5

Aun las cosas más complicadas parecen entrar en nuestra vida con sencillez, una tras otra y preparándonos las venideras.

Había decidido empezar mi trabajo el primero de noviembre. La fábrica me pagaba, efectivamente, la mitad del sueldo de mi marido y tenía derecho al alojamiento. Pero la casa me parecía hueca sin Enrique y sin la alborotada presencia de mi hijo. Trabajar me daría la sensación de vivir. Al no recibir ninguna propuesta de la Alcaldía, comuniqué a Scotto que estaba dispuesta a entrar en la fábrica.

—Si trabaja, no podré pagarle el sueldo de su marido.

—Pero saldré ganando. El sueldo de mi marido era inferior al de los obreros especializados.

—Tiene razón. Aunque todo esto me parece tan absurdo, tan raro...

—¡Y a mí!

No pude por menos que esbozar una sonrisa. Hacía cuatro años y unos meses que me había casado. Había hecho multitud de mudanzas, tenido un hijo, llegado a Marsella, donde pensaba hallar reposo y paz.

En lugar de la paz soñada, se había declarado la guerra y yo estaba sola, en un país que no era el mío, tratando de entrar como empleada u obrera en una fábrica. Era más que absurdo, pero cierto.

A fines de octubre recibí una convocatoria de la Alcaldía. Nada más que un impreso diciéndome que fuera.

Al salir de casa sentí cierta desazón. La verdad es que tenía miedo. Si me ofrecían un empleo ¿qué haría? ¡Me encontraba a mí misma tan inútil! Había estado observando últimamente las secretarias de la fábrica y todas ellas eran unas lumbreras a mi lado. Escribían a máquina, redactaban cartas con las cuatro palabras que les había dicho el director, sabían encontrar fichas en el fichero y se acordaban de todo. Yo no había escrito nunca una carta comercial. Enrique me decía que mis cartas eran muy hermosas, que estaban impregnadas de amor, que leyendo mis frases le parecía estar escuchando mi voz... Pero ¿de qué iba a servirme todo eso?

Cuando franqueé la entrada de la Alcaldía tenía el corazón en un puño.

Por fortuna no me recibió el mismo empleado. Me dirigieron hacia los pisos de arriba, donde unas cuantas mujeres aguardaban.

Muchas de ellas eran enfermeras; habían prestado solicitud para los hospitales e incluso para las ambulancias del frente y éste, a su vez, reclamaba sus servicios. Eran profesionales que esperaban tranquilamente la ocasión de ejercer algo que tenían dominado. Me preguntaron si yo era una de ellas.

—No. Nunca me ha atraído esa clase de estudios.

Llegó mi turno. Me hicieron pasar a un despacho privado en lugar de la ventanilla donde se personaban las enfermeras. Entré dispuesta a decir toda la verdad, que no sabía gran cosa sobre nada y que mi padre tenía toda la razón cuando nos decía que éramos unos perfectos zoquetes.

Una amable sonrisa flotaba por el semblante del empleado.

—Tiene usted suerte, Madame. Hemos encontrado algo que le convendrá perfectamente. La Prefectura se ve agobiada de trabajo y desea una persona que conozca a fondo el español. Miles de españoles habitan esta región. Muchos de ellos desde hace años; otros han entrado últimamente, en el momento de la derrota. En su mayoría no tienen ni documentación. Por otro lado, hay ingleses y norteamericanos esparcidos por la Costa Azul y que dependen de nuestra Prefectura. Creemos que usted será muy útil. ¿Acepta este trabajo?

—Sí —contesté débilmente—. Pero tenga en cuenta que no he trabajado en mi vida.

—¿Sabe escribir a máquina, al menos?

—No, señor.

—Lastimoso. Es un buen empleo y pocas personas pueden llenar las condiciones requeridas para él. ¡Oiga...! Falta todavía una semana. Le aconsejo que alquile una máquina de escribir y que aprenda a teclear un poco. En los primeros días quizá no le haga falta, pero siga practicando.

—¿Cuánto voy a ganar?

La cifra era superior a la que ganaba mi marido en la fábrica.

—Me despacharán a la primera semana; no obstante, probaré. Estaría muy contenta ganando ese dinero. Mi marido es soldado y necesita ayuda. Tengo un hijo en España... ¿Cree usted que es muy difícil lo que he de hacer?

—No tengo la menor idea. Lo principal es que hable bien el español y que se entienda con los ingleses. Cuestión de documentación, permisos de residencia, visado de pasaportes... ya se sabe.

Escribía otra ficha mientras iba enumerando mis supuestos deberes. Cuando hubo terminado, me la tendió.

—Vaya a la Prefectura y ¡suerte!

—Gracias. No sé cómo darle las gracias.

Las empleadas de la Prefectura llevaban una bata especial, bastante oscura y muy necesaria para andar entre tanto papelote y tanto archivo polvoriento. Comprendí que debía hacer como ellas; que lo mejor era no distinguirse en nada de aquellas compañeras que la suerte me había deparado. Me acerqué a una jovencita a quien llamaban Denise y le pregunté:

—Dime, ¿es bueno el jefe?

—Tú crees que al hablar del jefe quiero decir el Prefecto, ¿no es eso?

—Pues sí.

—El Prefecto es un hombre estupendo, a quien vemos de vez en cuando. Tiene su secretaria particular, un pozo de sabiduría que debe de haber nacido en el fondo de un tintero. Pero en esta sección tenemos un jefe, ¿comprendes?

—¿Y es muy exigente?

Se acercaba a mí en aquel preciso momento y no pude obtener una respuesta de Denise.

—¿Cómo se desenvuelve en su trabajo, Madame?

—Creo que todo irá bien. He pasado la mañana hablando en español con mis paisanos y tanto ellos como yo hemos quedado satisfechos. Espero que mi ayuda sea más eficaz...

—Poco a poco. ¡Hay tantas cosas que hacer! Hemos de renovar el fichero; trabajo poco inteligente, pero necesario. Si tiene momentos perdidos, puede empezar la tarea.

—Así lo haré y... llámeme Pilar; no quiero ser diferente de las otras.

La calle que conducía a la fábrica era una pendiente llena de pedruscos, peligrosa en tiempo normal y no digamos en plena oscuridad a la hora que yo regresaba de Marsella.

Toda Francia estaba sumida en las tinieblas. La orden del black out era severísima. Incluso las pequeñas linternas particulares iban veladas de azul, lo mismo que las bombillas de las casas. Aquella pendiente que me conducía a mi domicilio tenía el pomposo nombre de Boulevard Bizet.

Los que nos apeábamos en aquella parada, sabíamos lo que arriesgábamos. No es de extrañar que el día que oí mi nombre resonando en aquellas tinieblas y evidentemente pronunciado por un español, creí que la voz bajaba del mismísimo cielo.

—¡Pilar! ¡Pilarín! ¿Dónde te has metido?

—Aquí —respondí—. ¿Quién me llama?

—Soy yo, Juan Diego.

La voz sonaba como la de un viejo. ¿Juan Diego? Aquel nombre no me recordaba nada. No conocía a nadie que me tuteara.

Tendí la mano y me la asieron.

—Ven, yo te acompañaré.

—Pero, ¿quién eres?

—El guardián de la fábrica. Tú no me conoces, hija, porque trabajo únicamente por las noches. Estoy casi ciego, ¿sabes? El tracoma. Pero en la oscuridad veo más que tú. Hace días que me digo: «Pobre Pilarín, que viene sola...» Aquí todos queríamos a tu marido y quiero que sepas que este pobre viejo hará lo que pueda por ti.

De todas aquellas palabras, una sola me atormentaba: tracoma. Sí. Recordaba al viejo guardián de la fábrica. Era un obrero andaluz, de Almería, que residía en Francia desde hacía unos veinte años.

Alguna vez, cuando Enrique y yo salíamos, él nos abría la verja. Sus ojos estaban siempre lacrimosos y carecían de pestañas. Hablaba poco, pero cuando nos dejaba en la puerta del chalet, se despedía con un «Queden ustedes con Dios». De él recordaba haber oído decir que cotizaba en las células comunista y que no era creyente (?).

—Toma mi brazo, hija. Yo te llevo. No temas, soy un viejo y nadie hablará de ti.

¡Pobre Juan Diego! Tomé su brazo jurando que al llegar a casa me lavaría cuidadosamente.

Conocía el peligro del contagio. Familias enteras de españoles residentes en Marsella padecían la terrible enfermedad y vivían con ella, como si fuera algo ineludible. En la Prefectura dejábamos a un lado los documentos dudosos y luego nos desinfectábamos las manos. Había barrios especialmente castigados; la calle Clary y el «Enclos Peysonnel» eran un cultivo de tracoma. Iban a la Prefectura mujeres jóvenes, medio ciegas, que secaban las narices de sus chiquillos con el mismo pañuelo con que ellas se restregaban los ojos. Yo les chillaba:

—¡Pero, mujer, tenga cuidado! El pequeño puede contagiarse.

Me miraban con sus ojos cegatos y rosados, sin pestañas, y se encogían de hombros. Un día, a raíz de mi observación, una de aquellas mujeres me contestó:

—En casa todos hemos padecido de esto. Ya se sabe...

Y lo aceptaban con una resignación fatalista que me partía el alma.

Juan Diego me conducía por la pendiente con la misma seguridad que si hubiera sido pleno día. Me dejó a la puerta de casa.

Los días de aquel otoño eran frescos. Le dije:

—Entra. Tomarás un poco de vino conmigo.

—No, Pilar. Has de ser más cuidadosa. ¿Qué diría tu marido? Yo estoy aquí para lo que mandes. Tengo incluso un revólver. Si te ocurre algo durante la noche, no tienes más que gritar. Juan Diego no duerme nunca.

—Enséñame tu arma.

Era un pistolón enorme, correspondiente a no sé qué época de la historia.

—Cuidado, hija.

—¿No lleva el seguro?

Carraspeó.

—Verás; voy a explicártelo, pero promete que no dirás nada a nadie.

—Ya sé lo que piensas decirme. Ni tan siquiera está cargado. ¿Tienes miedo?

—Uno nunca sabe, chiquita. Imagínate por un momento que he de disparar, que lo hago y que mato a alguien. ¿Crees que se puede vivir con un muerto sobre la conciencia?

—Creo, Juan Diego, que si tú mataras a alguien sería por pura casualidad. Este pistolón pesa demasiado para ti. No puedes hacer puntería con él porque te tiemblan las manos y porque no ves. ¿Para qué lo llevas?

—En el barrio saben que voy armado, y eso basta.

—Pues voy a decirte algo que puede interesarte. Yo también tengo un arma. Está cargada y guardada en mi mesilla de noche. Con ella me siento segura. Y si algún día te ocurre algo..., grita fuerte. Tengo el sueño ligero y acudiría en tu ayuda.

Movió la cabeza.

—Haces mal, Pilar. Uno nunca sabe lo que es capaz de hacer con un chisme de ésos. —Y despidiéndose—: Hasta mañana. Iré a buscarte. No me traigas nunca ningún hombre, Pilarín; no le dejaría entrar. Si quieres hablar un momento con este viejo..., a mandar.

Hablé con él muchas noches. Como tantos españoles, no tenía sus documentos en regla y yo sabía que las autoridades francesas iban a tomar medidas muy severas contra todo extranjero que no se hallara debidamente documentado. La cosa era sencilla, pero aquella gente vivía desperdigada e ignorante. Juan Diego me confió «sus papeles».

Y me contó mil cosas que hasta entonces me habían parecido sorprendentes.

En el terreno de la fábrica había un huerto dividido en tres parcelas. Una de ellas era de Scotto, la de en medio era nuestra y la tercera correspondía al encargado.

Scotto hacía regar la suya e incluso, porque le divertía, a veces la regaba él mismo. No era muy difícil descubrir en el corso al antiguo campesino acostumbrado a la tierra y a sus trabajos. También el encargado de la fábrica trabajaba en su trozo de huerto durante las horas libres. Enrique y yo, en cambio, dejábamos ese quehacer a «madre naturaleza». Cuando Enrique terminaba su trabajo, nos sentábamos, leíamos, fumábamos cigarrillos, o bien dábamos un paseo por aquellos contornos, que no eran feos. Del huerto, ni hablar.

Había un obrero encargado de remover la tierra y de plantar en ella lo que convenía. Pero el regadío a cuenta del dueño del huerto. Enrique no se había preocupado nunca de aquel menester, los huertos se tocaban y el nuestro... era el más hermoso.

Nuestra indiferencia y nuestra suerte hacían temblar de ira al apasionado Scotto.

—No comprendo —decía—. No comprendo. Tienen ustedes los mejores tomates, las lechugas más tiernas, las primeras judías..., y eso sin ocuparse de ellos. ¡No es justo!

Mi marido y yo tampoco lo comprendíamos. Llegamos a creer que Dios se compadecía de nosotros y hacía prosperar nuestro huerto por el mero hecho de que éramos jóvenes y de que nos queríamos. Juan Diego me descubrió la verdad.

El lo regaba cada noche. Era la mejor hora para regar la tierra. Cuando él era muchacho y vivía en Alhama, regaba las tierras cuando ya estaban frías y cuando todavía faltaban unas horas para que sobre ellas ardiera el sol. Nuestro huerto, en resumidas cuentas, había encontrado un ángel de la guarda en la persona de aquel español tracomatoso. Le pregunté por qué lo hacía. ¿Por qué lo había hecho?

—Porque bien se ve que vosotros no entendéis de esto, y yo me aburro, ¿sabes? Toda la noche dando vueltas. Esos tomates son mi orgullo...

—Toma los que quieras. Para mí, tengo bastante con uno al día.

Las cartas de Enrique llegaban fielmente. Nos escribimos cada día durante el período de la drôle de guerre. En Lorena hacía un frío intenso, treinta grados bajo cero. En Marsella, el frío era inusitado. El mistral penetraba los más gruesos abrigos, había hielo por las calles, las cañerías se reventaban e incluso la pequeña dársena del Carenage se había helado.

Estaba contento con los jerseys y con los calcetines. Quería una manta: la del ejército no le cubría ni los pies. «Tengo siempre un trozo u otro de mi cuerpo a la intemperie», decía. Había pedido un permiso y esperaba que se lo concedieran en primavera.

Yo le retransmitía las noticias recibidas de Barcelona. John empezaba a hablar el español. No era extraño, pues había hablado muy pronto y muy bien nuestro hijo, aunque siempre en francés. Escribir y contestar cartas llenaba mis horas de soledad.

Pocas horas en verdad. El trabajo de la Prefectura se intensificaba de un modo insospechado. Los extranjeros residentes en Francia acudían en masa a ponerse en regla con las autoridades. El principio del año 1940 nos parecía agobiante. Mi trabajo consistía en ocuparme del permiso de residencia de los españoles que, previamente en regla con el Consulado, traían su Certificado de Nacionalidad para que la Prefectura, a su vez, les concediera la autorización de residencia. Los tres primeros meses del año eran los más cargados en este sentido, ya que todo el mundo deseaba estar en condiciones. Eran oleadas de certificados que me hacían aprender nombres de pueblos de mi patria desconocidos hasta entonces. Pude darme cuenta de que Almería y Murcia, en primer lugar, surten de brazos al campo del mediodía de Francia. Barrios enteros de Marsella hablan el español y los obreros españoles son cotizados en Francia por su sobriedad y resistencia al trabajo.

Existían también privilegiados. Los grandes comerciantes dedicados, en su mayoría, a la importación de la naranja. Muchos de ellos habían empezado muy penosamente el negocio. Casi todos eran mallorquines, tenaces y hábiles. Hombres que, a fuerza de austeridad, se habían abierto camino y poseían ahora un negocio espléndido. Los certificados de esos grandes magnates de la naranja se distinguían de los del español vulgar, primero porque estaban más limpios; segundo, porque el Consulado tenía diferentes tarifas. Nosotros hacíamos lo propio.

Por curiosidad miraba las fotografías de mis compatriotas al mismo tiempo que ponía en orden la documentación. Los pobres, me refiero al obrero, se preocupaban ellos mismos de traer y recoger «los papeles»; eso significaba un día de descanso. Los otros, los ricos, lo hacían si les iba bien, si no, los hacían refrendar por la Prefectura a través de un empleado, y sólo en raras ocasiones tratábamos con ellos.

Así llegó un día a mis manos un sobre voluminoso.

Compagnie Delanglade, me había dicho un hombre. Y se había retirado inmediatamente.

Pensé que sería trabajo para Denise y lo puse en su despacho mientras yo me cuidaba de mis certificados.

Denise tomó el sobre y me lo devolvió diciendo:

—Es para ti. Debe de ser el certificado de monsieur Etienne Gurtubay y de sus empleados españoles.

Había pronunciado el nombre a la francesa y estuve un momento sin comprender demasiado bien lo que me estaba diciendo. Abrí el sobre y encontré dentro varios certificados. Uno de ellos estaba a nombre de Esteban Gurtubay Delanglade.

—¿Conoces a esta persona, Denise?

—¿Que si lo conozco? Anda... Es primo del Prefecto.

¿No lo has visto nunca por aquí? Viene a menudo. Es decir, no viene tanto estos últimos tiempos.

Leí en el certificado:

«Profesión: Gerente de la compañía naviera Delanglade. Estado: soltero. Edad: treinta y nueve años.»

—¿Por qué has dicho «Etienne»?

El jefe alzó los ojos en aquel momento y Denise no pudo satisfacer mi curiosidad. Continué mi trabajo.

No podía evitarlo. Me daba rabia aquel «Etienne» aplicado a un Esteban español. Sentía cierto desprecio por todos aquellos compatriotas míos que a través de unos cuantos años pasados en Francia se iban afrancesando de tal modo que hasta perdían el nombre propio. Recordaba ciertos extranjeros de España. Guardaban religiosamente sus costumbres, sus nombres y su acento. Se esforzaban en guardar todo aquello, como una reliquia. El abuelo, después de cincuenta años pasados en los Estados Unidos, había vuelto a Barcelona y hablaba bien el castellano y muy bien el catalán. Granie conservó toda su vida su deje americano. Ninguno de los dos había cedido. Los españoles residentes en Francia debían mantenerse españoles ¡qué demonios!

Al mediodía aún no habían vuelto en busca de la documentación del naviero y de sus empleados. Dejé sobre mi mesa todo el trabajo que había quedado en suspenso y metí prisa a Denise.

—Corre. Te acompañaré un rato.

Salimos de la Prefectura. Denise me asió del brazo mientras me decía:

—Los Delanglade son una familia muy conocida en Marsella.

—Me parece muy bien; lo que no comprendo es por qué a un español no se le llame Esteban.

—Casi no habla en español. Perdió a su padre cuando era muy pequeño y desde entonces vive en Marsella. El padre también era naviero, de Bilbao.

Habíamos llegado al portal de la casa de Denise. Ella tenía la ventaja de vivir en Marsella mismo y podía comer en su casa y descansar un poco después de la comida. La dejé y me dirigí a mi pequeño restaurante.

Por las tardes me ocupaba en los visados de salida de todos los muchachos españoles pertenecientes al ejército derrotado que solicitaban regresar a España. Afortunadamente, volvían al hogar por docenas. Con aprensión al principio, porque en los campos de Argelés, de Barcarés y otros corrían bulos sobre la suerte de los repatriados. Pero, poco a poco, los que llegaban a sus casas escribían a sus compañeros y el resultado era un retorno masivo a la patria. ¡Cuánto español en Francia, Dios mío!

—Le Certificat de Monsieur Etienne Gurtubay, s'il vous plait?

Hasta entonces no me había dado cuenta de quién se trataba. Ahora reconocía la voz que me había saludado al salir de la Alcaldía.

—¿Esteban Gurtubay es usted?

Sentía los ojos burlones fijos en mí.

—C'est bien moi, oui.

—¿No habla usted español?

—Mal, muy mal. Tengo un verdadero complejo cuando hablo en español. No sé cómo explicárselo.

—No tiene importancia —respondí en francés.

Le entregué el sobre con su documentación y la de sus empleados.

—Gracias. ¿Puedo ver al Prefecto? Quisiera comunicarle algo sobre nuestra compañía de navegación. Es importante.

—Denise, ¿quieres llevar el recado al despacho del Prefecto?

Esteban Gurtubay desapareció tras mi compañera por los intrincados pasillos de la Prefectura.

Trabajé intensamente hasta más de las cinco de la tarde. En realidad, era hora de marcharme. Podíamos marcharnos a partir de las cinco, pero había tanto trabajo que era imposible permanecer indiferente y dejarlo para otro día.

No tenía prisa por marchar, era la pura verdad. Estaba sola. Aunque el frío de aquel invierno fuera grande, iba a pie hasta la Canebière. Miraba los escaparates, subía vagabundeando hasta el «Cours Joseph Thierry» y allí esperaba mi tranvía.

El pequeño vehículo, atestado de gente, se deslizaba perezoso y tardaba sus buenos tres cuartos de hora en llegar a su destino.

No me atrevo a describir cuanto he visto y oído en aquel pobre y destartalado tranvía. Desde principios de la guerra los conductores fueron reemplazados por mujeres, en su mayor parte mujeres de ex conductores. No soy quién para juzgar el valor de los hombres de Francia durante los años de guerra, pero puedo asegurar que el valor de las mujeres fue grande y merece que se hable de él.

Las que —pongamos por caso— se convirtieron de la noche a la mañana en conductoras de tranvías, tenían a menudo hogar e hijos. Se levantaban temprano y antes de empezar «el trabajo» ya habían hecho lo de siempre: la casa, la comida, el avío de los hijos. Entonces empezaba la jornada de trabajo propiamente dicha. Las cocheras estaban alejadas. Muchas mujeres, como yo, vivían en las afueras. Las más afortunadas hacían los cuatro o cinco kilómetros en bicicleta, con sol achicharrante en verano; con viento y heladas en invierno. Regresaban al hogar y en ese hogar las esperaba: colada, ropa por coser... otra vez todo cuanto una mujer de obrero no puede casi abarcar en un día de trabajo agotador.

Aquellas mujeres ocuparon el sitio del marido, sin desertar del suyo. Se las veía cansadas, serias, algo ceñudas tal vez, pero ¡cuánto las admiré! No cobraron el sueldo del marido ausente porque por el mismo trabajo la mujer cobra menos que el hombre; pero se aferraron a aquellos empleos, que eran duros, que no eran para ellas, para que la vida en sus casas continuara igual que antes, para que el marido, al regreso, encontrara su empleo.

Yo las contemplaba de reojo y me sentía desproporcionadamente beneficiada. También mi marido estaba muy cerca del frente, pero allí se encontraban todos los hombres de la edad de Enrique. Mi hijo estaba cuidado y tranquilo en España. Yo tenía un empleo a medida de mis fuerzas, de mis conocimientos. Me gustaba aquel trabajo, que no era sucio, ni peligroso ni agotador. Verdaderamente había tenido mucha suerte.

El pequeño tranvía de Ste. Marthe era un pintoresco trozo de mi vida. A veces iba tan abarrotado, que los de la plataforma buscábamos, en vano, sitio para colocar nuestro segundo pie. Más de una vez hube de esperar unas cuantas paradas para ver realizado tan humilde deseo. Los tanteos desesperados que uno realizaba para colocarse debidamente hacían perder la paciencia a los otros viajeros. Los gigantescos senegaleses sentían la invencible necesidad de llevar consigo sus fiambreras. Supongo que aquello les hacía gracia. Las mantenían en la misma mano con que se asían de los agarraderos y cualquier sacudida —eran frecuentes— significaba una ducha de salsa de tomate o de cualquier otro líquido pegajoso y grasiento. Si algunos de aquellos muchachones tenía los pies delicados —y por lo visto muchos de ellos padecen de ese mal—, se descalzaban y blandían en alto, al lado de la fiambrera, las duras botas del Ejército francés. Los vecinos rogábamos para que aquellos zapatones no se nos vinieran encima. Hubiera significado la muerte instantánea. Incluso se daba el caso de que alguien sintiera necesidades imprevistas. Si estaba al lado de las ventanas podía hacer lo que tenía que hacer sin que nadie añadiera el menor comentario. Era la guerra.

Estábamos en guerra y todo cuanto hubiera podido parecer sórdido, absurdo o improcedente, era aceptado de antemano como algo inevitable. No oí nunca lamentarse a ninguna mujer. Todas pensábamos que nuestro marido lo estaría pasando seguramente peor y que el quejarse era cosa de mal gusto. Pero los hechos eran éstos; al dejar el pequeño tranvía, empezaba para mí la soledad, el encuentro con mis cuatro paredes y con los mil recuerdos. En el cuarto de John seguían algunos de sus juguetes. Cuando los acariciaba, sentía aquel dolor que no sé si es dolor, pero que duele en el mismo corazón. Lo había sentido por primera vez al ver a mi hijo elevarse en el avión, rumbo a España. Era una sensación dolorosamente física, como si un puño estrujara mi pecho y el corazón quedara agarrotado, inmóvil, muerto y doliente.

Y aquella tarde sería una de tantas. Me despedí de Denise, que tomaba justamente el camino opuesto, levanté el cuello de mi abrigo y me dispuse a hacer el recorrido habitual.

—Pilar, ¿puedo acompañarla?

En la calzada, frente a la Prefectura, había un coche parado. Me acerqué.

—Es usted muy amable, pero no tengo ninguna prisa. No me espera nadie y...

—Pues entonces, suba. Creo que algo caliente nos sentará muy bien.

Tan natural era el ofrecimiento, que consideré superfluo hacerme de rogar. Subí y me senté al lado de Esteban. Me tomó la mano y me la besó.

—¡Qué frío! Tiene las manos heladas. ¿Adónde le gustaría ir?

No lo sabía. Sólo conocía de Marsella un sector muy limitado, así es que no contesté.

—Voy a llevarla a un merendero de la «Corniche». Está justo encima del agua. Le gustará.

Me sentía un poco torpe. No quería dar la sensación de que consideraba aquello una aventura, algo que rompía por completo lo que había sido mi vida hasta entonces. Pero la verdad es que era un acontecimiento para mí. Yo nunca había salido con otro hombre que no fuera Enrique. Le había dado, desde hacía muchos años, todos mis momentos... Comprendí que la invitación era algo intrascendente, y me esforzaba en mostrarme natural y animada.

Era indudable que Esteban se sentía, ante todo, marsellés. Allí había vivido. Su madre era de allí y todo cuanto él pudiera recordar se refería siempre a Marsella.

—¿Qué tomará?

—Una taza de té, por favor, con cualquier cosa.

Pidió lo mismo para él y empezamos a fumar.

—Voy a decirle una tontería.

—No.

—Me gusta oír mi nombre pronunciado por usted. «Esteban... Esteban...»

—Es su nombre. No comprendo cómo se resigna a que le llamen Etienne.

Soltó una carcajada.

—Tengo una idea. Hábleme en español. Soy muy torpe hablando pero lo entiendo perfectamente. Le contestaré en francés.

—No me importa hablarle en francés, no representa para mí el menor esfuerzo.

—Lo supongo, pero me gusta oírla hablar español. Es un favor que le pido. Cuando me atreva, yo también le hablaré en nuestro idioma.

—De acuerdo.

Hablamos por los codos. De nada especial; como si aquella conversación hubiera estado latente varios años. Me habló de él, de su procedencia española, y yo le devolví la explicación contándole mi intrincada genealogía. Nos sentíamos afines, como si nuestra amistad fuera una cosa de tiempo. Habíamos leído los mismos libros, nos gustaban las mismas cosas. Me había llevado junto al mar.

Luego me habló de la guerra. Por unos momentos había olvidado que estábamos en guerra.

—He de marcharme.

—La acompañaré. ¿Vive muy lejos?

—Un poco. Pero puedo tomar el tranvía, se lo aseguró.

—¡Vamos no sea ridicula! He pasado un rato delicioso. ¿La veré a menudo?

—No lo sé, Esteban. Yo también he olvidado muchas cosas en este rato, pero debo recordar que ésta no es mi vida. Mi vida es la Prefectura durante el día y la fábrica durante la noche. Y mis pensamientos están repartidos entre mi marido y mi hijo. Los dos lejos de mí. Esto ha sido muy agradable, pero no tengo derecho.

—¿No tiene derecho a un poco de distracción?

Pensé que Esteban debía de distraerse con frecuencia. Se le veía despreocupado, feliz.

—Hay que tener un mínimo de consideración para uno mismo. Me gustaría que viera cómo ha cambiado usted de expresión. Cuando salía de la Prefectura... ¡estaba tan sola! ¿Cree que tiene derecho a privarse de algo que le ayude a sobrellevar esa soledad?

No había pensado en ello. ¡Hacía tanto tiempo que no pensaba en mí!

—Es posible que haya algo de razón en lo que me dice. Si no me distraigo es porque no quiero: ya sé que nadie se preocupa de mí. Pero lo hago por mí misma, ¿comprende? Creo que no tengo derecho.

Entramos en el coche y casi en silencio llegamos hasta la verja de hierro de la fábrica. Nos abrió Juan Diego.

—¿Quién es ese hombre, Pilarín?

—Un español. Un amigo.

—Pues dile que se quede fuera. Anda, hija, ya comenzaba a estar intranquilo. He ido a esperarte a seis tranvías por lo menos.

Esteban me sonrió.

—Volveremos a vernos, Pilar. ¿Quiere?

—Buenas noches. Sí. Me gustaría volver a charlar con usted.

Le tendí la mano y entré en la fábrica. Juan Diego cerraba la verja y yo me quedé a su lado.

—Eres un viejo gruñón, ¿sabes? ¡Vaya modo de portarte!

—Mira, chiquita, si tienes ganas de hablar, habla conmigo.

—Tú crees que es lo mismo, ¿no es eso?

—No. No lo es. Precisamente porque no lo es te lo digo.

La tozudez del viejo guardián me fastidiaba. Aquel hombre, en su sencillez, presentía que había pasado unas horas amenas aquella tarde y a su modo me lo estaba reprochando.

—No soy ninguna niña.

—Si fueras una niña, no te diría nada.

—Calla de una vez.

—Con Dios.

El permiso le fue concedido a Enrique en abril y la carta que recibí de mi marido no podía ser más alegre.

...lo de mi permiso es cosa solucionada y pienso estar en Marsella hacia el 14 de mayo. Pilar, mujercita, haz lo que puedas para que nos sea posible una escapada a Barcelona. Tengo unas ganas tremendas, tremendas, ¿sabes?, de estar contigo y de besar a John.

...dispongo únicamente de diez días a partir del momento en que llegue a Marsella. Por Dios, no dejes ningún cabo por atar. Yo tengo todo arreglado, pasaporte, documentación, etc. Te será muy fácil, estando en la Prefectura, arreglar lo tuyo y obtener los consiguientes visados. No hemos de perder ni un segundo de esos diez días.

Los últimos días de aquel mes de abril eran tibios, luminosos. Leía y releía la carta de mi marido y me parecía que si él venía, si podía venir, era porque no había guerra.

...querida, querida mía, ¿no es esto un sueño? Hace siglos que no te he visto, que no te he tenido junto a mí. El pensar en nuestro próximo encuentro me aturde...

Y a mí también. Me hacía el efecto que desde que empezó la guerra, una mujer nueva crecía en mí. Me daba cuenta de ello por pequeños detalles. Cosas que antes me preocupaban, me irritaban, habían dejado de ser importantes. Mi visión se había ensanchado y veía en la gente cualidades que antes ni podía sospechar.

Me pasé los últimos días de espera haciendo compras. Sentía la necesidad de cosas nuevas y quería que Enrique encontrara ropas que no tenía al marchar. Le compré camisas, corbatas, un batín nuevo. Todo ello —pensaba yo— le cambiará sus costumbres de soldado. Yo me encargué un traje y dos blusas de seda. Me sentía despreocupada y quería estar apetecible, hermosa. Me pasaba las veladas ensayando peinados nuevos y por último decidí dejar sueltos mis cabellos. Me llegaban a los hombros y los llevaba casi lisos; solamente las puntas se curvaban hacia dentro. En la Prefectura, el cambio tuvo un murmullo de aprobación.

A principios de mayo recibí un enorme paquete de mi marido. Todas sus ropas de invierno. Los calcetines, tan concienzudamente tricotados, la manta. Unas líneas aparte:

...mi equipo de invierno. Me gustaría poder decirte: Dáselo a un pobre, Pilar. Pero no me atrevo. Quizá, por desgracia, todavía me sea necesario el invierno que viene. Dime si lo has recibido. Hasta ahora, querida mía.

Lo lavamos todo Magda y yo. Me di cuenta que la casa no parecía tan acogedora como antes, de que la había abandonado un poco, y decidí hacer un repaso general. Me acordé sonriente de los grands nettoyages de mis vecinas de Melun. Todo quedó reluciente. Los visillos, recién almidonados, temblaban al menor soplo de aire. Contesté a Enrique:

Me cuesta trabajo creer que dentro de pocos días estaremos reunidos. No sé cuánto tiempo has estado lejos de mí. Si me fío del calendario, hace unos siete meses que no nos vemos. Eso puede ser cierto cuando se trata de un vencimiento, de alguien que nos es indiferente. En realidad, desde el momento que te despedí en la estación he estado esperando que volvieras. Está todo preparado para nuestro viaje y el pensamiento de nuestro hijo me atormenta como una obsesión. Tengo ganas de ti. Ganas de ver a John. Y todo esto, como tú dices, parece un sueño que estamos ya tocando con nuestras manos.

Quería convencerme de mi propia felicidad y una extraña angustia me invadía. No sentía apetito, dormía muy mal y me distraía de tal modo en el trabajo, que el jefe me hizo alguna que otra reflexión.

Mis compañeras lo achacaban todo al próximo regreso de mi marido y se pasaban el día embromándome. Yo no sabía lo que era. Pasaba del grado más extraordinario de optimismo a una especie de ensueño melancólico. Por las noches leía o trataba de leer hasta que el sueño me rindiera. A veces oía llamar a la puerta de casa.

—Cierra ese libro, Pilarín; me pones nervioso. Es la quinta ronda que hago por la fábrica y todavía no estás dormida.

—No puedo, Juan Diego. Anda, no me regañes.

Parecía casi una tontería, pero el saber que no estaba sola, que alguien sabía de mis interminables noches, me aliviaba.

El viejo permanecía en la puerta de mi casa, sin atreverse a entrar. Cualquiera que nos hubiese visto, hubiera podido creer que estábamos pelando la pava el pobre tracomatoso y yo. De haber sido joven y guapo, no hubiera podido verter mis malos ratos o mi buen humor en él. Su constante preocupación porque «nadie hablara mal de mí» se la aplicaba a sí mismo, no entrando en casa y guardando las distancias debidas. Pero aquel hombre, habituado a la noche y a su soledad, tal vez presintiera la mía y quería ayudarme.

—Duerme, mujer. Cierra fuerte los ojos y no pienses. Nada vas a adelantar. Tu marido llegará cuando llegue y tú no puedes cambiar el rumbo de las cosas. Has de resignarte.

—Pero si estoy contenta...

—Pues vete a la cama y duerme. Quiero que duermas.

Juan Diego se marchaba y yo volvía al lecho. Era extraordinario; pero en general, después de las conversaciones con el pobre hombre me dormía en seguida.

«Debe de estar deseando que duerma», me decía. Y poco a poco me iba apaciguando. No pensaba en Enrique ni en John ni en nada. Mi cuerpo se relajaba; un segundo todavía... Cuando volvía a pensar era ya hora de levantarme. Había disfrutado de unas horas de reposo, sin darme cuenta de ello. Un día nuevo empezaba. Un día menos que me separaba de Enrique.