Última parte

1

El diez de mayo, Alemania invadía Bélgica. Las tropas alemanas avanzaban hacia Francia. La correspondencia entre Enrique y yo quedó interrumpida. La radio se escuchaba con ansia, con fervor, rabiosamente. Después de tantos meses de pasividad, la guerra estallaba como una verdadera erupción. La gente estaba pasmada. Nos reuníamos en grupos alrededor de la radio de Scotto.

Palabras, palabras, palabras. Interminables discursos de los gobernantes. Cada cual con su tema. No podía ser; aquello era imposible... Pero, mientras, las divisiones motorizadas desbordaban las líneas francesas. La radio seguía hablando. La línea Maginot estaba a espaldas de los alemanes. Nosotros escuchábamos; deseábamos creer. ¡Es tan fácil creer cuando se desea!

Todo era descorazonador. Se tenían noticias de lo acontecido en Dunkerque. El Ejército alemán corría hacia París. ¡París! ¡París! La ambición y el sueño de los alemanes. Había en esta precipitación una esperanza... Decían: es un grave error. Los alemanes deberían ocupar las costas de Normandía y de Bretaña antes de pensar en la capital.

La radio continuaba informando. Discursos patrióticos destinados a sostener lo último que quedaba: la moral de un pueblo.

Uno de los que representaban al Gobierno de entonces, conocido por sus ideas antirreligiosas, llegado el momento claudicó ante el micrófono, nos habló de milagros y de Juana de Arco.

Scotto no pudo aguantarse:

Si celui-la parle de la Pucelle, c'est que nous sommes bien foutus.

Los alemanes tomaron París, Normandía, Bretaña, y no se pararon hasta Irún. Por el otro lado bajaron más allá del Loira. Francia quedaba partida en dos. El diez de junio, Italia entraba en guerra al lado de Alemania.

No había visto a Esteban hacía por lo menos tres semanas. Debía de hallarse fuera de Marsella, pues solía telefonearme con frecuencia en tiempo normal para preguntarme si necesitaba algo. Le había dicho que Enrique llegaba el 14 de mayo y aquel día recibí unas flores acompañadas por estas líneas:

Pienso en ti. Ten confianza y deja pasar este mal momento. Hoy hubieras sido dichosa, pero ya ves... no creo que haya nadie feliz en Francia. Cuando hayan pasado unos días, hablaremos; ahora no es momento. Siento que te encuentres tan sola, pero mi compañía sería inoportuna. Si algo necesitas, deja el recado en mi despacho. Salgo mañana para Burdeos y en cuanto vuelva a Marsella tendrás noticias mías.

P. S. No hagas caso de lo que diga la gente. Todo acaba por arreglarse.

Poco tiempo tuve para llorar sobre mis propios pesares. De golpe, como si Marsella fuera el único refugio de Francia, nos encontramos desbordados por el trabajo. La gente huía de Francia ocupada y quería también marcharse de la llamada Francia libre. Pasaportes de toda Europa pedían con frenesí el visado de salida. Había colas en el Consulado de los Estados Unidos, en los de América del Sur, Portugal y España. Todo el gentío se encauzaba como en un inmenso embudo hacia la Prefectura para obtener el visado de salida. Dejamos nuestra rutina para atender a toda aquella gente para quien un visado representaba la vida o la muerte.

Marsella fue bombardeada el 6 de junio por la aviación alemana. Anteriormente habíamos tenido algunas alertas y el día del bombardeo permanecimos encerrados en el refugio de la Prefectura durante varias horas.

Durante esas horas se hablaba de todo. En concreto nadie sabía nada. Se decía que el número de prisioneros andaba por el millón. Pero había muchos soldados desperdigados, escondidos, a los que la gente ocultaba en sus casas esperando la hora del armisticio.

Tal vez Enrique se hallara entre ellos. Quería creerlo. Mis compañeras no se atrevían a preguntarme nada; el jefe ya no me regañaba, incluso si cometía errores al escribir la fecha del día en que vivíamos...

Pero yo sabía que Enrique estaba vivo. No sé cómo, pero lo sabía.

—¿No has recibido noticias todavía? —preguntó al fin Denise.

—No. Nadie sabe nada. Al mediodía me reúno con otras mujeres de soldados en mi mismo caso. Pero sé que mi marido vive.

Y no mentía. Lo sabía perfectamente. Lo que no podía afirmar era si había caído prisionero o bien si estaba escondido en algún lugar de Francia. El hecho de pensar en Enrique prisionero me aterraba. Por mi mente desfilaban las largas columnas de hombres vencidos, andando por las carreteras y agrupados, hacinados luego en campos rodeados de alambradas. ¡Qué pena sentía por aquellos hombres sin conocerlos, sin que fueran nada mío!

—Tal vez lo hayan hecho prisionero.

—¡No quiero! —grité—. Yo sé que Enrique volverá pronto.

Mis compañeras callaban y me daban la razón. El armisticio estaba a punto de firmarse. Estábamos a veintiuno de junio. Salí de la Prefectura muy puntual, pues quería hacer las primeras gestiones en la Cruz Roja.

El coche de Esteban esperaba frente a la salida.

—¿Vamos, Pilar?

—¡Esteban! Te he echado de menos. Todo esto es terrible. No tengo noticias de mi marido.

—¿Adónde vas?

—A la Cruz Roja.

—No saben nada. Lo he preguntado cada día en estos últimos tiempos. No es posible saber nada aún. Hay un desorden horroroso.

—Acompáñame a casa.

—Si no te importa, dejaré antes unos documentos en la plaza de la Bolsa. Luego te dejaré en casa.

Cuando llegamos, Esteban detuvo el coche y bajó rápidamente, adentrándose en un establecimiento. Yo me quedé tranquilamente sentada. Un ruido de motores hizo que alzara la cabeza. Seis u ocho aviones volaban sobre la plaza de la Bolsa a mediana altura.

Me dije:

«Deben ser nuestros. El armisticio es cosa de horas y ya no habrá alarmas.»

Continué mirando cómo volaban. De pronto vi unos bultos negros que descendían hacia la plaza. Salté del coche. Unas explosiones sonaron algo más lejos. Las bombas de la aviación italiana empezaban a caer, desparramándose por el distrito del Viejo Puerto. Corriendo traté de introducirme en el establecimiento donde se encontraba Esteban. Salía en aquel momento. Me cogió por la cintura y me tumbó en el suelo junto a la fachada de la casa. Fueron unos segundos que me parecieron interminables. La gente chillaba, las sirenas empezaron con retraso su lúgubre aviso, la D.C.A. lanzó sus primeros disparos. Levanté la cabeza, que tenía pegada a la pared.

—Espera un poco. No tengas miedo.

—Estoy muerta de miedo. ¡Esteban! ¡Esteban! Tengo miedo.

Le miré y nos dimos cuenta de que, por fortuna, estábamos ilesos. Nuestros trajes de verano habían salido malparados del revolcón y Esteban llevaba la cara tiznada. Los aviones habían emprendido el camino de regreso y nos pusimos en pie. Entonces vimos que la parada del tranvía parecía un revoltillo humano. Dos bombas habían caído precisamente en aquel sitio y el tranvía, con sus ocupantes, estaba deshecho. Charcos de sangre relucían rojos en la tarde de junio, y la gente, los vivos, lloraban. Unos lloraban de emoción, otros porque habían perdido a alguien en los pocos minutos que había durado el bombardeo.

Recogí mi bolso, que todavía estaba en el suelo, y vi que también tenía sangre. Un perro herido yacía cerca de nosotros y de su hocico chorreaba un hilillo viscoso.

—¡Pobre perro! Está herido.

—No nos entretengamos, por favor. Vamos a casa.

—¿A tu casa?

—Vivo a dos pasos de aquí, no puedes ir a la fábrica en el estado en que te encuentras.

Y luego, al poner el coche en marcha, añadió, recapacitando.

—Mi madre está fuera de Marsella, pero vivo con una ama de llaves enteramente respetable.

Tuve la impresión de que se estaba burlando de mí y por si acaso exclamé, respirando profundamente:

—Esteban..., eres un necio.

—Bien. Veo que te repones.

Entramos por una de las travesías de la calle Paradis.

Al franquear la puerta del piso me di cuenta de que, mentalmente, ya conocía la casa de Esteban. Era tal cual yo me la imaginara. Hasta la vieja ama parecía estar esperándome.

Enrique llegó una noche a fines de agosto.

Había retrocedido con su regimiento ante el avance de las tropas alemanas. Luego se vieron desbordados. Tropas francesas andaban, sin saberlo a veces, tras regimientos enemigos. Las compañías se desintegraban. Muchas bajas. La aviación alemana ametrallaba las carreteras por donde se retiraba el Ejército francés. Los soldados se dispersaban y no había la más remota posibilidad de resistir aquel alud. Enrique, un teniente y otro soldado se hallaron separados del resto de la compañía. Los campesinos ocultaban a los soldados hasta que sonara la hora del armisticio. Era inminente. Los soldados alemanes buscaban con avidez los posibles prisioneros. El teniente y el otro soldado cayeron cautivos a última hora, y no sucedió lo mismo con Enrique por puro milagro. Aun ante los mismos franceses se hizo pasar por español, haciendo ver que no comprendía el francés y mucho menos el alemán. Andrajosamente vestido, sucio, hambriento y hablando español, se fue aproximando a la línea de demarcación. Fueron muchos kilómetros los que hubo de retroceder andando, ocultándose y creyéndose blanco de cuantas personas hallaba por el camino.

Estuvo tres semanas esperando el momento propicio para pasar a la zona libre y allí consiguió tomar un tren que iba hacia el mediodía de Francia. Llegó a Marsella en plena noche, cuando ya no había tranvías que llegaran hasta Ste. Marthe. Hubo de recorrer a pie los últimos cuatro kilómetros.

Yo no dormía. Había tenido un rato de charla con Juan Diego y me sentía desasosegada. Oí chirriar la gran verja de hierro y luego una voz conocida que daba las buenas noches. Me levanté de la cama.

El hombre que avanzaba junto a Juan Diego era muy alto y parecía flotar dentro de unas ropas de campesino.

Me eché la bata precipitadamente y bajé la escalera.

—¡Pilar!

Solamente mi nombre. Enrique sollozaba contra mí y Juan Diego se había esfumado en la noche.

—¡Enrique! ¡Enrique! Mira. Todo está igual. Vamos a casa, cariño. Avisaré a Scotto. Comerás algo...

—Estoy muy cansado, ¿sabes? Quiero estar a solas contigo.

—Anda, ven.

Me hacía el efecto de que era yo quien debía ayudarle. Tal vez fueran aquellos horribles zapatones los que le impidieran andar. Tal vez tuviera mucha hambre y no hubiera dormido las últimas noches... Le ayudé a desnudarse.

—Ten cuidado. Haz un paquete con todas esas ropas y mañana las meteré en la caldera de la fábrica. Están... habitadas.

—Tengo ropa nueva para ti. Te gustará.

Me miró de una manera rara, vacía.

—Ropa nueva —repuso—. Las mujeres creéis que con un traje nuevo, con una corbata distinta, la vida tiene ya otro aspecto. ¿Cómo puedes hablar así? ¿Es que no comprendes?

—¿Qué quieres que comprenda?

—Que Francia está invadida. Que vuelvo del frente y que tu lenguaje me choca.

—Ni tú ni yo podemos hacer nada contra ello. Yo sé, en cambio, que estás vivo. Que no solamente vives, sino que estás aquí, a mi lado. Que nuestra casa está en pie y nosotros dentro de ella. Que millones de seres son más desdichados que nosotros y que, por eso, debemos dar gracias a Dios.

—Estoy cansado.

—¿Comerás algo, Enrique?

—Bueno.

Por suerte había hecho una pequeña reserva de provisiones. Incluso en la llamada Francia libre la ocupación alemana se dejó sentir desde el primer minuto.

La rue Longue des Capucins, esa callejuela de Marsella que roza el mercado y que es la viva imagen de lo que el estómago de los franceses puede asimilar, aparecía despojada de todo.

En tiempo normal, uno se preguntaba cómo Francia llegaba a consumir aquellas pirámides de mantequilla. Mantequilla que ostentaba diversos nombres según la región de donde procedía y según el uso a que se destinara.

Lo primero que consumió el Ejército alemán al invadir Francia fue la mantequilla. He oído decir que en París la comían por la calle, a pulso, sin pan. Es posible. Es posible también que con ella untaran los tanques, lustraran las botas e hicieran brillar el correaje. Y aun así uno se pregunta: ¿Cómo desapareció la mantequilla de Francia? Siguió el mismo camino que todos los víveres, sin excepción. La pequeña y tortuosa calle de los Capuchinos, imagen de la glotona Francia, quedó lacia, mustia hasta el fin de la guerra. El mercado estaba cerrado y solamente alguna que otra vendedora ambulante ofrecía, al que quería comprarlo, ramitos de perejil.

Por fortuna, Scotto me había regalado unos huevos aquella tarde. Tenía aceite. Los españoles de Marsella no me dejaron nunca sin tan preciosa ayuda. Preparé un poco de cena. Destapé un tarro de conservas y una botella de vino.

Enrique cenó en silencio.

—Mañana te encontrarás mejor. Ya verás, todo termina por arreglarse. Lo principal es que estés aquí.

—Tienes razón. Vamos a dormir.

Nos acostamos y poco después oí la respiración de mi marido, tranquila como la de toda persona que duerme. Yo estaba a su lado después de casi un año de ausencia. Y me di cuenta de que ya no éramos los dos niños, los dos compañeros que habían crecido, que se habían amado y que habían partido en busca de aventuras. Me di cuenta de que yo, mujer, estaba echada al lado de mi marido. Que ya no éramos lo de antes.

Y tuve miedo durante toda aquella noche, en que no pegué ojo.

Creí que nuestra vida se organizaría distinta, pero normalmente. Ni por un momento me pasó por la imaginación abandonar mi trabajo en la Prefectura. Me necesitaban como yo antes había necesitado aquel trabajo. El alud de extranjeros era como un chorro continuo e inagotable. Muchas veces hube de abandonar a mis paisanos para dedicar mi tiempo al famoso «visado de salida».

No siempre los desdichados —o afortunados, según se quiera mirar— que huían, estaban en posesión de un pasaporte. La Prefectura francesa no fue tacaña y se crearon toda suerte de documentos, más o menos oficiales, pero que coincidían todos en una misma finalidad: salir de Francia.

Magda se cuidaba de mi casa y he de decir que tenía un arte especial para cocinar con las cuatro cosas que nos daba el huerto y lo poco que nos caía del suministro. Me maravillaba el partido que la chica sacaba de todo aquello y los equilibrios que conseguía con las materias preciosas, como el aceite, etc... Al mediodía me quedaba en Marsella, regresaba hacia las seis de la tarde y cenábamos juntos Enrique y yo. Nos faltaba la presencia de John.

—Podríamos traerle, ¿no te parece?

—No sabré qué darle de comer. Yo también deseo verle, pero está mejor en España. Además, ¿quién lo cuidaría aquí? Magda tiene su casa y no puede quedarse en la nuestra más que unas horas al día. Tú trabajas y yo también. ¿Con quién se quedaría John?

—Podrías dejar tu trabajo. No veo por qué has de trabajar ahora que he vuelto.

—¡Pero, Enrique!

—Esta chica cocina mal. Creo que tu obligación está en casa.

—No.

Me salió aquel «no» del fondo del alma.

—¿Por qué no? ¿No has hecho el trabajo de casa hasta el momento de la guerra?

Necesitaba hablar. Decirlo todo. Habíamos empezado una nueva vida con bases nuevas también. Toda mentira, todo equívoco sería peor. Me dolía, pero dije:

—Sí, Enrique. Hice todo el trabajo hasta la guerra. Lo hice con fe, con ilusión, creyendo que era una etapa transitoria y que mi trabajo daría frutos. Pero esto ha terminado. Empezaré por decirte que ese trabajo no me gusta. Que nunca me acostumbraré a él y que lo hice solamente pensando en el día que se terminara.

—Todas, o la mayoría de las francesas, lo hacen.

—Son francesas y yo no lo soy. No encuentro ningún goce en restregar una cazuela, en dar cera al suelo. No soy lo bastante golosa para disfrutar preparándome una buena comida. Soy más sencilla y más complicada al mismo tiempo.

—No te entiendo.

—Sí. Has de entenderme, Enrique. Porque de que me entiendas depende que se complete nuestra unión o se deshaga cuanto hemos hecho hasta ahora. Tú no me propusiste que viniera a Francia y pasara la vida a tu lado sin otro horizonte que este trabajo monótono, ciertamente meritorio, pero que para mí carece de aliciente. Recuerda nuestras conversaciones. Primero teníamos que ir al centro de África. Luego me hablaste de Asia... ¿Eras sincero? Yo te creí. Hay pocas mujeres con ansia de esa clase de aventuras. Yo era una de ellas. Lo soy todavía, mejor dicho. Pero sé que esa aventura no se presentará jamás. No te lo reprocho. Tú has hecho cuanto has podido y no lo has conseguido. Las colonias no te quieren.

—En Francia se vive bien.

—Tampoco lo niego. Creo que puedo vivir bien en Francia si me dejas continuar mi trabajo. Siento que miles de personas dependen, no voy a decir de mí, pues eso sería estúpido, pero sí de unas cuantas manos rápidas y prestas para el trabajo que se les pide.

—Nunca habías trabajado antes.

—No. Pero este trabajo me satisface. Siento que cada día he hecho algo por mi prójimo.

—Verdaderamente —dijo Enrique con ironía— te sientes imprescindible.

—Sí. Me siento imprescindible.

—¿Y yo? —dijo finalmente—. ¿Qué soy yo en todo esto?

—Tú y yo somos dos personas. Dos únicas personas, me entiendes, en este caos de Europa. No te quito nada. Lo que doy a los demás es lo que sobra de mí. Además..., tu sueldo no nos bastaría. Todo ha aumentado, menos los salarios. ¿Te das cuenta de lo que gastamos?

—Puedes suprimir a Magda.

—No lo haré. La vida de antes de la guerra se ha terminado para mí. Y no lo lamento. Fui feliz con ella mientras tuve fe en el porvenir. Hoy creo en el presente. Hemos de vivir en el presente, Enrique, y, en este presente, ¡tú y yo somos tan poca cosa!

Enrique no me contestó.

Pensé que aquella momentánea incomprensión duraría poco. Tal vez yo no me diera cuenta de la disparidad de mi vida y la de mi marido. Enrique continuaba encerrado en su concha. La fábrica, la manipulación, los obreros, las dificultades. Siempre lo mismo, en el fondo. Siempre las mismas caras, el mismo trabajo.

A mí me parecía vivir la vida de los miles de seres que desfilaban por la Prefectura. No era una época normal. De haberla sido, mi interés sería más moderado. Era un trozo de historia palpitante y cada persona significaba un nuevo dato, una nueva versión de este magnífico relato.

Volvía a casa sufriendo aún con las penas de la otra gente, gozando con sus alegrías, haciendo míos sus temores o esperanzas. ¡Cuánto hubiera deseado poder confiar todo aquello a alguien que, como yo, sufriera o gozara!

Pero me doy cuenta de que para sentir las cosas hay que experimentarlas uno mismo, saberlas de primera mano. No podemos traducir el agradecimiento de una mirada ni la tensión que una mano angustiada puede producir al estrechar la nuestra. En el momento que suceden, las cosas de la vida son siempre sencillísimas. Luego se deforman. El drama se convierte en melodrama; el exceso de desdichas nos hace soltar una carcajada; la situación cómico-grotesca, contada, ya no tiene ni pizca de gracia. Hay que vivirlo todo para saber. Nadie puede sentir a través del relato ajeno y si sabemos que el fuego quema, es porque nos hemos quemado, no porque lo hayamos estudiado en un libro de física.

Enrique no podía hallar ningún interés en lo que a mí me interesaba, del mismo modo que yo me sentía indiferente ante las dificultades que sufría la fabricación. Los aceites de engrasar no eran los de antes. La gasolina se obtenía solamente mediante cupos. Las correas de transmisión se desgastaban y no era fácil reponerlas, etc. Así hasta el infinito. Aquello me parecía insignificante, deshumanizado, aunque, pensándolo bien, no lo fuera. Familias enteras dependían de la fábrica y hay muchos modos de morirse. En aquellos años se moría en los diferentes frentes de guerra, en las ciudades, en los campos de concentración, en los de castigo. También se moría, simplemente, de hambre.

Poco a poco, insensiblemente, nos limitamos a hablar de la situación general. Proyectábamos un viaje a España en cuanto Enrique tuviera vacaciones. Las cartas de los nuestros eran un vasto tema de conversación. Las fotografías de nuestro hijo un motivo de alegría.

Aquellas fotografías me atormentaban. John había perdido sus contornos de bebé y era un chiquillo espigado, más alto que lo normal. Sus ojos no me parecían tan alegres.

—¡Pobre hijo mío!

—¿Qué crees que le pasa?

—No lo sé. Me pregunto si sabremos ser para él como antes. Creo que el abuelo lo está mimando terriblemente.

—Es pequeño y tenías razón al decir que está mejor con tu padre. Lo único que nos han dejado los alemanes es nuestro apetito.

—No te quejes. Tenemos un trozo de huerto, dos gallinas y un gallito. Estás comiendo un huevo al día, Enrique. Es lo que corresponde de racionamiento cada seis meses.

—No, si no me quejo. Pero tengo ganas de cosas buenas. ¿Tú, no?

Pues sí. Sentía muchas veces la sensación de hambre. Pero lo curioso es que no me preocupaba. Cuando circulaba por Marsella, contemplaba compasiva las «colas» que las amas de casa francesas hacían para lograr, a veces, medio kilo de mandarinas en estado comatoso. ¿Valía la pena aquello? O bien era un modo como cualquier otro de decirse a sí mismas que se hacía lo imposible para llevar comida a casa.

Aquella vida nuestra, que se había reanudado un poco coja, habría de terminar del modo más imprevisto.

Pensábamos ir a Barcelona en otoño de 1941 y para ello habíamos pedido el visado de entrada al Consulado de España. La Prefectura nos daría la salida inmediatamente.

Llegué aquella tarde a la fábrica y me encontré a Enrique preparando una maleta.

—¿Para quién es? —pregunté.

—Para mí. Me voy.

—Pero si faltan todavía tres semanas para las vacaciones...

—No me marcho de vacaciones. Me voy a España y desde allí a Inglaterra. Iré a África, con la Legión, si es necesario, pero iré a África. Esta vez, quieran o no, las colonias van a necesitar de mí.

El amargo sabor de las lágrimas se deslizó por mi garganta.

—¿No eres feliz, Enrique?

—No. Ni tú tampoco. Ni lo seremos nunca si continuamos así. Quédate, si consideras que tu deber está aquí, en Marsella. Y si no, vuelve a Barcelona. Quisiera decirte muchas cosas, pero no se me ocurren. Creo que hay algo que se llama patria, cumplimiento del deber y todo eso. Son palabras que, pronunciadas, parecen siempre redundantes, pero que cuando se piensa en ellas queman, como nos quema el recuerdo de un hijo o el de un amor. Anda —continuó tiernamente—, no llores. De quedarme aquí, tú serías la primera en despreciarme. Nosotros los franceses, que tenemos la mala costumbre de despertarnos cantando La Marsellesa, hemos de ser consecuentes. Sí, Pilar. Hemos de sacar las castañas del fuego cuando hace falta.

—Y yo ¿qué haré?

—Querida mía, ¿qué hubieras hecho si yo hubiese muerto, si estuviese pudriéndome en un campo de concentración? ¿Qué hiciste hasta ahora? Es realmente una buena lección para los hombres ver que, sin nosotros, también podéis vivir. Sí. Te diré que incluso me parece descorazonador.

—¿Y te vas por eso?

—No. Me voy porque debo irme. No se trata de Francia solamente. Se trata de ti y de mí.

—¿Qué tonterías son ésas? Tú eres mi marido. Es decir, diferente de todos por ese solo hecho.

Meneó la cabeza.

—Esta noche beberemos champaña y brindaremos por el futuro. Está visto, querida, que tú y yo no sabremos nunca lo que es el presente.

Enrique se marchó en el tren de la mañana.

No hay peor cosa en este mundo que confiar nuestro mal humor a una carta. La de mi padre llegó justo en un momento poco oportuno, cuando estaba preparando mi mudanza de la fábrica a la pensión de Marsella. Su contenido hizo que desistiera de mi idea de pasar unos días en Barcelona.

Papá escribía:

La inopinada llegada de tu marido a Barcelona nos ha dejado perplejos por no decir otra cosa. Os esperábamos con la mayor ilusión, a los dos, después de tantos años de ausencia. Resulta que Enrique adelanta el viaje, viene solo y después de pasar los días imprescindibles, se marcha a Inglaterra para unirse con los llamados «franceses libres». ¿Os habéis vuelto locos? ¿Qué haces en Marsella? ¿Cómo has permitido que tu marido continúe la guerra? No deseo inmiscuirme en vuestros asuntos, pero vuestra actitud me desconcierta. ¿Qué ha pasado entre vosotros?...

La carta era de cuatro cuartillas y el tono sostenido. De haberla contestado en seguida, las relaciones epistolares entre mi padre y yo hubieran dejado de ser cordiales. Esperé una semana y más sosegada contesté:

Querido papá: Al cabo de tantos años de ausencia, como tú dices, empiezas a preocuparte por lo que pueda sucederme. No te inquietes. Yo nunca te hice partícipe de mis conflictos durante los años que precedieron a la guerra y que fueron, créeme, bastante difíciles para mí. No te pedí ayuda entonces, aunque hubieras podido sospechar que, al menos materialmente, la necesitaba y mucho. Creía ser yo, y nadie más que yo, quien debía solucionar mis propias incomodidades, y las callé para que tú vivieras tranquilo. Enrique se ha ido de Francia porque consideraba que debía hacerlo, del mismo modo que yo me quedo porque creo que debo quedarme. Pensaba pasar unos días con vosotros, pero voy a abstenerme. Sería mejor que vea la manera de hacer venir a John. Correrá la suerte de todos los chiquillos de aquí. El querer evitarlo ha sido, tal vez, un error...

A vuelta de correo recibí otra misiva de mi padre en donde aludía a mi pésimo carácter y diciéndome que por nada del mundo se desprendería del nieto.

Contesté amistosamente:

...el que tu hija se te parezca ha de ser para ti motivo de orgullo. Tú me educaste y de ti he heredado cuanto poseo. Me pregunto a quién de tu familia me parecería si fuera tierna y dulce. Te ruego hagas cuanto puedas para que mi hijo no se nos parezca.

Y nada más. Bueno hubiera estado que le contara mi salida de la fábrica.

Scotto no sabía cómo decírmelo.

Se hizo anunciar en cuanto llegué aquella tarde y la conversación tomó un giro por demás dificultoso. No podía quedarme en el alojamiento de la fábrica. ¡Oh, no era él, pobre Scotto! El Director General, ese hombre todopoderoso que existe en todas las sociedades y que reside en la ciudad mientras los infelices técnicos han de conformarse con los cochambrosos barrios extremos, había desaprobado por completo la actitud de mi marido.

¡Marcharse de la fábrica sin los seis meses de aviso estipulados! ¿Qué se había creído mi marido? Aseguré a Scotto que Enrique en la última persona en quien había pensado era en el Director General. Aquel hombre gordo, infatuado, que cada vez que iba a la fábrica nos contemplaba cual si fuéramos viles gusanos, no nos gustaba nada. A Scotto tampoco, y le entraron ganas de reír.

—La van a echar de la fábrica, Madame.

—Me lo suponía.

—He hecho cuanto he podido, pero tiene usted en contra a todo el Consejo de Administración.

—Pues la verdad es que no me merezco tanto. Dígales que se tranquilicen. En cuanto encuentre quien se encargue de la mudanza, tendrán el piso libre.

—Mañana por la tarde vendrá uno de los consejeros a comunicarle la decisión.

—Está bien. Si ese buen hombre tiene ganas de charlar un rato conmigo, no puedo impedírselo.

El consejero, a más de otras cualidades que no pude apreciar, era un hombre muy viejo. Sus ochenta años hubieran debido inspirarme un poco de respeto; no obstante, hay ocasiones, cuando uno se ve acosado por varios lados, que tan sólo el sentido del ridículo nos salva de la desesperación.

Aquel hombre había preparado su pequeño discurso. La puntiaguda barbita se agitaba ante mí frenéticamente y como estábamos los dos solos, también podía oír el chasquido de una dentadura postiza que no ajustaba lo debido.

Empezó por decirme que la guerra en Francia no se parecía en absoluto a la de España. Asentí fervorosamente.

—Además, su marido ha ido a alistarse con los llamados «franceses libres». Esto la deja a usted en muy mala postura. ¿Comprende? Si usted fuera la mujer de un prisionero estaríamos obligados a seguir manteniéndola en su puesto. Tenemos órdenes concretas del Gobierno...

—Perdone, señor. Creo que no vale la pena mezclar la política en estos asuntos. Usted quiere que yo deje libre mi piso, ¿no es así? Lo haré de mil amores. Lo he soportado hasta ahora porque no podía evitarlo. Pero llegar hasta aquí cada tarde es un fastidio. Dejo aquí muy buenos amigos. En cuanto a la actitud de mi marido, le diré únicamente que él también cree estar cumpliendo con su deber. Cada cual siente la patria a su manera. Unos meditando y otros con las armas en la mano. Es cuestión de pareceres.

El vejete respiró un momento. Luego atacó por otro lado.

—Ocupa usted un piso en el cual caben siete de familia.

—De acuerdo. No discutamos más. Créame, me doy perfecta cuenta de que soy un estorbo.

Mi pasividad le encorajinaba.

—Es que no comprendo. No comprendo cómo su marido nos haya podido hacer semejante jugada. Pensábamos aumentarle el sueldo. A fin de año hubiera tenido una recompensa en metálico.

—Mala suerte, monsieur. Tal vez si mi marido y yo hubiéramos tenido más dinero las cosas marcharan de otro modo. Pero ya es tarde. Esto sucede con frecuencia. Pasamos años y años ansiando algo y cuando llega, llega con retraso, ya no nos sirve... Es una verdadera lástima. Sí. Es una pena no hablar a tiempo, pues ahora me quedará siempre la duda de si lo que me dice es cierto, o bien si me lo dice precisamente porque el hablar de estos aumentos ya no es comprometedor.

Se levantó y le acompañé hasta la puerta. Le tendí la mano. Aguardé en el rellano un poco inquieta, pues las piernas le temblaban mucho al bajar la escalera.

Otra mudanza. Tan sólo unos kilómetros mediaban entre la fábrica y el guardamuebles, pero fue la peor de mis mudanzas. En las anteriores, los descuidos se reparaban inmediatamente, a la llegada de los muebles. Esta vez habría de pensarlo bien, calcular lo que necesitaba, para guardar en los baúles las cosas que no necesitase mientras viviera en pensiones. Ropa de casa, de Enrique, mil objetos de los que se acumulan con el tiempo y que parecen reproducirse espontáneamente. Me quedé con un baúl grande y dos maletas de efectos personales. Todo lo demás fue enviado a uno de esos depósitos polvorientos y oscuros denominados guardamuebles.

Me había preocupado de mi pensión. Es decir, se habían preocupado por mí. Entre «mis españoles» tenía a las monjas de la Misión, un grupo de muchachas jóvenes, alegres y guapas que iban por la Prefectura para arreglar sus asuntos como cualquier paisano. Tuve la suerte de confiarme a ellas.

—Te encontraremos algo, Pilar. Estarás bien. En una orden que se ha fundado ahora y la fundadora es una verdadera santita. Como no tienen mucho dinero, han instalado una pensión para señoras de edad. Nosotras vamos a menudo por la noche, para velar cuando alguna de las viejas cae enferma. Te gustará.

—¿Con tanta vieja? Seré el garbanzo negro de la olla.

—No, mujer. Las monjas son todas muy jóvenes. En su mayoría chicas refugiadas de Yugoslavia, Checoslovaquia, Polonia y también francesas. Te darán bien de comer y barato. Ya verás.

Me dejé guiar. En aquellos tiempos me hubiera dejado guiar por un recién nacido. Me hallaba en un estado de hipersensibilidad al cual no era ajeno mi adiós a la fábrica.

Juan Diego estuvo a despedirse de mí la noche antes de mi marcha.

—Me han dicho que te vas mañana, Pilarín. Así, ¿nos dejas?

—No os dejo. Me echan. Es un poco distinto. Pero me quedo en Marsella. Podrás verme si quieres.

—No es lo mismo. Aquí te tenía segura cada noche. Cuidaba tu huerto, porque era el tuyo, y, a mi modo, velaba por ti.

—No me pongas triste, Juan Diego. Tengo unas ganas terribles de llorar y no quiero. Di a todos que cuenten conmigo, que continuaré como ahora. Has sido muy bueno y no te olvidaré.

Gruñó por lo bajo.

—No me olvidarás, no me olvidarás. ¡Como si hubieras pensado alguna vez en este viejo! Acuérdate de lo que te he dicho de los hombres, Pilar, y anda con cuidado.

—Pero, Juan Diego, ¿es que sólo piensas en eso? ¿Crees que no sé defenderme?

—Dime —preguntó en voz baja—. ¿Guardas todavía aquel chisme?

—Claro.

—Pues no tienes derecho. Ya sabes que está prohibido.

—Le tengo cariño.

—Guárdalo. Haces bien. Tenlo siempre a mano. Pero yo de ti lo descargaría. Hace el mismo efecto y es menos peligroso.

—Eres un viejo acoquinado.

Me resultaba penoso seguir hablando. Lo que lamentaba el viejo eran las breves pláticas nocturnas, el saber que otra vez rondaría solo por los patios y los huertos de la fábrica.

—¿Por qué no riegas el huerto del que vaya a venir? Te distraería.

—Te digo que no lo haría a gusto. Soy así, hija. Y voy a dejarte, debes de estar cansada con tanto jaleo.

—Algo, la verdad. Pero te agradezco este rato de compañía.

Llegamos a los huertos. La noche era hermosa.

—¡Qué hermosa noche! ¿No has pensado nunca, Juan Diego, que cuando estamos tristes lo que nos rodea debería sentirse triste también? Esta noche debiera ser desapacible, negra y lluviosa. Es tan serena, que mis preocupaciones me parecen mezquinas.

—Tienes pocos años y muchas ansias de vivir. Tu pena es pasajera. ¿Serás buena, Pilarín?

—Eres un viejo tonto. Estoy por decirte que si me voy de la fábrica es porque no dejas entrar a mis amigos. A partir de hoy seré libre y podré invitar a mi nueva casa a cuantos hombres me venga en gana.

—¡Virgen María! ¡Qué disparate! Pero ¿es cierto lo que dices?

—¿Crees, abuelito, que hay horas fijas para portarse bien?

Nos estrechamos las manos, pues habíamos llegado a la puerta de casa. Me volví para hacerle un último saludo y su voz me alcanzó de nuevo.

—Con Dios, Pilar.

Magda me recordó lo que le había prometido. ¿Cuándo volvería a España?

—Cuando quieras. Pero no digas nada a... tu marido.

—Estoy otra vez embarazada.

—¡Demonios! Ya hablaremos. Ve a verme a la Prefectura o, si no te es posible, dame noticias tuyas de vez en cuando. Cualquiera de los obreros de la fábrica lo hará encantado. Apunta el número de mi teléfono.

Y Scotto me acompañó con el coche de la fábrica. Varias veces nos cruzamos con el pequeño tranvía y lo miré como si perteneciera al pasado. Scotto me iba hablando:

—Todo son dificultades. Y ahora veremos a quién me ponen en lugar de su marido. Algún imbécil.

—Cuando mi marido fue propuesto a la fábrica, ¿cuál era su estado de espíritu, señor Scotto?

—El de ahora. Los subdirectores me aterran. O bien son buenos y se marchan pronto porque encuentran una dirección en otra fábrica, o bien son unos fracasados y se incrustan allí donde caen.

—Tal vez el próximo sea bueno...

—No me forjo ilusiones.

Se pasó la mano sobre la fosca cabezota. Luego, como si le costara un gran trabajo, como si de pronto se saliera enteramente de sus casillas, me preguntó:

—¿Le molestaría que de vez en cuando almorzáramos juntos? ¿Algún domingo, por ejemplo?

—Me agradará mucho.

Gritó jubiloso:

—Conozco los mejores restaurantes del puerto. No hay comida para nadie, pero yo tengo un corso, paisano mío, que la sacará de donde sea. De haberlo pensado antes, hoy mismo hubiéramos podido ir a su casa.

—Es mejor otro día, hoy...

—¿Está cansada con la mudanza?

—Estoy un poco cansada de todo. Y a mí me gusta ser amable, contribuir, por lo menos, con mi alegría a la invitación. Hoy no podría.

Cuando llegamos frente al convento no pudo reprimir un gesto de asombro.

—Va a morirse de asco aquí dentro —runruneó.

—No se apure. No hago votos perpetuos. Mucho me temo que me expulsen antes de tres meses.