluir ninguna variable. Pero, teniendo en cuenta que Niclas nos mintió sobre su coartada, involucrando además a otra persona en su mentira, me gustaría convocarlo a una charla muy seria. ¿Estamos de acuerdo?
Martin asintió.
—Sí, desde luego. Lo llamamos y le enseñamos estos informes a ver qué dice.
—Bien, pues eso vamos a hacer. ¿Nos marchamos ahora mismo?
Martin volvió a asentir.
—Si tú estás listo, yo también.
Una hora más tarde estaban sentados con Niclas en la sala de interrogatorios. Parecía sereno y no protestó cuando fueron a buscarlo al centro médico. Era como si no tuviese fuerzas para oponer resistencia. En ningún momento del trayecto hacia la comisaría preguntó por qué querían hablar con él. Antes bien, se pasó el camino contemplando el paisaje, dejando que el silencio hablase por sí mismo. Por un instante, Patrik sintió un punto de compasión. Daba la impresión de que el cerebro de Niclas acabara de registrar que su hija estaba muerta y que, por el momento, toda su energía se concentraba en soportar la vida sabiendo que así era. Pero al recordar el contenido de los partes médicos, la compasión se esfumó de forma rápida y eficaz.
—¿Sabe por qué lo hemos hecho venir para interrogarlo? —comenzó Patrik sereno.
—No —respondió Niclas escrutando la superficie de la mesa.
—Hemos recibido cierta información un tanto… —Patrik hizo una pausa dramática— inquietante.
Niclas no se inmutó. Estaba totalmente apagado y le temblaban las manos, que tenía cruzadas sobre la mesa.
—¿No quiere saber de qué tipo de información se trata? —intervino Martin con amabilidad.
Niclas tampoco respondió en esta ocasión.
—Bien, en ese caso se lo diremos nosotros —prosiguió Martin cediéndole la palabra a Patrik.
Éste se aclaró la garganta.
—En primer lugar, resulta que la información que nos dio sobre su coartada para el lunes por la mañana no es cierta.
Al oír esto, Niclas alzó la vista por primera vez. Patrik creyó ver un atisbo de asombro que desapareció enseguida. A falta de una reacción verbal por su parte, continuó.
—La persona que le proporcionó la coartada ha desmentido su declaración. Hablando en plata: Jeanette nos ha contado que no estuvo con ella, como usted decía, y, además, que le pidió que mintiera al respecto.
Niclas seguía sin reaccionar. Se diría que se había desprendido de todo sentimiento y sólo había quedado un gran vacío en su lugar. No mostraba ni ira, ni asombro, ni consternación, ni ninguna de las reacciones que Patrik esperaba. Calló a la espera de una respuesta, pero Niclas persistía en su silencio.
—¿No quiere hacer ningún comentario sobre ese particular? —sugirió Martin.
Niclas negó con la cabeza.
—Si ella lo dice.
—Tal vez quiera contarnos dónde pasó esas horas.
Niclas respondió encogiéndose de hombros. Después, dijo en voz baja:
—No tengo intención de pronunciarme en absoluto. Ni siquiera comprendo por qué estoy aquí ni por qué me hacen esas preguntas. Es mi hija la que ha muerto, ¿por qué iba yo a hacerle daño? —alzó la vista y miró a Patrik.
Éste vio en sus palabras una introducción idónea para su siguiente pregunta.
—Quizá porque tiene por costumbre hacer daño a sus hijos. Por ejemplo, a Albin.
Niclas dio un respingo y, boquiabierto, clavó sus ojos en Patrik. La primera expresión de algún sentimiento se manifestó en forma de un leve temblor del labio inferior.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Niclas inseguro, mirando ya a Patrik, ya a Martin.
—Lo sabemos —dijo Martin con tranquilidad, mientras hojeaba con un gesto elocuente los documentos que tenía ante sí.
Había sacado copias de los partes, de modo que tanto él como Patrik tenían un juego.
—¿Qué es lo que creen saber? —preguntó Niclas con un leve tono de desacuerdo, aunque sin poder evitar echar una que otra ojeada a los documentos que Martin tenía delante, sobre la mesa.
—Albin ha sido tratado de diversos tipos de lesiones en trece ocasiones —apuntó Patrik—. Como médico, ¿qué opina usted de eso? ¿Qué conclusión sacaría si alguien acudiese al hospital con un niño trece veces, por quemaduras, fracturas y cortes?
Niclas apretó los labios. Patrik continuó:
—Además, ustedes no han acudido siempre al mismo centro. Habría sido tentar la mala suerte, ¿verdad? Pero si reunimos todos los partes que existen en el hospital de Uddevalla y los centros de salud de los alrededores, tenemos un total de trece visitas. ¿Acaso Albin es un niño propenso a sufrir accidentes?
Niclas seguía sin pronunciarse. Patrik observó sus manos. ¿Serían capaces de hacerle daño a un niño?
—Tal vez exista una explicación para ello —intervino Martin insidioso—. Quiero decir, comprendo perfectamente que a veces uno no puede más. Ustedes los médicos trabajan demasiadas horas y están agotados y estresados. Además, Sara exigía mucho tiempo y atención, y con ella y un bebé, cualquiera se viene abajo. Todas esas frustraciones contenidas en busca de una vía de escape… Después de todo, sólo somos personas, ¿verdad? Y eso podría explicar por qué no ha habido más partes de «accidentes» desde que llegaron a Fjällbacka: ayuda con la intendencia, un trabajo menos estresante… De pronto, todo resultaba más llevadero. Ya no hay necesidad de dar rienda suelta al sentimiento de fracaso.
—No sabe nada de mi vida, no se haga el listo —dijo Niclas con inesperada virulencia, la mirada siempre fija en la mesa—. Y no pienso hablar con ustedes sobre ese asunto, de modo que ya pueden ir dejando el rollo psicológico.
—O sea que no tiene nada que decir sobre esto, ¿no? —insistió Patrik blandiendo su juego de partes médicos.
—No, ya se lo he dicho —respondió Niclas, que seguía escrutando la mesa con insistencia.
—Comprenderá que tenemos que entregar esta documentación a Asuntos Sociales, ¿verdad? —le anunció Patrik inclinándose sobre la mesa.
Una vez más, advirtió aquel leve temblor en los labios de Niclas.
—Hagan lo que crean conveniente —repuso con la voz sombría—. ¿Piensan retenerme aquí o puedo irme ya?
Patrik se levantó.
—Puede irse. Pero volveremos a interrogarle.
Acompañó a Niclas a la salida; ninguno de los dos hizo amago de despedirse con un apretón de manos.
Patrik volvió a la sala de interrogatorios, donde lo aguardaba Martin.
—¿Qué opinas? —preguntó éste.
—La verdad, no lo sé. Para empezar, esperaba que reaccionase de alguna manera.
—Sí, era como si estuviese totalmente apartado del mundo. Pero supongo que puede deberse al dolor por la muerte de su hija, que se manifiesta de ese modo. Según dijiste, se entregó al trabajo como si nada hubiese ocurrido y, además, tuvo que hacerse el fuerte en casa cuando Charlotte se vino abajo. Si ahora ella ha recobrado la presencia de ánimo, puede que él haya dado rienda suelta a su dolor. Lo que quiero decir, en realidad, es que no creo que podamos partir de la base de que él sea culpable de nada pese a su extraño comportamiento. Sus circunstancias son bien especiales.
—Tienes razón —admitió Patrik con un suspiro—. Pero hay hechos que no podemos ignorar. Le pidió a Jeanette que mintiese sobre su coartada y aún no sabemos dónde estuvo. Y si estos partes médicos no son una prueba de que Albin ha sido víctima de malos tratos, es que nací ayer. Y… si yo tuviera que adivinar quién es el probable autor, apostaría por Niclas sin vacilar.
—Entonces, ¿mandamos una denuncia a Asuntos Sociales como dijiste? —quiso saber Martin.
Patrik parecía dudar.
—Deberíamos hacerlo ya, pero algo me dice que será mejor que esperemos un par de días, hasta que sepamos algo más.
—Bueno, tú mandas —dijo Martin—. Espero que sepas lo que haces.
—Si quieres que te sea sincero, no tengo ni idea —confesó Patrik con media sonrisa—. Ni pajolera idea.
Erica se sobresaltó cuando llamaron a la puerta. Maja estaba tumbada en su manta mientras ella se había dejado caer en uno de los sofás, abandonada al duermevela a que la obligaba el agotamiento. Se levantó presurosa y fue a abrir la puerta. Cuando vio quién era, enarcó las cejas sorprendida.
—Hola, Niclas —lo saludó, aunque sin hacer amago de invitarlo a pasar.
Jamás se habían visto más que de pasada y Erica se preguntaba cuál sería la razón por la que iba a verla.
—Hola —respondió Niclas vacilante, antes de volver a guardar silencio.
Tras unos momentos que a ambos se les hicieron eternos, él añadió:
—¿Puedo entrar? Necesito hablar contigo.
—Claro —respondió Erica aún perpleja—. Entra y siéntate mientras yo preparo un café.
Ella fue a la cocina mientras él se quitaba el abrigo. Luego cogió a Maja, que había empezado a lloriquear en el suelo, y antes de sentarse ante la mesa de la cocina, sirvió el café con la mano que le quedaba libre.
—Eso me suena —dijo Niclas entre risas al tiempo que se sentaba frente a Erica—. Esa capacidad que desarrollan las madres para hacerlo todo con la misma soltura, tengan o no las dos manos libres. No comprendo cómo os las arregláis.
Erica le sonrió. Resultaba increíble ver cómo cambiaba el rostro de Niclas cuando reía. Sin embargo, el marido de su amiga no tardó en adoptar de nuevo una expresión grave y su rostro volvió a parecer sombrío.
Dio un sorbito de café, como para ganar tiempo. Erica no podía resistir la curiosidad. ¿Qué querría de ella?
—Seguro que te preguntas para qué he venido —dijo, como si le hubiese leído el pensamiento.
Erica no respondió. Niclas tomó otro trago de café antes de continuar:
—Sé que Charlotte estuvo aquí hablando contigo…
—Pero no puedo decirte de qué…
Niclas alzó una mano y la tranquilizó:
—No, no he venido para sonsacarte lo que Charlotte te haya contado, sino porque tú eres su amiga más cercana en este pueblo y, por lo que vi cuando estuviste en casa, eres una buena amiga. Y eso es justo lo que Charlotte va a necesitar dentro de poco.
Erica lo miró llena de curiosidad, aunque, al mismo tiempo, tenía el desagradable presentimiento de saber qué iba a contarle. Sintió una manita en la mejilla y miró a Maja, que la observaba satisfecha jugueteando con un mechón de su melena. A decir verdad, no estaba segura de querer saber más. Algo la empujaba a desear mantenerse en la pequeña burbuja en la que había vivido los últimos meses. Aunque a veces esa misma burbuja hubiese estado a punto de asfixiarla, resultaba un lugar seguro y familiar. Pero logró superar el impulso, apartó la mirada de Maja, la dirigió a Niclas y dijo:
—Estoy dispuesta a ayudar en todo lo que pueda.
Niclas asintió, pero parecía dudar. Después de darle varias vueltas a la taza entre las manos, respiró hondo:
—He traicionado a Charlotte. He traicionado a mi familia de la peor manera imaginable. Pero hay otras cosas, cosas que nos han ido carcomiendo, que han hecho que nos apartemos el uno del otro. Cosas a las que ahora debemos enfrentarnos. Charlotte no sabe nada de mi engaño, pero debo contárselo y entonces necesitará tu apoyo.
—Puedes explicármelo —le dijo Erica con serenidad.
Y Niclas empezó a desahogarse con alivio palpable y lo contó todo: un amasijo desagradable, incoherente, sucio.
Era evidente que, al terminar su relato, se sentía mucho mejor. Erica no sabía qué decir. Acariciaba la mejilla de Maja como para defenderse de una realidad demasiado fea y horrible. Una parte de ella sentía deseos de levantarse y gritarle que se fuese al infierno. Y la otra, de abrazarlo y acariciarle la espalda para procurarle consuelo. Finalmente, le dijo:
—Tienes que contárselo a Charlotte. Vete a casa ahora mismo y dile todo lo que me has dicho a mí. Y si me necesita, aquí estoy. Después… —Erica guardó silencio, sin saber cómo expresar lo que quería decir—, después tenéis que retomar las riendas de vuestra vida. Si Charlotte, y sólo si ella te perdona, tendrás que asumir la responsabilidad y esforzarte para que podáis seguir adelante. Lo primero que has de hacer es salir de esa casa. Charlotte estaba a disgusto viviendo con Lilian desde el principio y sé que, después de la muerte de Sara, todo ha ido a peor. Tenéis que haceros de una casa propia, un hogar donde sea posible el reencuentro, donde podáis llorar en paz la muerte de Sara, donde podáis convertiros en una familia.
Niclas asintió.
—Sí, sé que tienes razón. Debería haber arreglado ese tema hace mucho tiempo, pero estaba tan ocupado con mis cosas que no veía…
Inclinó la cabeza hacia la mesa y se quedó mirándola fijamente. Cuando alzó la vista, tenía los ojos llenos de lágrimas.
—¡La echo tanto de menos, Erica! La echo tanto de menos que siento que todo mi ser se rompe en pedazos. Sara no está, Erica. Hasta ahora no había tomado conciencia de ello. Sara no está.
Las lágrimas corrían por sus mejillas para ir a estrellarse contra la mesa. Niclas temblaba y su rostro se desfiguró hasta el punto de que resultaba irreconocible. Erica extendió el brazo y le tomó la mano. Y así permaneció largo rato, mientras él lloraba su dolor.
Aquel fin de semana volvió a ocurrir. Habían pasado unos quince días desde la última vez, de modo que él empezó a desear que todo fuese un sueño o que hubiese acabado definitivamente. Pero luego se presentó otra vez. El instante de repugnancia, de negación y de dolor.
Si al menos supiese cómo combatirlo. Cada vez que sucedía, sentía que la abulia paralizaba su cuerpo y, simplemente, se dejaba llevar.
Sebastian se abrazó las piernas, sentado en la cima de Veddeberget. Desde allí podía contemplar la bahía. Hacía frío y mucho viento, pero en cierto modo, era agradable. Así el ambiente exterior era acorde con el que reinaba en su interior. Aunque para que la identidad fuese total, tendría que llover también, porque así se sentía él por dentro, como si una lluvia torrencial arrastrase consigo todo lo que era bueno y estaba entero; como si todo se perdiese por un desagüe gigantesco.
Además, Rune había vuelto a reprenderlo. Encima de lo que ya tenía. Vociferando y gritando, le dijo que a ver qué se había creído, que se daba perfecta cuenta de que no estaba esforzándose lo suficiente. Que tenía que trabajar más. Que no tendría ningún futuro si no trabajaba más duro, porque estaba claro que no tenía cabeza para los estudios. Pero él lo intentó tanto como pudo dadas las circunstancias. No era culpa suya si todo terminaba siempre en desastre.
A Sebastian le ardían los ojos y se secó indignado las lágrimas con el puño del jersey. Lo último que deseaba era ponerse a lloriquear como un niño allí sentado. Cuando, en realidad, todo era culpa suya. Si hubiera sido un poco más fuerte, aquello no habría sucedido ni la primera vez ni la segunda tampoco. No habría sucedido una y otra vez.
Ya le corrían las lágrimas imparables por las mejillas y con tanto ahínco se las secaba en el puño del grueso jersey, que se le llenó el rostro de arañazos.
Por un instante, sintió el impulso de poner fin a todo. Sería tan sencillo. Unos pasos hasta el borde y luego, sólo dejarse caer. En unos segundos habría acabado. De todos modos, a nadie le importaba. Para Rune sería un alivio. Así no tendría que hacerse cargo del hijo de otra persona. Tal vez pudiese incluso conocer a otra mujer y tener hijos propios, puesto que tanto lo deseaba.
Sebastian se levantó. La idea seguía resultándole atractiva. Se acercó despacio al borde de la montaña y miró hacia abajo. Estaba alto. Intentó imaginarse cómo sería: volar por el aire, ingrávido durante un instante, y luego el retumbar de su cuerpo contra el suelo. ¿Sentiría algo en ese momento? Probó a sacar un pie fuera del borde de la roca y lo dejó suspendido en el aire. Después se le ocurrió de pronto que tal vez no muriese en la caída, que podía sobrevivir y quedarse paralítico o algo así. Quedaría como un bulto baboso para el resto de su vida. Eso sí que le proporcionaría a Rune un argumento para quejarse de verdad. Aunque, seguramente, lo llevaría enseguida a alguna residencia.
Vaciló unos segundos más con el pie en el aire. Después volvió a ponerlo en el suelo y retrocedió despacio. Con los brazos cruzados convulsamente, se quedó mirando el horizonte. Mucho, mucho rato.
Ella se le abalanzó tan pronto como lo vio entrar por la puerta.
—¿Qué ha sucedido? Aina llamó para contarme que la policía había ido a buscarte al trabajo —le dijo con voz quebrada, casi presa del pánico—. No le he dicho nada a Charlotte.
Niclas la tranquilizó con un gesto de la mano, pero Lilian no se dejó disuadir tan fácilmente. Pegada a sus talones, fue siguiéndolo hasta la cocina, bombardeándolo con sus preguntas. Él desoyó sus ruegos, se fue derecho a la cafetera y se sirvió una gran taza de café. La cafetera estaba apagada y el café apenas tibio, pero no le importó. Necesitaba eso o un buen whisky, y pensó que más valía elegir la opción sin alcohol.
Se sentó a la mesa y Lilian lo imitó mientras lo observaba con insistencia. ¿Qué tontería se le había ocurrido ahora a la policía? ¿No sabían que Niclas merecía más respeto, que era médico, un hombre de éxito? Otra vez pensó asombrada en la suerte que había tenido su hija, en el golpe que había dado. Cierto que eran muy jóvenes cuando empezaron a salir, pero Lilian enseguida vio que él era un hombre con un futuro brillante y apoyó su relación. Que Niclas hubiese elegido a Charlotte entre todas las demás chicas que le andaban detrás…, bueno, Lilian consideraba que había sido un golpe de suerte. Claro que, bien mirado, su hija era muy bonita, pero ya en la adolescencia acumuló varios kilos de más y, ante todo, no tenía ambiciones de ningún tipo. Aun así, consiguió lo que Lilian más deseaba. Ella llevaba el éxito de su yerno como se lleva un broche en la solapa, y ahora todo aquello corría peligro. La aterraba pensar en las chismosas del pueblo, que no tardarían en difundir los rumores si llegaba a saberse que la policía había citado a Niclas para interrogarlo. Y venía con los ojos hinchados y enrojecidos por el llanto, así que seguro que también había sido duro para él.
—¿Y bien? ¿Qué querían?
—Sólo querían hacerme unas preguntas —respondió Niclas evasivo mientras apuraba el café a grandes tragos.
—¿Qué tipo de preguntas?
Lilian se resistía a darse por vencida. Si iba a tener que ir corriendo y escondiéndose cuando saliese a la calle, al menos quería conocer los motivos.
Pero Niclas no le hizo el menor caso. Se levantó y colocó la taza vacía en el lavaplatos.
—¿Charlotte está abajo?
—Está descansando —respondió Lilian sin ocultar la indignación que le producía la falta de respuestas.
—Voy a hablar con ella.
—¿Y de qué quieres hablarle? —insistió Lilian.
Niclas se vio colmado.
—Es algo entre Charlotte y yo. Ya te he dicho que la policía no quería nada especial. Y doy por supuesto que puedo hablar con mi esposa sin tener que informarte a ti. Desde luego, Erica tiene razón: ya es hora de que Charlotte y yo nos busquemos una casa propia.
Lilian reaccionó horrorizada ante cada una de sus palabras. Niclas siempre la había tratado con respeto y sintió su respuesta como una bofetada. En especial, después de todo lo que ella había hecho por él. Por él y por Charlotte. Lo injusto de aquel trato la hizo arder de rabia, y ya estaba buscando alguna respuesta mordaz que darle cuando vio que Niclas iba escaleras abajo. Volvió a sentarse a la mesa de la cocina. Tenía la cabeza hecha una maraña de ideas. ¿Cómo se atrevía a hablarle así? A ella, que no había hecho otra cosa que mirar por el bien de ambos, sacrificándose y postergando sus propios intereses. Eran como sanguijuelas, dispuestos a chuparle la sangre. Por fin lo veía claro: Stig, Charlotte y, ahora, incluso Niclas, todos la utilizaban. Tomaban sin cesar lo que ella les ofrecía, pero sin dar nada a cambio.
Charlotte estaba pensando en su padre. Era curioso, pero, en los ocho años que habían pasado desde su muerte, cada vez lo tenía menos presente en su memoria. Los recuerdos se reducían a débiles imágenes instantáneas y desdibujadas. Pero después de la muerte de Sara, lo recordaba con tanta claridad como si acabase de fallecer.
Ella y Lennart tuvieron una relación muy estrecha. Mucho más de lo que nunca fue la relación con su madre. A veces tenía la sensación de que los dos tuviesen una misma alma. Su padre siempre supo hacerla reír. Su madre apenas reía y, de hecho, Charlotte no recordaba haber compartido nunca con ella unas risas. Su padre era el diplomático de la familia, siempre mediando e intentando explicar las cosas. Explicar por qué Lilian no dejaba de criticarla, por qué nada de lo que hacía Charlotte le parecía bien, por qué ella nunca lograba cumplir las expectativas de su madre. A su padre, en cambio, nunca lo defraudó. A sus ojos, ella era perfecta, y Charlotte lo sabía.
Cuando empezó a enfermar, para su hija fue una conmoción. Todo sucedió tan lentamente, de forma tan gradual, que les llevó mucho tiempo ver siquiera lo que sucedía. En ocasiones, Charlotte se preguntaba si habría podido impedir su muerte de haber estado más atenta, de haber detectado antes las señales. Pero ella vivía en Uddevalla con Niclas, estaba embarazada de Sara y totalmente volcada en sus cosas. Después, cuando comprendió que su padre no estaba bien, hizo causa común con Lilian por una vez y le insistió para que fuese a que lo reconocieran en el hospital. Pero ya era demasiado tarde. A partir de ahí, todo sucedió tan deprisa... Su padre murió en sólo un mes, según los médicos, víctima de una enfermedad que atacaba los nervios y que fue minando su cuerpo gradualmente. Les dijeron que de nada hubiese servido acudir antes al hospital. Pero ella no pudo evitar sentir remordimientos.
Se preguntaba asimismo si habría podido mantener más vivo su recuerdo de haber tenido más espacio para llorar su pérdida. Pero Lilian ocupó todo el espacio existente. Se adueñó de todo el derecho al dolor y exigió que su duelo se antepusiera al de los demás. Un flujo constante de personas pasó por su casa las semanas posteriores a la muerte de Lennart, y para todos ellos Charlotte fue como una parte del mobiliario. Todos los pésames, todas las condolencias fueron para Lilian, que concedía audiencia como una reina. En aquellos momentos, Charlotte odió a su madre. Lo irónico era que, justo antes de enterarse de la enfermedad de su padre, Charlotte intuyó que éste estaba pensando dejar a Lilian. Las disputas y las discusiones habían ido en aumento, hasta el punto de que la separación parecía inevitable. Pero Lennart enfermó y Charlotte se vio obligada a admitir que su madre dejó a un lado las viejas rencillas y se dedicó en cuerpo y alma a su esposo. Fue justo después de que Charlotte sintiese la amargura que le producía comprobar la necesidad que su madre tenía de ser siempre el centro de atención, una necesidad al parecer insaciable.
Pero pasaron los años y fue dejando a un lado esa angustia, que no debía concentrarse en alimentar, pues la vida era mucho más. Tampoco había tenido tiempo de recordar a su padre y pensar en él. Pero las cosas habían cambiado. La vida le había dado una lección, la había atropellado y la había dejado destrozada en la cuneta. Y ya tenía todo el tiempo del mundo para pensar en la persona que ahora debería estar a su lado. La persona que sabría qué decir, que le acariciaría el cabello y la consolaría asegurándole que todo se arreglaría. Lilian estaba, como de costumbre, demasiado ocupada en sus cosas como para dedicar algo de su tiempo a escucharla; y Niclas…, bueno, Niclas era Niclas. Ya se había extinguido en su corazón la escasa y breve esperanza que abrigó de que el dolor los uniese de nuevo. Era como si se hubiese encerrado en su pequeña concha. Cierto que él jamás le había permitido el acceso a lo más hondo de su ser, pero ahora se comportaba como una sombra que entraba y salía de su vida a hurtadillas. Recostaba su cabeza junto a la de ella cada noche, pero los dos yacían uno al lado del otro, procurando no rozarse, temerosos de que un contacto súbito e inesperado avivase heridas que debían quedar intactas. Habían pasado juntos por tantas cosas… Contra todo pronóstico, lograron mantener una unidad al menos aparente, pero Charlotte se preguntaba ahora si no habrían llegado al final del camino.
El ruido de pasos en la escalera la distrajo de sus sombríos pensamientos. Alzó la vista y allí estaba Niclas. Con una ojeada al reloj, comprobó que, en realidad, aún faltaban dos horas para que volviese del trabajo.
—Hola, ¿tan pronto en casa? —preguntó asombrada al tiempo que empezaba a ponerse de pie.
—No, quédate sentada. Tenemos que hablar —anunció Niclas.
A Charlotte se le encogió el corazón. Fuese lo que fuese lo que tenía que decirle, no sería nada bueno.