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La piel se le erizaba de manera ininterrumpida y los suspiros se sucedían de manera imparable. Anhelaba salir de allí por encima de cualquier otra cosa. El deseo se apoderaba de ella con una magnitud que no podía ser comparada con nada. Era tenaz la angustia que recorría la filigrana de sus dedos; el rumor de su latencia, las pulsaciones percibidas a la altura de las sienes. Todo en ella invitaba a salir corriendo, y eso era precisamente lo que quería, pero hasta que eso llegara tenía que ser paciente, aguardar bajo una sonrisa a todas luces ensayada durante minutos delante del espejo y convencerse a sí misma de que era una mujer excepcional.

La reunión se había alargado hasta lo indecible, y nadie era capaz de lidiar con esa eterna lucha interna por mantener constante la atención y el ensimismamiento artificial de parecer interesado en lo que el señor Harris decía. Era un hombre poderoso, con el pelo blanquecino y un gran historial de triunfos a sus espaldas. Se definía como una persona triunfadora y dueño de la compañía, pero a ella no le importaba lo más mínimo. Era una de sus asesoras y permanecía allí por los incentivos, pero de buena tinta se habría levantado antes de empezar para ahorrarse todo aquel discurso que no motivaba a nadie.

Allí seguía; quieta, dócil, sumisa y dispersa, sentada en su propio sillón de cuero negro junto con los demás profesionales presentes en la sala de reuniones, aquel cubículo con paredes de cristal y ventanales enormes que mostraban los rascacielos más imponentes de la ciudad de Nueva York. Su vestimenta era propia de una alta ejecutiva, con tacones altos, falda de tubo negra y blusa blanca abierta hasta un límite permitido. Era íntimamente atractiva, todo el mundo lo sabía y daba buena cuenta de ello. Su pelo castaño rojizo, que alcanzaba una longitud media, resaltaba a primera vista, y sus ojos mostraban un color a medio camino entre el verde y el azul. Su piel era delicada y clara. Sus labios eran finos y rosados. Tenía una figura esbelta y cuidada propiciada por horas de gimnasio nada más levantarse de la cama.

Había adquirido una fama poco habitual, asaltada por multitud de ojos de compañeros tanto de género masculino como femenino. Su sombra felina despuntaba énfasis para alcanzar el éxito, y las habladurías sobre su persona no dejaban de resaltar entre las paredes de la empresa. Unos decían que se acostaba con los hombres de más nivel; otros se limitaban a enfrascarse en un ritual de apuestas para certificar que era el tipo de mujer sin escrúpulos que estaba dispuesta a hacer lo que hiciera falta para aspirar a lo más alto. Podía hacer eso y mucho más, pero lo cierto era que Erika Osborn prefería extralimitarse con otro individuo allí presente, callado, con las manos entrelazadas sobre el regazo. Alto, pelo corto y rubio, facciones marcadas, hombros anchos, de ojos azules muy claros, sonrisa más que deslumbrante y un porte inigualable. Sí, desde luego con él todo era más sencillo. Había perdido la cabeza por acercársele, y cuando todo comenzó, se dio cuenta que no le importaba rebajarse si a cambio conseguía atención por su parte. Vestía con ese elegante traje azul oscuro con corbata a juego que a Erika tanto le gustaba. Ese hombre tenía muchas cualidades para gustar, engatusar y obsesionar, pero a ella le atraía la fuerza contenida de su cuerpo, el vaivén de sus emociones y un sinfín más de aspectos indescriptibles. Por eso mantenía una aventura irresistible con él, Cameron Moore, de treinta y cinco años de edad y las ideas más claras de lo que nadie pudiera imaginar.

Evitaban mirarse más de lo debido, pero a veces la tensión resultante entre ambos era tan eléctrica que no podían con ella; sencillamente sus ojos conectaban y, a partir de ese momento, todo lo demás dejaba de tener cabida en sus mentes. Acorralados por el furor y el deseo ciego de sentirse cerca, sus respectivas pieles vibraban como si el mundo fuera a acabarse de manera inminente.

Erika volvió a la realidad cuando el señor Harris dio por concluida la reunión. Todos se levantaron y ella hizo lo propio, alisándose disimuladamente la falda y comenzando a moverse de forma tan sensual que todos sus compañeros masculinos rodaron sus ojos descaradamente para observar semejante espectáculo de piernas largas y frenesí incomparable. Se hizo paso tan bien como pudo y alargó la mano para asir el asa de la puerta de cristal de la sala, pero alguien se lo impidió. Ladeó la cabeza para averiguar quién era y no pudo evitar sentir una tensión agradable a la altura del vientre.

Esos ojos azules se le clavaban en su alma, y con todo el dolor del mundo, no tuvo más remedio que disimular.

—Señorita Osborn —murmuró Cameron, abriéndole la puerta con una caballerosidad nada habitual en los demás—, después de usted.

Complacida, se contoneó hacia el pasillo y tomó rumbo hacia los ascensores. Después, mientras esperaba a que las puertas dobles de acero se cerraran con ella dentro, pudo volver a encontrar esa mirada que encendía su corazón en un instante. Se relamió los labios y trató por todos los medios de calmar su agitada respiración, propia de aquellas adolescentes que perdían el control por saberse el centro de atención por un fugaz segundo. Se revolvió el cabello mientras bajaba los pisos con gran velocidad. Nadie había solicitado la parada del ascensor, así que no tardó demasiado en llegar abajo. Accedió al aparcamiento y caminó hacia su coche mientras el eco de sus tacones retumbaba por todo el perímetro de asfalto. Estaba cansada, pero mantenía un rumor constante de energía extra sabiendo lo que le aguardaba al final del día. Obtendría una grata recompensa que sobrepasaría todo lo establecido. Resultaría absolutamente complacida. Siempre obtenía exactamente lo que quería, y en mitad de ese solitario estacionamiento, sonrió por ello.

Abrió con delicadeza la puerta de su exclusivo Mercedes SLR 722 de color negro y suspiró. Justo antes de meterse dentro, y ante un vistazo casual, se dio cuenta de que había un pequeño trozo de papel sujeto en el parabrisas de la luna delantera. Dio un paso y alargó el brazo para cogerlo. Su vitalidad se removió enormemente al procesar el pequeño mensaje que, si bien no era extenso, abarcada todo un abanico amplio de posibilidades con sólo leer entre líneas.

Pasaron varios minutos, pero ella todavía seguía allí. Decidió echarle un último vistazo a la nota antes de abandonar el lugar. Sus ojos recorrieron rápidamente cada una de esas letras sigilosas y mudas escritas de puño y letra por su admirador más profundo y secreto:

Te espero a la misma hora, en el mismo sitio y con las mismas ganas.

Tú ya sabes quién.

Suspiró como alguien que no tiene nada que perder y se sentó justo delante del volante. Arrancó el voraz motor y dio vida a todos esos caballos que hacían de su vehículo una verdadera joya sobre ruedas. Giró varias veces hasta dar con la salida, y la luz de media tarde de Manhattan pareció darle la bienvenida a la ciudad, aunque no la había abandonado en ningún momento, pero ahora adoptaba un semblante más ocioso, y todo porque tenía en mente un arsenal de emociones palpitantes y a punto de explotar.

Se dirigió rápidamente a su apartamento de la Quinta Avenida, y cuando cruzó el umbral dejó la chaqueta y el bolso en una silla y comenzó a desvestirse para acceder a su amplio cuarto de baño, un espacio totalmente pulido de color blanco, aséptico y neutral. Se quedó observándose en el alargado espejo en forma de elipse y se mordió el labio pensando que, en tan sólo unas horas, su boca estaría ocupada con otra: su premio de consolación para ese duro día de trabajo y negocios en la capital del mundo.

El agua caliente le relajó los músculos y despejó la tensión de sus hombros. Dejó salir el aire y sumergió todo su cuerpo bajo ese líquido transparente. Adoraba los baños largos, con mucha espuma, sobre todo porque eran los precedentes para otro día inolvidable que ya quedaría grabado a fuego en sus neuronas. Volvió a respirar el aire y se acarició el brazo, deseando profundamente que fuera Cameron quien lo hiciera. Le atraía de una manera sin precedentes. Había estado con muchos hombres, incluso estuvo al borde del matrimonio, pero todo eso no era para ella. Le gustaba vivir al límite y lo sabía apreciar todo lo bien que podía. Su lista de conquistas y amantes era bien numerosa, pero desde que le conoció, hacía ya algo más de un año, las cosas habían cambiado. Se consideraba abierta a todas las posibilidades, pero desde que descubrió a ese hombre rubio de talento magistral, tanto en lo íntimo como en lo profesional, zanjó de golpe todas las demás relaciones de noches continuas de encuentros pasionales. Había dejado de estar disponible, y aunque no les ataba ningún compromiso verdaderamente serio, se resistía a dejar de verle. No podía; era como una droga, la medicina diaria para hacer que perdiera los papeles. Sucumbía de manera permanente en cada uno de sus encuentros. Haría lo que fuera por mantener esa relación clandestina. Lo llevaban con toda la discreción posible. Nadie podía enterarse de lo suyo, ya que perderían más de lo esperado. En el trabajo probablemente abrirían una fisura sin retorno, pero en el terreno personal las cosas se desatarían con mayor énfasis. No era por Erika; seguía soltera y así era como se veía en el futuro, sin el obstáculo de darle explicaciones a nadie. El verdadero origen de la quiebra recaía directamente sobre Cameron; estaba casado desde hacía nueve años y tenía un hijo, Tommy, de seis. Nada podía salir mal, pero antes que preocuparse, decidió seguir relajándose antes de que el agua acabara por perder su temperatura ideal.

El reloj de pared dio las seis de la tarde y Erika ya estaba preparada para el siguiente paso. Había llamado a su amiga Bellatrix para que fuera a su apartamento y le diera su ya tan acostumbrado arsenal de masajes que le darían a su cuerpo un toque diferente y todavía más suculento. Ésa era la regla de oro. Un encuentro con Cameron suponía un masaje reconstituyente. Ese día lo necesitaba con especial urgencia. Las manos expertas de su amiga de toda la vida le dejarían el cuerpo como nuevo. Eso era un aliciente a tener en cuenta.

Estaba en la habitación acondicionada para ello cuando la puerta principal se abrió. No había ninguna duda de quién era. Su amiga tenía un juego de llaves del apartamento por si lo necesitaba en cualquier momento. Se escucharon sonidos de pasos que se acercaban. La figura que apareció tras la puerta corredera de la estancia era muy peculiar. Bellatrix era alta, de complexión muy delgada y con un aspecto particular. Pelo negro y cortado a capas, un pequeño aro en la nariz, sombras negras en los párpados y ojos oscuros. Vestía completamente de negro, y aunque a primera vista no resultaba gratificante, lo cierto es que era encantadora. Tenía veintiséis años, aunque aparentaba unos cuantos menos.

—Buenas tardes, Bellatrix —saludó Erika, dándole un caluroso abrazo.

—Hola, Erika. —Le guiñó un ojo—. Me parece que son más buenas para ti que para mí, ¿no es cierto?

Se pusieron manos a la obra. Erika había puesto música clásica de fondo porque era algo que le ayudaba a relajarse. Se servía del talento inmortal de Mozart para silenciar sus propios pensamientos. Se quitó el fino albornoz blanco y se tumbó desnuda sobre la camilla, bocabajo, respirando de forma más lenta.

Bellatrix se empapó las manos con aceites extremadamente caros y comenzó con la tarea. Sus manos expertas se movieron con especialidad sobre la espalda llena de tensiones y nudos inapropiados.

—Me parece que alguien ha tenido un duro día de trabajo.

—No sabes cuánto —gruñó Erika—. La reunión de última hora se ha alargado más de lo previsto y nadie ha podido escaparse.

—¿Otra vez el señor Harris dando la lata?

—Peor. Me cae bien, pero a veces no puede evitar ser un auténtico capullo —espetó—. Se pasa el día recordándonos lo bueno que fue.

—¿Acaso ya no lo es?

—Sí, por supuesto, pero admitámoslo. Ya no es un niño. Tiene setenta años, y por muy bien que tenga la cabeza, la edad pasa factura.

—Hablando de edad…

—¿Qué?

—Vamos, conmigo no disimules. Hay alguien en esta habitación que mañana cumplirá un año más, y creo recordar que no soy yo —rio Bellatrix.

—No puedo creer lo rápido que pasa el tiempo. Estoy a punto de cumplir veintinueve años —sonrió Erika desde su posición.

—Oh, Erika, por el amor de Dios. No lo digas así. Eres preciosa y lo vas a seguir siendo. La edad no tiene nada que ver.

—Sí, pero echo la vista atrás y…

—Nada de eso. Tienes que mirar hacia adelante, ¿cuándo aprenderás? —Bajó las manos a la zona lumbar y siguió el masaje—. Tienes una vida ejemplar. Eres responsable y muy profesional. Ojalá fuera como tú.

—No digas tonterías, Bella.

—Por cierto, me avergüenza admitirlo, pero no te he comprado nada…

—¿Bromeas? No necesito que lo hagas —apuntó—. Eres mi mejor amiga.

—Precisamente. Las buenas amigas no hacen eso. No olvidan los cumpleaños.

—No lo has hecho. Es más, te has adelantado, así que olvídate de eso. Estos masajes son lo mejor que me puedes dar.

Estuvieron en silencio durante un par de minutos mientras ambas seguían a lo suyo, enfrascadas en sus propios pensamientos. Erika no dejaba de sentir el ligero roce de los nervios, que lejos de despejarse, aumentaban a medida que la tarde se alejaba para dar paso a la gran velada. Giró la cabeza hacia el otro lado y suspiró, lo cual dejó la puerta abierta para su amiga.

—Hoy va a ser otra noche especial, lo sé —murmuró Bellatrix reprimiendo su tono jocoso—. Puedo verlo en tus ojos.

—Ya sabes que sí —respondió profundamente Erika con los ojos cerrados y tumbada sobre la camilla—. Me muero por verle.

—Ya le has visto esta mañana. De hecho, os veis todos los días. No creo que tengas tiempo de echarle de menos —dijo Bellatrix emitiendo una risita.

—Sí, pero no es lo mismo. No tiene nada que ver, son asuntos diferentes —alegó—. El trabajo es una pesadilla si se trata de pasar inadvertidos. Me vuelvo loca cada vez que le siento tan cerca y no puedo abalanzarme sobre él.

—Vaya, no eres precisamente una mujer inocente e inofensiva…

—Créeme, con Cameron, nada de eso está permitido. —Se mordió el labio—. Es diferente.

—Eso ya lo he oído antes.

—Esta vez va en serio. Nunca he conocido a ningún hombre como él.

—Sólo espero que merezca la pena. —Bellatrix movió los labios.

—Por supuesto que merece la pena, de lo contrario no perdería mi tiempo intentando verle todo lo posible.

Bellatrix pasó a los brazos, manos y dedos para el masaje.

—Hay algo que no entiendo —dijo.

—¿El qué?

—¿Por qué estás tan obsesionada con él?

Erika suspiró otra vez, a sabiendas de que ni siquiera su mejor amiga era capaz de entenderla.

—No es obsesión.

—Vale, entonces quieres decir que empiezas a sentir algo más que simple atracción.

Se quedó sin aliento.

—Claro que siento algo más que atracción. Es tensión, algo que no puedo describir con palabras. Es pura adrenalina, me hace sentir viva y muy deseada. ¿Qué tiene de malo?

—Erika, no te pongas a la defensiva. Aquí nadie ha dicho que sea malo. Lo único que digo es que empiezas a sentir algo más profundo y sentimental. No te andes con rodeos y ten el valor para decírmelo.

—¿Decirte qué?

—Todo el mundo podría darse cuenta. Estás enamorada de él —dijo su amiga mientras ponía los ojos en blanco.

El cuerpo de Erika sufrió una potente sacudida. Esas palabras constituían un asunto mayor y peliagudo. No quería ni oír hablar del tema.

—No, ni hablar. No quiero pasar por lo mismo de siempre. No quiero sufrir. —Su lengua se movió antes que su cerebro, intentando despejar todas las dudas—. Te garantizo que no estoy enamorada de él.

—Ya, pero no puedes engañarme. Vamos, te creo cuando dices que no le quieres, pero sé sincera. ¿Cuánto tardarás en hacerlo? Te pasas horas hablando de él sin parar, atenta a sus movimientos, esperando sus llamadas, sus mensajes… —Cruzó los dedos—. Eso no puede ser bueno para alguien como tú.

—¿Alguien como yo?

—Tú querías sexo, ¿recuerdas? Sin ataduras ni compromisos, sin querer ir más allá.

—Bellatrix, mírame. —Se incorporó levemente—. Por supuesto que sigo queriendo sexo. —Sus ojos brillaron de forma pícara—. A día de hoy es lo más gratificante que he obtenido por parte de los hombres.

—¿Y ahora?

—Ahora también. —Elevó el rostro para aparentar serenidad—. Lo creas o no, nada ha cambiado.

—Pero nunca te había visto así, tan… plena.

—Eso es porque he aprendido a disfrutar al cien por cien. No niego que Cameron ha tenido mucho que ver, pero sigue siendo uno más.

—¿Uno más? —se burló—. ¿De qué estás hablando? Desde que andáis enredados te has olvidado del resto.

—Bueno, hay una razón.

—¿Cuál?

Contuvo el aliento antes de contestar.

—Me da absolutamente todo lo que necesito.

—¿Todo?

—Todo y más. —Se relamió los labios—. No creo que sea necesario jugar con varios si uno puede ofrecerme cosas que ni siquiera sabía que existían.

Bellatrix se divertía con esa descripción mientras proseguía con su trabajo.

—Ya veo que es imaginativo.

—No, eso es un calificativo muy pobre para describirle. Es un hombre… en todo el sentido de la palabra.

En ese momento el teléfono móvil de Erika sonó a lo lejos, pero ni se inmutó.

—¿No vas a cogerlo?

—No —contestó tranquilamente—. Por hoy, se acabó el trabajo.

—A lo mejor no es quien tú crees…

—Si estás pensando en Cameron, puedo asegurarte que no es él. Nunca me llama antes de encontrarnos.

—Puede que te equivoques.

—Será alguno de mis jefes insistiendo para que les eche un cable. No pueden hacer más de dos cosas a la vez —dijo Erika mientras negaba con la cabeza sin alterarse.

—Bueno, a juzgar por lo que has dicho hace un minuto, hay alguien que sí.

—Siempre hay excepciones.

Una parte del masaje acabó. Bellatrix proseguía, pero lanzó al aire algo inesperado. Su naturaleza era imperturbable, y el incesante deseo de averiguar más sobre el hombre que había embaucado a su amiga la tenía en ascuas.

—¿Y su mujer? —espetó.

—¿Qué pasa con ella?

—¿No sabe nada de lo vuestro?

Ante esa pregunta inoportuna, Erika se dio parcialmente la vuelta y miró a su amiga con el ceño fruncido.

—¿Estás loca? ¿Cómo va a saberlo?

—Bueno, sólo preguntaba…

—Ya sabes lo meticulosa que soy para todo, y mucho más con esto. Me lo tomo muy en serio, y no quiero correr riesgos.

—¿Sabes? La mejor manera de no asumir ningún riesgo es dejar esa locura antes de que salga mal —suspiró su amiga mientras continuaba con el masaje.

No obtuvo respuesta. En su fuero interno, Erika sabía que Bellatrix tenía toda la razón, pero iba en contra de sus propias creencias. Se había hecho a él, ajustado a su medida y necesidad. No podía dejarle. Hacía que la vida tuviera sentido para ella.

—¿Me has oído?

—Claro que sí, pero ya sabes cuál es la respuesta.

—Como siempre, una negativa tajante.

—Y definitiva, Bellatrix. —Sólo imaginarse lejos de su perfecto caballero le destrozaba el corazón—. No pienso alejarme de él.

—Pero algún día tendrá que acabarse.

—Sí, pero no será hoy. —Su paciencia estaba llegando al límite.

—Pero…

—¿Qué?

—¿La conoces? Me refiero a su mujer —quiso saber su amiga, muerta de curiosidad—. ¿Has podido verla alguna vez?

—Sí —admitió con reticencia y molestia en su interior—. La he visto un par de veces en la oficina. Es realmente atractiva, eso es algo innegable, pero algún error debe haber en su matrimonio si él está dispuesto a buscar en otra lo que necesita.

—¿Y ella le será infiel?

—No lo creo. Elizabeth Moore es casta y fiel. Es de esas personas que lo dan todo por los demás. Sabe lo que tiene, y tal vez no quiere perderlo bajo ninguna circunstancia.

—Bueno, eso es algo que tenéis en común, Erika. Pero supongo que Cameron no puede partirse en dos. Tendrá que elegir.

Erika se levantó de la camilla de repente y se envolvió el cuerpo con el albornoz, dando por acabada la sesión.

—Ya lo ha hecho.