Capítulo 12

Strömstad, 1924

Anders acababa de concluir el trabajo con la piedra para el pedestal de la estatua cuando el capataz lo llamó, haciéndolo salir de la cantera. Lanzó un suspiro y frunció el ceño; le disgustaba que perturbasen su concentración. Pero como de costumbre, no había más que obedecer. Dejó las herramientas en la caja que tenía junto al bloque de granito y fue a ver qué se le ofrecía al capataz.

El hombre, que era bastante grueso, se enrollaba el bigote entre los dedos con palpable nerviosismo.

—¿Qué has organizado ahora, Andersson? —le preguntó medio en broma, medio preocupado.

—¿Yo? ¿Qué he hecho? —respondió Anders mirando desconcertado al capataz mientras se quitaba los guantes de trabajo.

—Han llamado de la oficina: que vayas inmediatamente.

«Joder», exclamó Anders para sus adentros. ¿Querrían cambiar la estatua ahora, en el último minuto? Estos arquitectos, «artistas» o como quisieran llamarse no tenían ni idea del jaleo que armaban cuando, sentados en su despacho, cambiaban los bocetos y luego esperaban que el picapedrero adaptase la piedra a sus modificaciones con la misma facilidad. No comprendían que ya desde el principio decidía la dirección de los cortes y se amoldaba a los lugares en que podía martillear sin romper la mole, todo ello a partir del primer juego de planos. Una modificación en los bocetos alteraba por completo su punto de partida y, en el peor de los casos, podía hacer que la piedra se quebrase y que todo el trabajo hubiese sido en vano.

Pero Anders sabía igualmente que no valía la pena protestar. Mandaba quien hacía el encargo, y él no era más que un esclavo anónimo del que se esperaba que realizase todo el duro trabajo que el diseñador de la obra no sabía o no tenía ganas de hacer.

—Bueno, pues iré a ver lo que quieren —dijo Anders dejando escapar un suspiro.

—No tiene por qué tratarse de ningún cambio profundo —lo consoló el capataz, que sabía perfectamente lo que Anders se temía y, para variar, demostró algo de empatía.

—Sí, bueno, el que esté vivo lo verá —respondió Anders antes de marcharse cariacontecido.

Poco después, llamó a la puerta de la oficina y entró. Se limpió los zapatos tan bien como pudo, aunque comprendió que no merecía mucho la pena puesto que llevaba la ropa llena de polvo y lascas de piedra, y las manos y la cara estaban sucias. Pero debía acudir de inmediato, así que tendrían que recibirlo tal y como iba, se consoló, y siguió al hombre que le mostró el camino hacia la oficina del director.

Una rápida ojeada a la estancia hizo que se le encogiese el corazón. En efecto, comprendió en el acto que aquello nada tenía que ver con la estatua, sino que allí se iba a ventilar una cuestión mucho más seria.

Sólo había tres personas. El director, sentado tras su mesa, cuya persona irradiaba una furia contenida. En un rincón se hallaba Agnes con la vista clavada en el suelo. Y ante la mesa, una persona totalmente desconocida para Anders que lo observaba con mal disimulada curiosidad.

Sin saber a ciencia cierta cómo comportarse, Anders se adelantó un poco y se colocó en una posición muy próxima a la de firmes. Fuera lo que fuese lo que le aguardaba, lo aceptaría como un hombre. Habrían llegado a aquel punto tarde o temprano, aunque él hubiese preferido elegir el momento personalmente.

Buscó la mirada de Agnes, pero ella se negaba a alzar la vista y seguía concentrada en sus zapatos. Anders sufría por ella, pero, después de todo, se tenían el uno al otro y, una vez superado el fragor inicial de la tormenta, podrían empezar a construir su vida juntos.

Anders apartó la vista de Agnes y observó con calma al hombre que había al otro lado de la mesa. Esperaba que el padre de Agnes tomase la palabra. Tardó un buen rato en hacerlo y, durante esos minutos, las manecillas del reloj avanzaron con una lentitud insufrible. Cuando August por fin rompió el silencio, lo hizo en un tono frío, metálico.

—Parece que mi hija y tú os habéis visto a escondidas.

—Las circunstancias nos obligaron a ello, sí —respondió Anders tranquilo—. Pero yo sólo tuve y sigo teniendo pretensiones honradas con respecto a Agnes —prosiguió sin bajar la mirada.

Por un segundo creyó atisbar un destello de sorpresa en el semblante de August. Era evidente que no esperaba aquella reacción.

—Vaya, bueno.

August se aclaró la garganta para ganar tiempo y decidir qué postura adoptar ante tal declaración. Pero enseguida volvió a invadirlo la rabia.

—¿Y cómo habías pensado llevar a la práctica esas pretensiones? Una muchacha rica y un pobre picapedrero. ¿Eres tan ingenuo que crees que habría sido posible?

Anders vaciló al oír el tono burlón del caballero. ¿De verdad había sido ingenuo? Su anterior resolución empezó a ceder ante el desprecio con que lo recibían y, al oírlo en voz alta, él mismo se dio cuenta de lo absurdo que sonaba. Por supuesto que no hubo nunca la menor posibilidad. Sintió que, muy despacio, se le rompía el corazón en mil pedazos y buscó desesperado los ojos de Agnes. ¿Sería aquel el fin? ¿No podría verla nunca más? Ella seguía sin levantar la vista.

—Agnes y yo nos queremos —declaró en voz baja, como el reo a muerte que pronuncia su última defensa.

—Yo conozco a mi hija mucho mejor que tú, muchacho. Y la conozco mejor de lo que ella misma se conoce. Claro que la he mimado demasiado y le he permitido tomarse mayores libertades de las que habría sido conveniente, pero también sé que es una joven ambiciosa y que jamás lo habría sacrificado todo por compartir el futuro con un asalariado.

Aquellas palabras lo hirieron como lanzas de fuego y Anders sintió deseos de gritarle lo equivocado que estaba. Su padre no describía en absoluto a la Agnes que él había conocido. Agnes era buena y dulce, y, ante todo, lo amaba con la misma pasión que él le profesaba a ella. Anders sabía que estaría dispuesta a hacer los sacrificios necesarios para emprender una vida juntos. Quería hacerle alzar los ojos con su sola voluntad para que le dijese a su padre la verdad, pero Agnes persistía en su actitud muda y reticente. Poco a poco, el suelo empezó a tambalearse bajo sus pies. No sólo estaba a punto de perder a Agnes, sino que además comprendía que, en aquellas circunstancias, tampoco podría conservar su trabajo.

August volvió a tomar la palabra y, en esta ocasión, Anders creyó percibir un eco de dolor detrás de la indignación.

—En fin, las cosas han cobrado un rumbo inesperado. En condiciones normales, yo habría hecho cualquier cosa por impedirle a mi hija que uniese su vida a la de un picapedrero, pero ahora me obligáis a enfrentarme a un hecho incontestable.

Presa del mayor desconcierto, Anders se preguntaba a qué se refería.

August se percató y decidió proseguir:

—Agnes espera un hijo. Desde luego, si no habéis pensado en esa posibilidad, debéis de ser dos auténticos idiotas.

Anders perdió el resuello. Y estaba por darle la razón al padre de Agnes. Habían sido dos necios al no pensar en ese riesgo. Estaba tan convencido como Agnes de que las medidas de seguridad que habían adoptado serían más que suficientes. Ahora todo era distinto. Ahogado en un mar de sentimientos, estaba más desconcertado que antes. Por un lado, no podía dejar de alegrarse, pues su amada Agnes llevaba a su hijo en su seno; por otro, se avergonzaba ante su padre y comprendía su furia. Él también se habría puesto furioso si alguien se hubiese comportado así con su hija. Anders aguardaba tenso a que August continuase.

Con gran tristeza, y evitando mirar a su hija, August declaró:

—Naturalmente, sólo hay una manera de resolver esto. Tenéis que casaros. Y para ello he hecho venir al juez Flemming. Os casará ahora mismo, ya resolveremos las formalidades más tarde.

Por primera vez, Agnes levantó la vista desde su rincón. Para su sorpresa, Anders no vio en sus ojos ni rastro de la alegría que él sentía, sino sólo desesperación. La joven se dirigió a su padre con voz suplicante:

—Te lo ruego, papá, no me obligues a casarme con él. No es más que… un simple trabajador.

Aquellas palabras fueron como un latigazo en la cara. Era como si estuviese viéndola por primera vez, como si ella se hubiese convertido en otra persona ante su vista.

—¡Pero, Agnes! —dijo rogándole con su exclamación que siguiese siendo la muchacha a la que él amaba, pese a que ya sabía que todos sus sueños acababan de arruinarse.

Ella no le prestó atención y continuó suplicándole a su padre, desesperada, pero August no se dignó mirarla siquiera, sino que se dirigió al juez y le dijo brevemente:

—Haga lo que tiene que hacer.

—¡Por favor, papá! —gritó Agnes arrojándose con dramatismo a los pies de su padre.

—¡Calla! —le gritó el padre mirándola fríamente—. ¡No te pongas en evidencia! No pienso tolerarte esos accesos de histeria. Tú misma has preparado la cama y ahora tendrás que dormir en ella —rugió poniendo así un brusco final a los lamentos de su hija.

Con una expresión de dolor, Agnes se levantó muy a su pesar para que el juez cumpliera su misión. Fue una ceremonia extraña, con la novia visiblemente disgustada a un par de metros del novio. Pero la respuesta a la pregunta del juez fue «sí» en ambos casos, aunque con no poca reticencia por una de las partes y bastante desconcierto por la otra.

—Bien, pues ya está hecho —constató August una vez que el acto hubo concluido desde el punto de vista administrativo—. Comprenderás que no puedo mantenerte trabajando aquí —añadió.

Anders bajó la cabeza confirmándole que ya esperaba la noticia. El que ahora era su suegro continuó:

—Pero, por mal que hayas actuado, no puedo permitir que mi hija quede totalmente desprotegida; se lo debo a su madre.

Agnes lo miró expectante, con un resto de esperanza de que no lo perdería todo.

—Te he buscado un trabajo en la cantera de Fjällbacka. La estatua la terminará otro. También he pagado el primer mes de alquiler por una habitación con cocina en uno de los barracones. A partir de ahí, os las arreglaréis solos.

Agnes dejó escapar un grito. Se llevó la mano a la garganta como si se estuviese asfixiando, y Anders se sintió a bordo de un barco a punto de hundirse. Si aún conservaba alguna esperanza sobre su futuro con Agnes, se disipó definitivamente al ver el desprecio con el que la joven lo miraba.

—Por favor, padre querido —volvió a rogar la muchacha—. No puedes hacerme esto. Prefiero quitarme la vida antes que irme a vivir a una barraca maloliente con ese hombre.

Anders hizo un gesto de repulsión al oírla. De no haber sido por el niño, se habría dado media vuelta y se habría marchado. Pero un hombre de verdad asumía su responsabilidad, por difíciles que fuesen las circunstancias; era algo que le habían inculcado desde pequeño. Por ese motivo permaneció en la sala, que ahora se le antojaba angosta y asfixiante, e intentó imaginarse el futuro con una mujer que, a todas luces, lo consideraba repugnante como esposo.

—Lo hecho, hecho está —le dijo August a su hija—. Tienes el resto de la mañana para recoger las pertenencias que podrás llevarte. Después, saldrá el coche para Fjällbacka. Elige con sensatez. No creo que los vestidos de fiesta te sean de gran utilidad —añadió en un tono duro para demostrarle que lo había herido profundamente y que la herida era irreparable.

Cuando cerraron la puerta al salir, se hizo un silencio atronador. Agnes lo miraba con tanto odio que Anders tuvo que hacer un esfuerzo para no darle la espalda. Una voz interior le susurraba que huyese mientras estaba a tiempo, pero sus pies no se movieron, como si estuviesen clavados al suelo.

Con un escalofrío, presintió que se avecinaban malos tiempos.

* * *

Morgan veía ir y venir a los policías. Pero no perdió el tiempo pensando qué habrían ido a hacer a la casa de sus padres. Él no era de los que se ponían a cavilar.

Se estiró. Empezaba a hacerse tarde y, como de costumbre, se había pasado todo el día al ordenador. Su madre se preocupaba por su espalda, pero él no veía razón para inquietarse hasta que no llegase el momento. Cierto que empezaba a notar cierta rigidez, pero no sentía ningún dolor y mientras el problema fuese de apariencia, su cerebro no lo registraba. Para alguien que, como él, no era normal, no importaba si tenía la espalda ligeramente encorvada.

Sentirse tranquilo era un placer. Y ahora que la niña no estaba, esos momentos de desasosiego habían desaparecido. A él no le gustaba lo más mínimo. Ni lo más mínimo. Siempre se presentaba allí a molestar justo cuando más enfrascado estaba en su trabajo y, además, no le hacía caso cuando le decía que se marchase. Los otros niños le tenían miedo y se contentaban con señalarlo con el dedo a sus espaldas en las contadas ocasiones en que se dejaba ver fuera de las cuatro paredes de la cabaña. Pero ella no. Ella se entrometía, reclamaba atención y se negaba a dejarse asustar cuando le gritaba. A veces sentía tal frustración que se levantaba y se ponía a vociferar, tapándose los oídos, con la esperanza de que la niña se marchase. Pero ella se reía. Así que era un auténtico placer saber que ya no volvería. Nunca más.

La muerte le resultaba fascinante. Había algo en su carácter definitivo que le hacía barajar constantemente ideas sobre su realidad y sus formas. Los juegos con los que más le gustaba entretenerse eran los que incluían mucha muerte. Sangre y muerte.

En alguna ocasión consideró la posibilidad de quitarse la vida. Y no tanto porque no quisiera seguir viviendo, sino porque quería ver cómo era estar muerto. Antes contaba esas cosas. Sólo a título informativo les dijo claramente a sus padres que pensaba suicidarse. Pero a raíz de su reacción, optó por guardarse para sí tales reflexiones. Se armó un escándalo y aumentaron las visitas al psicólogo al tiempo que sus padres, o quizá más bien sólo su madre, empezó a vigilarlo a todas horas. A Morgan eso no le gustaba.

No comprendía por qué todos temían tanto a la muerte. Esos sentimientos extraños que abrigaban los demás parecían concentrarse y multiplicarse en cuanto oían hablar de la muerte. En verdad que no lo comprendía. La muerte era un estado, igual que la vida; ¿por qué iba a ser una mejor que otra?

Sobre todo le habría gustado estar presente cuando rajaron a la niña. Estar allí al lado, mirando. Ver aquello que los demás consideraban tan aterrador. Tal vez habría encontrado la respuesta si la hubiera visto cuando la abrieron. O tal vez en el rostro de las personas que lo hicieron.

A veces se soñaba a sí mismo en un depósito de cadáveres. Sobre un frío banco de metal, sin nada que protegiese su cuerpo desnudo. En sus sueños veía relucir el acero justo antes de que el forense hiciese la primera incisión en el pecho.

Aunque de eso tampoco hablaba. Entonces pensarían que estaba loco, no sólo que era anormal, una etiqueta con la que había aprendido a vivir con los años.

Morgan volvió a los códigos del ordenador disfrutando de la paz y del silencio. En verdad que era un placer que la niña no estuviera.

 

Lilian abrió sin aguardar a que llamasen. Patrik sospechó que había estado mirando por la ventana desde que se marcharon. En el vestíbulo había un par de zapatos que no habían visto al salir y supuso que serían de Eva, la amiga de Lilian, que había acudido a prestarle apoyo moral.

—¿Y bien? —preguntó Lilian—. ¿Qué tenía que argumentar en su defensa? ¿Podemos cursar ya la denuncia para que lo detengan cuanto antes?

Patrik respiró hondo.

—Pensábamos hablar unos minutos con su marido antes de seguir adelante con la denuncia. Aún hay algunos aspectos poco claros.

Por un instante, Lilian pareció perder la confianza, pero no tardó en recuperar su actitud combativa.

—Ni pensarlo. Stig está enfermo y descansando en su habitación. No se le puede molestar de ninguna manera.

Habló con voz forzada y empañada por cierta inquietud. Patrik comprendió que también Lilian había olvidado a Stig como posible testigo. Tanto más importante le parecía, pues, hablar con él.

—No queda más remedio, por desgracia. Seguro que puede recibirnos un par de minutos —dijo Patrik con toda la autoridad que fue capaz de mostrar.

A su vez, se quitó la cazadora en señal de que estaba resuelto a hacerlo.

Lilian iba a abrir la boca para protestar cuando Gösta la interrumpió con su tono más policial.

—Si no nos permite hablar con él, estaríamos hablando de obstrucción a una investigación policial. No quedará muy bien en los papeles.

Patrik dudaba de que aquella afirmación se sostuviese a la larga, pero pareció surtir el efecto deseado en Lilian. Ésta, airada, se adelantó para que la siguieran escaleras arriba. Parecía que pretendía estar presente, así que Gösta, decidido, le puso una mano en el hombro y le dijo:

—Sabemos llegar solos, gracias.

—Pero…

Fue paseando la mirada de uno a otro, buscando desesperadamente otras protestas justificadas; al final se vio obligada a rendirse.

—Bueno, no digan que no se lo advertí. Stig no se encuentra bien y si empeora por su visita y sus preguntas…

Los dos policías desoyeron sus comentarios y siguieron subiendo al piso de arriba. El cuarto de huéspedes estaba justo a la izquierda y, puesto que Lilian había dejado la puerta abierta, no resultó difícil localizar a su esposo. Stig yacía arropado en la cama, pero estaba despierto y tenía la cabeza vuelta hacia la puerta, pues los estaba esperando. A juzgar por lo bien que les llegaba ahora la voz alterada de Lilian desde la cocina, el enfermo sin duda había oído que iban a verlo. Patrik entró en la habitación antes que Gösta y tuvo que hacer un esfuerzo para no contener la respiración. El hombre que descansaba en la cama tenía un aspecto tan frágil y endeble que su cuerpo parecía un relieve bajo la manta. Tenía los pómulos hundidos, de un tono grisáceo e insalubre, y su cabello encanecido, se diría que de forma prematura, lo hacía aparentar mucha más edad de la que tenía. La habitación estaba cargada de olor a enfermedad y Patrik hizo un esfuerzo para no respirar por la nariz.

Algo turbado, le tendió la mano a Stig para presentarse. Gösta hizo otro tanto. Ambos contemplaron la minúscula habitación en busca de algún lugar donde sentarse. Se les antojaba demasiado solemne permanecer de pie mientras Stig estaba postrado. El hombre alzó su mano blanquecina y les señaló el borde de la cama.

—Lo siento, es lo único que puedo ofrecerles —dijo con voz seca y débil.

Horrorizado, Patrik volvió a pensar en lo desmejorado que estaba. Aquel hombre parecía demasiado enfermo para estar en casa. Debería estar en un hospital; aunque eso no era asunto suyo y, después de todo, tenían un médico en casa.

Patrik y Gösta se sentaron en la cama con mucho cuidado. Stig hizo una mueca al notar el balanceo y Patrik se apresuró a disculparse, temeroso de haberle hecho daño, pero Stig lo tranquilizó con un gesto de la mano.

Patrik carraspeó un poco y luego comenzó:

—Ante todo, quisiera presentarle mis condolencias por la muerte de su nieta.

Una vez más, se le escapó aquel tono excesivamente formal que tanto detestaba.

Stig cerró los ojos, como reuniendo fuerzas para responder. Parecía luchar por dominar los sentimientos que el pésame había desatado en él.

—Bueno, desde un punto de vista puramente técnico, Sara no era mi nieta. Su abuelo, el padre de Charlotte, murió hace ocho años. Pero en mi corazón sí lo era. La he visto crecer desde que era un bebé hasta…, hasta el final —balbuceó conmovido.

Luego volvió a cerrar los ojos, pero cuando los abrió de nuevo, parecía haber recobrado cierto sosiego.

—Hemos estado hablando con los demás miembros de la familia para averiguar qué ocurrió aquella mañana y me pregunto si usted oyó algo especial. Por ejemplo, ¿sabe a qué hora salió Sara de casa?

Stig negó con la cabeza.

—Tomo unos somníferos muy fuertes y no suelo despertar antes de las diez. Para entonces…, ella ya se había marchado.

Una vez más, cerró los ojos.

—Cuando le preguntamos a su mujer si había alguien que pudiera querer dañar a Sara, mencionó a Kaj Wiberg, su vecino. ¿Comparte usted su opinión?

—¿Ha dicho Lilian que Kaj mató a Sara? —Stig preguntó sin dar crédito.

—No exactamente, pero insinuó que su vecino podía tener motivos para desearles la desgracia.

Stig dejó escapar un largo suspiro.

—Ya, bueno, yo jamás he comprendido qué les pasa a esos dos. Los enfrentamientos comenzaron antes de que yo apareciera, antes de que muriese Lennart. Si he de ser sincero, no sé quién tiró la primera piedra y me atrevería a asegurar que Lilian es tan habilidosa para mantener la disputa como pueda serlo Kaj. Yo he intentado mantenerme al margen en la medida de lo posible, pero no resulta nada fácil. —El hombre meneó la cabeza—. De verdad que no comprendo por qué lo hacen. Yo conozco a mi esposa como una mujer cálida y bondadosa, pero, tratándose de Kaj y de su familia, parece estar ciega. ¿Saben?, a veces creo que tanto ella como Kaj disfrutan de todo esto, que viven por y para esas disputas. Ya sé que suena absurdo. ¿Por qué iba uno a andar así, como ellos, por voluntad propia, con tantos juicios y demás? Por si fuera poco, nos ha costado un montón de dinero. Kaj puede permitírselo, claro, pero nosotros no nadamos en la abundancia, dos jubilados. En fin, no lo entiendo, ¿cómo puede gustarle a alguien estar discutiendo así?

Era una pregunta retórica y Stig no esperaba ninguna respuesta.

—¿Han llegado a las manos alguna vez? —preguntó Patrik algo tenso.

—¡No, por Dios! —exclamó Stig con vehemencia—. No están tan locos —añadió riendo.

Patrik y Gösta intercambiaron una mirada elocuente.

—Pero sí que oyó a Kaj venir esta mañana a su casa.

—Sí, desde luego, no me quedó otro remedio que oírlo —aseguró Stig—. Con el jaleo que armaron en la cocina. Y Kaj no dejaba de vociferar y de insistir. Pero Lilian lo despachó con el rabo entre las piernas —advirtió mirando a Patrik—. La verdad, no comprendo de qué pasta están hechas algunas personas. Quiero decir que, a pesar de las desavenencias que hayan tenido, Kaj podría mostrar algo de compasión teniendo en cuenta lo que ha ocurrido. Pensando en Sara…

Patrik sólo pudo admitir para sí que, en efecto, la compasión debería haber sido un rasgo dominante en los últimos días, pero, a diferencia de Stig, él no culpaba sólo a Kaj. También Lilian hacía gala de una absoluta falta de respeto por la situación. Una horrible sospecha empezaba a cobrar forma en su cabeza. Y con la idea de confirmarla, siguió preguntando.

—¿Vio a Lilian después de que Kaj se hubiese ido?

Patrik contuvo la respiración.

—Claro —respondió Stig, que parecía extrañado por la pregunta—. Subió a traerme un té y a contarme lo insolente que había sido Kaj con ella.

Patrik empezaba a comprender por qué Lilian pareció ponerse nerviosa al oír que pensaban hablar con Stig. La mujer comprendió que había cometido un error táctico al no contar con su marido.

—¿Le notó algo especial? —siguió indagando Patrik.

—¿Especial? ¿En qué sentido? Estaba algo alterada, pero no creo que sea de extrañar.

—¿Nada que indicase que hubiese recibido un golpe en la cara?

—¿Un golpe en la cara? No, de ninguna manera. ¿Quién dice tal cosa?

Stig parecía desconcertado y Patrik casi sintió pena de él.

—Lilian sostiene que Kaj la agredió cuando estuvo aquí. Y nos ha mostrado algunas lesiones para demostrarlo, en la cara, por ejemplo.

—Pues después de que Kaj se marchase, no tenía ninguna lesión. No lo comprendo…

Stig se movió inquieto en la cama, lo que provocó otra mueca de dolor.

Patrik parecía abatido y miró a Gösta para indicarle que habían terminado.

—Bien, vamos a bajar a tener una charla con su mujer —dijo poniendo todo el cuidado que pudo a la hora de levantarse.

—¿Pero quién puede haber…?

Dejaron a Stig con su desconcierto mientras Patrik sospechaba que Lilian mantendría una conversación seria con su esposo en cuanto ellos se hubieran marchado. Pero ahora era él quien pensaba mantener una conversación seria con Lilian.

Le hervía la sangre a medida que bajaban las escaleras. No hacía más de tres días del fallecimiento de Sara, y Lilian ya intentaba aprovechar su muerte como arma en una absurda disputa de vecinos. Era tan… insensible que no le entraba en la cabeza. Lo que más lo indignaba era el hecho de que ella hiciese perder a la policía tiempo y recursos cuando lo que urgía era concentrarse en encontrar a la persona que había matado a su propia nieta. El simple hecho de no pensar en esas consecuencias era de tal maldad y necedad que no hallaba palabras para describirlo.

Cuando llegaron a la cocina, comprendieron por la expresión de Lilian que ya había dado la batalla por perdida.

—Stig nos ha facilitado una información bastante interesante —dijo Patrik en tono agorero.

Eva, la amiga de Lilian, los miraba inquisitiva. Con total seguridad, se había tragado la versión de Lilian enterita, pero en pocos minutos tendría ocasión de ver a su amiga a una luz muy distinta.

—No comprendo por qué se han empeñado en molestar a una persona enferma, pero al parecer la policía no tiene el menor miramiento en los tiempos que corren —barbotó Lilian en un intento fallido de retomar el control.

—Bueno, no le hemos causado ninguna molestia —aseguró Gösta.

Éste se sentó tranquilamente en una de las sillas de la cocina, frente a Lilian y Eva, mientras Patrik se sentaba a su lado.

—Ha sido una suerte que hayamos hablado con él también, porque nos dijo algo sorprendente. Tal vez usted pueda darnos una explicación.

Lilian no preguntó cuál era la información, sino que guardó un iracundo silencio hasta que ellos decidiesen proseguir. Fue Gösta quien tomó la palabra de nuevo:

—Dijo que usted estuvo en su habitación después de que Kaj se marchase y que no tenía ninguna lesión ni marcas de que la hubiesen golpeado. ¿Puede explicárnoslo?

—Supongo que tardan un rato en notarse —musitó Lilian en un arrojado esfuerzo por salvar la situación—. Y, además, no quería preocupar a Stig en su estado, como pueden imaginar.

Ellos comprendían eso y más, y Lilian lo sabía.

Patrik tomó el relevo.

—Espero que comprenda la gravedad que reviste una falsa acusación.

—Yo no he inventado nada —le espetó Lilian alteradísima para, en un tono más suave, añadir después—: Tal vez…, posiblemente… exageré, pero sólo porque le faltó poco para agredirme. Se lo vi en los ojos.

—¿Y las lesiones que nos ha mostrado?

Lilian no respondió y tampoco fue necesario. Ya habían adivinado que se las había infligido ella misma antes de que ellos llegasen. Por primera vez, Patrik se preguntó si aquella mujer estaría bien de la cabeza.

Ella insistió:

—Pero lo hice sólo pensando en que tuviesen un motivo para llamarlo a declarar. Así habrían podido buscar tranquilamente pruebas de que o él o Morgan mataron a Sara. Sé que fue uno de los dos y sólo quería ayudarles un poco.

Patrik la miraba atónito de incredulidad. O bien era más tenaz que nadie que él conociese, o bien, sencillamente, estaba loca.

—Le agradeceríamos que, en lo sucesivo, nos dejase hacer nuestro trabajo solos y que deje en paz a la familia Wiberg. ¿Está claro?

Lilian asintió, pero era evidente que se moría de rabia. Su amiga la había estado observando perpleja todo el rato, y ahora aprovechó para marcharse con Patrik y Gösta. Su relación había sufrido un duro golpe, sin duda.

Durante el camino de regreso a la comisaría, no comentaron la invención de Lilian. Era demasiado lamentable.

 

Sintió una punzada de desasosiego. Stig sabía que Lilian se enfadaría, pero no sabía cómo podría haber actuado de otro modo. Cuando ella subió a su habitación, tenía el aspecto de siempre y, la verdad, no se explicaba que ella hubiese dicho que Kaj la había agredido. Porque ¿cómo iba a mentir Lilian sobre algo así?

Los pasos que resonaban en la escalera le traían ecos de la furia que él temía. Por un instante, sintió deseos de taparse con la manta y fingir que estaba dormido, pero se controló. Tampoco sería para tanto. Él sólo había dicho la verdad, Lilian debía comprenderlo. Y por el resto, debía de tratarse de un malentendido.

Su semblante le dijo más de lo que él habría querido saber. Lilian estaba colérica y Stig se sintió literalmente reducido a la nada ante sus ojos. Le resultaba muy desagradable verla de aquel humor. No alcanzaba a comprender cómo una persona tan amable y cariñosa como su Lilian a veces era capaz de convertirse en un ser tan intratable. De repente se preguntó si serían ciertas las insinuaciones de la policía, si Lilian se habría inventado aquella acusación contra Kaj. Pero desechó la idea. En cuanto lo aclarasen, sabrían lo que había ocurrido en realidad.

—¿No puedes tener el pico cerrado nunca? —bramó de pie junto a la cama como si quisiera fulminarlo.

—Pero, querida, si sólo les dije…

—¡La verdad! ¿Es eso lo que ibas a decir? ¿Que sólo les dijiste la verdad? Sí, bueno, pues qué suerte que exista gente tan íntegra como tú, Stig. Gente recta y honrada a la que no le importa lo más mínimo meter en un lío a su propia esposa. Yo pensaba que estarías de mi lado.

Notó una ducha de saliva en la cara. Apenas reconocía el rostro distorsionado que, desde la cama, veía allá arriba.

—Pero, Lilian, yo siempre estoy de tu parte, sólo que no sabía…

—¡Que no sabías! So imbécil, ¿es que voy a tener que decírtelo todo?

—Pero… tú no me habías dicho nada. Y eso serán cosas de la policía, quiero decir que tú no te inventarías una cosa así.

Stig luchaba valerosamente por encontrar una especie de lógica en la ira que Lilian dirigía contra él. Entonces advirtió en la cara de su esposa el cardenal que ahora empezaba a adquirir un tono azulado. Aguzó la mirada, interrogándola:

—¿Qué es eso que tienes en la cara, Lilian? Esta mañana no lo tenías. ¿Es verdad lo que insinuaba la policía? ¿Te inventaste que Kaj te agredió cuando estuvo aquí?

No daba crédito a sus propias palabras, pero vio que Lilian hundía los hombros levemente y no necesitó más confirmación.

—¿Por qué, en nombre de Dios, has hecho algo tan absurdo?

Ahora se habían cambiado los papeles: la voz de Stig sonaba firme y Lilian se desplomó en el borde de la cama, con el rostro oculto entre las manos.

—No lo sé, Stig. Ahora comprendo lo estúpido que ha sido, pero lo único que pretendía era que empezasen a fijarse en serio en Kaj y su familia. Estoy completamente segura de que están implicados de alguna manera en la muerte de Sara. ¿No te he dicho siempre que ese hombre no tiene freno? Y el raro de su hijo, Morgan, que se dedicaba a espiarme escondido entre los arbustos. ¿Por qué no hace nada la policía?

Toda ella temblaba al borde del llanto y Stig hizo acopio de sus escasas fuerzas para, pese a los dolores, sentarse en la cama y abrazar a su esposa. Le acarició la espalda intentando calmarla, pero su mirada reflejaba sus dudas y su preocupación.

 

Cuando Patrik llegó a casa, Erica estaba sola, cavilando a oscuras. Kristina había salido a pasear con Maja y Charlotte se había ido hacía ya un buen rato. Y lo que le había dicho su amiga la tenía preocupada.

Al oír a Patrik abrir la puerta, se levantó para salir a su encuentro.

—¿Qué haces a oscuras? —preguntó dejando en el poyete de la cocina las bolsas de la compra antes de encender alguna lámpara.

Por un instante, la luz hirió los ojos de Erica, que no tardaron en habituarse a la claridad. Se dejó caer pesadamente en una de las sillas de la cocina y lo observó mientras él iba colocando la compra.

—¡Qué ordenado y limpio está todo ahora! —exclamó Patrik satisfecho, mirando a su alrededor—. Está bien que mi madre pueda venir de vez en cuando y echar una mano, ¿no crees? —prosiguió ignorante de la mirada asesina de Erica.

—Sí, desde luego, muy bien —dijo ella en tono mordaz—. Debe de ser maravilloso llegar a casa y encontrársela limpia y ordenada, para variar.

—¡De verdad que lo es! —corroboró Patrik, aún inconsciente de que estaba cavando su propia tumba, cada vez más profunda.

—¡Pues entonces podrías hacer por estar en casa de aquí en adelante, a ver si así se mantiene el orden! —bramó Erica.

Patrik dio un respingo, sorprendido por la subida de volumen, y se dio la vuelta, atónito.

—¿Qué he dicho para que te pongas así?

Erica se levantó y salió de la cocina. A veces era más tonto de lo admisible. Si no lo entendía, ella no tenía fuerzas para explicárselo.

Volvió a la penumbra de la sala de estar y se sentó a mirar por la ventana. El tiempo que hacía fuera reflejaba exactamente su estado de ánimo. Gris, tormentoso, crudo y frío. Momentos de aparente calma sustituidos de pronto por fuertes vientos racheados. Las lágrimas empezaron a rodar por sus mejillas. Patrik fue a sentarse a su lado en el sofá.

—Perdona, qué tonto soy. Ya comprendo que no es fácil estar todo el día en casa con mi madre.

Sintió que le temblaba el labio, pero estaba tan cansada de llorar… Le parecía que no había hecho otra cosa durante los últimos meses. Si al menos hubiese estado preparada para esto… Había un contraste tan grande entre la realidad y la embriagada alegría que esperaba vivir en cuanto naciese el bebé. En los momentos de más amargura casi odiaba a Patrik por no sentirse como ella. Su parte cerebral le decía que era lo ideal, que alguien debía mantener en marcha a la familia, pero también deseaba que, aunque fuese por un instante, él se pusiera en su lugar y comprendiese sus sentimientos.

Como si le hubiese leído el pensamiento, Patrik le dijo:

—Me gustaría poder cambiarme por ti, te lo aseguro. Pero no puedo. De modo que deja ya de ser tan valiente y dime cómo te sientes. Tal vez incluso podrías hablar con otra persona, con algún profesional. En el centro de salud seguro que pueden orientarnos.

Erica negó vehemente; seguro que la depresión se le pasaría sola. Tenía que pasarse sola. Además, había quien estaba peor que ella.

—Charlotte ha estado aquí —le dijo.

—¿Cómo se encuentra? —preguntó Patrik en voz baja.

—Mejor, si es que se puede decir algo así. —Vaciló un instante, pero se animó a indagar—: ¿Habéis avanzado algo?

Patrik se retrepó en el sofá y se quedó mirando el techo. Lanzó un hondo suspiro antes de responder:

—No, por desgracia. Apenas sabemos por dónde empezar. Y, además, la chalada de la madre de Charlotte está más interesada en encontrar armas arrojadizas contra su vecino que en contribuir al desarrollo de la investigación. No nos ha facilitado el trabajo, precisamente.

—¿Por qué? ¿Qué ha pasado? —preguntó Erica, claramente interesada.

Patrik le hizo un breve resumen de los sucesos del día.

—¿Tú crees que alguno de los miembros de la familia de Sara puede estar involucrado en su muerte? —preguntó Erica en voz baja.

—No, me costaría creerlo —aseguró Patrik—. Además, todos han dado coartadas verosímiles de dónde estuvieron aquella mañana.

—¿Seguro? —inquirió Erica intencionadamente.

Patrik estaba a punto de preguntarle qué quería decir cuando oyó que abrían la puerta y vio entrar a Kristina con Maja en brazos.

—¡No comprendo qué habéis hecho con la niña! —exclamó irritada—. Se ha pasado llorando todo el camino de vuelta y no hay manera de hacerla callar. Es lo que pasa cuando la coges en brazos en cuanto empieza a protestar un poco. La estáis malcriando. Ni tú ni tu hermana llorabais así…

Patrik interrumpió el discurso cogiendo a Maja. Erica, que sabía que la pequeña tenía hambre, se sentó resignada en el sillón, se desabrochó el sujetador y extrajo su contenido, flácido y empapado en leche. Ya tocaba otra vez…

 

Tan pronto como entró en la casa, Monica supo que algo no iba bien. La furia de Kaj flotaba hasta ella como las ondas de sonido por los aires, y enseguida se le acentuó el cansancio que ya arrastraba. ¿Qué sería esta vez? Hacía mucho tiempo que se había hartado de su humor colérico, pero no era capaz de recordarlo de otro modo. Llevaban juntos desde la adolescencia y tal vez entonces ese humor algo violento resultaba atractivo. Ya ni se acordaba. Y no es que tuviera importancia; la vida vino como vino. Ella se quedó embarazada, se casaron, Morgan nació y después, un día tras otro. Su vida marital llevaba años muerta y hacía ya mucho tiempo que ella se había trasladado a su propio dormitorio. Quizá hubiese algo más aparte de eso, pero era la costumbre, lo conocido. Claro que había pensado en el divorcio alguna que otra vez, y en una ocasión, hacía veinte años, incluso hizo la maleta a escondidas y estuvo a punto de irse llevándose a Morgan. Pero enseguida pensó que antes le prepararía la cena a Kaj y le plancharía un par de camisas y pondría una lavadora por no dejar un montón de ropa sucia, y sin saber cómo, se vio deshaciendo la maleta tranquilamente.

Monica fue a la cocina, donde sabía que lo encontraría. Siempre se sentaba allí cuando se enfadaba. Quizá porque así veía el objeto más habitual de sus iras. Ahora, en efecto, había descorrido un poco la cortina y miraba con encono la casa del vecino.

—Hola —saludó Monica.

No obtuvo una respuesta civilizada, sino una terrible y amarga perorata.

—¿Sabes lo que ha hecho hoy esa loca? —preguntó sin aguardar respuesta, cosa que Monica tampoco pensaba hacer—. ¡Me mandó a la policía, los hizo venir porque me acusó de haberla agredido! Les enseñó unos moretones que ella misma se había hecho y dijo que yo la había golpeado. ¡Que me aspen si está en sus cabales!

Monica había entrado en la cocina con el propósito de no dejarse arrastrar por la marea de la última gresca de Kaj, pero aquello era mucho peor de lo que ella imaginaba y, aun en contra de su voluntad, sintió crecer la indignación en el pecho. Sin embargo, antes debía quedarse tranquila.

—¿Y es seguro que no la agrediste, Kaj? Mira que tú tienes tendencia a descontrolarte…

Kaj la miró como si hubiese perdido el juicio.

—¿Qué demonios dices? ¿De verdad crees que iba a ser tan estúpido como para hacerle el juego de ese modo? Por supuesto que tenía ganas de darle una tunda, pero no creerás que no sé lo que ella podría hacer si me hubiese dejado llevar. Y es verdad que fui a su casa y le dije lo que pensaba, ¡pero no la toqué!

Monica sabía que era sincero y también ella empezó a mirar con odio hacia la casa del vecino. ¡Si Lilian los dejase en paz!

—Bueno, ¿qué pasó? ¿Se creyó la policía sus mentiras?

—No, por suerte consiguieron averiguar no sé cómo que mentía. Iban a hablar con Stig y creo que él echó por tierra toda la historia. Pero poco faltó.

Monica se sentó frente a su marido. Estaba rojo de ira y no dejaba de tamborilear nerviosamente con los dedos sobre la mesa.

—¿No crees que deberíamos abandonar y mudarnos de aquí? Así no podemos seguir.

Era la misma súplica de tantas otras veces, ante la que su marido siempre mostraba idéntica determinación.

—Ni hablar, ya te lo he dicho. Esa mujer jamás hará que me mueva de mi casa, me niego a darle tal satisfacción.

Dio un puñetazo en la mesa para subrayar sus palabras, aunque no era necesario. Monica ya había oído antes la misma respuesta. Sabía que no valía la pena. Y, para ser sincera, tampoco ella quería darle a Lilian el laurel de la victoria. En especial, después de todo lo que había dicho de Morgan.

Pensar en su hijo le dio la oportunidad de cambiar de tema.

—¿Has ido a ver cómo está Morgan hoy?

Kaj apartó la vista de la casa de los Florin y, disgustado, masculló:

—No, ¿debería haberlo hecho? Ya sabes que nunca sale de la cabaña.

—Ya, bueno, pensé que quizá habrías ido a saludarlo y a preguntarle cómo está.

Monica sabía que era utópico, pero no podía por menos de conservar la esperanza. Después de todo, Morgan era su hijo.

—¿Y por qué iba a hacerlo? —farfulló Kaj—. Si quiere compañía, que venga aquí —dijo poniéndose de pie—. Bueno, ¿vamos a cenar hoy o no?

Sin decir nada, Monica también se levantó y se puso a preparar la cena. Hacía unos años hubiera pensado que Kaj habría podido preparar la cena puesto que estaba en casa. Ahora ni se le pasaba por la cabeza. Todo era como siempre. Y así seguiría.