16
Aquel día el cielo se había teñido de un gris profundo. Las nubes eran espesas y se avecinaba tormenta. En el apartamento de la Quinta Avenida, Cameron Moore y Erika Osborn permanecían a la espera de la hora indicada, justo cuando se encaminasen hacia los juzgados, empezando la disputa que les llevaría a una victoria, o por el contrario, a una derrota amarga con sabor a soledad paternal.
Erika había optado por lucir uno de sus trajes de ejecutiva en tono azul oscuro; la falda de tubo y la chaqueta de dos botones la hacían parecer discreta y seria, justo lo que necesitaba dar a entender, nada de excentricidades que desviaran la atención del tema principal. Una elegante cola de caballo recogía su pelo y unos finos pendientes de perlas adornaban sus orejas. Se había analizado más de un millar de veces con ese atuendo y deseaba conseguir la aprobación de esas miradas que la observarían de la cabeza a los pies.
Por su parte, Cameron iba vestido con un traje recientemente adquirido de tono grisáceo oscuro formado por pantalón, chaleco y chaqueta. Una bonita corbata negra y una camisa blanca inmaculada coronaban su aspecto. Estaba increíble, y Erika quiso hacérselo saber.
—Ese traje de tres piezas te sienta de maravilla, Cameron. —Al ver que él dudaba, sonrió—. Hablo en serio.
—Bueno, sólo quiero causar buena impresión —gorjeó frente al espejo divisando a su doble en el cristal.
—Lo harás. Mírate, estás impecable. —Detuvo la mirada en el chaleco, uno de sus muchos puntos débiles—. Eres tan elegante… Podría mirarte todo el día.
—Pues me temo que tendrás que dejarlo para otra ocasión. Tenemos un juicio pendiente. —Sólo la idea le sombreaba su bonito gesto—. Uno de tantos, en realidad…
—Va a salir bien. —Se posicionó junto a él, observando el reflejo de ambos. Hacían una pareja exquisita.
—¿Por qué pareces tan convencida?
—No lo sé, pero lo siento aquí. —Se señaló a la altura del pecho—. Mi corazón lo presiente.
—Rezo para que no te equivoques.
—¿Desde cuándo eres un devoto católico practicante? —fanfarroneó ella tratando de hacerle reír, cosa que consiguió a medias.
—Hechos inesperados… respuestas desesperadas.
—Si quieres tener fe, ten un poco de fe en ti. —Le apuntó con un dedo sobre la sien—. Puedes hacerlo, y yo estaré en la sala, escuchando todo lo que digas.
—¿Y si no soy lo que ellos esperan? Peor aún, ¿y si descubro que no soy lo que espero… de mí mismo?
—No digas tonterías. —Le ajustó el nudo de la corbata; una especie de ritual al que nunca renunciaba—. Estás preparado para meterte a todas esas personas en el bolsillo. Recurre a tu carisma y a tu incalculable experiencia. Siempre lo has hecho y, que yo recuerde, nunca se te ha dado mal.
—Ya, pero no hablamos de una negociación empresarial con adversarios de una compañía que compite por los mismos recursos. —Apretó los puños—. Está en juego mucho más que la satisfacción de nuestros jefes.
—En efecto, por eso vas a ofrecerles tu mejor versión. —Le tocó el pecho—. Está ahí dentro, cielo. Sólo tienes que sacarlo.
Sin mediar más palabras, él la estrechó entre sus brazos y la besó en la sien. Respiró cerca de su cabello y emitió un sonido casi imperceptible de aprobación. Erika siempre solía oler de maravilla.
—Cuidado —susurró ella odiando tener que separarse del dulce e inesperado contacto—, no querrás arrugarme el traje y que todos lo vean, ¿verdad?
—Lo siento, tienes razón. —Devolvió sus brazos a la posición anterior. Le pasó el dedo pulgar por la barbilla—. Estás preciosa. Quiero decir, siempre lo estás, pero hoy… —Ensanchó una sonrisa auténtica—. Hoy pareces diferente.
—Lo estoy —dijo asintiendo.
—¿Por qué?
—Porque… tengo al hombre más maravilloso a mi lado y vamos a hacer grandes cosas juntos. —Le pellizcó en la mejilla—. Somos ganadores.
—Eres un gran apoyo, más del que imaginas. —Se quedó pensativo y sonrió de medio lado, ensimismado con su inherente imaginación—. Serías una excelente entrenadora.
Erika le guiñó un ojo y se estiró para darle un beso. Enseguida recordó la falta de vitaminas a primera hora de la mañana.
—A propósito. Yo apenas he probado bocado, pero tú ni siquiera has tomado un vaso de zumo. —Hizo una mueca de disgusto—. ¿Seguro que no quieres cambiar de idea? Un café te despejaría la mente…
—No, gracias. Ya comeré algo luego.
—¿Y cuándo será eso?
—¿Ahora eres mi madre? —se burló.
—Idiota. —Le empujó con la cadera—. Sólo me preocupo por ti.
—Ya… En serio, me aseguraré de tomar un buen almuerzo para compensar, ¿de acuerdo?
El resto del tiempo libre lo invirtieron de manera trivial, hablando sobre asuntos inocuos e inofensivos para distraerse del tumulto irremediable. Eran como un par de críos jugando a ser mayores, pero con la diferencia palpable de lo que se consideraba un adulto de verdad: a ellos no les permitirían ningún error.
Mientras entraban en el ascensor para llegar a la calle, la joven le agarró de la mano y preguntó:
—¿Dónde está tu coche?
—Hoy no voy a conducir —respondió Cameron manteniendo la mirada hacia el frente.
—De acuerdo. —Asintió, pero no entendió su postura—. ¿Prefieres que lo haga yo?
—No. —Negó con la cabeza como si tratara de hacerse entender en una lengua extranjera—. Cogeremos un taxi.
—¿Qué? ¿Ahora? —recalcó mostrando su incertidumbre—. Es hora punta, Cameron. Va a ser casi imposible que encontremos uno a tiempo…
—Por favor, no quiero discutir.
—Vale, como quieras. —Exhaló aire por la nariz de forma automática para liberar su desazón—. Pero entonces será mejor que nos demos prisa. —Miraba cómo las luces que representaban cada piso inferior se iban iluminando a su paso—. No quiero llegar tarde.
—Tranquila, no te preocupes por eso. Ya me he encargado de ello. —Le pasó un brazo por la cintura y su voz se suavizó—. He pagado a un taxista de aspecto indio para que nos esperase abajo. Ni siquiera tendremos la necesidad de parar a uno.
Aun así, no le parecía la mejor idea del mundo, en especial cuando podían conducir por su cuenta sin tener que hablar sobre sus asuntos con una tercera persona escuchando en el asiento del conductor.
—Bueno, en ese caso, espero que no acabemos dentro de un infernal atasco matutino.
—Cameron echó un vistazo a su reloj. Iban con tiempo de sobra.
—¿Acaso estás ansiosa por llegar y verles las caras?
—Lo que estoy deseando es otra cosa. —Hizo sonar su tacón contra el suelo de acero del ascensor—. Hoy, tú y yo, vamos a demostrarle al tribunal, al juez y a todos los presentes que somos adecuados para el papel de progenitores.
—¿Te importa Tommy? —soltó de repente apoyando la espalda contra la pared del cubículo.
—¿A qué viene esa pregunta?
—Sólo contéstame, por favor.
Lo meditó un segundo. No quería precipitarse pero deseaba mostrar resolución y seguridad, algo que Cameron necesitaba ver a simple vista para reforzar sus argumentos.
—Sí. —Fue sencillo pero también aplastante, incómodo y decisivo—. Claro que me importa. Es tu hijo.
—Sí, pero lo que quería decir…
—Sé muy bien lo que pretendías decir. —Se mordió la parte interna de la mejilla—. Es el pilar fundamental de tu familia y, dado que tú formas parte de mi vida, por lógica, él también va a serlo. Intentaré demostrarle que puedo ser su amiga, una figura femenina que no intenta suplantar a su madre y, cuando llegue el momento de estrechar lazos, por mí no habrá ningún problema. Pondré de mi parte para conseguir ganarme su cariño o, al menos… su respeto. No buscaré su continua aprobación, pero no dejaré que me vea como una intrusa que intenta arrebatarle a su padre. Para ser del todo sincera, mi único objetivo es intentar evitar que me odie. —Cameron cerró los ojos y sonrió. Aquello le había hecho gracia y lo sacó a relucir—. ¿Por qué sonríes?
—Porque tus expectativas se cumplirán. Serás una buena referencia, la mejor de todas. Cuando te conozca, no pasará mucho tiempo antes de que te profese un gran cariño. —Sonaba convencido—. Tengo la sensación de que acabará adorándote.
—Y lo afirmas porque…
—Porque es igual que yo. —Se señaló, dando a entender que eran como dos gotas de agua, y no sólo por el aspecto físico—. Si yo te quiero, ¿qué te hace pensar que él no lo hará?
Quince minutos después ambos estaban sentados en la parte posterior del taxi amarillo y brillante que conducía aquel hombre de mirada oscura y piel marrón. Tenía el salpicadero reluciente, con un aroma de incienso flotando en el aire y con la ininterrumpida radio a un volumen intermedio, con una infinita música oriental que tarareaba en voz alta mientras daba pequeños toquecitos sobre el volante para llevar el ritmo.
Por fortuna, no había demasiados vehículos circulando a aquellas horas —lo que significaba un milagro—, pero el zumbido de la melodía comenzaba a desquiciar progresivamente la paciencia de Cameron.
—Esto es de locos. Quería que alguien condujese por mí para poner toda mi atención en ti —aseguró—, para que me dieses fuerzas antes de la prueba de fuego. Pero ahora, con esa música en mi cabeza…
—No te quejes —murmuró Erika mirando a través de la ventanilla—. Llegaremos enseguida.
—Podrías decirle que cambiara de emisora —susurró en su oído.
—Díselo tú, Moore —contestó saboreando una venganza a pequeña escala—. Has sido tú quien quería venir en un taxi.
—Disfrutas viéndome sufrir…
—No dramatices. —Se acurrucó en su hombro, sabiéndose segura—. Sólo cierra los ojos y piensa en cualquier cosa.
—Pienso en una playa… —Le pasó una mano por el vientre y la dejó allí—. Y en ti y en mí…
—Y en Tommy —añadió Erika por su cuenta.
En menos de diez minutos, ya habían llegado a su destino. Pagaron al conductor y se bajaron del vehículo fosforescente. Ante ellos, un imponente edificio de piedra y unas escaleras ascendentes de mármol les esperaban.
Erika suspiró hondo y ladeó la cabeza. Una vez dentro, empezaría la auténtica carnicería legal. Miró de reojo a su compañero para verificar cuál era su estado actual. Observando su nerviosismo palpable, tomó la palabra.
—¿Preparado?
—Sí. —Tragó saliva y miró los escalones como si fueran resquicios infranqueables—. ¿Estás conmigo?
—Siempre.
Avanzaron por largos pasillos atestados de hombres con maletines, voces graves y agudas y ecos de sus propios pasos. A medio camino se encontraron con su abogado, Patrick Ross, con un gesto tan serio y concentrado que demostraba que aquél era un caso para tomárselo con calma, pero peleando hasta el final. Se abrieron las puertas de la sala donde se celebraría el juicio y poco a poco los miembros del jurado fueron llegando.
Los tres se sentaron en una mesa rectangular y alargada de madera oscura y guardaron silencio, pero volvieron sus cabezas hacia atrás cuando oyeron un par de murmullos. Se trataba de la presencia de su adversaria. Elizabeth Moore apareció con un porte de maestría y elegancia que no pasó desapercibido. A su lado estaba Clyde, con la boca paralizada pero con un gesto de supremacía idólatra en sus ojos. La mujer de mediana edad, de pelo rubio y gafas que les acompañaba llevaba un maletín marrón y un sinfín de documentos bajo el brazo. Era sin lugar a dudas su abogada. Ese particular trío tomó asiento en la otra mesa que aguardaba de forma paralela a la de Cameron Moore.
Lejos de cohibirse, Erika levantó la cabeza con orgullo, prometiéndose no desfallecer. Ella y la otra fémina se miraron a los ojos, y podría jurar que Elizabeth la miraba con furia, como queriendo acabar con ella en ese instante.
Cuando las puertas de la sala se cerraron ante la custodia de dos guardias, y un juez de tez arrugada y ojos pequeños apareció con su larga toga oscura, ocupando su sillón en una zona más elevada y central de la estancia, se produjo un silencio voluptuoso.
Era oficial. El combate había comenzado.