Capítulo 20
Fjällbacka, 1928
Anders vistió a los pequeños y empezó a peinarlos con gran cariño. Era domingo y pensaba salir con ellos a dar un paseo y a disfrutar del sol. No era fácil vestirlos, pues no paraban de saltar eufóricos ante la idea de salir con su padre, pero por fin estaban listos. Agnes no respondió cuando le dijeron adiós y a Anders se le rompía el corazón al ver la decepción en los ojos de los niños cuando miraban a su madre. Aunque ella no lo comprendiese, ellos la querían. Y añoraban su olor y la sensación de sus abrazos. Él no quería ni imaginarse que Agnes lo sabía y se lo negaba a sus hijos voluntariamente, aunque la idea le rondaba la cabeza a menudo. Ahora que los niños ya tenían cuatro años, no podía por menos de constatar que había algo antinatural en la manera en que su esposa se comportaba con ellos. En un principio creyó que se debía a la dura experiencia del parto, pero pasaban los años y ella no parecía capaz de estrechar los lazos con sus hijos.
Él, por su parte, se sentía como un hombre rico cuando bajaba la cuesta agarrándolos de sus manitas. Aún eran tan pequeños que preferían ir saltando que caminando, y a veces se veía obligado a seguirlos medio corriendo para alcanzarlos, pese a que él era mucho más alto. La gente sonreía y lo saludaba tocándose el sombrero cuando los veía por la calle principal. Sabía que constituían un espectáculo singular: él, tan alto y tan robusto, vestido con su mejor traje de domingo, y los niños, tan bien vestidos como pudiesen soñar los hijos de un picapedrero y con sus dos cabelleras rubias e idénticas, del mismo color que la de su padre. Incluso habían heredado el castaño de sus ojos. Todo el mundo le decía lo mucho que se le parecían los dos, algo que lo llenaba de orgullo. A veces se permitía un suspiro de alivio al constatar que no parecían haber heredado demasiado de su madre, ni en el físico ni en el carácter. Con los años, Anders había advertido en ella una crueldad que, de todo corazón, esperaba no heredasen los niños.
Al pasar delante de la tienda de ultramarinos, apremiaba el paso y procuraba no mirar. Claro que se veía obligado a ir allí de vez en cuando para comprar lo que necesitaba, pero puesto que ya habían llegado a sus oídos las habladurías de la gente, intentaba limitar las visitas al tendero en la medida de lo posible. Si hubiese dudado de la veracidad de lo que contaban las chismosas del pueblo, habría podido entrar en el establecimiento con la cabeza bien alta. Pero lo peor era que ni por un instante se le ocurrió ponerlo en duda. Y, de haber sido así, la sonrisa descarada y la altanería del tendero habrían resultado suficientes para convencerlo. A veces se preguntaba cuánto más tendría que aguantar y sabía que, si no fuese por los niños, se habría marchado hacía ya mucho tiempo. Por ellos debía renunciar a abandonar a Agnes y hallar otra salida. Y, de hecho, creía haberla encontrado. Anders tenía un plan. Prepararlo le había exigido un año de duro trabajo, pero ya estaba cerca de conseguirlo. Sólo faltaban algunas piezas por encajar y entonces podría empezar otra vez con su familia, ofrecerle una nueva oportunidad y tal vez darle a Agnes un poco más de aquello que tanto añoraba, de modo que el negro rencor que crecía en su pecho desapareciese por fin. Ya le parecía ver cómo sería su nueva vida. Él, Agnes y los chicos unidos en una existencia que les ofreciese mucho más de lo que tenían.
Apretó fuertemente las manitas de los pequeños y les sonrió cuando los dos echaron sus cabecitas hacia atrás, llenos de curiosidad, para poder verle la cara.
—¿Papá, nos compras un caramelo? —inquirió Johan con la esperanza de que el evidente buen humor de su padre obrase en su beneficio ante tal pregunta.
Y acertó, pues Anders asintió tras reflexionar un segundo y ambos empezaron a saltar de entusiasmo. Comprar los caramelos suponía una visita al tendero, pero pensó que valdría la pena. Pronto se vería libre de todo aquello.
* * *
Gösta se refugiaba en su despacho. Desde que salió a la luz la metedura de pata de Ernst, el ambiente se había vuelto algo tenso, por así decirlo. Verdad era que el colega llevaba años haciendo de las suyas, pero en esta ocasión había sobrepasado todos los límites de lo razonable y se había apartado demasiado del proceder de un policía en la ejecución de su trabajo. Y por primera vez, Gösta estaba convencido de que Ernst se arriesgaba a que lo despidieran a causa de su error. Ni siquiera Mellberg podría cubrirle las espaldas después de aquello.
Presa del desaliento, se puso a mirar por la ventana. Aquélla era la época del año que más le desagradaba. Le resultaba incluso más insoportable que el invierno. En efecto, aún tenía frescos en la memoria los resultados de cada partido de golf del verano y era capaz de recitarlos uno por uno. Hacia el invierno, por lo menos, el olvido se apiadaba de él y empezaba a preguntarse si de verdad había dado aquel golpe perfecto o si sólo se trataba de un sueño.
El timbre del teléfono lo interrumpió.
—Gösta Flygare —respondió.
—Hola, soy Annika. Oye, tengo a Pedersen al teléfono. Quería hablar con Patrik, pero él está ilocalizable por ahora. ¿Puedes atenderlo tú?
—Sí, claro, pásamelo.
Gösta aguardó unos segundos hasta que oyó el clic de la línea y, acto seguido, la voz del forense.
—¿Hola?
—Sí, aquí estoy. Gösta Flygare al aparato.
—Ah, sí. Me han dicho que Patrik está fuera de servicio, pero tú también trabajas en la investigación del asesinato de la niña, ¿verdad?
—Sí, todos los de la comisaría trabajamos en ello en mayor o menor medida.
—Bien, en ese caso, te transmito a ti la información que hemos recabado, pero es importante que se la pases a Hedström.
Gösta se preguntó si Pedersen habría oído hablar del desliz de Ernst, pero enseguida comprendió que era imposible. El forense sólo pretendía subrayar que el responsable de la investigación debía recibir toda la información. Y, desde luego, Gösta no tenía la menor intención de cometer el mismo error que Ernst, de eso podían estar seguros. Hedström quedaría informado de cada carraspeo de aquella conversación.
—Tomaré buena nota de lo que me digas, pero me figuro que lo enviaréis todo por fax como de costumbre, ¿no?
—Sí, por supuesto —aseguró Pedersen—. Verás, resulta que ya tenemos listo el análisis de la ceniza, la que encontramos en el estómago y los pulmones de la niña, ya sabes.
—Sí, estoy al tanto de los detalles —afirmó Gösta, sin poder ocultar cierta irritación en su respuesta. ¿Acaso pensaba Pedersen que su papel en la comisaría era el de chico de los recados?
Si Pedersen se percató de su disgusto, no hizo el menor caso y siguió tranquilamente:
—Bueno, pues hemos averiguado una serie de datos interesantes. En primer lugar, no se trata de cenizas muy recientes que digamos. Su contenido podría considerarse, al menos parcialmente, como… —aquí vaciló un instante— «bastante antiguo».
—¿«Bastante antiguo»? —repitió Gösta, aún algo molesto, aunque no podía negar que el forense había logrado despertar en él cierta curiosidad—. ¿Qué significa «bastante antiguo»? ¿Estamos hablando de la Edad de Piedra o de los felices años sesenta?
—Pues ésa es la cuestión. Según el laboratorio, resulta dificilísimo asegurarlo. La aproximación más exacta nos dice que la ceniza tiene entre cincuenta y cien años.
—¿Ceniza de hace cien años? —preguntó Gösta atónito.
—Sí, o cincuenta. Entre cincuenta y cien. Y no fue ése el único dato curioso. Además, encontraron pequeñas partículas de piedra en la ceniza. De granito, para ser exactos.
—¿Granito? Entonces, ¿de dónde demonios proviene la ceniza? Porque el granito no se habrá quemado, ¿no?
—No, la piedra no puede quemarse, ya se sabe. Las partículas de granito debían de hallarse desde el principio en el objeto carbonizado. Aún siguen analizando el material a fin de poder ofrecer más detalles, pero…
Gösta intuyó que había algo más.
—¿Sí? —lo animó a continuar.
—Lo que puedo decir por ahora con seguridad es que esa ceniza parece ser una mezcla. Han encontrado restos de madera mezclados con… —hizo una pausa antes de proseguir— restos biológicos.
—¿Restos biológicos? ¿Estás diciendo lo que sospecho? ¿Quieres decir que son cenizas de una persona?
—Bueno, eso lo tendrán que determinar los próximos análisis. Aún no podemos discernir si son cenizas humanas o animales. Y, por lo visto, tampoco es seguro que puedan determinarlo, pero en el laboratorio iban a intentarlo. En cualquier caso, como te digo, es una mezcla de varios materiales, madera y granito entre otros.
—¡Qué barbaridad! —exclamó Gösta—. O sea, que alguien ha guardado esas cenizas durante un montón de años.
—Sí, o la encontró en algún lugar.
—Claro, es cierto, también pudo encontrarla.
—En fin, ya tenéis algo con lo que entreteneros —le dijo Pedersen con parquedad—. Espero que dentro de un par de días tengamos algo más; por ejemplo, que sepamos si los restos biológicos hallados en la ceniza son humanos. Pero, entre tanto, con esto ya hay bastante.
—Sí, seguro que sí —dijo Gösta recreando mentalmente la expresión de sus colegas cuando les contase lo que acababa de oír.
Aquello era una bomba. La cuestión era cómo demonios utilizar esa información.
Muy despacio, colgó el auricular y se dirigió al fax. Lo que más le había llamado la atención eran las partículas de granito que mencionó Pedersen. Eso debería proporcionarle una pista.
Pero se le fue la idea.
Asta se incorporó jadeando. Aquel suelo era el original de cuando se construyó la casa y no admitía otra cosa que agua y jabón. Según pasaba la vida, le costaba cada vez más ponerse de rodillas para fregarlo. Aunque su viejo cuerpo aún aguantaría.
Miró a su alrededor. Llevaba cuarenta años en aquella casa con Arne, que había vivido allí con sus padres. Los primeros años de su matrimonio, sus suegros se quedaron con ellos hasta que ambos murieron de pronto, con muy pocos meses de diferencia. Se avergonzaba de pensarlo siquiera, pero aquellos años fueron muy difíciles. El padre de Arne era un hombre hosco y mandón como un general; y su madre, por el estilo. Arne nunca le habló de ello, pero, por comentarios sueltos, Asta dedujo que su esposo había recibido muchas palizas de niño. Tal vez por eso fue tan duro con Niclas. Quien se educa a latigazos, a latigazos educa. Aunque en el caso de Arne fue la correa, claro. Aquella correa grande de color marrón que siempre tenía colgada en la cara interior de la puerta de la despensa y que él utilizaba cada vez que su hijo hacía algo que no le satisfacía. Claro que ¿quién era ella para cuestionar el modo en que Arne había educado a su hijo? Cierto que a Asta se le rompía el corazón al oír los gritos de dolor del pequeño y que era ella quien le secaba las lágrimas con toda su ternura cuando todo había pasado, pero Arne siempre sabía lo que hacía.
Con gran esfuerzo, se subió a una silla de la cocina para quitar las cortinas. Aún no estaban sucias del todo, pero, como solía decir Arne, cuando las cosas se ven sucias es porque habría que haberlas lavado mucho antes. Se detuvo de pronto con las manos sobre la cabeza, justo cuando se disponía a levantar la barra de la cortina. ¿No estaba haciendo exactamente lo mismo aquel día nefasto? Sí, estaba segura. Aquel día, justo cuando quitaba las cortinas, oyó voces en el jardín. Claro que estaba acostumbrada a oír los gritos iracundos de Arne, pero lo insólito de aquella ocasión fue que también Niclas alzó la voz. Y aquello era tan incomprensible y sus posibles consecuencias tan terribles, que Asta se apresuró a bajar de la silla para salir al jardín. Allí estaban, el uno frente al otro, como dos combatientes. Y las voces que, desde el interior de la casa, sonaban como gritos, golpeaban ahora sus tímpanos como un eco hiriente. Incapaz de contenerse, echó a correr y agarró a Arne del brazo.
—¿Pero qué es lo que pasa? —se oyó gritar desesperada.
Y en cuanto lo agarró, supo que había sido un error. Él enmudeció de repente y se volvió hacia ella con una mirada totalmente vacía de sentimientos. Después, alzó la mano y le dio una bofetada. El silencio que siguió no presagiaba nada bueno. Se quedaron los tres petrificados como una estatua de tres cabezas. Luego, a cámara lenta, vio que Niclas flexionaba el brazo con el puño cerrado en dirección a la cara de su padre. El ruido del puño al estrellarse contra la mandíbula de Arne rompió de forma abrupta el extraño silencio reinante y todo volvió a ponerse en movimiento. Arne se echó una mano a la cara con expresión incrédula, observando atónito a su hijo. Después, Asta vio que éste repetía el golpe. A partir de ahí, fue como si Niclas no pudiese parar; se movía como un robot con el brazo hacia atrás, hacia delante, hacia atrás, hacia delante… Arne recibía los puñetazos sin comprender lo que sucedía. Finalmente, las piernas dejaron de sostenerlo y cayó al suelo de rodillas. Niclas respiraba pesadamente y con dificultad. Contempló a su padre allí, arrodillado y sangrando por la nariz. Luego se dio la vuelta y echó a correr.
A partir de aquel día, Arne le prohibió volver a mencionar el nombre de Niclas. Su hijo tenía entonces diecisiete años.
Asta bajó con cuidado de la silla; llevaba las cortinas en el regazo. Últimamente le rondaban por la cabeza unas ideas tan raras… Y seguramente no sería casualidad que los recuerdos de aquel día le hubiesen venido a la mente justo ahora. La muerte de la pequeña había activado tantos sentimientos, tantas cosas que ella llevaba años intentando olvidar… La conciencia de todo lo que había perdido a causa de la tozudez inconmovible de Arne empezó a despertarle sentimientos que le complicarían la existencia. En cualquier caso, el hecho de haber ido al centro médico a ver a su hijo significaba que empezaba a cuestionar lo que tantos años llevaba dando por supuesto. ¿Quién sabía? Pudiera ser que Arne no lo supiese todo. Pudiera ser que Arne no fuese necesariamente la persona que debía decidirlo todo por todos y también por ella. Tal vez ella misma pudiese empezar a tomar sus propias decisiones. Eran ideas inquietantes que por el momento prefirió dejar a un lado. Ahora tenía unas cortinas que lavar.
Patrik llamó a la puerta con gesto profesional y resuelto mientras se esforzaba por mantener una expresión neutral. Sin embargo, sentía un asco insoportable que le subía del estómago y le dejaba un repugnante sabor de boca. Aquello era lo peor de lo peor. El tipo de persona más asqueroso que podía imaginar. El único consuelo, algo que jamás se atrevería a decir en voz alta era que, una vez que estaban entre rejas, su vida en prisión no resultaba nada fácil. Los pederastas eran los últimos de la escala y se los trataba según ese orden. Con toda la razón.
Oyó los pasos que se acercaban a la puerta y se retiró unos centímetros. Martin se movió tenso a su lado. Detrás de ambos, aguardaban unos colegas de Uddevalla. Entre otros, algunos que poseían conocimientos de valor incalculable en este tipo de casos: los expertos informáticos.
Se abrió la puerta y allí apareció la figura delgada de Kaj. Como siempre, correctamente vestido. Patrik se preguntó si no tendría ropa cómoda de la que uno solía usar en casa. Él se ponía los pantalones de un viejo chándal y una camiseta en cuanto volvía del trabajo.
—¿Y ahora qué pasa? —preguntó Kaj asomando la cabeza por la puerta. Frunció el ceño al ver los dos coches de policía aparcados ante su casa—. ¿Es necesario anunciar vuestra visita de este modo tan llamativo? Seguro que la bruja de la vecina está frotándose las manos de satisfacción. Si tenían alguna pregunta que hacer, podrían haber llamado por teléfono o, al menos, mandar a un policía, no un pelotón entero.
Patrik lo observó pensativo, preguntándose si aquel nutrido grupo de policías uniformados no despertaba en él la menor sospecha de haber sido descubierto o si, simplemente, sabía fingir muy bien. En fin, no tardarían en comprobarlo.
—Tenemos una orden de registro. Y, además, tendrá que acompañarnos a comisaría para que lo interroguemos.
Patrik adoptó el tono más formal de que fue capaz, sin revelar ninguno de sus sentimientos.
—¿Una orden de registro? ¡Pero qué demonios! ¿Otra vez cosa de esa vieja bruja? Se va a enterar…
Kaj dio un paso hacia la escalinata, dispuesto a ir a casa de los Florin. Patrik alzó la mano para disuadirlo y Martin se colocó ante el vano de la puerta, bloqueándole la salida.
—Esto no tiene nada que ver con Lilian Florin. Disponemos de cierta información que lo relaciona con la pornografía infantil.
Kaj quedó petrificado. Patrik comprendió que antes no había fingido, sino que, verdaderamente, no se había imaginado esa posibilidad. Kaj balbuceó una respuesta en un intento de recobrar la serenidad.
—Pero, pero qué…, ¿qué dice, hombre?
Su protesta sonó vana y la sorpresa lo dejó fuera de juego.
—Lo dicho, tenemos una orden de registro y si es tan amable de acompañarnos a uno de los coches, pensamos continuar esta conversación en comisaría, tranquilamente.
El asco que sentía obligaba a Patrik a tragar saliva sin cesar. En realidad, tenía ganas de abalanzarse sobre Kaj y zarandearlo preguntándole cómo, por qué, qué era lo que tanto lo atraía de los niños que no encontrase en una relación con un adulto. Pero ya llegaría el momento de hacerle esas preguntas. Ahora lo más importante era encontrar pruebas.
Kaj parecía paralizado por completo y, sin responder y sin coger ningún chaquetón, bajó la escalinata y se sentó dócilmente en el asiento trasero de uno de los coches.
Patrik se dirigió a los colegas de Uddevalla.
—Nos lo llevamos para empezar a interrogarlo. Haced lo que tengáis que hacer y llamad si encontráis algo que pueda sernos útil. Ya sé que no es necesario que os lo recuerde, pero llevaos todos los ordenadores y no olvidéis que la orden incluye también la caseta del jardín. Sé que allí hay un aparato como mínimo.
Los colegas asintieron y entraron en la casa con gesto resuelto.
Lilian pasó despacio y encantada junto a los coches de policía cuando iba camino de su casa. Era como si sus sueños se hubiesen hecho realidad. Un montón de policías y de coches policiales ante la casa del vecino y, para colmo, se llevaban a Kaj, alicaído y mustio, en uno de ellos. Una sensación de profundo gozo la invadió al verlo. Después de tantos años de problemas con ese hombre y con su familia, por fin le había llegado la hora. Ella, por su parte, siempre se había conducido de un modo absolutamente correcto. ¿Cómo podía evitar su deseo de que las cosas se hiciesen como debían hacerse? ¿Cómo podía evitar que él hubiese hecho cosas que se apartaban de las normas de buena conducta vecinal y que, además, le tocaba sufrir a ella? Y encima la gente se atrevía a decir que a Lilian le gustaban las disputas. Porque desde luego había oído lo que decían de ella en el pueblo. Pero rechazaba toda responsabilidad en los enfrentamientos pasados. Si él no se hubiese dedicado a molestarlos y a inventar historias, Lilian no habría tomado medidas. En condiciones normales, no había nadie de trato más dulce y afable que ella. Y, desde luego, no tenía el menor cargo de conciencia por haber hecho que la policía se fijase en ese hijo tan raro que tenían. Ya se sabía, la gente que no está bien de la cabeza termina causando problemas tarde o temprano y, si era cierto que ella había exagerado un poco ante la policía al hablarle del espionaje de Morgan, lo hizo sólo por evitar problemas futuros. A la gente así podía ocurrírsele cualquier cosa si se la dejaba campar por sus fueros y tenía un apetito sexual exacerbado, eso lo sabía todo el mundo.
Pero ahora todos verían la verdad; no era a la puerta de su casa adonde acudía un batallón de policías. Se detuvo ante su entrada y observó el espectáculo de brazos cruzados y con una sonrisa satisfecha en los labios.
Cuando el coche policial partió con Kaj, entró por fin, aunque le habría gustado quedarse. Pensó por un instante en ir a preguntar qué había ocurrido, como cualquier ciudadana preocupada, pero la policía ya había entrado en la casa y no quería mostrar más interés del normal llamando a la puerta.
Mientras se quitaba los zapatos y colgaba el chaquetón, se preguntó si Monica sabía lo que estaba pasando. Tal vez debería llamar a la biblioteca, como la buena vecina que era, para informarla. Pero la voz de Stig llamándola desde el piso de arriba interrumpió sus pensamientos antes de haberse decidido a hacerlo.
—¿Eres tú, Lilian?
Ella subió la escalera. La voz de Stig sonaba especialmente débil.
—Sí, querido, soy yo.
—¿Dónde has estado?
Stig la miró indefenso cuando entró en la habitación. ¡Qué aspecto tan débil y lastimoso ofrecía! Una oleada de inmensa ternura invadió a Lilian al constatar hasta qué punto dependía de sus cuidados. Era muy reconfortante sentirse tan necesitada. Igual que cuando Charlotte era pequeña. ¡Qué sensación de poder suponía la responsabilidad de una criatura tan desvalida! En realidad fue la época que más le gustó. A medida que Charlotte iba creciendo, se le fue escapando de las manos. Si hubiera podido, habría congelado el tiempo para que no creciera. Pero cuanto más se esforzaba por atarla, más se apartaba Charlotte; y, en cambio, fue su padre quien, sin merecerlo, se ganó todo el cariño y el respeto del que ella se consideraba merecedora, puesto que era la madre. Y un padre debía tener menos valor que una madre. Después de todo, fue ella quien la trajo al mundo y, durante los primeros años, quien satisfizo todas sus necesidades. Luego Lennart se hizo con el control. Recogió el fruto de todo el trabajo que ella se había tomado. Se convirtió en el favorito de Charlotte y, cuando ella se independizó, él empezó a hablarle de separarse, como si sólo la niña hubiese contado a lo largo de todos aquellos años. La indignación empezó a dominarla y tuvo que hacer un esfuerzo para sonreírle a Stig. Él, al menos, sí la necesitaba. Y también Niclas, en cierta medida, aunque ni él mismo lo comprendiese. Charlotte no tenía ni idea de lo privilegiado de su situación. Se pasaba los días quejándose de lo poco que él le ayudaba, de que escurría el bulto con el tema de los niños. Una ingrata, eso era su hija. Pero Lilian empezaba a sentirse muy decepcionada con Niclas. Quién lo habría dicho, llegar a casa, hablarle de aquel modo y decirle que pensaba mudarse. Claro que ella sabía de dónde le venían aquellas ideas, aunque jamás pensó que resultase tan fácil de convencer.
—¡Vaya, pareces enojada! —exclamó Stig tendiéndole la mano.
Ella fingió no ver su gesto y se puso a alisar con esmero la colcha de la cama.
Stig siempre se ponía de parte de Charlotte, de modo que no podía confiarle lo que acababa de pensar. En cambio, le dijo:
—Menudo jaleo hay en casa del vecino. Montones de policías y de coches. La verdad, no me gusta lo más mínimo vivir tan cerca de esa clase de gente.
Stig se incorporó con rapidez. El esfuerzo le pintó una mueca de dolor en la cara y lo obligó a llevarse las manos al estómago. Pero su rostro reflejaba esperanza:
—Debe de ser algo relacionado con Sara. ¿Crees que habrán averiguado más?
Lilian asintió vehemente.
—Pues sí, a mí no me sorprendería. ¿A qué, si no, tal despliegue de medios?
—Sería una bendición para Charlotte y Niclas si le viéramos el fin a esto.
—Sí, y ya sabes cómo he sufrido yo todo el asunto, Stig. Así que quizá mi alma encuentre algo de sosiego.
Ahora sí permitió que Stig le diese unas palmaditas de consuelo en la mano y, con su habitual ternura, le dijo:
—Desde luego, querida. Tú, con ese corazón que tienes… Para ti ha debido de ser horrible —dijo besándole la palma de la mano.
Ella lo dejó hacer un instante, pero enseguida apartó la mano, antes de añadir un tanto tensa:
—Vaya, qué bien que alguien se preocupe por mí para variar. Esperemos que sea así y que hayan ido a buscar a Kaj por algo relacionado con Sara.
—¿Qué iba a ser si no? —preguntó Stig desconcertado.
—Pues, no sé. En realidad, no había pensado en nada concreto, pero nadie como yo sabe de lo que ese hombre es capaz…
—¿Cuándo será el entierro? —la interrumpió Stig.
Lilian se levantó de la cama.
—Seguimos esperando que nos digan cuándo podremos recuperar el cadáver. Seguramente será cualquier día de la semana que viene.
—¡Por Dios! No utilices esa palabra, «el cadáver». Estamos hablando de nuestra querida Sara…
—Te recuerdo que era mi nieta, no la tuya —le espetó Lilian.
—Bueno, pero ya sabes que yo también la quería —respondió Stig algo apocado.
—Sí, querido, lo sé, perdona. Pero todo esto me resulta tan duro… Y nadie parece entenderlo —aseguró mientras se enjugaba una lagrimita y constataba la expresión de arrepentimiento en el rostro de Stig.
—No, no, soy yo quien debe pedir perdón. No debí hablarte así. ¿Me perdonas, querida?
—Por supuesto que sí —respondió Lilian magnánima—. En fin, creo que ahora lo mejor será que descanses y dejes de pensar en todo eso. Voy a preparar un poco de té y te traeré una taza, a ver si puedes dormir un rato.
—¿Qué habré hecho yo para merecerte? —preguntó Stig dedicándole a su esposa una dulce sonrisa.
No era fácil concentrarse en el trabajo. Y no es que él le hubiese concedido prioridad a esa faceta de su vida, pero alguna que otra cosa solía hacer. La situación que Ernst había provocado debería ocupar la mayor parte de sus pensamientos, pero, desde el sábado anterior, todo había cambiado. En efecto, en su apartamento había ahora un niño jugando a un videojuego. Uno nuevo que él le había comprado el día anterior. Él, que sólo con el máximo esfuerzo abría la cartera, sintió de pronto una necesidad irresistible de dar. Y puesto que los videojuegos eran lo más apreciado, eso fue lo que le compró. Una consola y tres juegos, y por más que se escandalizó ante el precio, no lo dudó un instante.
Porque el niño era suyo. Simon, su hijo. Las posibles dudas se disiparon tan pronto como bajó del tren. Fue como verse a sí mismo de muchacho. La misma constitución atractiva y redondeada, las mismas facciones poderosas. Los sentimientos que tal visión provocó en él lo dejaron perplejo. Mellberg aún seguía atónito al verse capaz de tal profundidad de sentimientos. Él, que por lo general siempre se vanagloriaba de no necesitar a nadie. Sí, bueno, salvo a su madre quizá.
Ella siempre observó que era un pecado y una vergüenza que unos genes tan excelentes quedasen sin descendencia. Y, desde luego, en eso tenía razón. Ésa era una de las principales razones por las que le habría gustado que su madre hubiese conocido a su nieto. Para hacerle ver que, de hecho, tenía razón. Bastaba echarle una ojeada al chico para comprobar que había heredado muchas de las cualidades de su padre. Cuánta razón tenía el dicho: «de tal palo, tal astilla». Y lo que la madre decía en la carta que le envió, que el niño era vago y respondón, que carecía de motivación y que obtenía muy malas calificaciones en el colegio, bueno, eso decía más de su capacidad de educar al chico que del propio muchacho. En cuanto pasara unos meses con su padre, un modelo masculino, sería sólo cuestión de tiempo que se convirtiese también en un hombre de verdad.
Claro que por lo menos Simon podría haberle dado las gracias cuando le dio la consola y los juegos, pero el pobre chico estaría tan sorprendido de que alguien le diera algo que no supo qué decir. Suerte que él era buen conocedor del género humano. No serviría de nada forzarlo en este estadio; al menos sí que sabía eso sobre la educación de los hijos. Claro que debía admitir que no poseía ninguna experiencia práctica y directa en la materia, ¿pero tan difícil había de ser? Sería tan sencillo como aplicar las reglas del sentido común. El chico ya era un adolescente, sí. Y según la gente, se trataba de una etapa problemática, pero, en su opinión, todo se reducía a adaptarse a su nivel. Y nadie sabía adaptarse a todos los niveles como él. Estaba convencido de que no tendría ningún problema.
Las voces procedentes del pasillo le indicaron que Patrik y Martin ya estaban de vuelta. Mellberg esperaba que trajesen consigo al cerdo del pederasta. En aquel interrogatorio sí que pensaba participar, para variar. Contra la gente de esa ralea, había que ser duro como el mármol.