6
Tenía la desagradable sensación de que aquel día no iba a ser precisamente pasajero. Sentía un vaivén dentro de su pecho, como una especie de alarma silenciosa que hacía todo lo posible para prevenirla sobre esa mañana. Se había levantado temprano, más que de costumbre, así que se dio un buen baño de agua caliente y se sumergió, tratando de dejar la mente en blanco. Luego se llenó el estómago con una generosa taza de café, hasta que su mente se puso a funcionar al completo. Condujo de forma eficaz hasta el trabajo y aparcó en su plaza del aparcamiento dentro del edificio. Sus tacones resonaron contra el asfalto y, suspirando profundamente, se introdujo en el ascensor. Por suerte para ella, no había nadie, así que esa ascensión momentánea le serviría para despertarse definitivamente de su particular mundo de fantasía.
Los pisos subían como una exhalación, y cuando las puertas se abrieron en uno de ellos, vio al que era el hombre más detestable y ególatra de toda la compañía. Sí, allí estaba otra vez Vince, y cuando él se percató de que iba a subir en el mismo ascensor que Erika y que no había nadie más a bordo, cambió su identidad de profesional de corbata a pervertido incurable. Entró lentamente y se colocó justo enfrente, evitando la tentación de cernirse directamente sobre aquella mujer.
—Vaya, qué agradable sorpresa —murmuró metiéndose las manos en los bolsillos.
—Siento no poder decir lo mismo —espetó Erika mirándole a los ojos, intentando acabar con eso lo antes posible.
—¿Nos hemos levantado con el pie izquierdo esta mañana, señorita Osborn?
Odiaba todo en él, pero en especial, el tono de su voz cuando pronunciaba su apellido. La reducía a una especie de ser inferior y ése no era el caso. Por eso su presión sanguínea aumentó cuando él se fue acercando, poco a poco, casi arrastrando los pies, reduciendo el espacio existente entre ambos.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Erika con un timbre de soslayo que aparentaba temple mezclado con algo de agitación.
—Bueno, trabajo aquí. —Le guiñó un ojo—. Corrígeme si me equivoco, pero creo que los ascensores son de dominio público, lo que significa que no me estoy saltando ninguna regla por utilizar uno de ellos… aunque no te guste la idea de que lo compartamos en este preciso momento.
—No te acerques.
—¿O qué? —contraatacó—. No puedes hacer nada al respecto. Soy mucho más poderoso que tú.
—Pero no más inteligente, me temo.
Lejos de molestarse, sonrió. Se pasó una mano por el pelo y adoptó una pose de meditación, seguramente imaginando las posibilidades que aquel reducido espacio le brindaba.
—¿Qué ocurre? ¿Te sientes acosada? —se burló—. Esta vez nadie va a venir a salvarte, ni siquiera el idiota de Cameron.
—Sé defenderme yo misma, Vince. No necesito a nadie cubriéndome las espaldas —se defendió Erika plantándole cara.
—¿De veras? —Le cogió un mechón de pelo, ante lo cual ella reaccionó echándose hacia atrás—. Es una pena que no me permitas demostrarte lo excitante que me resultas. ¿Tienes idea de lo que podría hacerte si finalmente cayeras en mis manos?
—De eso se trata. Algo así no pasará.
—Sólo es cuestión de tiempo. No puedes estar alerta continuamente. Llegará un momento en que te distraigas, bajes la guardia, y entonces… —Respiró con intensidad para oler el perfume de Erika—. Sucederá. Está escrito, nena.
—Estás más colgado de lo que creía. Eres un jodido enfermo, Vince. No tienes remedio.
—Ahí reside el encanto. No creo que deba cambiar. Me siento bien siendo quien soy.
—Eres un degenerado.
—¿Tú crees? —La miró de pies a cabeza, deteniéndose en las partes anatómicas que más le gustaban de ella—. Venga, no pido mucho. Tienes que admitir que mi insistencia se merece un premio. No suelo invertir tanto tiempo sin recibir nada a cambio. Me lo he ganado, lo sabes tan bien como yo.
En ese momento, Erika desvió la mirada y vio que quedaban unos treinta segundos para llegar a su piso. Decidió dar el golpe de gracia… literalmente.
—¿Sabes qué? Tienes razón. —Cogió a Vince de los brazos y con sensualidad le movió, arrinconándole sobre el fondo—. Creo que tengo algo para ti.
Vince se relamió con descaro y tensó los hombros. ¿De verdad era tan idiota como para caer en la trampa? Parecía que sí, puesto que sus ojos brillaban y se había cegado, creyendo que por fin su presa había decidido entregarse.
—Voy a darte algo que estoy segura que recordarás por mucho tiempo. —Le sonrió falsamente—. Te hará pensar en mí más de lo debido, pero estoy dispuesta a correr el riesgo. ¿Preparado?
—Adelante.
Cinco segundos antes de que las puertas se abrieran, Erika reaccionó violentamente y, concentrando todas sus energías y fuerzas en un golpe directo, le propinó tal rodillazo a Vince en la entrepierna, que le hizo doblarse por la cintura al instante, cayendo de rodillas sobre el suelo del ascensor.
—Maldita zorra… —masculló casi sin aliento.
El sonido característico de la llegada al piso siguiente cobró vida y las puertas se abrieron. Erika sonrió totalmente satisfecha y le dedicó unas últimas palabras.
—Que tengas un buen día, Vince. Te veré en la sala de reuniones.
Se dirigió a su despacho con una sonrisa tan grande que llamó la atención de sus compañeros. Saludó amablemente y se contoneó con estilo innato, sabiendo que al menos por ese día, ya había ganado algo.
Se plantó delante del ordenador y se propuso hacer su trabajo con más ahínco que de costumbre. Se había renovado con un halo envolvente de optimismo y tenía que aprovecharlo. Su mente elaboraba suposiciones que, de vez en cuando, le dejaban una dulce miel en los labios.
Era la una del mediodía y todos los presentes en la gran sala de reuniones aguardaban a que el señor Harris comenzara. Por supuesto, Erika estaba inmediatamente sentada a su derecha, cual fiel servidora y asistente. El encuentro duraría cerca de una hora, lo suficiente como para abrir el apetito a cualquiera debido al poco éxito contenido en las futuras palabras del discurso.
Cuando por fin comenzó, Erika dejó su cuerpo presente pero su mente optó por la salida fácil, encendiendo el piloto automático y dejándose llevar por sus pensamientos acumulados en el cerebro, que de seguro eran bastante más interesantes que aquella charla sin ánimo de entusiasmar. Por ello fueron sus recuerdos los encargados de ir desfilando uno por uno ante sus mismos ojos, tan palpables y factibles como si en realidad estuvieran allí mismo, al alcance de la mano. Evitó la tentación de relamerse los labios al rememorar por infinita vez su encuentro salvaje con Cameron en esa misma sala. Reía por dentro, consciente de que ése era un secreto gritado a voces que ambos se llevarían a la tumba. Resultaba tan excitante… cómplices de un juego de pasiones anónimas.
Por supuesto, Erika tenía plena consciencia que su amante también tenía esos mismos pensamientos al unísono, ya que cuando sus miradas se encontraron de extremo a extremo en la sala, sus corazones se colapsaron de manera inevitable. Eran capaces de hablar sin dirigirse una ínfima palabra. Un aleteo de pestañas, un sutil guiño, un par de parpadeos sosegados… Un lenguaje propio y tan ajeno al mundo real que les catapultaba directamente a la sombra de otro encuentro que no tardaría en suceder. Tenía la respiración agitada y los oídos se le volvían sordos. La piel se volvía eléctrica al contacto con su mismo aliento. Los músculos de su vientre se tensaban al anticiparse a algo que no esperaría en un principio. Era un suplicio y una gran fuente de placer, todo al mismo tiempo.
Cuando la charla por fin hubo acabado, todos se levantaron para huir rápidamente, pero con disimulo. Todos menos Erika, ya que el señor Harris optó por entretenerla un poco más de tiempo mientras la sala se iba vaciando. Era su jefe, ¿qué podía hacer? Le sonrió como buenamente pudo y aguantó el sermón de oraciones dirigidas a ella, mientras su mirada clara miraba hacia fuera, buscando al responsable de sus emociones más nítidas y sinceras.
—Eso es todo, Erika —murmuró el señor Harris—. Gracias por su tiempo.
—A usted. —Le estrechó la mano—. Buen discurso.
—¿De verdad lo cree?
—Por supuesto. Sabe cómo manejar el optimismo de sus empleados. Es un estratega innato y consagrado, de eso no me cabe duda. Lo lleva en las venas.
Salió de allí con tacones rápidos y sigilosos y se dirigió al ascensor. Bajó al lugar ideal, donde sus compañeros la estaban esperando.
—¿Coqueteando con el señor Harris? —empezó David.
—Me parece que no —respondió frunciendo el ceño—. No me pagan por ello.
—¿Una propuesta indecente, tal vez? —se burló Sarah—. No sería la primera vez. Está encantado de codearse con jovencitas inteligentes y atractivas como tú, Erika.
—La verdad, sería algo completamente fuera de lo normal. Podría ser mi padre y no acostumbro a tratar con hombres tan maduros. Es demasiado mayor para mí.
—El amor no tiene edad.
—No, pero mi conciencia sí la tiene. —Sonrió de oreja a oreja—. No me dejaría dormir por las noches.
—Hablando de noches sin dormir —interrumpió David dirigiéndose a Cameron, que estaba allí pero por algún misterioso motivo no había dado muestras de manifestarse verbalmente con ellos—. ¿Qué ocurre? ¿Problemas en el paraíso? ¿No has podido descansar?
—Algo así. Tengo… la cabeza en otra parte, supongo. —Cameron se encogió de hombros y suspiró.
—Supones bien —apuntó Sarah—. ¿Estás bien?
—Sí, claro. No es nada de lo que preocuparse.
Erika fijó la mirada en él y se sintió idiota por no haberse percatado antes. De todos ellos, era ella quien mejor le conocía. Parecía sumamente distraído y retraído. Sus ojos se encontraban distantes, algo nada habitual en él. Era como si dijeran algo a media voz, un aviso de que algo no iba bien.
Cuando estaba intentando pensar en algo lo suficientemente bueno como para no llamar la atención y preguntarle de forma sutil, Brad apareció de la nada y se dirigió a él.
—Cameron —entonó dándole una palmada en la espalda—, ¿qué tal va todo? No te veo desde lo de Seattle…
—Todo va bien, Brad. —Se contradecía a sí mismo—. Gracias por interesarte.
—De nada. —Consultó su reloj y dio muestras de tener prisa por irse—. Oye, deberíamos salir a tomar una copa algún día. —Sonrió—. ¡Y esta vez no quiero largas!
—Claro. Te tomo la palabra. —Sonrió forzosamente—. Ya te llamaré.
—Eso espero. —Tenía toda la pinta de haber acabado con su breve escena, pero se dio la vuelta como si acabara de recordar algo importante que decirle—. Por cierto —murmuró antes de desaparecer—, tu mujer acaba de llegar. Te está buscando por todas partes.
Fue como si el tiempo se detuviera, como si todos los presentes se volvieran estatuas de hielo, todos… menos ellos dos. Se miraron directamente, y las muecas de reproche y sorpresa lograron pasar desapercibidas, pero la herida abierta en canal en el pecho de Erika ya era un hecho. Lo comprendió al instante. Ahora entendía esa cara tan larga de él. Lo sabía. Lo había sabido desde el principio. Tenía plena consciencia de que su mujer aparecería en la empresa de un momento a otro, por eso se había mostrado tan apartado y silencioso. ¿Por qué había preferido no advertirla? ¿Por qué la apartaba siempre sin tan siquiera pedirle permiso?
—¿Desde cuándo te traes tu vida privada al trabajo? —preguntó David—. ¿No se supone que debería ser al revés?
—Ha habido un cambio de planes. No sabes lo testaruda que puede llegar a ser. Además, quería hablar con el jefe… —dijo Cameron mientras se aflojaba el nudo de la corbata.
—¿Tu mujer conoce al señor Harris? —espetó Erika, incapaz de controlarse, incapaz de creer lo que estaba oyendo.
—Sí… —Apretó la mandíbula—. Es una larga historia. —Se metió las manos en los bolsillos del pantalón de vestir—. En fin, tengo que irme. Elizabeth me estará buscando.
—Que tengas suerte —susurró Sarah.
El reducido grupo de compañeros le vieron alejarse, incluida Erika. Tenía la sangre helada de las venas, sin poder moverse, sin poder articular palabra alguna. Estaba en estado de shock. Pero ¿quién no lo estaría sabiendo que su enemiga número uno rondaba por allí a sus anchas, pudiendo encontrarse cara a cara en un descuido?
—Eh, ¿te encuentras bien? —Sintió una leve sacudida en la muñeca.
Erika parpadeó un par de veces ante la pregunta de Sarah, que la miraba como si acabara de ver a un fantasma.
—Sí, ¿por qué?
—Te has puesto pálida en un segundo. En serio, ¿va todo bien? —Sarah frunció el ceño.
—Sí, tranquila. —Se llevó una mano a la sien—. Será un mareo, nada más. Luego nos vemos. —Giró sobre sus talones y se dispuso a utilizar el ascensor. Se metió enseguida en él y pulsó al azar. No sabía ni dónde meterse. El trabajo siempre había sido su particular refugio, pero desafortunadamente acababa de ser profanado. Salió con rapidez del cubículo y comenzó a andar en círculos, como si estuviera tan perdida que en el fondo no sabía ni quién era. ¿Había sido vencida con tanta facilidad? ¿Era su forma de demostrarse a sí misma que en realidad no merecía tener a un hombre como Cameron?
Atravesaba el largo pasillo que daba al vestíbulo principal, pero cuando sus tacones rozaron el mármol del suelo, supo que había vuelto a equivocarse. Estaba intentando salir del paso cuando de repente, la vio. Era mucho más atractiva de lo que recordaba. Con esa cascada de pelo negro y rizado cayendo sobre su espalda, sus movimientos ejecutados con una elocuencia envolvente, una sonrisa deslumbrante y esos ojos tan oscuros que eran embriagadores. Saludaba a toda la gente que pasaba cerca, dando a entender que era mucho más conocida que la mayoría de los que trabajaban en aquel lugar.
Erika sintió una mordedura en el corazón, extendiéndose a la velocidad del fuego su impotencia y su creciente baja autoestima. Se consideraba atractiva, pero si cometía la estupidez de compararse con aquella mujer que estaba a la cabeza en cuanto a experiencia y encanto personal, salía perdiendo. No tenía nada que hacer. Elizabeth era radiante, como un rayo de sol en mitad de una niebla densa. No obstante, cuando la estocada amenazaba con ser mortal, el veneno se propagó con mayor énfasis en sus venas. Fue peor de lo que podía imaginar, pero lo fue aún más cuando vio a Cameron acercarse a ella y besarla como si en verdad la quisiera. Se le atragantó el aire en la garganta, y sus cuerdas vocales se cerraron en banda, con la inestable promesa de no volver a hablar nunca más. El ferviente y aparentemente perfecto matrimonio hablaba muy de cerca, sonriéndose continuamente y manteniendo las manos entrelazadas. Eso era algo con lo que no podía. Si Cameron era capaz de desenvolverse con tanta facilidad frente a su mujer, ¿qué dificultad supondría engañarla a ella, que era únicamente su amante, una mujer que a fin de cuentas sólo satisfacía sus instintos más carnales?
Quería desaparecer antes de que la vieran, y tal vez su cerebro actuara rápido y con eficacia, porque en cuanto comenzó a pensar en un plan de escape, divisó la puerta de los servicios. No lo dudó ni un instante y fue directamente hacia allí. Entró de sopetón, cerrando la puerta con rabia. Levantó la vista y se topó con la mirada desconcertada de una chica joven de melena rubia que se había quedado inmóvil ante semejante comportamiento, tan carente de tacto femenino.
—Fuera —gruñó Erika deseando estar sola—. Ahora.
Como si hubiera acatado la orden de un superior, la chica asintió y, tras recoger su bolso y su chaqueta, desapareció en un segundo.
Fue hasta el lavabo y se inclinó sobre él, con las manos apoyadas en el borde de la superficie, tratando de recuperar el aliento. Quería llorar, gritar, morirse… Tantas emociones eclosionaban simultáneamente en su cuerpo que temía no poder hacerles frente. Se mojó los dedos con agua fría y los pasó por la frente, las mejillas y el cuello. En cuestión de milésimas había pasado de un frío invernal a un calor sofocante, igual que una noria. Cerró los ojos y se concentró todo lo bien que pudo en su arrítmica respiración. No debía perder la calma, no podía. Se necesitaba al cien por cien. Estaba sola en mitad de ese caos y no podía recibir ayuda de nadie, así que el primer paso era recuperar el control.
Estaba en ello cuando a sus oídos llegó el sonido de la puerta, abriéndose lentamente. Tan absorta se hallaba que no le dio importancia. Como aún estaba inclinada hacia delante y sus ojos miraban el lavabo, no vio quién era. Por desgracia para ella.
—Disculpa —dijo una delicada y educada voz femenina a sus espaldas—, tú debes de ser Erika, ¿verdad?
No supo por qué, pero esa voz le provocó escalofríos por la nuca. Tenía tanto miedo de levantar la vista y confirmar sus sospechas que, cuando finalmente lo hizo, estuvo a punto de sufrir un paro cardiaco. Allí, en mitad de su improvisado escondite, cuando ya creía que tenía posibilidades de escabullirse del principal centro de la tormenta, se encontró cara a cara con el mismísimo diablo, camuflado bajo la apariencia de una mujer fatal y cautivadora. En efecto, y contra todo pronóstico, la señora Moore estaba justo allí, mirándola indirectamente a través del espejo.
Se quedó muy quieta, incapaz de parpadear, con las pupilas dilatándose debido al impacto visual, percibiendo cada latido, el leve flujo de su sangre fluyendo a ritmo rápido, la insensibilidad instantánea de la piel, la sequedad de la boca, el estallido de los nervios a la altura de las yemas de los dedos… ¿Era real o una alucinación de mal gusto? ¿Podía ser tan desafortunada en el amor y tan acaparadora en cuanto a las desgracias?
Al percatarse que Erika no movía ni un músculo, la otra mujer se adelantó y se acercó decididamente, con la firme intención de hablar.
—Perdona, creo que no nos han presentado formalmente. —Sonrió y, como si estuviera encantada de hacerlo, le tendió la mano con entusiasmo—. Soy Elizabeth Moore, la mujer de Cameron.
«Sé muy bien quién eres», pensó irremediablemente Erika.
—Mucho gusto, Elizabeth. —Apenas logró decir aquello con un mínimo sentido de veracidad. Le estrechó la mano con debilidad. La sensación fue tan desagradable que casi sintió el dolor al rozarse—. Soy Erika Osborn.
—Lo sé. La mano derecha de Harris, según he oído. —Sonrió—. Un placer. —Bajó la voz—. Apuesto a que nadie de esta empresa sería capaz de hacer lo que tú haces.
—¿Qué quieres decir? —dijo Erika abriendo mucho los ojos.
—Oh, vamos. No disimules. —Se puso las manos sobre las caderas, comportándose de forma informal, como si la conociera de toda la vida—. Eres la mejor en tu trabajo. He oído maravillas de ti. Eres bastante conocida, ¿lo sabías?
—Bueno, a la gente le gusta hablar demasiado…
—Te entiendo, pero que no te incomoden. Las críticas suelen ser sinónimo de que lo estás haciendo bien —hizo una pausa, ante lo cual aprovechó para mirarse en el espejo y admirarse lo justo, usando la barra de labios para darle un impulso de color a su boca. Después, se volvió para mirarla y proseguir con su conversación—. ¿Sabes? Tengo entendido que eres una mujer brillante. Me sorprende que Cameron apenas te mencione. Eres un gran pilar para esta empresa, estoy segura.
—Gracias. —No sabía ni cómo era capaz de sostenerle la mirada—. El señor Moore también es un trabajador excelente.
—¿Señor Moore? —repitió con cierta sorna—. Vaya, ésa sí que es buena. A Cameron no le gustan los formalismos. Es más cercano de lo que imaginas, así que no te sorprendas si te trata de manera confiada. Si hablas con él, tutéale.
—Lo haré.
Percibió un ligero temblor en los gemelos. Miró hacia abajo y presintió que sus piernas cederían de un momento a otro. Era como gelatina, más inestable que el agua derramándose sobre el suelo. Lo peor fue hacerlo tan evidente, exponiéndose ante la persona menos indicada, cuya reacción no se hizo esperar.
—Erika, ¿te encuentras bien?
—Sí. —Se llevó una mano a la sien, rezando entre dientes para que su patética actuación resultara mínimamente creíble—. Llevo un día algo ajetreado. Es un pequeño mareo, nada más.
Elizabeth se acercó un poco, observándola de cerca.
—No soy médico, pero no tienes muy buena cara. Deberías tomarte el resto del día libre. —Le colocó una mano en el hombro—. ¿Quieres que avise a alguien para que te recoja?
Fue ese acto de aproximamiento peligroso el que terminó por rematar la débil vida sentimental de Erika. Alzó la vista y, conteniéndose por no deshacerse bruscamente de ese molesto y humillante contacto, alcanzó a ver algo que destruyó sus más fervientes ilusiones. No se podía caer tan bajo, y si en ese momento hubiera tenido delante a Cameron, le hubiera hecho trizas con sus propias manos.
—Oh, Dios…
—¿Qué? —murmuró Elizabeth frunciendo el ceño—. ¿Qué ocurre?
Instintivamente y por error, Erika se llevó la mano al cuello, rozando con los dedos el collar que le había regalado Cameron por su cumpleaños y que, al parecer, era idéntico al que Elizabeth llevaba puesto en ese momento.
La mujer de ojos negros bajó la mirada y, entendiéndolo al instante, soltó una gran carcajada.
—Vaya, esto sí es casualidad, ¿no crees? —entonó—. ¡Qué coincidencia!
No había tocado fondo; sencillamente había sido arrastrada a las profundidades más abismales que pudiera concebir. ¿Qué desplante de semejante calibre era aquel juego amoroso de tres? ¿Estaba viendo precisamente el mismo colgante? ¿Así era Cameron, tan enrevesado y con tan mal gusto que tenía la desfachatez de comprar un obsequio personal por duplicado? ¿Acaso así se ahorraba el hecho de pensar en una segunda opción para su amante? ¿A quién diablos se le ocurriría cometer tan garrafal error? ¿Había sido un descuido o un acto cometido de forma deliberada, pensando que ninguna lo descubriría jamás?
Como pudo, intentando recobrar la normalidad, Erika se irguió lentamente y, mirando con furia contenida el colgante de su cuello, dijo parte de la colosal verdad que se escondía detrás de todo aquello.
—Fue un… regalo.
—Entonces debes estar muy agradecida a quien te lo entregara. Es un diseño muy cuidado y desde luego, único —explicó—. Esta preciosidad cuesta un dineral y apenas se han fabricado una veintena de modelos. —Se encogió de hombros—. Tienes suerte, Erika. Eres muy afortunada y te felicito por ello. —Tenía medida hasta la más mínima sílaba, eso saltaba a la vista—. Está claro que el hombre que te lo regaló te adora.
—¿Y el tuyo? —se atrevió a preguntar, consciente de saber que ya no tenía nada que perder—. ¿También fue un regalo?
—Oh, ya lo creo. En ese sentido, yo también tengo algo de suerte. Lo admito; lejos de la apariencia de superficial y engreído que suele causar en las primeras impresiones, mi marido es muy detallista y no se le escapa una. Supongo que todavía existen hombres con buen gusto. —Sus ojos brillaron con intensidad—. No podría estar en mejores manos.
Estuvo a punto de soltar alguna palabra que seguramente habría hecho saltar todas las alarmas, pero en mitad de ese bullicio que rugía desde sus entrañas, no podía evitar preguntarse continuamente si habían acabado una enfrente de la otra por simple azar o por algo más… ¿Estaba loca por pensar que ella tal vez lo sabía? ¿Era por eso que Elizabeth hablaba con tanta trivialidad ante una desconocida? ¿Qué tramaba? ¿Guardaba un as en la manga o era simple cortesía? ¿Cuál era el siguiente paso? ¿Cómo salir del atolladero sin llamar la atención?
—Bueno, creo que será mejor que me vaya —murmuró Erika dando así por finalizado el claustrofóbico encuentro—. Ha… sido un placer hablar contigo.
—Insisto, el placer ha sido mío. —Inclinó la cabeza hacia un lateral—. Espero verte en alguna otra ocasión. Las mujeres como tú realzan nuestro género en un mundo de hombres. —Le guiñó el ojo—. Cuídate, Erika.
Salió de allí con el alma a la altura de los tacones. Comenzaba a perder la poca cordura que aún le quedaba en su materia gris. Aunque la opción de marcharse estaba vetada, ya que todavía tenía un montón de papeleo por organizar, se saltó todas las normas. Merecía más que nunca tener la mente en blanco, y no podría conseguirlo si se quedaba. Así que respiró hondo y fue de nuevo hacia los ascensores. Pulsó el botón de la pared, pero al parecer el ritmo era algo lento, por lo que tuvo que esperar. Suspirando, giró la cabeza hacia la derecha y, a una distancia más que prudente, vio al señor Harris hablando con Cameron. En cuanto éste la vio, su rostro cambió por completo. Sabía que había vuelto a fallar. Tan enfurecida estaba con él que, antes de desaparecer de su vista, decidió hacerle partícipe de un gesto que lo diría todo. Así, sabiendo que él la miraba, se arrancó el colgante con fuerza y lo arrojó contra el suelo. Luego, entró en el cubo de metal y enmudeció por completo.
Accedió al aparcamiento y recorrió los últimos metros hasta llegar a su coche con los ojos inundados en lágrimas. Cuando estuvo delante del volante, se echó sobre él y lloró amargamente, escondiendo la cara entre las manos, sollozando, apretando los dientes. Estaba tan segura respecto a su posición, convencida de que nadie podría verla desde allí, que por un momento pensó en la posibilidad de quedarse en el mismo sitio durante horas, ya que las ganas de volver a casa habían dejado de ser una prioridad.
Llegó a su apartamento con los ojos ennegrecidos debido al maquillaje corrido. Ya había perdido la cuenta de las horas que había pasado a la deriva, sin un rumbo fijo. No sabía ni cómo definir su situación actual, y para colmo, no había recibido ninguna señal o mensaje de Cameron. No lo esperaba con énfasis, pero era una muestra más del descaro sin límites de ese tipo. La había visto, había contemplado el dolor en sus ojos y, en lugar de tratar de darle una explicación, se había hecho a un lado mientras gozaba de la compañía de su auténtica mujer. ¿Cómo podría perdonarle algo así? No podía ser. Por alguna incomprensible razón había abierto los ojos y, tratando de consolarse paupérrimamente con sus dotes de psicología de autoayuda, se repitió varias veces a media voz que antes o después hubiera ocurrido. No tenía sentido alargar la agonía de algo que, a fin de cuentas, siempre había tenido fecha de caducidad.
Pero el sentimiento seguía ahí, intacto, recordándole que por él había sido capaz de renunciar a los miles de encuentros con sus otros compañeros de cama. Los había rechazado a todos, uno por uno, simplemente para estar en su compañía. Y es que a pesar de todo, le quería… Sí, había jurado un millón de veces que lo suyo no pasaría del límite puramente físico y sexual, pero no había sido más que otra de sus mentiras piadosas para resguardarse tras un cristal de protección. Ahora, que había sido golpeada por una gran dosis de realidad en estado puro, sucumbía ante lo efímero de sus sueños, que habían retornado a auténticas pesadillas sin su consentimiento previo. El problema era que estaba profundamente enamorada de un hombre casado, pero la solución —si es que acaso existía remotamente— se le escapaba entre las manos. Tenía una introducción, un desarrollo de la historia algo truncado y tachado de altibajos, pero el desenlace… no se veía por ninguna parte. ¿Era hora de acabar? ¿Tenía que concienciarse para decirse el adiós permanente aunque tuvieran que verse las caras en el trabajo?
Estaba tan afectada que en lugar de buscar refugio siguiendo unos patrones normales de comportamiento, se aferraba a la parte más inocente y juvenil de su persona. Había acabado sentada en una esquina de su impresionante dormitorio. Tenía sillones y una comodísima cama enorme, pero había optado por la elección más desafortunada, tal vez con el propósito inútil e indiferente de provocarse cierto malestar físico.
Estaba completamente rodeada por su cadena infinita e irrompible de pensamientos contraproducentes, cuando su móvil comenzó a vibrar. Sintió espasmos por todo el cuerpo, un profundo latigazo que le corrompió hasta el alma. ¿Era él? ¿De verdad necesitaba preguntarse en voz alta si lo era? Por supuesto, no había duda. Sólo había una vacante para ese puesto y llevaba escrito el nombre de Cameron Moore. Sin embargo, y a pesar de querer contestar, no lo hizo. Siguió en su posición, hasta que la llamada se cortó. Soltó el aire y se pasó las manos por el pelo revuelto y despeinado. Debía tener una pinta horrible con aquellos ojos tan hinchados de llorar. ¿Qué clase de mujer era permitiéndose un momento de debilidad tan caótico? ¿Tan fuerte le había dado el amor que había desplazado a su antiguo carácter hasta un punto de no retorno? Ella siempre había manejado la situación, sin embargo, ahora eran las circunstancias tan tirantes las que tomaban las riendas.
Una segunda vez, tras varios minutos de espera, volvió a recibir una llamada. Estaba tan desesperada que exclamó algo entre dientes y se levantó corriendo. Cuando tuvo el móvil en las manos, y al ver la imagen de su caballero andante apareciendo en pantalla, retrocedió tiempo atrás.
Pulsó la tecla correcta pero no dijo nada. Permaneció en silencio, con Cameron al otro lado de la línea; su respiración era agitada.
—Erika —dijo al fin—. Sé que estás ahí. Por favor, háblame.
Agotada tanto física como mentalmente, con la mano que aún tenía libre, se tapó la boca con el propósito de ahogar un sollozo. Pero fue tarde; él lo escuchó.
—Erika, por favor. Lo siento muchísimo.
—Ya es tarde —logró decir entre lloros—. Demasiado tarde, Cameron.
—No digas eso…
—Lo es. Esta vez has ido demasiado lejos. Me has destrozado y ni siquiera parecías estar arrepentido. ¿Qué era lo que pretendías? ¿Por qué no me lo dijiste?
—Quería protegerte.
—¿Protegerme? —reprochó—. ¿Cómo? ¡Me ha encontrado! ¡Tu mujer me ha visto! ¿Adónde crees que nos lleva todo esto?
—¿Elizabeth ha hablado contigo?
—¡Sí, maldita sea! ¡Lo ha hecho! —Soltó un gemido de frustración—. ¿Y sabes qué es lo peor de todo? Parecía encantada de tenerme cerca. Ha sido… la peor experiencia de toda mi vida.
—Erika, yo… —Se le notaba indeciso—. Si hubiera podido evitarlo de alguna manera, te aseguro que habría hecho cualquier cosa.
—¡Eres un completo idiota! Claro que podías haberlo impedido. Para empezar, de haber sabido que iría yo me habría quitado de en medio; pero no, preferiste mantener la boca cerrada y ahora no hay marcha atrás.
—Cálmate, podemos arreglarlo.
—La cuestión es que yo ya no quiero seguir con esto. —Se le quebró la voz al pronunciar aquellas palabras. Estaba dividida, nadando a contracorriente—. ¿Cómo has podido hacerme esto? Después de todo lo que he hecho por ti, después de todo lo que hemos pasado juntos…
—Por favor, dame tan sólo un minuto para explicártelo…
—¿Por qué no puedes dejar de suplicar? Asume tus errores. Sé un hombre. Aunque a estas alturas dudo mucho que lo seas. Me has hecho quedar como una estúpida delante de ella. —Alzó la voz todo lo que pudo—. ¿Cómo pudiste hacernos el mismo regalo a las dos? ¿Pensaste que nunca lo sabría?
Otra vez recibió el silencio como respuesta. No le daba la opción de contestar.
—Entiendo que estés defraudada conmigo. No tengo excusa posible. Me equivoqué y no puedo cambiar los hechos. He cometido un error.
—Te equivocas. Has cometido miles, y ya he esperado suficiente. —No aguantaba la presión ni un minuto más, por eso soltó al aire la pregunta del millón—. ¿Lo sabe? ¿Ha descubierto lo nuestro?
—No, eso es imposible.
—¿Estás completamente seguro? —Él se quedó mudo un instante—. Esto se nos ha ido de las manos. No tiene sentido que haya hablado conmigo sin conocerme. Tiene que sospechar algo, de lo contrario…
—No sabe nada, Erika.
—¡Pero me llamó por mi nombre! ¿Cómo explicas eso? Antes de que pudiera darme la vuelta y ver que era ella, tu mujer me llamó sin dudar. ¿Cómo es posible?
—La verdad, no lo sé. Pero tiene que haber alguna explicación, la que sea.
—Eres incapaz de asumir la realidad. Despierta de una vez.
—Me estoy disculpando. Te estoy pidiendo perdón de la única forma que sé —dijo al borde de las lágrimas—. Estoy arrepentido, hecho polvo y no consigo encontrar una salida. ¿Qué quieres que haga?
—Ya basta, Moore. —Apretó la mandíbula hasta hacerse daño—. Nunca te pedí que eligieras. Ahora tampoco te lo pediré porque ya lo has hecho. Con tu actuación de hoy, me has dejado claro la posición que ocupo, y ya no significo nada para ti. Si creías que podías comprarme con malditas joyas y palabras adecuadas, es que no me conoces en absoluto.
—Esto aún no se ha terminado —dijo con determinación.
—Eso es lo que tú crees, pero no volverás a tenerme cerca. Si tan seguro estás respecto a lo que sientes, deberías haberlo pensado antes. A partir de ahora, seremos simples compañeros de trabajo.
—No…
—Sí, ahora vas a escucharme. Te he dado miles de oportunidades, pero esta vez no tiene solución. Y lo sé porque tú eres el problema —hizo una pausa—. No podía durar eternamente, y aunque me hubiese gustado acabar de otra forma, esto es lo que hay. Ha sido culpa tuya. Olvídate de mí y, cuando sientas la necesidad de tirarte a alguien, piensa en tu mujer. Estará encantada de tenerte entre sus piernas.
Colgó. Sintió cierto alivio en el pecho, pero también una pesadumbre que se magnificaba. Volvió a ser interrumpida por otra llamada. Descolgó pero se adelantó.
—¡Se acabó! —chilló sin importarle que sus vecinos pudiesen oírla—. ¿Lo entiendes? ¡Lo nuestro se acabó!
—¡No, Erika! ¡Lo nuestro no puede acabar! —Ahora gritaba como un hombre desesperado—. No va a terminar, ¿me oyes? ¡Nunca!
—Asúmelo de una puta vez. Ya no soy tuya. Ni lo seré nunca más. —Colgó definitivamente e incapaz de contenerse, arrojó el móvil a la pared, lo que provocó precisamente lo que inconscientemente pretendía, hacerlo añicos, como si de alguna manera también acabara de hacerlo con el hombre que le había hecho tantas cicatrices en tan poco tiempo.
Incapaz de probar bocado, se pasó gran parte de la noche metida en la bañera, en compañía de una copa llena del vino más caro que pudo encontrar en Nueva York. Se sumergía de vez en cuando y mantenía los ojos abiertos, con los oídos enturbiados por el agua, contemplando al mundo de manera tan irracional que sentía lástima de sí misma. Salió del cuarto de baño y, luciendo una lencería envidiable sobre su cuerpo trabajado y esbelto, se quedó mirando el exterior a través de los ventanales de su dormitorio, mientras se preguntaba si habría castigo más grande que el de ver al día siguiente al hombre con el que acababa de romper.
Deseó que la despidieran, pero hasta en eso iba mal encaminada. Era alguien insustituible, y ya lo había demostrado. Tan sólo le quedaba el consuelo absurdo de haber tomado la decisión, de haber tenido la última palabra.
Lo que pasara en un futuro inminente, le era total e irrevocablemente indiferente.