Capítulo 26
Gotemburgo, 1954
No comprendía cómo podía equivocarse tanto y a todas horas. Allí estaba, en el sótano, por enésima vez. Y así, a oscuras, las heridas que tenía en el trasero le dolían mucho más. Era la hebilla lo que se las provocaba, pero su madre sólo usaba el extremo de la hebilla cuando se había portado realmente mal. Si lograse comprender por qué era tan terrible haber cogido una galletita… Tenía una pinta tan buena y la cocinera había hecho tantas que no creía que se notase que faltaba una. Pero a veces se preguntaba si su madre presentía cuándo estaba a punto de llevarse a la boca algo rico. Era capaz de aparecer por detrás a hurtadillas, sin hacer el menor ruido, justo cuando la mano estaba a punto de cerrarse sobre la golosina, y entonces sólo quedaba aguantar y desear que su madre tuviese un buen día para que no la castigase demasiado.
Al principio intentaba obtener el apoyo de su padre con una mirada suplicante, pero él apartaba la vista, cogía el periódico y salía al porche mientras ella aplicaba la sanción elegida. Ahora ya hacía tiempo que ni siquiera se planteaba recibir ninguna ayuda de él.
Temblaba de frío. Los pequeños crujidos de alrededor se amplificaban en su cabeza de tal modo que los atribuía a ratas y arañas gigantescas, alimañas que ella oía aproximarse aterrada. Era tan difícil calcular el tiempo allí dentro... Ya no sabía cuánto llevaba en aquella oscuridad, pero a juzgar por las protestas de su estómago, debían de ser muchas horas. Claro que ella siempre tenía hambre, razón por la cual su madre la tenía tan controlada. Una parte de su ser siempre tenía ganas de ingerir comida, galletas o caramelos, siempre gritaba reclamando dulces. Ahora, en cambio, sentía el sabor áspero, seco y mohoso de lo que su madre la obligaba a comer cuando dejaban de lloverle los golpes y le tocaba ir al sótano: decía que el alimento que ella le ofrecía era Humildad. Además, su madre decía que la castigaba por su propio bien, que una joven no podía permitirse el lujo de ponerse gorda porque entonces ningún hombre la miraría y se pasaría el resto de su vida sola.
En realidad, ella no comprendía qué habría de malo en eso. Su madre jamás miraba a su padre con alegría y ninguno de los hombres que merodeaban en torno a su delgada figura, cubriéndola de cumplidos y adulándola, parecía procurarle la menor satisfacción. Desde luego, ella prefería quedarse sola a vivir en una frialdad como la que reinaba entre sus padres. Tal vez por esa razón le atraían tanto la comida y los dulces. Tal vez así su piel, tan sensible a los reproches incesantes y a los castigos, se revestiría de una gruesa capa protectora. Pese a ser tan pequeña, hacía ya mucho que sabía que jamás lograría cumplir las expectativas de su madre. Si no por otra razón, porque ella misma se había encargado de advertírselo. Lo había intentado de verdad. Había hecho todo lo que su madre le había dicho para derretir la grasa que, implacable, se acumulaba bajo su piel, incluso pasar hambre. Pero nada parecía surtir efecto.
En cualquier caso, ya sabía de quién era la culpa en realidad. Su madre le había explicado que era su padre quien tanto les exigía a las dos, de ahí que tuviese que ser tan estricta con ella. Al principio le sonó un tanto extraño. Su padre jamás alzaba la voz y parecía demasiado débil como para exigirle nada a su mujer, pero cuanto más se lo repetía, más verdad le parecía.
Y así empezó a odiar a su padre. Si él dejase de ser tan cruel y tan poco razonable, su madre empezaría a ser buena con ella, dejaría de castigarla y todo sería mejor. Entonces, ella podría dejar de comer y ser tan delgada y tan guapa como su madre, y su padre estaría orgulloso de ambas. Sin embargo, con su actitud, obligaba a su madre a entrar a hurtadillas en su habitación, llorando y lamentándose, para contarle entre susurros cómo la maltrataba. En esas ocasiones, le confesaba lo doloroso que le resultaba tener que ser ella la que aplicaba los castigos. La llamaba darling, como cuando era pequeña, y le prometía que las cosas iban a cambiar. Uno tiene que hacer lo que tiene que hacer, decía su madre, y luego le daba un abrazo, algo tan insólito y extraño que, al principio, se quedaba tiesa como un palo, incapaz de responder al contacto físico. Después empezó a añorar aquellos momentos en que su madre la rodeaba con sus brazos delgados y ella sentía la mejilla húmeda por el llanto contra su cara. En esos momentos, se sentía necesaria.
Y mientras pasaba el tiempo allí, a oscuras, sentía crecer en su pecho el odio contra su padre. Durante el día, a plena luz, se lo ocultaba, sonreía, se inclinaba ante él y hacía teatro. Pero allá abajo, en la oscuridad, era libre de soltar al monstruo y dejarlo crecer tranquilamente. Aquello le gustaba, la verdad. El monstruo se había convertido en un viejo amigo, el único que tenía.
—Ya puedes salir.
La voz sonó clara y fría desde arriba. Ella abrió y volvió a esconder al monstruo en su interior, donde tendría que aguardar oculto hasta la próxima vez. Entonces podría salir y seguir creciendo.
* * *
A Patrik le pasaron la llamada justo cuando iba a llevar a Kaj a la sala de interrogatorios. Escuchó en silencio y, cuando terminó, fue a buscar a Martin. Estaba a punto de llamar a la puerta cuando recordó que Annika le había dicho que Martin había ido a Fjällbacka. Maldijo su suerte para sus adentros, pues comprendió que tendría que hacer aquel servicio con Gösta. A Ernst ni se lo planteaba. La sola idea lo consumía de rabia y, por su bien, esperaba que el colega se mantuviese tan lejos de su vista como le fuese posible.
Pero tuvo suerte. Justo cuando, con paso cansino, se dirigía al despacho de Gösta, oyó la voz de Martin en recepción y se apresuró a salir a su encuentro.
—¡Vaya, ya estás aquí! ¡Caramba, qué bien! Creía que no volverías a tiempo. Venga, te vienes conmigo.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Martin siguiendo a Patrik, que salió a toda prisa tras decirle adiós a Annika.
—Se ha colgado un muchacho. Y ha dejado una carta en la que menciona a Kaj.
—¡Joder!
Patrik se sentó al volante del coche policial y puso las luces de emergencia. Martin se sintió como una abuelita al agarrarse al asa que había sobre la puerta del coche, pero, cuando Patrik conducía, se activaba su instinto de supervivencia.
De hecho, sólo quince minutos más tarde llegaban a la casa de la familia Rydén, situada en un barrio de Fjällbacka que, por alguna razón, todos llamaban «la ciénaga». Había una ambulancia aparcada ante el edificio bajo de ladrillo y, en aquellos momentos, el conductor se esforzaba por sacar una camilla por la puerta trasera del vehículo. Un hombre menudo y de escasa cabellera, de poco más de cuarenta años, corría de un lado a otro visiblemente conmocionado. Mientras Patrik y Martin aparcaban y salían del coche, uno de los muchachos de la ambulancia se acercó al hombre y le cubrió los hombros con una manta amarilla, intentando convencerlo de que se sentara. El hombre terminó por seguir su consejo y, bien envuelto en la manta, se sentó abatido en una piedra no muy alta que marcaba el límite entre el seto y el carril de acceso a la casa. Los dos policías ya conocían al personal sanitario de la ambulancia, así que no se molestaron en presentarse y los saludaron con un gesto sin más.
—¿Qué ha pasado? —quiso saber Patrik.
—El padrastro llegó a casa y se encontró al hijo en el garaje. Se ha ahorcado.
Uno de los muchachos de la ambulancia señaló la puerta del garaje. Alguien la había bajado de modo que no se viera el interior desde la calle.
Patrik miró al hombrecillo que estaba a unos metros y pensó que lo que aquel individuo acababa de ver, no debería verlo nadie nunca. El pobre temblaba como si tuviese escalofríos y Patrik sabía que esos temblores eran uno de los síntomas de la conmoción. Pero eso era cosa del personal de la ambulancia.
—¿Podemos entrar?
—Sí, queríamos que dieseis el visto bueno antes de bajarlo. Lleva colgado un par de horas, así que no había razón para darse prisa. Por cierto, fuimos nosotros quienes bajamos la puerta del garaje. No nos pareció lógico dejarlo ahí, a la vista de todos.
Patrik le dio una palmadita en la espalda.
—Teniendo en cuenta la relación con una investigación de asesinato en curso, he llamado a los chicos de la policía científica, así que está bien que no lo hayáis descolgado. Estarán al llegar y seguro que prefieren que no haya mucha gente transitando por el garaje. Sugiero que entremos sólo Martin y yo, mientras vosotros esperáis fuera. Por cierto, ¿tenéis controlada esa situación? —preguntó señalando al padrastro de la víctima.
—Sí, Johnny se encarga de él. Está conmocionado, pero seguro que se encontrará en condiciones de hablar dentro de un rato. Dice que encontró una carta en la habitación del chico, pero al salir no llevaba nada en las manos, así que seguirá dentro.
—Bien —dijo Patrik antes de encaminarse hacia el garaje.
Hizo una mueca y se armó de valor cuando se agachó para coger el tirador y subir la puerta.
El espectáculo era tan terrible como esperaba. A su espalda oyó un grito ahogado de Martin.
Por un instante, tuvo la impresión de que el chico los miraba fijamente y se vio obligado a sacar fuerzas de flaqueza para no darse la vuelta y echar a correr. Los hipidos que oyó a su espalda le hicieron caer en la cuenta de que debería haber puesto sobre aviso a su joven colega, si es que había alguna manera de prevenir a alguien de semejante visión. En cualquier caso, ya era demasiado tarde. Se dio la vuelta justo a tiempo de verlo salir corriendo del garaje para vomitar en un arbusto.
Oyó acercarse otro coche que se detuvo junto a la ambulancia y al de policía, y supuso que eran los muchachos de la científica. Procuró moverse con cuidado para no irritar al equipo y, ante todo, para no destruir sin querer ninguna prueba, por si la cosa no era lo que parecía. Sin embargo, nada de lo que veía en el lugar de los hechos contradecía la hipótesis del suicidio. La gruesa cuerda que colgaba de un gancho clavado al techo estaba enrollada alrededor del cuello del chico y, a sus pies, había una silla volcada en el suelo. Parecía una silla de cocina. La habría sacado de la casa. Tenía un cojín estampado de arándanos rojos cuya frescura se oponía en fuerte contraste a la macabra escena.
Patrik oyó a su espalda una voz familiar.
—Pobre diablo, con lo joven que era.
Torbjörn Ruud, el jefe del equipo de la policía científica de Uddevalla, entró en el garaje y se quedó mirando a Sebastian.
—Catorce años —aclaró Patrik.
Ambos quedaron unos minutos en silencio, reflexionando sobre lo absurdo que resultaba que un niño de catorce años hallase la vida tan insoportable como para considerar que la única salida era la muerte.
—¿Existe alguna razón para creer que no fue un suicidio? —preguntó Torbjörn mientras preparaba la cámara que llevaba en la mano.
—No, en realidad no —respondió Patrik—. Incluso dejó una carta, aunque aún no la he visto. En ella menciona el nombre de una persona que también aparece en una investigación de asesinato, así que no quería dejar nada al azar.
—¿El asesinato de la niña? —preguntó Torbjörn.
Patrik asintió.
—Vale, en ese caso lo trataremos como un posible asesinato. Dile a alguno de los del equipo que vaya a buscar la carta enseguida, antes de que pase por demasiadas manos.
—Sí, ahora mismo —respondió Patrik aliviado al ver que se le ofrecía la posibilidad de alejarse del garaje.
Se dirigió a Martin que, un tanto avergonzado, se limpiaba la boca con una servilleta.
—Lo siento —se disculpó al tiempo que miraba abatido sus zapatos llenos de salpicaduras del almuerzo.
—No te preocupes. A mí también me ha pasado en alguna ocasión —confesó Patrik—. A partir de ahora, los de la científica y los chicos de la ambulancia se encargarán de él. Voy a echarle un vistazo a la carta. Tú intenta hablar un poco con el padre.
Martin asintió y se agachó para limpiarse los zapatos lo mejor que pudo. Patrik le hizo una seña a uno de los policías de Uddevalla. La colega tomó su maletín y se fue con él sin decir una palabra.
Un silencio siniestro reinaba en la casa. El padre del chico los siguió con la vista cuando entraron. Patrik miró a su alrededor.
—Yo diría que está en el piso de arriba —dijo la colega.
Según creía recordar, se llamaba Eva. Fue una de las que examinaron el baño de los Florin.
—Sí, aquí abajo no hay nada que se parezca a la habitación de un adolescente, así que supongo que tienes razón.
Mientras subían la escalera, a Patrik le vino a la memoria la casa en la que él había crecido. Ambas parecían construidas en la misma época y reconocía el estilo: el tejido en lugar del papel de las paredes y la escalera de pino claro con un ancho pasamanos.
Eva tenía razón. Al final de la escalera había una puerta abierta que daba paso a lo que, sin duda, era la habitación de un adolescente. La puerta, las paredes e incluso el techo estaban cubiertos de pósters y no era preciso ser un genio para hallar un tema común. El muchacho adoraba a los héroes de películas de acción. Allí estaban todos los que pegaban primero y preguntaban después. Sobre todo hombres, naturalmente, aunque le había concedido el honor de ocupar un puesto en su colección a una mujer: Angelina Jolie, Lara Croft. Aunque Patrik sospechaba que Sebastian la puso allí por otras razones, aparte de su valentía. En concreto, dos razones. Y la verdad, no se lo reprochaba…
El folio de papel blanco que había sobre la mesa le hizo recordar la gravedad del asunto y, junto con la colega, se dirigió al escritorio. Eva se puso un par de guantes y cogió una bolsa de plástico del espacioso maletín. Con mucho cuidado, sujetando la carta por una esquina con el índice y el pulgar, la metió en la bolsa y se la dio a Patrik. Ya podía leerla sin destruir posibles pruebas.
Patrik ojeó la carta en silencio. El dolor que destilaba su contenido lo sacudió hasta tal extremo que estuvo a punto de perder el equilibrio. Carraspeó un poco para mantener la calma y, una vez terminada la lectura, se la dio a Eva. La carta era auténtica, sin duda.
Patrik se sentía indignado y resuelto. No podía ofrecerle a Sebastian un Schwarzenegger que hiciese justicia con sus gafas de sol, pero sí podía brindarle a Patrik Hedström. Y esperaba que fuese suficiente.
En ese momento sonó su móvil. Patrik respondió un tanto ausente, aún presa de la rabia que le provocaba la absurda muerte del chico. Se sorprendió un poco al oír la voz de Dan. El amigo de Erica no lo llamaba nunca directamente. La sorpresa no tardó en tornarse en estupefacción.
Puesto que la adrenalina seguía bombeándole por las venas, Niclas pensó que podía aprovechar para enfrentarse a todos los problemas de una vez. La mayoría de las cosas que había hecho mal en su vida se debían justo a eso: a su miedo al conflicto, a lo débil que era a la hora de la verdad. Empezaba a tomar conciencia de que a Charlotte le debía lo que aún quedaba de bueno en su vida.
Cuando aparcó ante la casa, se obligó a permanecer sentado en el coche unos minutos sólo para respirar. Necesitaba reflexionar sobre lo que le diría a su esposa. Tenía que encontrar las palabras adecuadas. Desde que tuvo que confesarle que había tenido una aventura con Jeanette, sintió que el abismo que los separaba crecía cada minuto que pasaban juntos. Las grietas ya existían antes de su confesión y antes de la muerte de Sara, de modo que no era difícil que se ensancharan. Dentro de poco, sería demasiado tarde. Y el secreto que compartían no los unía precisamente, sino que aceleraba el proceso de distanciamiento. Por ahí tenían que empezar, se decía. Si no comenzaban a ser totalmente sinceros el uno con el otro, no tendrían salvación. Y por primera vez en mucho tiempo, quizá por primerísima vez, estaba seguro de que eso era lo que quería.
Salió del coche muy despacio. Aún había una parte de él que le decía que huyera, que volviese a refugiarse en el centro médico y a enterrarse en el trabajo, que encontrase a otra mujer a la que abrazar, que volviese al terreno conocido. Pero refrenó ese instinto, apremió el paso y entró en la casa.
Oyó el murmullo de voces en el piso de arriba y comprendió que Lilian estaba con Stig. Menos mal. No sentía el menor deseo de exponerse una vez más a su bombardeo de preguntas y cerró la puerta sin hacer ruido para que no lo oyesen.
Charlotte lo miró sorprendida al verlo entrar al sótano.
—¿Cómo? ¿Estás en casa?
—Sí, creo que debemos hablar.
—¿No hemos hablado suficiente? —respondió ella con indiferencia sin dejar de doblar ropa.
Albin estaba jugando en el suelo, a su lado. Charlotte estaba exhausta y abatida. Niclas sabía que no paraba de dar vueltas en la cama por las noches y que apenas dormía unas horas, aunque él fingía no darse cuenta. No hablaba con ella ni le acariciaba la mejilla ni la abrazaba. Charlotte tenía unas profundas ojeras y había adelgazado mucho. Tantas veces como había pensado que podría esmerarse un poco y adelgazar unos kilos… Ahora daría cualquier cosa por verla recuperar su redondez de antes.
Niclas se sentó a su lado en la cama y le tomó la mano. Al ver su expresión de asombro, se dio cuenta de que era algo que hacía muy de tarde en tarde. Incluso se sintió extraño y torpe, y, por un instante, volvió a sentir deseos de salir huyendo. Pero retuvo la mano de Charlotte entre las suyas y le dijo:
—Lo siento tanto, Charlotte. Todo. Todos los años que he estado ausente, tanto física como psíquicamente. Todo aquello de lo que te he acusado mentalmente, pero que en realidad era culpa mía. Las veces que te he engañado, la proximidad física que te hurté a ti para ofrecérsela a otras, no haber encontrado un modo de sacar a nuestra familia de esta casa, no haberte escuchado, no haberte amado lo suficiente. Lo siento todo y más. Pero no puedo cambiar el pasado, sólo prometerte que a partir de ahora todo será distinto. ¿Me crees? Por favor, Charlotte, necesito oír que me crees.
Ella alzó la vista. Con los ojos anegados de lágrimas, lo miró serena.
—Sí, te creo. Por Sara, te creo.
Él asintió, incapaz de continuar. Después carraspeó y añadió:
—Bien, pues hay algo que debemos hacer. Lo he pensado y creo que no podemos vivir con ese secreto. Lo que vive en la oscuridad, se convierte en un monstruo.
Tras un instante de reflexión, Charlotte asintió. Luego lanzó un suspiro y apoyó la cabeza en su hombro. Niclas la sintió caer en su interior.
Y así permanecieron.
Tardó cinco minutos en llegar a casa. Se quedó un buen rato fuertemente abrazado a Erica y a Maja antes de estrecharle la mano a Dan en señal de gratitud.
—¡Vaya una suerte que estuvieras aquí! —le dijo mientras, mentalmente, incluía al amigo de Erica en la lista de las personas a las que debía estar agradecido.
—Ya, bueno, lo que yo no comprendo es a quién se le ocurre hacer algo así ni por qué.
Patrik se sentó en el sofá al lado de Erica, sin soltarle la mano. La miró como dudando y, finalmente, respondió:
—Lo más probable es que esté relacionado con el asesinato de Sara.
Erica se sobresaltó:
—¿Cómo? ¿Por qué dices eso? ¿Por qué iba a…?
Patrik señaló el buzo de Maja, que estaba en el suelo.
—Eso parece ceniza —se le quebró la voz y tuvo que aclararse la garganta para poder continuar—. Sara tenía ceniza en los pulmones y, además, se ha producido un… —buscó la palabra adecuada— ataque contra un niño pequeño. También con ceniza.
—¿Pero…? —Erica no daba crédito, aquello le parecía un despropósito.
—Sí, ya lo sé —dijo Patrik con voz cansada y frotándose los ojos con la mano—. Nosotros tampoco lo entendemos. Hemos enviado la ceniza que encontramos en la ropa del otro bebé para que la analicen y comprueben si tiene la misma composición química que la encontrada en el cadáver de Sara, pero aún no tenemos los resultados. Y ahora quisiera enviar también la ropa de Maja.
Erica asintió en silencio. El miedo había cedido a un estado de conmoción, de una especie de sopor. Patrik la abrazó fuerte.
—Llamaré para avisar de que me quedo en casa el resto del día. Pero quiero enviar la ropa de Maja para que puedan empezar con el análisis lo antes posible. Cogeremos al que lo hizo —afirmó tajante, como si fuese una promesa que se hacía tanto a sí mismo como a Erica.
Cierto que su hija estaba ilesa, pero la crueldad psíquica que aquel acto revelaba le infundía la inquietante sensación de que la persona a la que buscaban estaba muy pero que muy perturbada.
—¿Puedes quedarte hasta que vuelva? —le preguntó a Dan.
—Por supuesto. Me quedaré cuanto haga falta.
Patrik le dio un beso a Erica en la mejilla y acarició a Maja. Luego, recogió el buzo de la pequeña, se puso la cazadora y se marchó. Quería volver a casa cuanto antes.