Segunda parte

1

El cielo, grisáceo, pesaba sobre mi espíritu. ¿Cuánto tiempo había transcurrido desde el día de mi boda? ¿Por qué pensaba en ello? Porque tenía tiempo seguramente. ¡Hasta entonces mi vida había sido tan ajetreada!

Estaba tumbada en la cama; dentro de unas semanas tendría mi primer hijo y aquella espera se me hacía interminable. ¿Por qué me encontraba tan mal? Mujeres temerosas y endebles soportan los embarazos con gran entereza. Yo no podía con el mío.

«Me moriré —pensaba—. Moriré lejos de España, de ese país mío que está en guerra. Moriré sin haber hecho nada de lo que me proponía. He trabajado en vano durante meses y meses para nada. Conozco ya dos provincias de Francia, pero nuestros deseos de un mundo incivilizado y nuevo no se han tomado en cuenta. Los días pasan uno tras otro, y hasta ahora la esperanza de ese soñado viaje nos hacía encontrar llena, casi magnífica, esta pequeña vida francesa. Pero si muriera... sería algo así como el voluntario que marcha al frente y que se despeña por un barranco antes de haber oído el primer tiro.»

Me rebullía en la cama para encontrar la postura conveniente.

«Y he de callarme. Enrique está preocupado. Ocupación de la fábrica por los huelguistas, lo cual representa para él una jornada de dieciocho horas. Los obreros le quieren, le han prometido que nada sucederá, que cuando llegue el momento me dejarán salir de la fábrica. ¡Qué gente más considerada estos huelguistas franceses!»

Me animé un poco ante tal idea e, incorporándome, busqué el espejo y la caja de polvos. Enrique no tardaría en llegar.

Pero tampoco parecía apresurarse. Me levanté penosamente, aguardé un momento agarrada a la cama y luego me dirigí a la cocina. Seguíamos sin chica y cuando Enrique tardaba demasiado, yo me esforzaba en cocinar un poco para que él no se fatigara demasiado. Me preparé una taza de té y volví a echarme.

«No debo entristecerme. Esa ha sido la última receta del médico.»

—Su esposa, amigo mío, tiene morriña. Aquí, con este cielo brumoso, se encuentra desplazada. Se le pasará. A todo se acostumbra uno.

Y el buen hombre que se cuidaba de mí, que me ayudaría llegado el momento, me daba dos cachetes amistosos en las mejillas o me tiraba de la trenza que yo había hecho con mis cabellos. Era la única persona, aparte de mi marido, por quien yo sentía afecto. Creía en él y pensaba que, una vez terminado mi embarazo, el cielo resplandecería de nuevo, mi país hallaría la paz y yo tendría noticias de los míos.

«Ganar tiempo —pensaba—. Los días pasan aunque sea despacio, y el que menos se piense será el gran día.»

Encendí la luz de la mesilla. Se había hecho enteramente de noche y yo seguía devanando mis pensamientos. No siempre había sido así mi vida de casada. Aquél era un mal momento.

«¿Te acuerdas, Pilar?»

La voz optimista llegaba. Cuando las horas se hacían lentas venía a mí, parecida a la visita del amigo chistoso a quien se le ocurre visitarnos el día que uno tiene anginas y al que no hay más remedio que escuchar. Sí. La voz, en aquellos días, lo era todo para mí. Era el cielo transparente de mi país, la recta mirada de mi padre, la alegría de los tres hermanos que habían quedado en España. Era todo cuanto me faltaba y que tan necesario me hubiera sido. La sirvienta zafia, pero servicial; las amigas que no criticaban; la vecina un poco metomentodo, pero que en los casos de apuro sacaba a relucir su caridad y preparaba la merienda al enfermo.

«Es un mal momento, Pilar —me decía—. ¿No recuerdas?»

Y retrocedí varios meses, más de un año, para pensar en las cosas agradables que durante aquel tiempo habían sucedido.

Era el día siguiente al de mi boda. El triquitraque del tren impedía mi sueño. Gozaba de mi imposibilidad de dormir como se goza del descanso después de un día de ajetreo. En la litera de arriba dormía Enrique profundamente y varias veces salí de la mía para contemplarle. ¿Era posible que veinticuatro horas puedan cambiar por completo la vida de un ser humano? Allí estaba yo, como prueba, rodando por los campos de Francia y sin poder pegar ojo, como sucedió años antes al viajar con mi padre. La noche de julio, pegajosa e iluminada, avivaba mis recuerdos. Entraba otra vez, mentalmente, en mi cuarto nupcial.

Sobre la mesa estaba servida una cena fría. Pollo y champaña. A través de la mesa, Enrique me guiñó el ojo y le oí decir:

—Supongo que tu padre estará satisfecho de nosotros, ¿no te parece?

Di un bocado a la pechuga y repuse:

—Estaba nervioso. ¿Sabes lo que me dijo al despedirse?

—¿Qué?

—Que me portara bien.

—Es un buen consejo. ¿Y Gran? Vi que lloraba al besarte. ¿Qué te dijo?

—Estaba trastornada. Me dijo que no cogiera frío.

Enrique bebía el champaña y se reía como un chiquillo.

—Le hice notar —continué— que estábamos en plena canícula. Entonces me recomendó no acalorarme demasiado, pues también de ese modo puede uno resfriarse.

—Tesa estaba muy bonita y también Cristina, a pesar de lo avanzado de su estado.

—Nos hemos divertido mucho, ¿no te parece?

Me tomó la mano a través de la mesa. La conversación languidecía después de aquellas primeras frases. Maravillada, me oí decir:

—Voy a desnudarme en el cuarto de baño. Creo que es hora de que nos acostemos.

Penetré en el cuarto de baño con el camisón de gasa entre mis manos y me miré al espejo diciéndome al pasar: «Sí, Pilar, eres tú misma.»

Dejé correr el baño y vertí en él algo oloroso. Actuaba como si estuviera efectuando un rito, el ceremonial de mi boda. No debía dejar nada al azar.

Vestí luego la tenue túnica de gasa y cepillé mis cabellos. Los había dejado crecer durante los últimos años y se balanceaban flojos sobre mi espalda. Pregunté:

—¿Puedo pasar?

Me recibió un Enrique empijamado. Nos contemplamos de pies a cabeza y otra vez nos echamos a reír.

Enrique había perdido el habla. Entre sus dos manos mantenía mi cabeza y se puso a enmarañar los cabellos que con tanto esmero había cepillado.

—Eres hermosa.

—Estás enamorado y hemos bebido.

Besó mi boca y me levantó del suelo sin interrumpir el beso. Tendidos el uno al lado del otro, volvió a repetir:

—Eres la más hermosa.

Todo había sido sencillo, tal cual yo me había figurado. Enrique y yo nos conocíamos demasiado para que fuera de otro modo y los lazos físicos que podían ligarnos desde entonces no serían nunca más potentes que nuestra mutua amistad.

Un pequeño soplo de aire estremeció el camisón, que reposaba olvidado sobre uno de los sillones del cuarto. Me levanté de la cama para vestirme con él de nuevo. No pude menos de mirarme otra vez en el espejo del tocador.

—¿Qué miras?

—A ver si tengo otra cara.

—¿Por qué dices eso?

—No lo sé. Creía que las mujeres que han probado el amor tienen una cara distinta de las otras.

—Ven a mi lado y no pienses que de la noche a la mañana se te va a poner cara de mujer casada.

Me tumbé a su lado.

—Es muy difícil dormir al lado de un hombre. No lo he hecho nunca.

Pasó su brazo bajo mis hombros para que reposara más cerca de él.

Al cabo de un instante, me dolía atrozmente la nuca y todo mi cuerpo parecía sembrado de hormigas.

—¿No tienes sueño?

—Tu brazo, Enrique. Es muy tierna esta postura, pero incomodísima.

Nos separamos. Nos separó una primera noche de sueño y, cuando desperté, el sol penetraba por las rendijas de la persiana.

Y ahora corríamos hacia nuestro destino. Acababa de levantarse el telón y la obra empezaba. Hasta entonces —pensé—, mi vida no había sido más que una larga preparación para aquel obstáculo, tanto más emocionante cuanto que ignoraba el argumento. Yo me había forjado uno a medida de mis ensueños, pero la vida no es como el teatro. La vida es rebelde, indómita; no se deja encauzar ni dirigir. El telón se levantaba y nosotros habíamos de actuar y comprender.

Mi segunda noche de casada era una noche de pensamientos y vela. Todavía estaba cerca de los míos, de la familia que voluntariamente había abandonado para seguir al hombre que era mi marido. Papá ilustraba mis viajes con explicaciones, técnicas, instructivas, para que no perdiera detalle de cuanto desfilaba ante mis ojos. El viaje con Enrique era enteramente distinto. Ignorábamos el nombre de los ríos, pero escuchábamos su murmullo. ¿El cielo de verano era siempre así, azul?... Dicen que no; que el amor altera el tamaño de las pupilas y que todo cuanto se mira a través de unos ojos enamorados tiene un color distinto.

Miré otra vez a Enrique. ¿A quién me recordaba? No lo sé. Tal vez en otra vida ya lo había conocido y deseado para mí. Era precisamente el hombre que me convenía para la labor que queríamos realizar. Sí. Un marido frágil no hubiera sido un buen marido para lo que yo deseaba. Tendría hijos de él. ¿Cómo serían los hijos de Enrique y míos? Altos y rubios seguramente. ¡Quién sabe si en este momento germinaba dentro de mí el primero de aquellos hijos!

Un repentino frenazo hizo que mi cabeza diera contra la mano de mi marido. Me miró un instante, como si no me reconociera, y luego preguntó:

—¿No duermes?

—Tengo tantas cosas en qué pensar...

—Sube a mi lado.

—No cabemos.

—Verás como sí. Quiero que descanses. Anda, ven.

Al llegar a París me encontraba como nueva. Enrique, después de haberme adormecido, había acabado su noche en la litera de abajo.

Nuestra luna de miel transcurría en París y durante aquellos breves días viviríamos como millonarios.

Algo dentro de mí cascabeleaba cada vez que me llamaban «madame». Salíamos por las mañanas a ver tiendas y corretear por las calles, que Enrique conocía al dedillo. En vez de visitar museos, aprendí la suave melancolía que se desprende de las orillas del Sena. Amantes los dos de los libros nos deteníamos ante los puestos ambulantes del Quai esperando descubrir algo extraordinario. Compramos algunos libros de poesía que, más tarde, habíamos de leer juntos.

Espectáculos, cenas, boîtes. Vuelta a empezar al día siguiente con renovadas ilusiones. Y entre los mil recuerdos, cierto lance que tuvimos con un extranjero que vivía en nuestro mismo hotel y que, por poco, se pega con mi marido.

Evidentemente era un nórdico. Lo conocimos en el ascensor donde, muy atento, se descubrió cuando entramos. Respondiendo a su cortesía, le dije en francés que se cubriera.

No me comprendió. Se lo repetí en inglés y luego en español, algo nerviosamente. El buen hombre se puso furioso, sin comprenderme en absoluto, y dirigiéndose a Enrique en un idioma desconocido y áspero. Por sus gestos comprendimos que preguntaba qué era lo que yo quería.

Maldije mi buena educación y el hecho de habitar en un piso alto. Traté, tomando su sombrero, de hacerle comprender lo que le decía.

El nórdico tenía la mollera muy dura, estaba enfurecido y parecía un gigante al lado de Enrique. Vi llegado el momento de las tortas. ¡Y todo por una frase tan ridícula!

Enrique se encasquetó su sombrero para indicarle que era eso lo que yo, amablemente, solicitaba, pero aquel hombre de cemento armado lo interpretó como una provocación.

Entonces, y por fortuna, llegamos a nuestro piso y el botones se encargó de hacernos salir precipitadamente. El buen muchacho reemprendió la marcha hacia arriba con el iracundo septentrional.

—¡Uf! ¡Qué miedo he pasado!

—Mira —dijo Enrique—. La próxima vez te ruego que dejes llevar a los hombres el sombrero allá donde más les convenga. El tío ese tenía, al menos, dos metros de estatura.

—Me has parecido canijo —respondí, recobrando el habla.

—La cuestión es no topar con él. Avisaremos al botones.

El chiquillo del ascensor, que estaba de nuestra parte, favoreció desde aquel día nuestras entradas y salidas.

Pourtant —nos dijo—, c'est quelqu'un de trés paisible.

Me acordé de tía Jessica y del magnífic bé.

Cierto día, por la mañana, Enrique me confió al oído:

—Hemos de empezar nuestra vida de casados.

—¡Cómo! Pero ¿es que hay algo más?

—Quiero decir, mi vida, que hemos de ir a Bourges, pues se nos acabó el dinero.

—¡Ah! Esperaba otra sorpresa. Bueno, iremos a Bourges... Pero ¿y los muebles?

—Ya han llegado.

Nuestros muebles eran los precisos para los pocos meses que habíamos de pasar en Francia. Procedían de Barcelona, junto con los baúles y las cajas donde iban los regalos de boda, la vajilla, los cacharros de cocina, recuerdos, etc.

—¿Cómo sabes que han llegado?

—Tengo el aviso. Cuando estemos en Bourges, los llevarán a casa.

—Bien.

Todo me parecía normal. La escasez de dinero, el que nuestra casa estuviera vacía, el tenerlo todo por hacer.

—¿Cuándo nos vamos?

—Esta tarde. Tengo los billetes.

—Y yo una idea. Gran me dio un poco de dinero, para un caso de apuro... Si te parece bien, vamos a beber champaña para despedirnos de nuestra luna de miel, ¿quieres?

—Despedirnos de París. La luna es siempre la misma. Será la misma para nosotros. Aquí, en Bourges o en Indochina, la luna es siempre la misma.

Descubrimos que besándonos no perdíamos el tiempo con vanas palabras. Luego empezamos a hacer el equipaje.

Mi entrada en el pisito de Bourges no fue de las que conmueven a una novia convencional. Los muebles de mayor tamaño, diseminados al azar y al buen entendimiento de los encargados de la mudanza, ni siquiera se apoyaban en las paredes. Precaución delicada por parte de aquellos hombres, ya que las paredes, recién pintadas, hubieran podido sufrir alguna que otra descalabradura.

Por el suelo, que era de madera de pino, estaban desparramados los restos de papeles que anteriormente recubrían nuestras cuatro paredes, más algún que otro goterón de la pintura actual. En una habitación se acumulaban varias cajas embaladas cuyo contenido iríamos descubriendo a medida de nuestra curiosidad y necesidades, y en la pila de la cocina descubrí restos de macarrones, huellas inequívocas de que otros inquilinos habían habitado nuestro hogar.

Los baúles parecían ofrecernos algo de serenidad. Estaban alineados en el pasillo.

—Ya hemos llegado —dijo Enrique—. ¿Te lo imaginabas así?

No. La verdad es que mi imaginación nunca hubiera dado para tanto. Contesté con una sonrisa. Lo más difícil de todo me parecía emprender la tarea, por cualquier lado que se empezara.

—Lo mejor será montar la cama en la única habitación vacía —dije al fin—. No vale la pena querer hacerlo todo de golpe.

Pero para montar una cama hace falta una llave inglesa. ¿Dónde estaba la caja de herramientas? Dentro de alguna de las cajas. Enrique empezó a destriparlas y al fin dio con ella, no sin antes haber llenado el suelo con objetos tan dispares como puede ser un jarrón de porcelana de las Indias y aquella palangana blanca que sale a relucir en casos de indigestión.

—Mañana buscaremos alguien que te ayude un poco —dijo Enrique—, pero esta noche la pasaremos así.

—Claro.

Unas cuantas cajas más, abiertas, dieron a luz la cocina de gas.

—¿Y el tubo de goma?

—Pues no pensé en ello. Espera un momento. Tenemos aquí enfrente un almacén de precios únicos; voy a comprar lo que falta.

—Cómprame también una escoba, y pan... y jamón...

Enrique bajaba las escaleras del pisito como si tuviera alas.

—Y queso y café para mañana...

Volvió a los pocos minutos cargado como un borrico. La escoba le salía de debajo el brazo como una lanza bélica. Pero me imaginé al verla que durante años y años sería mi compañera, mi enemiga, el símbolo de mis sueños frustrados. La pasé por la habitación mientras Enrique enchufaba la cocina de gas.

—Y ahora voy a hacer la cama, luego me lavaré un poco y cenaremos.

—Sería mejor ir a cualquier restaurante.

—¿Tienes dinero?

—No mucho.

—Pues cenaremos en casa.

Encima de la mesa había, por lo menos, cincuenta paquetes.

Esa fue nuestra primera noche en casa. Cenamos pan con jamón encima de la gran cama de matrimonio —único remanso en medio del caos— y bebimos champaña. Dormimos sin pensar en lo que iba a suceder el día siguiente; con la misma seguridad y satisfacción que duermen los novios que antes de casarse ya han colgado las cortinas de su hogar.

Todavía teníamos tres días y el domingo para disfrutar nuestra boda. Enrique empezaba el trabajo el lunes y durante ese tiempo que nos quedaba nos propusimos dejar la casa «como una patena».

No nos ayudó nadie. Enrique y yo, jadeantes y sudorosos como dos jornaleros, transportamos el colosal armario, lo encajamos y lo llenamos con las ropas de los baúles. Era la parte más fácil de nuestro trabajo. Lo que me atemorizaba era aquella habitación llena de cajas y virutas.

«¡Cuánta paja! —pensé, mientras me desprendía de la que se mezclaba con mis cabellos—. ¡Qué terrible cantidad de paja para rellenar los huecos! Para que nada se rompa..., para que lo que no puede romperse no estropee lo frágil.»

Se recibió carta de mi padre:

«... y espero que ya estéis instalados en vuestro nido

La frase no podía caer más a punto. Otra cosa tal vez no fuera, pero nuestro hogar era un inmenso nido, donde Enrique y yo surgíamos indefensos entre las virutas.

En pleno mes de julio las quemamos con paciencia en la caldera de la calefacción. La temperatura de Bourges en verano es esencialmente continental, pero resistimos los treinta y seis grados que marcaba el termómetro como un mal menor.

Esta vez no me engañaba. Los pasos eran de mi marido. Tomé precipitadamente un libro y fingí leer. Sabía que no le gustaba encontrarme pensativa.

—He tardado mucho. Estoy muerto. ¿Cómo te encuentras?

—Mejor. La cena está casi a punto. Voy a levantarme.

Lo hice bruscamente, sin acordarme de que no podía. La habitación giró en torno mío. Cuando desperté estaba otra vez en la cama y Enrique me miraba de un modo muy raro.

—Te has desmayado otra vez. Alguien ha de cuidarte; yo... yo no puedo.

—No es nada. Todas las mujeres se desmayan cuando están en estado. Cristina, la mujer de Ernesto, también lo pasó muy mal.

—No es eso. No puedo soportar que estés sola. No quiero que hagas nada, ¿me oyes? No has de hacer nada.

Un repiqueteo sonó a nuestra puerta. El portero de la fábrica subía una carta. Era de Francia y llevaba la letra de mi padre.

—¡Enrique, Enrique! —exclamé—. Están aquí. Todos han salido de Barcelona.

Luego mi alegría decayó un poco. Ernesto luchaba en el frente del Norte lo mismo que el marido de Tesa.

—Enrique, telegrafía inmediatamente y di que me envíen a Jorge. No ha cumplido los dieciocho años. Diles que quiero que Jorge esté conmigo.

Lloraba sin darme cuenta y Enrique prometió cuanto pedía. No sabré nunca lo que contenía el telegrama, pero Jorge llegó a Melun, ese suburbio de París partido en dos por el Sena y arrimado al bosque de Fontainebleau. Mi padre acompañaba a mi hermano pequeño.

Melun no es feo, pero en aquellos tiempos me pareció descolorido y mortecino como los pocos ánimos que me quedaban. El cielo, ese mismo cielo de París, tan cantado por los poetas, es irresistible para un mediterráneo. Se adentra en el alma como una insidia, mina tristemente y se ceba en aquellos que no están habituados a sus suaves tonalidades de tórtola. Yo lo contemplaba a través de la ventana de mi cuarto, desde mi lecho, y sabía que, contrariamente a lo que había dicho el médico, nunca podría habituarme a él, como tampoco podía acostumbrarme a la monótona rutina del ama de casa francesa.

Otras dos mujeres compartían conmigo el pabellón de la fábrica. Me admiraba oír las conversaciones de las dos mujeres, como yo esposas de ingenieros. Se entusiasmaban, les brillaban los ojos de regocijo cuando hablaban de un buen plato que, efectivamente, habían logrado. Adquirían, con mentalidad de hormiga laboriosa, los más diferentes productos para la conservación del parquet, o del linóleo; hacían punto de media por puro vicio. Ni un minuto les quedaba para la ensoñación pura y simple. Era cosa de empezar el día con alma de máquina, ¡hala, hala!, ahora la limpieza, ahora la compra, luego la comida, los platos, el zurcido, la colada, la cena, la cama, el amor... Y mañana vuelta empezar y así para siempre. TODA LA VIDA.

—Yo debo de ser la cigarra del cuento —dije un día a Enrique.

—Has demostrado que podías hacer lo mismo que ellas —respondía cariñosamente.

Y no me atreví a contestar: «Pero no me gusta. No me gusta nada. Esta labor es estúpida, improductiva. A fuerza de hablar de cazuelas me olvido de escuchar mis pensamientos. Estas mujeres son felices, porque están embrutecidas. No quiero embrutecerme. Prefiero sufrir. Sufrir es de todos modos una exteriorización noble de lo que se lleva dentro. Me rebelaré siempre. No te lo digo ahora porque quedan esperanzas, pero cultivaré mi rebelión. Esta vida es una cárcel moral de la cual yo saldría destrozada. El pensamiento de evasión no me abandonará nunca. Te lo prometo.»

Hubiera querido levantarme aquel día, pero me fue imposible. Es decir: cuando Enrique me dejó, me aseé un poco y puse lentamente orden en la casa. Papá y Jorge estaban al caer; iban a verme, a pasar con nosotros dos días.

La alegría me prestaba fuerzas para hacer más de lo que normalmente podía. Puse la mesa y busqué entre mis ropas algo que me favoreciera. En realidad, el ancho batín disimulaba mi deformado cuerpo. Arreglé la cama y me tendí tapándome con el edredón para poder levantarme en cuanto llamaran a la puerta. Gracias a Dios, la huelga había terminado, con éxito rotundo para los huelguistas, y Enrique subiría a casa muy puntual.

Sí. Llegaba. Le oía subir la escalera. En un momento lo arreglaríamos todo y papá no se daría cuenta de mi falta de ánimos.

Los pasos sonaban escalera arriba. Eran varias personas las que llegaban. Miré el reloj. Enrique se había retrasado y tal vez...

Pero ya no quedaba tiempo de pensar en nada. Sonaba en español la voz fuerte de mi padre, las voces de Enrique y de Jorge se entremezclaban. Me levanté despacio, muy despacito. Mis mejillas estaban lívidas bajo el colorete que, en aquella ocasión, había usado. La puerta se abrió y papá llegó justo a tiempo de recogerme, de llevarme a la cama, como cuando era una niña muy pequeña y él me llevaba al cuarto para que la chacha me desnudara.

—Es la emoción —le expliqué—; estoy muy contenta.

Y algo raro debió de sonar en mis palabras, porque Jorge me estrechó contra él mientras me decía:

—Me quedaré aquí hasta que estés buena.

Me besaba. Me llenaba la cara de besos y luego me tomó las manos y me las besó también, hasta que me di cuenta de que sus ojos estaban llenos de lágrimas.

—Soy un zopenco —dijo avergonzado.

Nunca me había besado Jorge de aquel modo. Reflexioné un instante y me di cuenta de que los hermanos no nos habíamos confiado enteramente. Pasado el primer momento, le escuché decir con voz despreocupada:

—Tienes buen semblante. Algo paliducha, tal vez, pero se te pasará. Si vieras a Cristina... ¡Nunca ha estado tan guapa!

Papá inspeccionaba las tres habitaciones que constituían nuestro nuevo hogar. Cuando cesó la charla de Jorge, se sentó a mi lado, sin decirme casi nada.

—¿En qué piensas?

De antemano sabía que papá iba a responder: «En nada.»

Yo creo que desde que murió mamá, papá había pensado siempre solo y no había permitido que nadie se entremetiera en sus pensamientos. Pensaba, quizás, en todos los que habían quedado en Barcelona: tío Juan y sus hijos. ¿Qué sería de ellos? ¿Qué sería de tío Bill, de tío Paco, de tía Jessica y de los primos de «Filadelfia»?

Todos, sin excepción, estaban en edad de quintas. Rody, Rody vestido de soldado... Tal vez papá pensara en todo eso, pero contestó:

—¡Cómo te pareces a tu madre!

—¿De veras me lo dices?

Era lo mejor, lo más tierno, lo que más podía halagarme. A través de los años la imagen de nuestra madre había ido creciendo en la mente de los hermanos hasta llegar a una cumbre. Ella era la perfección en todo. Había muerto joven...

—Quiero decir que te pareces a ella físicamente.

—Tú la encontrabas muy hermosa ¿no es cierto?

—Tu madre parecía hermosa a todo el mundo.

No quería decirme la verdad. La verdad es que le recordaba a mi madre en sus últimos días. Inconscientemente, la voz que acompañaba mi soledad volvió a repetir:

«Me moriré. Por eso me parezco a mi madre. Si no estuviera muy enferma, papá no me habría dicho semejante cosa.»

Jorge había ido a Melun para verme, no para quedarse. Pero esto lo supe después. Sus intenciones cambiaron en cuanto me vio; papá debió de sermonearle un poco. No le iría mal una temporada en Francia y mejorar su francés. En resumidas cuentas, Jorge tenía una magnífica oportunidad para consolidar un idioma y, además, me haría compañía hasta que naciera mi hijo. Nos escribiríamos con frecuencia poniendo en contacto la familia que había pasado a Francia con el resto, que permanecía en Barcelona. Solamente desde Francia era posible tal cosa.

Papá se marchó al día siguiente, como había previsto, y Jorge se quedó con nosotros. Me pareció que mi hermano pequeño estaba algo encogido en la casa.

—Dime lo que he de hacer, vamos. Si me he quedado parar ayudarte, no hay que andarse con tanto remilgo.

Era bueno, era alegre tener a Jorge en casa, oír su voz perennemente gruñona y pensar que «quería ser útil».

Sí, Jorge. Me fuiste muy útil, pues sin ti hubiera muerto de tristeza, pero has de saber que, afortunadamente, no hay ningún hombre español que resulte útil para las tareas del hogar. Te cortabas en cuanto pretendías abrir una lata de conservas. Vertías el aceite sobre tus pantalones en vez de hacerlo dentro de la sartén. Nunca llegaste a cocinar un huevo frito.

—Me ha salido revuelto otra vez, perdona.

Y yo contestaba, separando restos de cáscara cocida:

—Ya aprenderás.

—No aprenderé nunca, ¿entiendes? Esto es peor que estar en el frente.

—Yo llevo haciéndolo más de año y medio.

—Y mira como estás. Bonito resultado.

—Las otras mujeres no parecen resentirse demasiado.

—Han nacido aquí.

Pegaba un bufido y se sumía breves instantes en la lectura policíaca de Georges Simenon.

—¿Quieres ser un buen hermano? Trae las verduras y prepararemos la cena. Te enseñaré cómo hay que cortarlas.

—¡Maldita sea!

Cerraba el libro de golpe y lo enviaba contra la pared.

—Y ponte un delantal; si no te manchas los pantalones y no te quedará más remedio que limpiarlos. No andas muy boyante de ropa.

Jorge regresó a mi cuarto con dos cazuelas, las verduras, un cuchillo y... el delantal alrededor de su cintura.

—Cuando quiera alistarme en España, habré de callarme todo esto. No me querrían, por marica.

Las horas de la comida eran divertidas. Montábamos una mesa plegable en mi cuarto y charlábamos de los incidentes del día o de la guerra de España. Lo malo era que mi estado continuaba empeorando. No tenía apetito, apenas si podía probar bocado y tanto Enrique como Jorge se desesperaban.

—¿Qué se te apetecería?

Me quedaba pensativa. Nada. No se me apetecía absolutamente nada. O bien, cuando por la noche me abrasaba de fiebre, decía a Enrique:

—Me gustaría beber horchata de chufas.

—Pero, mujer, ¿cómo se te ocurre semejante cosa?

—Ya sé que es una tontería. Pero bebería litros y litros de horchata si pudiera.

Los domingos pedía a mis enfermeros que salieran un poco.

—Anda, enseña a Jorge el bosque. Los árboles de Francia son preciosos. Visitad el castillo. Id al cine.

—Te quedarás sola.

—Dormiré un rato.

Y no dormía. Volvía a recordar los primeros tiempos de casada, en Bourges, cuando todavía no estaba enferma.

Nos habíamos acostumbrado pronto al pequeño pisito de Bourges. Enrique se iba muy de mañana y en un momento lo tenía aseado. Luego hacía las compras, procurando que mis gastos se ajustaran al presupuesto. No todo había ido bien al principio. Así el día de las naranjas...

¡Las había visto tan hermosas! Gordas, bien presentadas.

Semanas antes todavía las comía en Barcelona. Se compraban por docenas y el precio oscilaba entre los veinticinco y los treinta céntimos. No cabía en mi mente que se pudiera comprar menos de una docena de ellas.

—¿ Cuánto, madame?

—Un franco cincuenta.

Hice mis cálculos rápidamente y resultó que representaban setenta y cinco céntimos la cantidad pedida. Me pareció caro, pero no iba a volverme atrás. Los transportes, las aduanas encarecían la vida.

—Una docena, por favor.

Oui, Madame.

La mujer me trataba con deferencia.

Tomé el paquete de sus manos y le tendí un franco con cincuenta céntimos.

La mujer se quedó atónita.

—Un franco cincuenta cada naranja, Madame.

—Perdone, estaba distraída.

Por suerte aquel día había cambiado un billete de cien francos. Entregué a la vendedora de frutas los dieciocho francos y opté por no ir a la carnicería.

A la hora de comer no sabía cómo iba a encajar Enrique aquella medida un poco draconiana.

Después del primer plato le serví el postre.

—¿Qué te ha pasado? ¿Se quemó la carne?

—Hazte cuenta de que hoy es vigilia y come naranjas. He leído en no sé qué revista francesa que un día de régimen por semana es lo más conveniente para conservar la salud.

—¿Me contarás lo sucedido? —preguntó Enrique algo mustio.

Se lo conté todo. No hacía más que un mes que estábamos casados y el percance nos hizo gracia. Poco a poco aprendí a manejar nuestros bienes con soltura.

Al llegar al final de aquel primer mes, le dije:

—Esta noche me gustaría ir al mejor restaurante de Bourges, comer cosas raras y beber champaña.

Enrique me miró entusiasmado, mas pronto se apagó el brillo de sus ojos.

—Creo que no tengo ni un céntimo. Te lo he dado todo.

—Pero yo he hecho economías —contesté con satisfacción no fingida—. Vamos a acabar el dinero del mes esta noche. Mañana cobras. Mañana será otro día.

Cada mes nos permitíamos una velada de lo que a nosotros nos parecía derroche. Cenábamos e íbamos a bailar en la única boîte de la pequeña ciudad. Nuestras juergas terminaban forzosamente temprano ya que la vida nocturna de Bourges era casi nula. Éramos los últimos en salir y los asiduos debían de preguntarse quiénes éramos y qué hacíamos allí.

Aquella salida mensual y la misa de los domingos fue el único contacto que tuvimos con la gente de nuestra primera ciudad.

Meses después llegó aquel día. No me encontraba bien. Tenía vértigo, mareo...; pero no, no podía ser. No queríamos que nuestro hijo naciera en Europa. Habíamos hecho la promesa de esperar para que naciera en Indochina, en Madagascar... Los médicos decían que era peligroso llevar niños de corta edad a las colonias, que era mucho mejor tenerlos allí.

—¿Crees que estoy embarazada?

—Podría ser. ¿Quién puede estar seguro? Iremos al médico.

Un hombrecillo fino y jovial nos recibió como si fuéramos dos chiquillos traviesos que fueran a contarle la gansada que habían cometido.

Después de examinarme me dio dos palmadas en los muslos y dijo a Enrique:

—Pues sí. Me parece que «vamos a tener un bebé».

Se incluía de antemano en nuestra tarea, lo cual hizo que yo mirara a Enrique con cierta sorpresa. Me costaba, en aquel tiempo, apreciar todos los matices de la lengua francesa.

—Todo irá bien —continuaba el especialista—. Su mujer es joven, fuerte; usted, también... Será un bebé precioso.

Bajamos las escaleras de su casa con una rara sensación en el cuerpo. Éramos felices, ¡qué duda cabe!, pero ¿y nuestros planes para lo futuro?

Enrique me besó antes de llegar a la portería.

—Estoy contento, Pilar. Además, ten en cuenta que un hijo no viene de repente. Antes de tres meses estaremos lejos de este agujero. Mañana mismo escribiré a la escuela y verás como nuestro hijo nace en las colonias.

¿Por qué había de dudar? Cuando se ama por primera vez, no se tienen dudas. Si Enrique estaba contento, si él me decía que todo iba bien y que nuestro hijo nacería donde debía nacer, todo era perfecto. Me sentí llena de alegría.

Se recibió la carta unos tres meses más tarde. Una gran empresa con filiales en las colonias francesas ofrecía a mi marido un empleo, mejor que el actual, en Melun.

—¡Pero si no es eso lo que pedíamos!

—No importa. Me interesa estar en una de esas empresas fuertes. Luego todo viene rodando. Un poco de práctica en Melun no me hará daño. Estaremos a un tiro de piedra de París.

Contestó aceptando y yo volví a meter la ropa en los baúles. Las manos toscas y hábiles de los empleados de la mudanza envolvieron con papel cristalería, vajilla, los objetos que pasan por «preciosos», sea por el valor que tienen, sea por el que les damos. Otra vez los cajones y la paja. La paja que aisla, que rellena, semejante a esas horas tediosas que separan los acontecimientos verdaderamente importantes de nuestra vida.

La experiencia de Bourges me valió para entonces. Me había vuelto metódica y el trabajo no me asustaba. Quería terminar pronto nuestra nueva instalación, aunque me fatigara a causa de mi estado. Nuestro alojamiento eran unas piezas que hacía años no se utilizaban y que acondicionaron para nosotros. Mientras tanto, nos alojaron en el hotel y yo me dedicaba, puesto que nada podía hacer hasta que los obreros hubieran terminado, a recorrer nuestro segundo punto de destino.

Discurría entonces nuestra primera primavera de casados. Me extasiaba ante los hermosísimos árboles de Francia y me sentía feliz. Dentro de mí, mi hijo se movía, me golpeaba suavemente, como para llamarme la atención, para que no olvidara que estaba allí.

El hecho de tener que habitar tan cerca de las otras dos mujeres, me tranquilizaba. Eran algo mayores que yo y sus maridos tenían la misma carrera que el mío. Pensé que podrían ser mis amigas. Que me harían compañía en las horas de soledad. Al fin pude conocerlas.

No sé lo que esperaban de mí. Creo que tenían una idea preconcebida de lo que debe ser una española, y hube forzosamente de decepcionarlas. No. No era morena. No era culpa mía haber heredado el cabello de Gran y resultar, por consi guiente, más rubia que las dos francesas. También era más alta que ellas y, sin discusión, más esbelta.

Nos visitaron en cuanto nos instalamos. ¡Yo estaba tan orgullosa de mi hogar! Les mostré mis tesoros, cosas de familia, cosas que Enrique me había regalado, la incipiente canastilla.

Me invitaron a su vez y puede decirse que allí terminó nuestro contacto. Ellas sí se veían. Las oía hablar, incluso desde mi lecho, y me pregunté entonces por qué extraño misterio no había sabido conquistarlas. Estaba dispuesta a encontrarlas agradables y a compartir mis ratos con ellas. Pero algo había en mí que no asimilaron y nuestras relaciones se limitaron a las que puedan tener los inquilinos de una misma vivienda.