3
La velada dominical nos reunía a todas alrededor de la Madre Adelaida, secretaria del convento y brazo derecho de la superiora.
Giraba la conversación en torno de la guerra, sus frases y las consecuencias directas de las mismas. Se comentaban los últimos hechos de armas al mismo tiempo que la escasez de víveres y las medidas tomadas por el convento para hacer frente a la situación. Era una especie de Consejo General y las viejas tomaban asiento alrededor de la Madre, con el aspecto de personas que van a discutir graves problemas y, en la medida de lo posible, contribuir a su solución.
Casi por deferencia hube de asistir a aquellas reuniones.
Alguna de las ancianas tenía la mente tan despejada como pueda tenerla una chiquilla de quince años. Otras, en cambio, estaban tan chochas que sus salidas extemporáneas hacían perder la seriedad incluso a la grave Madre Adelaida. La culpa de ello, muchas veces, era una simple sordera que impedía a las viejas enterarse de la mitad de lo expuesto. Otras, la falta de agilidad mental consecuencia de la vejez.
Madre Adelaida nos exponía primero la fase más sencilla de la época en que vivíamos. Los víveres eran escasos. El convento hacía lo posible para darnos una alimentación suficiente; sin embargo, lo más elemental faltaba o bien alcanzaba precios astronómicos.
—Las sardinas en lata, pongamos por caso, han desaparecido del mercado. Las últimas cajas que el convento tenía como reserva, se han agotado. Dicen que en el mercado negro cada lata de cinco sardinas cuesta cincuenta francos.
Las viejas contaban lo que se podía hacer con cincuenta francos antes de 1914. Incluso antes de 1939 cincuenta francos era una cantidad respetable. Se podía comer bien por cincuenta francos.
De allí pasábamos a hablar de los bombardeos de Inglaterra. Se hablaba también de los prisioneros. En las iglesias se pedían libros para aquellos muchachos que perdían sus mejores años tras las alambradas. Cada feligrés debía sentirse generoso con aquellos infelices y dejar en su asiento, a la salida de misa, los libros que buenamente pudiera. Ropas u otros efectos se recogían en los despachos de la Cruz Roja.
Una voz cascada interrumpía:
—Cincuenta francos la lata pone la sardina a diez francos pieza.
Durante media hora la viejecita había estado haciendo una filigrana de cálculo mental.
—Exacto —continuaba la Madre.
Y las viejas, las otras, meneaban la cabeza con descontento. ¡Qué pena, Dios mío! ¡Qué pena llegar a viejo!
Madre Adelaida me pedía que contara algo de la vida de los que huían de Francia.
Trataba de hacerlo de la manera más sencilla y aun a veces me sorprendía la ingenuidad de aquellas mujeres que, por su edad, hubieran debido ser indulgentes con todos.
—Francia es el embudo de Europa. Siempre hemos sido demasiado buenos con los extranjeros.
—No puede modificarse la geografía —contestaba, tratan do de no herir susceptibilidades—. La situación geográfica de Francia es la mejor de Europa. No es de extrañar que, para el bien y para el mal, Francia se halle siempre en primer lugar.
Una de las viejas mostraba interés por cuanto se decía y yo paseaba a veces con ella por el jardín del convento. Era una hermosísima mujer que no aparentaba sus setenta y cinco años. Fresca, con abundante cabello blanco, alta y erguida, decían que era viuda de un escritor humorístico. Por rara coincidencia, había ingresado en el convento el mismo día que yo. Anteriormente vivía en un piso céntrico y lujoso de Marsella. Tenía hijos casados que iban a menudo a verla y su estancia en la pensión se debía a la dificultad de encontrar criada y alimentos. En nada se parecía a las otras pensionistas.
Pude comprobar que era muy conocida en Marsella. Me interesé por las actividades literarias del difunto marido.
—Mi marido era una verdadera ostra, y su sentido del humor nulo.
—¿Entonces?...
Ella era la que escribía. Pero nunca se decidió a publicar sus escritos con su nombre. En su época no era corriente.
Sentí por ella más ternura que por las otras viejas y ella correspondió a mi afecto. A veces me llevaba a su piso de la ciudad y me preparaba cosas exquisitas con una gracia y un señorío inimitables.
—Siento que estés casada —me dijo un día—. Quisiera tenerte por nuera.
—¿Tiene algún hijo soltero?
—No; todos están casados.
—Entonces lo veo un poco difícil.
—Sí. Tienes razón. En realidad, te convendría más uno de mis nietos.
—De todos modos, ya estoy casada. No lo olvide.
—Pero podrías llamarme abuelita, ¿no te parece? Y tratarme de tú, como a las abuelas.
—Te llamaré abuelita aunque nunca haya llamado así a mis dos abuelas.
—¿Cómo las llamabas?
—Gran y Granie.
Meditó un momento y luego dijo:
—Me gusta que me llames Gran. Seré tu Gran francesa, ¿quieres?
—Estoy muy orgullosa de tener una Gran tan guapa. ¿Por qué me quieres?
—Podría preguntarte: ¿por qué me quieres tú, Pilar? ¿Por qué se quiere a la gente? Voy a decírtelo yo, que tengo unos cuantos años más que tú y que me siento todavía con ganas de querer: Se quiere siempre porque sí. En cuanto al cariño se le pone una condición, deja de ser cariño para convertirse en interés, comodidad u otras mil cosas que no son más que sucedáneos del cariño.
—Y ¿por qué me has escogido?
—Es como si encontrara otra vez mi juventud. Cuando te oigo hablar, es como si escuchara lo que he dicho hace muchos años. Revivo en ti. No puedes figurarte lo que eso representa.
—Me gustaría ser como tú, si alguna vez llego a tener tus años. Dime, Gran, ¿por qué eres diferente de las otras viejas?
Gran tuvo un momento de ensoñación. Me pasó la mano sobre los cabellos, sobre los ojos... Me parecía que su mano temblaba y que su voz estaba algo velada.
—Ya lo sabrás. Aplícate a querer. Lo que envejece no son los años ni las arrugas. Lo que nos hace viejos es el corazón. Si logras sentir siempre un afecto, si algo en la vida merece tu amor, tu admiración o entusiasmo...
Se calló. Respeté su interrupción, pues había comprendido. Gran no sería nunca vieja, toda vez que podía emocionarse y vivir a través de los otros. Este era el secreto. Gran tenía vivos en su recuerdo los años de juventud y su experiencia le había servido para aumentar su comprensión. Pensé que envejecer así era seguir creciendo. Gran era como el abuelo. Mientras tuviera un soplo de vida, tendría capacidad de amar.
Inauguramos nuestros paseos en bicicleta aquel mes de mayo de 1942. Primero practicamos un poco al anochecer, cuando nadie podía reírse de nosotros, en paseos poco concurridos. Los dos éramos bastante torpes, pero nos empeñamos en vencer aquella torpeza. Esteban quería hacerme pasear al sol, como si fuera una convaleciente o un recién nacido.
Luego ya confiamos más en nuestras fuerzas y nos lanzamos a las carreteras. Había tan poco tránsito, que la cosa no era muy arriesgada. No corríamos demasiado y hablábamos entretanto.
—Esteban...
—Dime, amor mío.
—No soy tu amor. No quiero que digas tonterías.
Me ponía furiosa la actitud de Esteban. El lo sabía y se divertía diciéndome cosas tiernas.
—Sí. Eres mi amor. El que tú no me quieras no impide que seas mi amor. Sabes, además, que el decir «amor mío» en Francia...
Habíamos recorrido unos cuantos kilómetros y llegado a una tasca de la costa. La primavera se había hecho esperar, pero era espléndida, tal vez por ese mismo motivo. La verdad es que los inviernos de guerra eran particularmente fríos y uno estaba ansiando los primeros días de bonanza como una bendición del cielo.
—¿Decías, amor mío?...
—No te diré nada. Si te pones tonto, me quedaré muda hasta nuestro regreso a Marsella.
—No podrás resistirlo.
Gruñí algo feo. Me molestaba que Esteban se diera cuenta de mis defectos. Pero él era como yo. Tampoco él podía estar callado más de un segundo.
—¿Decías, Pilar?
—Ya no sé lo que iba a decirte.
Sí lo sabía. Quería decirle que el paseo había despejado mis ideas, que tenía hambre —decir apetito sería mucho más fino, pero en aquellos años se sentía hambre—, que estaba contenta, que Magda había podido marcharse a España y que, desde su pueblo, ya me había escrito. Todo esto había quedado anulado por la absurda manía de Esteban de llamarme siempre «amor mío».
—Seguramente nada importante, ya que no te acuerdas.
—En todo caso, te ruego que me llames por mi nombre. No creo que sea una extorsión...
Esteban miraba de reojo su copa llena de vino y llenaba la mía, que yo había vaciado de un trago. El dueño del establecimiento nos había dado una mesa alejada del público, cosa que me extrañó un poco. Pero no hice la menor reflexión. Esteban decidía siempre lo que debíamos hacer y «déjalo de mi cuenta» era una de sus frases predilectas. En la mayoría de los casos, resultaba muy cómodo.
El camarero se acercaba con una lubina asada. Comprendí al punto por qué Esteban había querido que nos sirvieran lejos del resto de la clientela.
—¡Esteban! ¡Milagro!
—¡Chis!... No grites. Esta lubina es la única, ¿entiendes? La única lubina de la Costa Azul. Hoy no te he traído flores, pero he pensado...
—No prosigas. Llegarías a enternecerme.
Y con palabras que me salían del fondo del alma, añadí:
—Tengo hambre.
—Tenemos hambre, Pilar. Esto es lo verdadero, lo cierto. En esta frase tan corta no hay asomo de mentira, Come, amor mío.
No acerté a rebelarme otra vez. Tenía en la boca un buen trozo de carne blanca y lo de «amor mío» me sonaba hueco, lejano, igual que si en aquel momento me hubieran dicho que una lombriz se había quedado tuerta. Esteban llenó mi vaso otra vez.
—Bebes demasiado —comentó.
—No quiero que abuses de mí.
—En general sucede lo contrario.
—Pero tú me dijiste que no. Que no querías la excusa de la copa de más.
—¡Demonios! Con ese modo de interpretar las cosas, yo habré de aguantarme y tú vas a volverte alcohólica.
Nos reímos y tomó la mano que tenía libre. Me la besó.
—Me gusta verte alegre. No bebes demasiado, Pilar; no tengas miedo. Tú no beberás nunca. Eso lo hacen aquellos que no encuentran en sí lo necesario. Lo que sí he observado es que una sola copa de lo que sea, es suficiente para liberarte de tu hermético caparazón. ¿Por qué no eres siempre como en este instante?
—No te comprendo. Me dices que parezco una mujer fácil, que allano el camino y luego me hablas de hermetismo.
—Tienes razón. Es fácil el primer contacto contigo. Luego, cuando uno ya lo cree todo conquistado, te encierras enteramente.
—Soy así.
El camarero nos retiró los platos. Pensé que iba a traernos un postre cualquiera, un poco de la mermelada sintética a la cual empezábamos a estar acostumbrados o bien un trozo del célebre «azúcar de uvas» que ennegrecía los dientes y dejaba en la boca sabor de retama.
Nos trajo un pollo.
—Esteban, tienes razón; he bebido demasiado.
No me comprendió en seguida. Me miró solícito, preguntando si me sentía mareada.
—No, pero veo visiones. Veo un pollo.
—Hay un pollo.
No me había soltado la mano. La acerqué a mi mejilla e iba a acariciarme con ella cuando exclamé:
—Estás sobornándome. Esteban; eres asqueroso. Voy a demostrarte que puedo comer un pollo sin ceder ni un centímetro de mi persona.
Suspiró.
Te creo capaz de cualquier cosa.
A los postres nos faltó bebida. El camarero trajo otra botella entera y nos dijo que si no la acabábamos, el resto lo bebería otro cliente. Era un magnífico vino rosado.
—Es una tontería. ¿Por qué has pedido otra botella?
Bebimos de todos modos. Una sola copa. La botella, casi intacta, quedó sobre la mesa.
—Hemos de marcharnos, Pilar. He de estar en Marsella a primera hora de la tarde.
Pidió la cuenta. Me levanté de la mesa, cogí la botella y la vertí íntegramente en uno de los parterres de la terraza, mientras el camarero exclamaba:
—¡Un vino tan bueno! ¿Por qué no se lo han llevado? ¿Por qué no lo han dejado para otro cliente? ¿Por qué...?
La gente me miraba con desaprobación. Unicamente Esteban comprendió mi actitud.
—No beberán nuestro vino. Ni tampoco lo beberemos nosotros más adelante. Ya no sería oportuno.
Montamos en nuestras bicicletas y nos dirigimos a Marsella.
—Tu conducta ha sido escandalosa en estas circunstancias, Pilar. ¿Sabes lo que habrá creído la gente?
—Que he empinado, ya lo sé. Pero me entusiasma de vez en cuando hacer cosas sino escandalosas, que escandalicen. Lo del vino ha sido una tontería. ¡Pero la expresión de aquella gente! ¿Cómo pueden ciertas personas dar tanta importancia a lo que se come o a lo que se bebe?
—Tú no lo haces del todo mal —oí responder con sensatez.
Pedaleábamos juntos.
—No me gusta aguar la fiesta a nadie. Conven que durante todo este tiempo hemos estado comiendo, en tu casa y en Marsella, patatas, pimientos o berenjenas y que no por eso he sido menos cordial contigo. Yo, pese a lo que puedas creer, no doy importancia a la comida. Si tengo hambre, me la aguanto. No seré nunca desgraciada por eso. La buena compañía es más importante para mí.
El sol, después de nuestro banquete, caía como plomo fundido sobre la carretera. Esteban, sin mirarme, preguntó:
—¿Soy buena compañía, Pilar?
—Lo eres.
—¿Me quieres?
—Te quiero infinitamente.
Al volver la cabeza me sorprendió la expresión de disgusto reflejada en el semblante de Esteban.
—¿He dicho algo que no te guste?
—Sobra lo de «infinitamente». En amor sobra todo, ¿sabes? Sobran las frases, los vestidos y más que nada los calificativos.
Estábamos entrando en Marsella y pedaleábamos en silencio. Al doblar una esquina, nos salió un coche y la bicicleta de Esteban empujó la mía, cayendo los dos sobre el bordillo.
—¡Qué bruto! ¿Te he hecho daño, Pilar?
El golpe había sido tan inesperado, que no sabía cómo responder a su pregunta. ¡Ya lo creo que me había hecho daño! Me dolía terriblemente. En el bordillo me había dado de lleno.
Esteban me ayudó a levantarme sacudiendo luego el polvo de mis ropas.
—¿Dónde te duele?
—¿Dónde quieres que le duela a una persona que cae sentada?
—Entonces... menos mal. Hubieras podido hacerte mucho daño.
No sé por qué, nadie se compadece de la persona que se cae sentada, como si cierta parte de nuestro cuerpo fuera insensible o menos digna de consideración.
—No sé si podré andar.
—Has de hacerlo. Te acompañaré hasta el convento. Es mejor que te muevas un poco; si no lo haces, te costará luego Dios y ayuda.
Invoqué a Dios y su ayuda, y me coloqué otra vez sobre el sillín. Sufriendo un verdadero martirio, llegamos al convento.
Esteban se despidió de mí diciéndome que telefonearía en cuanto hubiera despachado el asunto que le ocupaba.
Echada de bruces sobre la cama, meditaba la estupidez de los accidentes. Era una tarde de domingo. ¡Triste domingo! Las monjitas lo estaban celebrando con una Salve en la Capilla, Gran estaría al caer con los dos nietos que quería presentarme. Yo, incapaz de dar la vuelta, gimoteaba como una boba.
Al fin se acabaron los cánticos. Si Maritzia fuera un poco intuitiva se le ocurriría entrar en el cuarto.
No tenía timbre ni nada con que llamar la atención. Escuché los pasos de las monjas que desde la Capilla iban seguramente al jardín. Tomé el jarro de las florecillas y lo estrellé contra el suelo. Un segundo después la hermana Maritzia estaba a mi lado.
—Ruido. ¿Enferma?
—Me he caído. Caído, ¿entiendes? Mucho daño.
Maritzia asintió.
—¿Dónde daño?
Pasé la mano por la zona afectada.
—¿A ver?
—No, por Dios. Deja, Maritzia. No puedo.
La hermana recapacitó un momento. Con voz aplomada arguyó:
—Yo ayudaba a las vacas de mi padre cuando nacían los ternerillos. Maritzia sabe todo.
Dudaba entre llorar o echarme a reír.
—Lo único común entre una vaca y yo en este momento es que me duele el rabo. Pero no pienso dar a luz, ¿sabes? Aunque estoy rabiando.
La hermana rubia me despojó de mis ropas. Bajó mis bragas con un arte de profesional. Exclamó:
—Malo. Un morado así de grande.
Juntaba sus dos manos.
—Haré friegas.
Cuando regresó con un frasco de no sé qué ungüento a base de salicilato, le supliqué me dejara en paz.
—Pero no te vayas. No quiero que nadie entre en mi habitación.
—Haré la friega.
Me sumergí dentro del almohadón y dentro de mi vergüenza. Era imposible luchar contra la tenacidad de una chiquilla testaruda que no comprendía, para colmo de males, la mitad de mis palabras. Se entretuvo haciendo masajes a mi rabadilla mientras me hablaba de las dificultades que las vacas experimentaban en el momento de parir.
—Maritzia, no insistas. Yo no soy una vaca.
—Es igual —respondía ella—. Con un poco de paciencia se llega a todo.
Unos golpecitos sonaron a la puerta.
—No quiero a nadie. Di que estoy enferma.
Era la hermana portera.
—El señor Gurtubay pregunta cómo se encuentra.
Maritzia se levantó del suelo en donde estaba arrodillada para poder atenderme mejor.
—Contestaré yo misma.
Y antes de que pudiera detenerla se había marchado de la habitación.
Ya no había medias en Francia. Las mujeres optamos por llevar las piernas al aire, bien al aire, ya que las faldas llegaban justito a las rodillas.
Cuando entré en el comedor aquel mediodía de junio, mis compañeras experimentaron un sobresalto de pudor.
—Es indecente —decían—; sin medias en un convento.
Yo no tenía la impresión de estar indecente. Mis piernas son largas y poco carnosas. Su color es dorado como el resto de mi piel. Repuse:
—No tengo medias. No hay medias. No puedo fabricar medias y todas las mujeres van como yo.
—No. Todas no.
Contemplé las piernas de la mayoría censurante y pude comprobar que todas llevaban medias gruesas, de hilo seguramente o de algo irrompible.
—Yo no poseo medias de esa clase.
Se comió en silencio y me escabullí cuando hube terminado los postres. El trabajo me hizo olvidar el incidente y por la tarde, a la salida de la Prefectura, lo comenté, riendo, con Esteban.
—Las monjas no dicen nada, son las viejas. ¿Crees que yo seré así cuando sea vieja?
—No, si tienes buena memoria.
—Tengo buena memoria y recordaré.
—Piensa, de todos modos, que cuando seas vieja, en caso de guerra, el mundo irá probablemente mucho peor. Tendrás que tolerar a mujeres jóvenes que tal vez enseñen...
—Pues bien, trataré de adaptarme.
—Es malo ese ambiente para ti, Pilar. ¿Por qué no te buscas algo distinto? Un hotel; una habitación... cualquier sitio en donde pudieras estar más libre.
—Pero ¡si estoy muy bien! ¿Para qué quiero más libertad? Te aseguro que estoy encantada en el convento.
La hora de cenar me condujo otra vez al comedor, donde aguardaban mis censoras. Apenas si me miraron en su mayor parte; se notaba que aquella tarde se había comentado el hecho, y el ambiente me era desfavorable. Busqué entre ellas a mi Gran francesa, pero no estaba.
Hizo su aparición cuando íbamos ya a sentarnos y su entrada fue algo sensacional. Se había quitado las medias.
—¡Ooooh!
—Gran, mi pobre Gran, ¿qué has hecho?
La majestuosa figura de Gran se paseó insolentemente alrededor de la mesa. Yo contemplaba enternecida y horrorizada aquel par de piernas blanquísimas que jamás se habían dorado al sol y que resaltaban extrañamente bajo el vestido oscuro.
—Quiero que sepan —exclamó Gran sonriendo despreocupadamente— que la próxima vez que se hagan comentarios sobre si Pilar lleva o no lleva medias, yo entraré en este comedor desnuda.
Un silencio sobrecogedor siguió a sus palabras. Miré a Gran, que lo estaba pasando en grande, e hice con la boca el gesto del beso. La cena se pasó al fin. La última cena.
Porque al día siguiente Madre Adelaida nos llamó a Gran y a mí. Nos dijo que, en efecto, nada malo había en ir sin medias, pero que la tranquilidad de su Congregación dependía de nuestra actitud. Que ella nos aconsejaba, me aconsejaba, mejor dicho, buscar otro refugio más de acuerdo con mi edad. Ella misma me daría unas cuantas direcciones. En cuanto a Gran, una vez que yo estuviera fuera del convento, las otras señoras olvidarían el incidente.
—Si Pilar se marcha del convento, yo regresaré a casa. Ya no hace frío y creo que podré arreglarme sola. En realidad, me encuentro todavía demasiado joven para permanecer entre personas de edad.
El verano de 1942 parecía estar preparando grandes acontecimientos. Lo cierto era que todo continuaba igual, sin variación; pero esa misma igualdad ponía en tensión los nervios de la gente. Escuchábamos la radio y esperábamos.
Continuaba la evacuación y el trabajo en la Prefectura era desesperante. América, de Norte a Sur, abría sus puertas a los que huían de Europa y el montón de pasaportes cotidiano era impresionante. Ya había quien prescindía de ellos.
Documentos raros, Affidavits Laissez passer servían a los apátridas para marcharse. Tráfico de pasaportes, tráfico de visados, tráfico de oro y de divisas, tráfico de todo. Gente de pocos escrúpulos especulaba con el terror ajeno, prometiendo lo que nadie podía cumplir. Luego iban las víctimas a la Prefectura para quejarse.
Mujeres histéricas que, a fuerza de guardar el pasaporte como oro en polvo, lo extraviaban en el último momento, cuando ya tenían todos los requisitos cumplidos.
Hombres a quienes se les había dejado entrever la salida, se veían de pronto detenidos por una nueva ley, una nueva fórmula. Los veíamos llorar sin pudor ante nuestra ventanilla. Hombrones que desde 1939 se estaban jugando el pellejo, desfallecían porque les había pasado bajo las narices el aire de la libertad.
Todos conocían nuestros nombres porque habían ido muchas veces para informarse y ponerse en regla. Confiaban en nosotras, que los atendíamos, más que en el mismo Prefecto. Se confiaban posiblemente porque éramos mujeres.
Uno de ellos, un belga de veintidós años que con gran astucia había logrado llegar hasta Marsella con pasaporte, se vio descubierto a última hora.
—Su edad —le dije—. Esta cifra está rehecha. Raspada y rehecha. Le detendrán en la frontera.
Para parecer más anciano se había dejado crecer una barba que llevaba muy desaliñada.
—¿Raspada dice?
Le hice ver la trampa.
—A mí me da igual. Pero le detendrán en la frontera.
Empezó a llorar como un chiquillo, con la cabeza apoyada en mi hombro. Acaricié la barbuda cara y murmuré al oído:
—Tráigame lo que quiera. Falso, pero bien hecho. Estamos aquí para ayudarlos.
La llorera no amainaba.
—Quiero ir a Inglaterra —decía—. No quiero que me internen en un campo. Soy judío.
—Haga lo que le digo. Sus visados le valen para otro documento. Lo principal es que no le detengan en la frontera.
Se las arregló. Nos presentó una hoja de apátrida en la que constaba una edad madura. Le temblaban las manos al recoger el documento. Cuando se alejaba sentí hacia él una gran ternura. Le vi retardar su paso y volverse como atraído por mi mirada. Por encima de las cabezas de la multitud que esperaba, me envió un beso con la punta de sus dedos. Sin pensar que alguien pudiera estar observándome, contesté a su gesto.
La voz del jefe sonó áspera.
—Basta de bromas, Pilar. Esto no es un teatro.
No contesté. Notaba un nerviosismo creciente en el jefe, y ciertas alusiones a mi amistad con Esteban me habían molestado.
Merendábamos juntos en La Marquise. El día era caluroso y Esteban tenía prisa por marcharse.
De pronto me vi sorprendida por la visión más inesperada para aquellos momentos. Un caracol se paseaba sobre el respaldo de la butaquita de terciopelo azul. Parpadeé y obtuve como resultado ver otro caracol en la manga de Esteban. Dos más se paseaban por el brazo de la butaca, donde Esteban había colgado una bolsa de papel.
—Pareces fascinada. ¿Qué te ocurre?
—¡Ay, Esteban! No sé. Te veo lleno de caracoles.
—¡Demonios! Se están escapando.
—¿Quienes?
—Los caracoles. He podido hacerme con dos docenas de los grandes. Están en ayunas, a punto de preparación. Pensé que podríamos cenar juntos.
—Pues vámonos antes de que se escapen del todo.
Con discreción recogió a los fugitivos y fuimos a su casa.
—Amélie está en su pueblo, de vacaciones. ¿Te importaría lavarlos mientras yo escribo unas cartas?
—No lavaré los caracoles.
Esteban, con nuestra futura cena en la diestra, parecía no comprenderme.
—¿No te gustan?
—Me gustan; pero no pienso lavarlos.
—¿Qué majadería es ésa?
—Sería largo de explicar. Me prometí a mí misma no hacer por ningún hombre, excepto mi marido, esa clase de trabajos.
—No tenemos otra cena.
—Me da igual. La mayor parte de mis cenas me las salto.
Esteban gruñó algo incomprensible, pero que no sonaba muy bien. Acabó diciendo que él se bastaba y sobraba, que yo hiciera lo que me viniera en gana mientras él lavaba los dichosos caracoles.
—Por cierto: ¿cómo se lavan?
Le di una explicación detallada del procedimiento. Agua hirviendo para echarlos dentro una vez limpios. Para limpiarlos, le aconsejaba agua avinagrada.
—Muy bien, señora.
Me arrellané en un sillón, hojeé las últimas revistas. De vez en cuando tendía el oído y escuchaba el ajetreo de Esteban en la cocina. Tardaba mucho. Al fin se reunió conmigo con cara descompuesta.
—Pilar, te ruego que vengas. Es algo inmundo.
Los caracoles, dentro del baño avinagrado, habían soltado sus babas.
—¿Qué hago ahora?
—Meter las manos y restregarlos bien para limpiar las cáscaras. ¿No ves que están sucios?
La tez de Esteban tenía el tinte de los ictéricos.
—No puedo, Pilar. Anda. Sé buena. Limpia esa porquería.
—¿Has hecho esto con alguna otra mujer?
—Te juro que no. Es la primera vez en mi vida que compro caracoles. Nunca creí que un bicho tan pequeño pudiera soltar tanta baba.
Parecía desconsolado. Rodeé su cuello con mis brazos y le besé.
—No, por Dios. No delante de esos animales —apostilló.
—Voy a demostrarte cuánto te aprecio.
Y sumergiendo mis manos dentro de aquel zafarrancho, me puse a la tarea. El agua hervía. Los caracoles, dentro de su baño fresquito, sacaban desesperadamente los cuellos de su cáscara.
—Es el momento —dije a Esteban.
—No los eches. No podría comerlos, Pilar. ¡Pobres bichos!
—Pues, ¿qué quieres hacer de ellos?
—Secarlos. Sí, vamos a secarlos y nos los llevaremos a un descampado.
Esteban desapareció y regresó con una toalla. Cerrando los ojos cogió los caracoles a puñados y una vez reunidos todos en la toalla los restregó con fervor.
—¿Un poco de colonia?
—No bromees. Esto es muy serio. Vamos a restituirles la vida. ¿Crees que el baño con vinagre les habrá hecho daño?
—Ni hablar. ¡Estaban tan sucios! Deben de encontrarse mucho más entonados. Con el calor que hace...
Los envolvimos dentro de un paño de cocina y optamos por buscar un lugar digno de aquellos mártires.
El coche de Esteban, por fortuna, no tenía impedimentos para circular por tratarse del coche de un súbdito español. Subimos.
—Vamos a Notre Dame de la Garde.
Estábamos sentados cara al mar, aquella tarde de verano. Acabábamos de restituir a la naturaleza dos docenas de caracoles y Esteban me decía:
—¿Te das cuenta? Estamos solos. Solos en esta pequeña colina de Notre Dame, uno de los sitios más hermosos de Marsella. Como si todo cuanto nos rodea fuera nuestro.
La visión del mar, tan azul, tan sosegado, tan sereno, me invadía como si parte de su belleza se adentrara en mi cuerpo. Las manos de Esteban acariciaron mis rodillas.
—¡Déjame!
—Tus piernas son muy hermosas, Pilar.
—No veo nada de particular en mis piernas. Son castas.
—Poseen una castidad erótica, querrás decir. Son igual que tú.
—Empiezas a decir tonterías.
—No lo creas. En tu castidad hay un erotismo tan agudo, que llega a ser sensual. Me pregunto, a veces, si te das cuenta de que posees un cuerpo.
—No. Nada me duele. Mi cuerpo me sirve. Es mi expresión externa, ¿comprendes?
Tan cerca de mí estaba, que podía ver ciertas hebras blancas en sus sienes. Sentí un terrible deseo de ser besada.
—Bésame, Esteban.
Fue un beso lento, suave. Permanecimos un buen rato sin hablar, las mejillas apoyadas, los ojos cerrados. Fue él quien interrumpió el silencio:
—¡Cielos! Si no llegas a pedir que te besara, creo que hubiera muerto.
—Ha sido un momento de debilidad. No acierto a explicar lo que me sucede. Dime: ¿es posible querer dos veces?
Los labios de Esteban se apoderaron otra vez de los míos.
—¿Eso te preocupa? Es posible. Es casi necesario. ¿Soy en verdad tu segundo amor?
—No he querido a nadie, salvo a mi marido. Nadie más que él me ha besado, te lo aseguro... ¡Y es tan triste todo esto!
—¿Por qué triste?
—Porque yo creía que el amor era único, eterno y, por consiguiente, maravilloso.
—El amor siempre es único, Pilar» Siempre maravilloso. Incluso puede ser eterno.
Lágrimas, lágrimas inútiles acudían a mis ojos. Sentía el pecho angustiado bajo el peso de la revelación. Me dolían las frases de Esteban. En ellas presentía la verdad.
—¿Cuántas veces podemos amar?
Esteban secaba mis mejillas mientras me iba diciendo:
—No lo sé. Muchas. Yo también he pasado por el mismo trance que tú estás pasando ahora. Por fortuna, pude recobrar mi serenidad. Desde entonces he borrado de mi vocabulario amoroso la palabra «siempre».
—Así, ¿no crees tampoco en nuestro amor?
Me acariciaba los cabellos. Volvió a repetir:
—No lo sé. Podría mentirte, pero no te lo mereces. Es posible que dure siempre; pero no te lo diré hasta...
—¿Cuándo me lo dirás?
—No lo sé.
Nos levantamos y pasó su brazo en derredor de mis hombros. La tarde tornábase oscura y el agua adquiría tonos negruzcos, iluminada a trozos por la espuma blanca.
—¿Qué es amor, Esteban? Dímelo. Yo no sé nada. Me doy cuenta ahora de que nunca he sabido nada de nada.
Bordeábamos lentamente el mirador.
—Amor es esto: caminar el uno al lado del otro y darse cuenta de que nuestros pasos son acompasados; amor es no pensar en sí, sino en el otro, en la felicidad del otro, en el placer y en el bienestar del otro; amor es el tormento de la ausencia, llena de deseos e inquietudes; amor es la serenidad de la presencia, presencia tan colmada que puede incluso prescindir del deseo y la posesión; amor es hacer con naturalidad las cosas más absurdas —soltar, por ejemplo, una docena de caracoles— sin pensar en el ridículo; amor es la sencillez absoluta de todos nuestros gestos, actos y pensamientos; amor es sentirse feliz con el amado, a solas, en medio de la muchedumbre, entre la belleza o en la fealdad... No sabría decirte más del amor. Tú eres todo amor. Intuitivamente debieras conocer cuanto te he dicho, a no ser que no hayas amado todavía.
No podía responder. De haber podido, hubiera contestado:
«¿Puede el amor gastarse, estropearse, envejecer? ¿Pueden las cosas externas, el trabajo, las dificultades, los reveses, acabar con el amor? Lo que hubo y resultó tan vulnerable, ¿era amor?»
La voz de Esteban continuaba, ajena a mis pensamientos:
—No tengo ninguna prisa, Pilar. Te dije que tú elegirías el momento. Lo que más quería de ti... lo tengo ya. Hace meses que vives para mí, lo sé. El momento de la entrega llegará un día u otro, paulatinamente. No tengo ninguna prisa.
Inclinó su cabeza y me besó en el hombro. Quedamos un momento suspensos, turbados.
—No quiero llegar a eso, Esteban. No quiero, te lo aseguro. Seremos dos amigos que no tienen secretos. Dos hermanos...
—Somos ya dos amantes, Pilar, y no podemos retroceder.
La palabra había sonado tan clara en aquel atardecer, que tuve la sensación de que bajo mis pies la tierra huía.
—¡No! Amantes, no. No puedes decir eso.
—¿Por qué no? Yo no doy el nombre de amante a la mujer a quien poseo una sola vez y a la que olvido inmediatamente. Amante es la mujer que me ama, que es amada, que en pensamiento es mía.
—Pero yo...
—Tú has sido mi amante mil veces, en pensamiento. No seas hipócrita o, si prefieres, no seas niña. ¿No has sido mía en pensamiento?
Callé. La mano de Esteban estrechó la mía y su voz murmuró muy queda:
—Es como ahora. Tus labios y los míos no están juntos, pero te beso con el roce de mi mano. Y siento que todo tu cuerpo es mío. Es posible que nunca posea tu cuerpo como lo estoy poseyendo en este momento. ¿Me comprendes?
—Sí.