4

Me desperté bruscamente.

—John, por favor, ¿quieres estarte quieto?

John se tapaba la boca con sus dos manitas y reía como un loco.

El expreso París-Marsella hendía la noche y yo me había quedado dormida. Hacía semanas que mis noches eran inquietas, y la idea de alejarme de aquel barrio de París me atenazaba como una obsesión. Dormía con sueño pesado mientras el tren corría hacia el sur de Francia. Enrique descansaba en la cama de abajo mientras John y yo ocupábamos la superior. Tal vez habría dormido veinte minutos cuando un cosquilleo en la oreja me despertó.

—¿Por qué no duermes?

John me contestó extrañado:

—¿Cómo quieres que duerma? Estás en mi cama.

Era cierto. John no había dormido nunca conmigo, ni tan siquiera había compartido nuestra habitación. Siempre tuvo su cuarto y había crecido sin temores y sin exigencias.

—Ya sé que estoy en tu cama, John, pero esta noche estamos de viaje y habrás de prestarme un trocito. No está bien eso de despertarme. Mamá está cansada.

—No tengo sed —dijo a guisa de excusa y para que yo me alegrara de tal circunstancia.

—Vamos a dormir, ¿no te parece?

John gateó hasta los pies de la cama, le pesqué por el fondillo del pijama.

—Me enfado.

—No, mamita, no.

Me acariciaba la cara con las dos manos y luego, como si la pregunta le hubiera rondado durante todo aquel tiempo, preguntó:

—¿Cómo es el mar?

Mi sueño se había disipado. Cogí a mi hijo y lo estreché contra mí.

—El mar, John, es grande, muy grande. Está lleno de agua.

—¿Más grande que el Sena?

—Más largo y más ancho y... verás qué azul.

—¿Cómo es de grande el mar, mamita?

¡Cielos! ¡Qué difícil resulta explicar una cosa tan sencilla a quien no tiene la menor idea! Aún más difícil para mí, que por haber nacido al borde del mar nunca se me había pasado por la cabeza el tener que dar explicación.

—Ya lo verás. No puedo decírtelo. El mar, John, es lo que une, lo que hermana toda la tierra. Tenga un nombre u otro, es siempre el mismo. El mar es sólo uno y tiene siempre el color del cielo.

John se restregaba los ojos pero aún le quedaban preguntas:

—¿Quién vive en el mar?

—Los pececitos. Miles y miles de ellos de todos los colores y tamaños.

John bostezó antes de hacerme su última pregunta:

—¿Qué hacen?

—Duermen, hijito. Están todos durmiendo. Duermen bajo la colcha azul del agua, en el fondo, en medio de plantas que se mecen como las cunas de los niños, al lado de los viejos esqueletos de los barcos hundidos.

Mi hijo estaba dormido, arrullado por mi cuento. Le contemplé unos instantes. ¡Qué bellos son los niños cuando duermen! Los párpados habían caído sobre los picaros ojos. Un suave tono invadía su piel.

Le besé otra vez y dormí de un tirón hasta Marsella.

En la estación de St. Charles nos esperaba un empleado de la fábrica. Era un hombre vulgar y corriente, con ancha sonrisa. Nos dio la bienvenida y luego, con un acento indescriptible, comentó:

Il y a une demie heure que j'attend, je commençais à languir.

Enrique y yo cambiamos una mirada. Era nuestro primer contacto con los marselleses y aquel hombre nos parecía desprendido de una comedia de Pagnol. Languir.

¡Languidecer! Hacía media hora que esperaba y empezaba a encontrar la espera un poco larga; pero había empleado otros términos para expresarse y nosotros no estábamos acostumbrados a aquellas sutilidades.

—Monsieur Scotto les ha reservado una habitación en el Terminus. Están acabando de limpiar el piso y prefiere que. no entren en él hasta que todo esté presentable.

El sol deslumhraba los ojitos de mi John, acostumbrado al cielo apagado de París. Las palabras de aquel hombre me deslumhraban también, haciéndome sentir otra vez humana.

—Diga de mi parte al señor Scotto que nunca olvidaré su amabilidad.

—¡Madame...! Verdaderamente es lo único que se puede hacer.

Tal vez, pero yo había perdido ya la costumbre de que otros hicieran las cosas por mí. Nos despedimos del empleado.

—Esta misma tarde iré a la fábrica —dijo Enrique—. Gracias por todo.

El hombre se alejó gesticulando, asegurándonos que Marsella nos gustaría y que nuestra casa era muy bonita.

—A mí me gusta más que la del director —afirmó desde lejos.

Entramos en el cuarto y me tumbé, tal como estaba, encima de la cama.

—¿Estás cansada?

—No. Estoy, no sé cómo decirte... pacificada. Creo que seremos felices aquí, ¿no te parece?

Como todas las fábricas, la nuestra estaba fuera de la ciudad, en el barrio de Ste. Marthe. Se tomaba la «Route Nationale» y luego se doblaba por un barrio populachero, pobre y pintoresco que tenía el delicioso nombre de «La Belle de Mai». Allí, parece ser, por la noche había bastante jaleo e incluso se perdía alguna que otra cuchillada. Luego el tranvía se encauzaba por una zona poco poblada en sí, pero llena de barracas, hasta que se llegaba al cuartel de Ste. Marthe. Según tengo entendido, el tal cuartel es uno de los centros más importantes de reclutamiento del mediodía de Francia. A más de los reclutas franceses, van a parar las tropas coloniales, los marroquíes, argelinos, senegaleses e incluso los anamitas. El tranvía que llevaba a la fábrica, a falta de otra cualidad, no podía ser más cosmopolita.

La fábrica era una mole moderna. Detrás de ella, y separado por un patio, existía un chalet con dos pisos. La primera planta nos estaba destinada. La de arriba, que gozaba de más vista y más terraza, era la de Scotto.

Cuando llegamos allí, dos días después de nuestro viaje, Scotto nos esperaba a la puerta de hierro de la entrada.

¿Cómo describir a nuestro hombre? Era un corso más ancho que alto, pelo cortado a lo cepillo, cara redonda y rubicunda; patoso y ligero al mismo tiempo; con la sonrisa pronta y un genio de mil diablos.

Alzó del suelo a mi John y le plantó dos besos en las mejillas con el mismo ardor que si hubiera sido nieto suyo. Nos estrechó la mano con varias sacudidas. Se le veía ardiendo de deseo por enseñarnos el piso.

—He cambiado todos los papeles —nos decía mientras atravesábamos el patio de la fábrica—, y todas las puertas y ventanas de la casa están recién pintadas. Esta misma tarde han acabado de fregar suelos y cristales. ¡Ah, Madame! Espero que le guste.

Cuando entramos en nuestro nuevo hogar, Enrique y yo tuvimos un sobresalto. Todo cuanto pueda dar de sí la fantasía de un corso se había concentrado en las paredes de aquella casa vacía. Papeles rojos, papeles verdes, papeles de un azul ultramar. Papeles nuevos, bonísimos y horrorosos. Scotto se entusiasmaba.

—Venga a ver el cuarto del chico.

El cuarto de John era verde esmeralda con pintas de oro.

—Es bonito, ¿no?

Enrique rehuía mis ojos.

—¿Y el cuarto de matrimonio? Fíjese, Madame.

Era un cuarto espacioso, con una gran chimenea en uno de sus ángulos. Un cuarto precioso tapizado con papel azulino. Los motivos parecían grandes ojos inquisidores, con párpados de color marrón.

Dije a Enrique por lo bajo:

—Estos ojos... ¡Qué indecencia!

—¡Qué buen gusto tiene usted, señor Scotto!

—¿Y el cuarto de estar?

Era de color ocre, pero unas grandes granadas de un rojo violento lo hacían asemejarse a una inmensa selva llena de frutos salvajes.

Luego la cocina.

La cocina era bonita. Al llegar a ella seguramente se había agotado el presupuesto y la fantasía del corso; el resultado era limpio, acogedor y reposado. Pensé, con algo de tristeza, que si aquel buen hombre hubiese podido consultarme le hubiera ahorrado mucho trabajo y dinero. El rústico chalet hubiera quedado perfectamente con paredes encaladas.

Pero había tanto color en el acento de aquel hombre, tanta buena fe, tanto olor a pintura, agua y jabón que no pude por menos de decir:

—Es la casa más bonita que he tenido en Francia.

—Y son buenos —decía acariciando las paredes—. Tienen ustedes papeles para diez años, a no ser... que el pequeño sea un diablillo, ¿eh?

John parecía el retrato mismo de la bondad.

—Dime, ¿tienes la costumbre de pintar en las paredes?

—No, señor —contestó gravemente mi hijo—. A mamá no le gusta.

Le hubiera dado una bofetada.

La barriada de Ste. Marthe era pobre y casi todos dependían de las dos fábricas que había en ella. Obreros franceses, italianos, españoles y griegos. Los españoles se dieron pronto cuenta de que yo era compatriota y me echaban piropos entre dientes cuando atravesaba el patio de la fábrica. ¡Demonio de patio! Para cualquier cosa había que atravesarlo, seguida por el murmullo de todos aquellos hombres.

Desde mi casa oía las voces de Scotto, que parecía poseído de una ira permanente cuando, en realidad, era un hombre que necesitaba toda la anchura de su pecho para contener su corazón. Enrique se habituó a aquella manera de mandar, a voz en grito, y eso hacía exclamar a John:

—Papá también se enfada. Chilla tanto como el señor Scotto.

Pese a los chillidos, mi hijo sentía una verdadera adoración por Scotto y sabía todas sus pequeñas manías. Cuando le oía subir por la escalera, a eso de las seis de la tarde, abría la puerta de nuestro piso, le daba la mano y subía con él. Scotto era viudo y sus dos hijas estaban casadas en Italia. John se precipitaba al pequeño armario donde sabía que Scotto guardaba sus zapatillas y las sacaba para que el buen hombre se las pusiera. Luego estaban un rato juntos, rato que Scotto aprovechaba para dar dulces a mi hijo o relatarle alguna aventura maravillosamente trágica en la cual él había tenido el papel de protagonista. Nadie, salvo John, que no había cumplido los tres años, creía en las heroicidades de Scotto. Pero John le escuchaba embobado.

Los jueves por la tarde la diversión alcanzaba su punto culminante. Scotto se lavaba los pies en la cocina y mi hijo presenciaba aquella ceremonia con el mismo recogimiento que el monaguillo ayuda a misa. Luego, en casa nos contaba los pormenores y Enrique y yo disfrutábamos del acontecimiento.

Necesitaba una chica que me ayudara a ratos perdidos para reemplazar a la inolvidable Nona. Como suele hacerse en estos casos, dejé el encargo en la carnicería y en la tienda de comestibles, y al día siguiente se presentó una española.

¿Qué edad podía tener? Unos veinte años. Casada (?) con un sujeto perteneciente a las Brigadas Internacionales, y por seguirle estaba en Francia.

Me contó su odisea. El viaje a pie por las carreteras de

Gerona. Su primer contacto con Francia; un campo donde había sido interrogada en compañía de tantos otros que pasaron la frontera, como ella, en los primeros días de febrero de 1939. El hijo que no llegó a nacer. ¡Pobre chiquilla! Por fin pudo reunirse con aquel hombre sin patria y sin trabajo.

Le habían dicho que yo buscaba chica y deseaba colocarse. Su salud no era muy buena y no valía para la fábrica ni para los lavaderos. ¿Tal vez en mi casa?

Hablaba tímidamente. La gente del barrio la conocían. Gracias a ellos había podido aguantar hasta entonces. La carnicera le regalaba la carne. Se alojaba gratis en una casucha perteneciente a la dueña de la tienda de comestibles, pero ella quería trabajar, estaba cansada de vivir de limosna.

Se llamaba Magda y sus dilatadas pupilas parecían las de un animalito asustado. No quería ganar nada, pues tampoco podía trabajar mucho... pero sí que le diera de comer.

—Yo creo que dentro de poco te pondrás buena. Iremos al médico. Cobrarás un sueldo como cualquier chica francesa. Estoy contenta de que seas española, Magda.

—Entonces ¿me quedo?

—¿Tienes ganas de trabajar en mi casa?

Se le llenaron los ojos de lágrimas.

—Quiero volver a España. Quiero ver a mis padres.

—Pero ¿no estás casada?

—Civilmente.

—Y... ¿qué dice tú marido?

—Tengo miedo, señora. Me dice que he de ser más amable con los hombres, que para eso soy joven.

Pobre Magda, ten paciencia. Puedes permanecer en casa las horas que quieras durante el día, y esto te ayudará a soportar a ese hombre durante la noche. Ya pensaré algo para arreglarlo todo. Te lo prometo.

Magda me echó los brazos al cuello y me besó. Ni yo pude impedir su arrebato ni ella los sollozos que la ahogaban.

—Yo no soy mala, ¿sabe?

—Claro que no. Vamos, ten confianza. Te prometo que volverás a España.

Me parecía haber vivido siempre en Marsella. No porque nuestra vida tuviera nada de extraordinario o que merezca mención. Era la vida corriente; la de la gente media de Francia, laboriosa y monótona. El clima de Marsella me convenía; sabía a los míos otra vez en Barcelona...

Habían vuelto todos menos Gran. Gran había muerto. Había desaparecido en dos días, sin dar trabajo, antes de chochear. Papá estaba a su lado y también tío Juan. Querían convencerla de que guardara cama; el médico había diagnosticado una bronconeumonía.

—Sentada estoy mejor —repuso Gran.

Y al notar en la insistencia de sus hijos algo sospechoso, pidió los Sacramentos, pero no se movió de su silla.

—Mi padre murió sobre su caballo —dijo a guisa de excusa.

Y ella murió en su sillón, vestida, frente a la ventana desde donde contemplaba el cielo, con su libro de rezos entre las manos.

A fines de junio llevé a John a la playa.

Años. Hacía años que no me bañaba en el mar. Y John no se había bañado nunca. Fuimos a «Los Catalanes».

John no parecía estar muy seguro de que aquello fuera tan agradable como yo le anticipara. Cuando me vio desaparecer dentro del agua y reaparecer en seguida, lanzó un grito que no era de contento.

—Ven conmigo —le insté riendo—. Anda, entra.

Se aproximaba a la orilla y levantaba un pie y luego volvía a posarlo, esquivando las olas.

—Está muy frío, mamá.

—No vas a ser un cobarde, ¿eh? Dame la mano.

La palabra «cobarde» tenía subyugado a John. Por demostrar que no era cobarde, era capaz de cualquier cosa. Dominando el temblor que le sacudía el cuerpo, entró en el mar. A poco, el agua le llegaba a la cintura.

—Tengo frío en la barriga —me dijo con voz entrecortada.

—Entras demasiado despacio.

Le alcé en mis brazos y nos zambullimos de golpe.

No creo que John encontrara aquel juego lo divertido que yo le había hecho creer. Pero no dijo nada. Se limitó a escupir el agua que entraba en su boca mientras su cuerpecito se pegaba al mío como una lapa. Poco a poco empezó a confiarse. La sonrisa afloró en sus labios, empezó a dar manotazos en el agua y, por último, perdió totalmente el miedo. Fuimos a los baños unas cuantas veces durante el verano de 1939.

Sin poder hacer grandes dispendios, volvimos, empero, a nuestra antigua costumbre de cenar en un restaurante y bailar un poco el último día de cada mes. Para esa única noche yo tenía siempre un traje a propósito; Enrique y yo nos sentíamos ilusionados, dejábamos a John al cuidado de Magda y nos escapábamos de la fábrica furtivamente, ya que Scotto no aprobaba nuestras fantasías. Bailábamos hasta la hora de nuestro último tranvía, hablando de nuestros ensueños. Yo quería tener otro hijo.

Tampoco entonces parecía momento propicio. Alemania reclamaba a Polonia el pasillo de Dantzig. Polonia defendía su trozo de mar sin sospechar lo que se le venía encima.

—Pero ¿habrá guerra, Dios mío?

El 23 de agosto, Alemania y Rusia se fundían en un abrazo, intrigando juntas para descalabrar a Europa. Igual que esas mujeres que se odian, pero que enlazan sus manos al hablar mal de una tercera.

—¿Tú crees que habrá guerra, Enrique?

Nadie lo creía. Nos reuníamos alrededor de la radio de Scotto y escuchábamos las últimas noticias. Alemania gritaba. Polonia parecía no querer comprender lo que estaba oyendo. Rusia dejaba decir que carecía de fuerza, de armamentos. La treta de Finlandia había cegado a casi todo el mundo.

—¿Qué pasaría si hubiera guerra?

¿Iba a emprenderse la guerra por un miserable pasillo? Estábamos tan acostumbrados a ver anexiones, que lo normal era creer que todo acabaría como lo de Austria o lo de los Sudetes. No. Los alemanes no tenían ningún interés en declarar la guerra. Eso decíamos nosotros, los franceses.

—¿Y si a pesar de todo hay guerra?

¿Qué clase de guerra sería? ¿No tenía Francia su línea Maginot, Alemania la Sigfried? ¿Sería una guerra por correspondencia? ¿Un partido entre las dos famosas líneas?

—¿Qué pasaría? Dime, Enrique. ¿Qué pasaría?

—¡Que pregunta! ¿Quién puede prever el desastre? ¿Qué respuesta merece lo que no se puede evitar ni contener?

¡Qué cálidos eran aquellos últimos días de agosto!

Algo así como si el mundo contuviera el aliento por lo que iba a suceder. Polonia no quiso entregarse, y Alemania y Rusia cayeron sobre ella en aquellos días hermosos, llenos de sol.

Discursos. Más discursos. Inglaterra declaraba la guerra a Alemania y el 2 de septiembre la declaraba Francia.

Estábamos en guerra. Aunque todo continuara igual, aunque el día sucediera a la noche, aunque los relojes tocaran las horas, aunque las fábricas continuaran el trabajo, aunque hombres y mujeres se amaran, aunque la gente muriera o naciera, aunque nada pareciera cambiado, Francia estaba en guerra y movilizaba todos sus hombres.

Enrique se reunió conmigo en cuanto se dio la noticia.

Nos abrazamos mudos, aterrados. No existían palabras para nosotros en aquel momento.

—Pilar, he de marcharme.

Sí. Lo suponía, pero ¿cuándo marchan los hombres?

Cada país tiene su sistema. Cada francés sabía adonde dirigirse en caso de movilización general. Un nombre apuntado sobre la cartilla militar. El Centro de reclutamiento. Enrique debía estar en Estrasburgo antes de tres días.

—¡Enrique...! ¡Si estamos en Marsella!

—Es así, querida mía. Vuelve a España con tu padre. Yo he de irme.

—¿Cuándo?

—Mañana.

No había tiempo que perder. Queríamos ir al centro de

Marsella y comprar algunas cosas. Enrique quería unas botas.

—Las del Ejército son demasiado duras.

Fuimos y compramos lo que hacía falta. Las botas y otras pequeñas cosas que nos parecieron indispensables. Cenamos en una tasca. No sabíamos qué decir. Hay cosas que dejan a uno tan vacío de palabras como de pensamientos, y aquellas últimas horas que disfrutábamos eran demasiado importantes, demasiado graves para que se diluyeran en frases.

El tren salía a primera hora de la tarde. John estaba insoportable, queriendo a todo trance probarse las botas de Enrique. Las había sacado tres veces de la maleta y andaba correteando por la casa, descalzo y con una de las grandes botas en la mano. Ya le había regañado dos veces y el chiquillo, sufriendo nuestra tensión, había agarrado una tremenda pataleta. Cuando por tercera vez le vi con la bota, fue superior a mis fuerzas; no le había pegado nunca y le pegué. Creo que le di con toda mi alma... no sé por qué. Enrique me tomó del brazo mientras John huía hacia su cuarto.

—Pilar, déjale. Está nervioso.

Sollocé:

—Ha estropeado nuestros últimos momentos. Vamos, Enrique; creo que es hora de que nos preparemos.

Le acompañé a la estación, donde otros hombres con sus mujeres esperaban el mismo tren. Estaba allí, formado, y no habíamos encontrado la palabra que pudiera consolarnos un poco.

—¿Qué vas a hacer, Pilar?

—Trabajaré.

—Vuelve a España.

—No.

—Nunca te gustó la vida de aquí. Sería para mí una seguridad.

—Te lo ruego, Enrique, no insistas. He de quedarme. Tendré tus cartas y tú las mías. Podré verte cuando te den permiso. Soy la mujer de un soldado francés, ¿comprendes? Yo tampoco puedo desertar.

El tren pitaba.

—¿Y dinero? ¿Tienes dinero?

Sí, lo que nos había sobrado del mes. Hice dos partes y mi marido se llevó una de ellas.

—No te apures por eso.

El tren empezaba a marchar. Un último beso. Un beso desesperado, profundo. Un abrazo. El deseo de fundirse, de retener o de dejarse llevar.

—Adiós, mi vida. ¡Cuídate! ¡Cuida de nuestro hijo! ¡Volveré!

Corría tras el vagón que se llevaba a Enrique. Tropezaba con la gente, con las otras mujeres. Gritaba:

—No me moveré de aquí. ¡Me encontrarás! ¡Ten cuidado! ¡Ven!

Enrique se había marchado, pero quedaban John y mi casa. A los dos días vivimos la primera alerta. Era un jueves y Scotto se lavaba sus pies. Bajó a casa dando resbalones por la escalera, con mi hijo en brazos.

—Al refugio, Madame, tengo órdenes.

Me eché algo sobre los hombros y envolví a John en una manta. ¡Qué lúgubre era el sonido de las sirenas! Estuvimos en el refugio cuatro horas interminables. Había acudido toda la barriada y no teníamos luz. Se oía sollozar a los chiquillos, imprecar a los hombres, rezar a las mujeres, cada cual en su idioma, ya que en momentos de peligro uno vuelve a sentirse indefenso como un niño.

Y John no pudo dormir en el resto de la noche.

Las cartas de Enrique empezaron a llegar con regularidad. En la segunda me envió una fotografía en la cual estaba él con otros soldados. Todos me parecían tener la misma cara y fue John quien descubrió a su padre.

—¡Míralo, mamá! Es el más alto.

¡Claro que sí! La carta era muy larga, cariñosa. Contenía un párrafo concerniente a su gran estatura.

...tu grandullón de marido es soldado de primera clase y por consiguiente va vestido con el típico traje del quintorro francés. Por poco me meten en el calabozo, y te aseguro que no he cometido la menor fechoría.

La cosa fue como sigue: cuando me dieron el equipo, ya me pusieron peros diciéndome algo desagradable sobre mi estatura. Contesté, como es natural, que el de ser alto no era ningún defecto. Al probarme la guerrera me di inmediatamente cuenta de que me estaba muy fusta; por fortuna, el capote es amplio y disimula la estrechez de la guerrera. ¡Pero los pantalones...! Los pantalones, Pilar, no me entraban ni con calzador. El mal humor del sargento parecía haberse concentrado en mí. Me dijo que usara mis pantalones por unos días.

Nada de eso —contesté—. No voy a estropear mi traje de paisano por la guerra.

Pues póngase los que le hemos dado.

Me vestí del todo, sin los pantalones. Salí en calzoncillos (los del Ejército son largos), entre las risas de mis compañeros. Se me acercó un teniente preguntándome si había perdido la cabeza o mis ropas.

No puedo entrar en los pantalones del Ejército.

Era un chico simpático.

Vaya a buscar unos de oficial. Tal vez encuentre algunos que le sirvan.

Ya ves qué suerte, querida. Soy la envidia de todo mi grupo. ¿Qué tal te parezco?

Contemplé otra vez la foto y tuve la sensación de que habían pasado años, siglos desde la última vez que viera a mi marido. Prefería sus cartas a aquella foto. Lo encontraba más mío, más real.

No sé cómo te las arreglarás. Creo que la fábrica te seguirá pagando, por lo menos, la mitad de mi sueldo. Tendrás también la pensión que te corresponde como mujer de soldado. No es gran cosa. Si puedes enviarme un poco de dinero, te lo agradeceré. Mi paga no es muy espléndida que digamos y no me llega ni para cigarrillos. También me gustaría que...

Aquí una lista de cosas: calcetines, guantes de lana, una pipa —sus compañeros fumaban en pipa.

Por supuesto era necesario pensar en ello. No siempre haría el calor, achicharrante de aquellos días de septiembre. El Ejército francés sudaba el quilo, por lo menos los reclutas que yo veía caminar de la estación de St. Charles al campamento de Ste. Marthe. ¡Cómo sudaban aquellos hombres al cabo de tres kilómetros de marcha! Se los veía tumbados por la carretera, en estado de dudosa sobriedad y literalmente agobiados por todo el equipo de invierno.

Pero aquello no podía durar siempre y Enrique estaba lejos de Marsella. Le habían destinado a un pueblecito de Lorena, no muy lejos de la famosa línea Maginot. En sus cartas me decía que empezaba a hacer frío.

La primera alerta no había sido más que un ensayo. Sirenas, disparos de la D. C. A., prohibición de encender las luces... Todo de mentirijillas, pero ¡qué susto!

John perdía sus colores y yo el dominio de mis nervios. Una carta de mi padre vino a zanjar la situación. Debía enviarle mi hijo. Era inútil exponerle a la tortura de las alertas. Todavía estábamos a tiempo, las fronteras permanecían abiertas, las comunicaciones entre Francia y España eran normales, los míos ya estaban todos en Barcelona y él (papá) tenía ganas de conocer al nieto. No era buena para John la soledad en que se estaba educando. En Barcelona tendría a sus primos.

Cierto. John no había tenido demasiada compañía. Ni tiempo ni ocasión había habido para ello. Lo mejor era seguir los consejos de mi padre. Pero ¿cómo?

Podía enviarlo a Barcelona por avión. Era un viaje rápido y seguramente mi hijo no sería el primero en viajar en tales circunstancias. Di los pasos necesarios. No era tan fácil como creía conseguir rápidamente un billete. Hube de esperar y durante esos días John enfermó de tos ferina.

No tenía intenciones de volverme atrás. Lo difícil era conseguir que no se enteraran hasta que el avión estuviese en pleno vuelo. Cuando John empezaba a toser, le daba un caramelo y le decía:

—No tosas. Cierra la boca, hijito.

Llegamos al aeropuerto de Marignanne en el coche de Scotto.

Mi hijo se llevaba el oso de las últimas Navidades. Le llamaba «Amigo».

Hablé con el piloto.

—No se preocupe. Su hijo estará bien atendido. ¿Le espera alguien en Barcelona?

—Mi padre.

Lo que a mí me importaba era el viaje. Mientras lo discutíamos, le entraron a John unos terribles ganas de toser.

Scotto le introdujo un caramelo en la boca, caramelo que salió disparado al momento, amenazando la solapa del piloto.

—¿Está resfriado?

—No es nada. Un poco de tos. Se le pasa en seguida.

Se aproximó a nosotros una señora francesa residente en Barcelona.

—¿Puedo serle útil, Madame?

—Nada más que para vigilar un poco al pequeño. Se portará bien. En Barcelona lo espera mi padre.

—Me encantan los niños. Los míos están en Barcelona.

Sentí algo de remordimiento. La tos ferina de John iba a hacer víctimas a su alrededor. Acallé mi conciencia y exclamé:

—Es usted muy buena. No sé cómo darle las gracias.

—Señora..., hemos de ayudarnos, ¿no le parece?

—Sí.

No quería que John me viera llorar. Le dije que iba a dar un paseo por el aire, que eso iría muy bien para su tos. Le besé. Despegó el avión y yo me quedé mirando hacia arriba hasta que desapareció. Lo último que vi fue un reflejo plateado que brillaba al sol. Cuando bajé los ojos, Scotto se rascaba furiosamente la pelambrera.

—¡Qué porquería de vida! —exclamó para aliviarse.

Y luego me arrastró. No le dije ni una palabra hasta llegar otra vez a la fábrica.

—¿Quiere cenar conmigo? —me preguntó torpemente.

—Se lo agradezco. No podría.

Se encogió de hombros. Visiblemente no se encontraba a gusto en aquella situación y quería terminar pronto.

—Tengo trabajo. No sé cómo me las voy a arreglar sin su marido, pero no quiero a nadie. Pondrían a mi lado un viejo como yo... y no le podría gritar. Si me necesita, ya sabe donde encontrarme.

Subió a su piso y yo entré en el mío. El cuarto de John estaba entreabierto. Tenía juguetes esparcidos. Cerré la puerta, penetré en mi cuarto y me tumbé encima de la cama.

¡Qué terrible engranaje!

Habíamos tenido que presentarnos en la Alcaldía para reclamar nuestra pensión. Allí también se nos hacían preguntas para facilitarnos un empleo.

Antes, había solicitado entrar en la fábrica.

—¿Y qué sabe usted hacer? —había preguntado Scotto, algo mohíno—. En los despachos todo está completo. Lo que hace falta son obreros.

—Me parece que algo podría hacer. En la sección de embalaje, por ejemplo. Soy bastante competente en el arte de clavar.

—Lo pensaré. De todos modos, vaya a la Alcaldía y es posible que allí le propongan un empleo más adecuado.

El interrogatorio era rápido y los empleados poco quisquillosos.

—Vamos a ver. ¿Es su marido?

En mi caso, un «sí». En las contestaciones negativas el resultado era casi idéntico.

—No. No es mi marido. Estamos juntos desde hace dos años.

—Bien. Pondremos, «compañero».

Carpetazo y volver a empezar.

—¿Nombre?

—Pilar, tal y tal...

—¿Nacida?

—Barcelona (España).

—¿Casada?

—Con un francés y por consiguiente francesa.

—Está bien. Firme. ¿Sabe usted firmar?

La pregunta me pareció tan sorprendente, que me quedé con la pluma en alto.

—Como es usted española...

—Puedo firmar en tres lenguas distintas. ¿Es suficiente?

—Madame, no estamos aquí para divertirnos.

—Ni yo he venido aquí para escuchar impertinencias.

El corro de mujeres que me seguía, estaba impacientándose. ¡Qué triste aspecto de rebaño ofrecíamos todas! En otro departamento, las mujeres de los oficiales parecían menos abandonadas, menos pobres; nosotras, las de los soldados, habíamos esperado turno horas y horas y el ambiente estaba saturado de electricidad y malos olores. Mi cháchara con el funcionario era absurda, pero aquel hombre me había herido. El tiempo se encargaría de hacerme comprender que su pregunta no era tan ruda como creyera. Cuando conociera a los españoles del mediodía de Francia, sabría a qué atenerme. Pero todavía no los conocía.

—Muy bien. ¿Qué sabe usted hacer? ¿Cuál es su oficio? ¿Para qué sirve?

¿Qué debía responderle? Era tonto que dijera: «Compréndame. He nacido en un país y en un ambiente donde jamás se pensó que esto pudiera sucederme. Sé muchas cosas, bonitas e inútiles. Creí que de ellas dependía mi felicidad.

Tenía un marido, un hijo y un hogar. Como mujer de mi casa, no lo hago del todo mal. Pero ahora me doy cuenta de que soy una nulidad, de que no estoy preparada para la lucha, de que no sirvo... para nada. He tenido, pese a todo, una excelente educación».

Se había acercado a la mesa de interrogatorio otro hombre. El funcionario le saludó con deferencia y por el modo con que le habló tuve la impresión de que el recién llegado nada tenía que ver con la Alcaldía. Vi que tomaba mi ficha entre sus manos y me preguntó en francés:

—¿Es usted española?

—Lo soy de nacimiento. Francesa por matrimonio.

El funcionario preguntó otra vez:

—¿Tiene usted un empleo? ¿Qué sabe usted hacer?

—Hablo tres idiomas. Creo que es lo único que puede valerme en estos momentos.

—La siguiente. Se le avisará si la necesitamos.

—Pero yo...

La mujer que venía detrás de mí me apartó de un empellón.

Vous dormez, peuchêre!

Tenía razón. Yo en su caso hubiera echado chispas.

El frescor de la tarde me devolvió un poco de ánimos. Salí de la Alcaldía y al atravesar la plaza oí que me decían:

Au revoir, Madame.

Era el hombre que había tomado mi ficha entre sus manos. Le observé unos instantes mientras correspondía a su saludo y tuve la sensación de que le conocía de algo, con anterioridad. No era posible. ¡Ah!, ahora caía. Se parecía a los hombres españoles. No era muy alto; fino, enjuto, tal vez incluso demasiado delgado. Su expresión era lo más característico. Miraba como miran los españoles.

Debía darme prisa, pues quería comprar lana para hacer un jersey y calcetines. Tenía la sensación de que aquellos ojos continuaban mirándome y eso me aturrullaba. Era una solemne tontería, pues seguro que nadie se fijaba en mí, y sin embargo, la idea de ser observada hacía que tropezara con unos y otros en la calle.

«Tengo los nervios deshechos», pensé.

Al llegar a casa, deshice el enorme paquete y monté puntos sobre las agujas. ¡Cuántos puntos! Un jersey para Enrique no era nada desdeñable... para mí, que odiaba hacer punto.

Pero era la mujer de un soldado y pronto mis dedos se habituaron a moverse como los de las francesas.