Primera parte

1

Éramos varios hermanos en casa, tan diferentes de edad como de carácter. No teníamos madre, pero sí un padre que, temiendo constantemente por nuestra virtud, nos educaba alternando los más rigurosos principios espartanos con la tolerancia más complaciente.

El problema del hijo que mira con ojos de lástima al tosco progenitor, no se planteó nunca en casa. Fue, sin duda, uno de los pocos que no hayamos tenido que resolver, pues nuestro drama dependía precisamente del hecho de tener un padre tan culto como astuto. Culto, digo, porque lo sabía casi todo. Astuto, porque con una sola mirada tenía el don de hacernos olvidar lo poco que nosotros sabíamos.

Nadie tiene idea de lo que fueron nuestras horas de comida. En esas horas en que la familia se reúne y las lenguas se sueltan propicias ante humeantes platos para comentar hechos sin importancia, nosotros repasábamos la lista de los reyes godos, discutíamos el caso de los negros en América, o nos daba por resolver aquel problema del grifo que se escapa y del desagüe que no traga. Entre pedacito de bistec y patata, sin perder bocado, nos levantábamos mil veces en busca del diccionario, historia o librajo que vertiera un rayo de luz sobre el punto que había quedado oscuro. Oscuro para nosotros.

En aquellos años, nuestra ambición se hubiera visto colmada de haber encontrado un fallo en la ciencia de nuestro padre. Imposible... El (papá) hablaba de Wamba —cito a este buen anciano pues recuerdo perfectamente su cara, dibujada con acierto en uno de los tomos de la Historia de España—, hablaba de Wamba, repito, como otra gente habla del tío Eusebio. Luego nos contaba anécdotas de la vida íntima de Abraham Lincoln. Lo mismo le daba. Se sabía de memoria y por deducción todo cuanto es posible saber; así, nuestras comidas alimentaban a la par el cuerpo y el espíritu.

Todos teníamos derecho a opinar y meter baza, y una sola mirada del autor de nuestros días bastaba para hacernos comprender si habíamos acertado o si habíamos dicho una idiotez.

Nuestras buenas notas en el colegio no hacían mella en la opinión paterna. El boletín, que hubiera hecho danzar de júbilo y orgullo al padre corriente, era contemplado de lejos, con aire de lástima y mirada de présbite.

—¡Qué compañeros más flojos tienes! —solía añadir al final de la lectura.

O bien:

—En mis tiempos, los profesores no eran tan benévolos; lo pensaban dos veces antes de poner un diez. Es absurdo incluso lo del diez. Eso pone al alumno a la misma altura que el profesor o el catedrático que ha escrito el libro. Como puedes comprender, no creo tal cosa.

—Pero, papá...

—Nada, nada.

Éramos irremediablemente tontos. Y lo éramos si nos comparábamos a él. Reconociendo este hecho, éramos también humildes.

Viendo la ciencia tan fuera de nuestro alcance, cada uno de los hermanos tenía sus aspiraciones y pasiones propias —algo que papá no supiera hacer—. Descubrimos que era bastante torpe en pintura, deportes y baile. Los cinco hijos de mi padre nos repartimos, pues, estas tres disciplinas.

Voy a retroceder. Me doy cuenta de que he ido muy aprisa en estas primeras líneas y que, sin querer, he engarzado varios años de mi vida.

Voy, pues, a empezar de nuevo diciendo que recuerdo vagamente a mi madre. Yo era muy pequeña cuando tenía una madre como todas las niñas, y no me daba cuenta de que la tenía. Ella estaba siempre muy ocupada con otra hermana menor que yo y con el chiquitín que se nos echó encima a última hora.

Éramos, como he dicho, cinco en casa y yo no era la mayor ni la menor. Era precisamente la que hacía el número tres, cosa que me quitaba toda importancia. Mis dos hermanos mayores, que eran, respectivamente, chica y chico, tenían el privilegio de ser los dos primeros y poseer diferente sexo. Los dos últimos también tuvieron esta misma gracia. Yo, como no podía escoger un sexo diferente de los dos ya establecidos, fui lo que fui. Alguien más.

Debía de estorbar en casa, pues me enviaron muy pronto a una especie de Jardín de Infancia, donde chicas y chicos pintábamos con lápices de colores, aprendíamos a abrochar botones y a hacer lazos con cintas azules.

Mi primera pelea fue a causa de un chico tonto que quiso quitarme un lápiz. Vivía en la misma casa que nosotros y yo le tenía rabia. Creo que le di un coscorrón y, además, aproveché su sorpresa para quitarle dos lápices —para que aprendiera—. Otro chico, extranjero, tomó mi partido. ¿Qué habrá sido de aquel muchacho? No lo sé. Fue mi primer paladín; se llamaba Villers o Villiers, y cuando le conté el lance a mi madre le dije formalmente que cuando me casara sería la señora de Villiers.

Poco tiempo después me enviaron a casa de unos tíos abuelos. Me mimaron con exceso y comí durante aquella temporada más arroz con leche del que luego he comido en el resto de mi vida.

Un día se presentó una modista que me hizo un trajecito negro. Me compraron un sombrero que me caía sobre los ojos, como un apagaluces, y... volví a casa.

Empezó para nosotros una nueva era y, para cortar el silencio durante una de las primeras comidas, papá declaró que no era conveniente que bebiéramos más de dos vasos de vino. Como antes no bebíamos ninguno, aquella medida nos pareció bastante transigente y, haciendo de tripas corazón, todos los hermanos nos ingeniamos para acabar nuestra dosis cotidiana de vino en las comidas. Hago caso omiso del chiquitín, que todavía andaba con sus biberones. No sé qué tal nos sentaba aquello al principio, pero como todo es cosa de costumbre, acabamos por adaptarnos todos al nuevo régimen.

Precisamente aquel año se decidió ponerme en un colegio «de verdad». Yo, con mis cinco añitos, sabía por desgracia todas las letras, leer y escribir un poco. Una verdadera desdicha que me valió entrar como nueva en una clase de niñas algo mayores que yo.

Dos cosas se hicieron evidentes en aquel primer colegio. Primera: no creo que haya persona más zote que yo para coger una pelota.

Sí, ya sé que eso no es importante, pero lo era para mí en aquel entonces. Las educandas, en nuestros momentos de recreo, nos dividíamos en dos bandos y jugábamos a ese infame deporte que consiste en echarse la pelota y pasar de un campo a otro. Pensar en ello es todavía para mí un bochorno. La pelota no llegaba a mis manos ni por equivocación. Ni cuando me la echaban exprofeso, por pura lástima. He sido siempre una nulidad para ese juego.

Luego me di cuenta de que poseía la más feliz, la más terrible memoria.

Cuando sucedió lo de mi madre, ¿no hubo nadie, abuela, tía o prima lejana, que se encargara de nosotros? Tengo entendido que esto es lo que suele suceder en tales casos, aunque también creo que nosotros hemos hecho siempre las cosas al revés de todo el mundo, no por simple espíritu de contradicción, sino porque las circunstancias lo han querido así.

Teníamos de todo. Abuelas, tías, primas incansables que bien hubieran hecho vertiendo sus sentimientos de maternidad frustrados sobre los cinco pobres diablos de casa. Me pregunto, a veces, si tan poco apetitosos éramos para que nadie, absolutamente nadie, se tomara interés por nosotros. O bien si mi padre, obsesionado por la imagen de mi madre, no permitió que otra mujer se mezclara en los asuntos íntimos del hogar.

Nuestra familia no era un bloque homogéneo y parecido como suele suceder en casi todas las familias. Hemos sido siempre todos dispares, cada uno de nosotros con nuestras tendencias, gustos y físico diferentes.

¿Por qué? Vaya usted a saber. Yo achaco la culpa a los dos abuelos. Los dos, sin parecerse en absoluto, tenían un punto básico común. Los dos se habían largado a América en aquellos tiempos en que un chico de diecisiete años tenía arrestos de hombre. Allí, después de bastantes vicisitudes y escogiendo caminos enteramente opuestos, se habían casado con norteamericanas. Mis dos abuelas, a quienes llamábamos, respectivamente, Gran y Granie, eran de origen sajón. Las dos tenían un concepto de la vida bastante original, con ribetes de puritanismo tan anclado por entonces en la buena sociedad.

Eran dos mujeres que, desde que salían de su habitación por la mañana, hasta que volvían a ella por la noche, se conservaban frescas, aseadas, como si el ajetreo natural del día no tuviera nada que ver con ellas. Tuvieron muchos hijos y los educaron según sus principios, allí, en los Estados Unidos. Al regresar a España los dos abuelos, ellas se aclimataron a su modo, sin perder ni un ápice de aquella personalidad tan sumamente enraizada.

A ninguno de los nietos se nos hubiera ocurrido decir, por ejemplo:

—Gran (o Granie), me duele la barriga.

Ciertas partes del cuerpo eran inexistentes para ellas. Uno podía tener dolor de cabeza, de garganta e incluso estar mareado. Al mencionar el estómago, se tosía levemente y con un «excúseme» se daba a entender que el estómago era una zona vaga y extensa que comprendía desde el busto hasta las rodillas. De allí para abajo la anatomía volvía a tener nombre propio.

Granie, o sea la madre de mi madre, tuvo la suerte de conservar al abuelo toda su vida; pese que el abuelo le llevaba veintitantos años. Vivió con él muy feliz. Era una abuelita espiritual, con profundo sentido artístico. Le gustaba la música, la pintura y los poetas ingleses. Vestía siempre con colores claros y se perfumaba con lavanda. Si no le agradaba la cocina propiamente dicha, le encantaba hacer pasteles y confituras. No le atraían las labores ni la calceta ni el ganchillo... Leía, pintaba o tocaba el piano.

Si alguien caía enfermo en la casa —esto era excepcional—, sacaba a relucir, para la ocasión, un pañito que bordaba con tanta desgana como primor. Aquella labor duró, según tengo entendido, treinta y cinco años. Sus hijos, mi madre y mis tíos la llamaron primero «La labor de Penélope». Al transcurrir el tiempo se perdió el respeto y la labor quedó bautizada «Penélope» a secas. Cuando Granie sacaba a Penélope de su cómoda, ponía un aire de circunstancia que sentaba muy bien con el hecho de haber un enfermo en la casa.

—Te haré compañía, hijo. Voy a buscar a Penélope.

Y en su melancolía se reflejaba el profundo disgusto interior que experimentaba al tomar labor, aguja e hilo.

¡Oh, no! Granie no era la mujer apropiada para cambiar pañales, limpiarnos las orejas o hacer las mil cosas necesarias en una casa donde hay cinco chiquillos. Su teoría era que ella ya había hecho bastante con educar y cuidar a sus propios hijos y que otras personas estaban más capacitadas para nuestra vigilancia. Cierto, y maravillaba pensar cómo un ser tan etéreo pudo cumplir con estas exigencias de la vida.

¿Y la abuela Gran? Había perdido a su marido en cuanto regresaron a España. Se encontró, como quien dice, sola en un país extranjero y con la única riqueza de varios hijos a quienes educar. Los sacó adelante sin pedir nada a nadie, con la misma valentía que sus antepasados habían atravesado en caravana el desierto de Arizona.

Para aquella mujer, la vida o la muerte, el esplendor que había conocido o la ruina actual, eran meros incidentes. Fue una madre de cuerpo entero que dedicó el inmenso caudal de sus energías y de su inteligencia al cuidado de los suyos.

Pero no era tierna. No había tenido demasiado tiempo para serlo. Era muy hermosa; sus hijos la respetaban y la temían. Cuando todos se hubieron casado o situado, prefirió vivir sola.

Hablaba varios idiomas a la perfección y no le importaba verter algunos de sus conocimientos sobre sus nietos. Se apasionaba por la astronomía...

Sentía un profundo afecto por tía Teresa, hermana menor de su esposo y educada también en los Estados Unidos. Teresa y ella hubieran podido vivir juntas; las dos eran viudas y hubiera sido una solución. Pero no era posible... Las dos tenían el mismo genio turbulento. Probaban de amoldarse. Vivían algún tiempo en comunidad y a las tres semanas la tensión entre las dos se hacía insoportable.

Se querían con toda el alma, pero con una clase especial de amor que no podía soportar el roce ni la presencia. Las dos lo sabían, se separaron de mutuo acuerdo y a partir del día de la separación fueron como dos hermanas.

No. Tampoco era Gran la abuelita soñada para los cinco huérfanos que éramos. Gran estaba cansada de luchar y lo único que ansiaba era la paz. Tal vez esa paz la hallara en el estudio y en la contemplación de un cielo estrellado.

¿Cómo sería yo de haber tenido las clásicas abuelitas que la gente concibe? Dulces abuelitas de antaño que apenas sabían escribir y que se excusaban alegando «que no tenían las gafas a mano». Abuelitas negras, con un calcetín inacabable entre los dedos; dale que dale a las agujas... ¿para qué?

Yo no he visto a ninguna de mis dos Gran y Granie haciendo calceta. Es posible que otra clase de abuelas hubiera ido mejor para nuestro caso particular; pero la realidad es que nadie es imprescindible. Los cinco chiquillos crecimos, a pesar de todo, y hoy en día puedo sonreír a solas al evocar a las dos benditas mujeres que, en aquella ocasión, no nos fueron de ninguna ayuda, pero que eran originales, admirables y, por consiguiente, admiradas.

¿Crecimos, pues, abandonados? No, porque papá nos consagraba todas sus horas libres. No, porque en casa hubo una sucesión de «chachas» que con gran bondad se hicieron cargo de nuestra soledad.

Esa institución, típicamente española y cargada de defectos, posee innegablemente un gran corazón. No hablaré de ninguna en particular, pues todas ellas se confunden como si se resumieran en una sola persona. Es posible que nuestra casa no fuera un modelo de organización, ni de orden, ni de nada... Las chicas que se sucedieron, se interesaron por nosotros y lo hicieron a su manera, que no era seguramente la buena, pero sí la más humana.

Si estábamos enfermos, los quehaceres de la casa quedaban en suspenso. Todo cuanto no fuera cuidarnos, se dejaba relegado a segundo término y...

—¿Vamos a poner una cataplasmita?

Lo más probable es que aquella cataplasma, tan amorosamente ofrecida, no fuera de ninguna utilidad, pero nos curábamos igualmente. Nos curaban los mimos, la paciencia, la diversión en que se convertía el menor malestar. El hecho de darnos una medicina desagradable se les antojaba un crimen y... ¿quién puede denostarlas? La medicina se vertía, en general, por los suelos, en cualquier lado menos en nuestra boca terca y recelosa.

—¿Jugamos a la oca?

Y se jugaba a la oca sobre una cama hecha un revoltillo de recortes de papel, de lápices y de migas de galleta.

—¿No viene el sueño?

Y los cuentos maravillosos a los que nos había acostumbrado nuestra madre, eran reemplazados por el cuento tosco, pueblerino.

Aquellos breves relatos llegaron a gustarme con delirio.

Se parecían todos; pero ¡había tanta paciencia, tanta ternura en el hecho de contarlos! Aquel cuento nocturno tenía más importancia que los botones que faltaban en la camisa de mi padre. Aquel cuento se relataba despacio, para que la niña —o el niño— durmiera, aunque la cena de los otros se quemara en la cocina. Aquel cuento era recitado sin prisas, salpicado de gestos, bien dicho, ¡como si fuera el más bello poema del mundo!

Los domingos íbamos de paseo o al cine.

Otras veces nos quedábamos en casa, pues Gran y tía Teresa venían a comer. Por la tarde se reunía con nosotros tío Juan —un hermano de mi padre— con su mujer y sus cinco hijos.

Después de un tiempo prudencial volvió a abrirse el piano. Y bajo los dedos de Gran o de tía Teresa la casa se llenaba de melodías. No era la música que solía tocar mi madre, aquella música ya nadie la interpretó nunca. Pero Gran y sus hijos conocían de memoria varios trozos de ópera y se repartían los papeles para cantar todos formando un conjunto.

La voz de Gran, algo cascada, era de contralto. El tío Juan poseía una magnífica voz de tenor. Mi padre tenía buen oído y no le quedaba más remedio que llenar los huecos, esto es, hacer de barítono o de bajo. En cuanto a tía Teresa..., tenía una voz que le salía a chorros, no sé si bonita o fea, potente y a menudo desafinada.

Teresa, dejando aparte su voz, era una preciosa colaboradora en aquellas sesiones musicales. Podía imitar toda clase de ruidos; bombo, platillos y, con rara perfección, el sonido de la trompeta. No puedo escuchar Aida sin oír —en recuerdo— a Teresa, haciendo un verdadero fondo musical, con unos trompeteos que hubieran causado envidia a todo un rebaño de elefantes... Lo mejor del caso era la profunda seriedad con que aquellas sesiones musicales se desarrollaban. No es que ellos no se divirtieran. Se divertían de lo lindo, pero tomando su papel muy a pecho. Permanecían todos alerta, dispuestos a entrar en acción justo al segundo S. La menor vacilación, el menor fallo o carraspeo eran duramente censurados. Allí se estaba para lo que se hacía.

Papá, como he dicho, tenía buen oído, aunque su voz dejara algo que desear. Eso le amargaba un poco. A él le hubiera gustado cantar los trozos de tío Juan, y lo hacía a solas, mientras se afeitaba. Su caudal de voz era bastante grande, pero... no llegaba a los agudos y había encontrado para zafarse de ellos una forma que nosotros, a fuerza de oírle, considerábamos muy normal.

Empezaba cualquier «solo» poniendo en él toda su alma. Cantaba preferentemente en italiano, rodando las erres, como se hacía entonces. Se entusiasmaba consigo mismo y cuando llegaba el momento difícil se paraba en seco y nos decía:

—¡Aquí viene el agudo!

Luego, sin más comentarios, continuaba la romanza satisfecho de sí mismo, recordando con deleite sus intérpretes favoritos.

Yo me había hecho una idea tan elevada, tan formidable del famoso «agudo», que la primera vez que tuve ocasión de escuchar ópera en el Liceo, quedé algo desencantada. Había oído miles de veces aquellas notas y las conocía todas. Todas menos «aquélla». Papá estaba a mi lado. Me cogió la mano y con un leve susurro me dijo:

—¡Ahora viene el agudo!

Contuve el aliento. Me latían las sienes de emoción. Y aquel agudo me pareció tan natural como el resto de la romanza.

Me volví hacia papá y dije:

—Ha sido un agudo muy pequeñito, ¿no crees?

—¿Cómo querías que fuera?

—No lo sé. La verdad es que... tus agudos me hacen mucho más efecto. Son más difíciles.

Alguien intervino: «¡chist!» Y papá puso un dedo sobre sus labios.

El encanto de aquel misterioso «agudo» había desaparecido.

No siempre nos estaba permitido el acceso al salón durante las veladas musicales. Y aun cuando lo era, a veces, los primos nos aburríamos, pues aquellos trozos de música nos los sabíamos al dedillo.

Entonces los hijos de tío Juan y nosotros nos dedicábamos a jugar.

Debo aclarar que «nosotros» pensábamos que no podía haber chicos más malos que los del tío Juan. Y los hijos del tío Juan, a su vez, pensaban que «nosotros» éramos los peores chiquillos que habían conocido en su vida.

Pero nos queríamos. Reinaba entre los primos cierta compenetración cómplice de barbaridades hechas en común, de desastres inherentes a tales visitas, de castigos compartidos, de coscorrones soportados, de magullamientos sufridos, de heridas curadas en pelotón.

La chacha de turno tenía en principio, como misión, cuidarse de nosotros. Pero ¿cómo iba la pobre a dominar a diez furias desatadas que disfrutaban de aquella tarde como el condenado a muerte disfruta de su último pitillo?

Nuestro pasillo circular era testigo de unas carreras locas, en donde los grandes arrollaban a los pequeños, sin el menor asomo de caridad cristiana.

Los pequeños, por nuestra parte, procurábamos estar a su altura y nos asíamos de las primeras rodillas o de las primeras faldas que pasaban a nuestro alcance. Jugábamos a «buenos y malos»; a películas que habíamos visto, a guerras, a trenes velocísimos que habían perdido los frenos. Cualquier juego era bueno, con tal que fuera fogoso y violento.

Cuando el ruido era insostenible, Gran, papá o cualquiera de las personas del salón, asomaba la cabeza y decía:

—Esto es para volverse loco. ¿No podéis jugar más quietecitos?

¡Claro que sí!

El comedor estaba al otro extremo de la casa. Allí podía trasladarse el campo de acción y desarrollarse la segunda etapa de la contienda. Nuestra gran diversión consistía en saltar del sofá a cada uno de los butacones que formaban el conjunto íntimo de la pieza. He de hacer saber que no ha habido ningún ejemplar obeso en nuestra familia. Los diez primos éramos diez quisquillas, más o menos altos, según nuestra edad establecía. Si los muelles de antaño eran buenos, nuestros brincos no desmerecían. Ante los impotentes ojos de nuestra vigilante se desarrollaba una bacanal de saltos del sofá al sillón, de allí al otro y de aquél otra vez al sofá, sin perder el compás, por riguroso turno y de prisa, ¡de prisa!, cada vez con más maestría.

Nubes de polvo cubrían los muebles restantes. A Paco, el mayor de mis primos, le sangraba la nariz, mientras Eugenia, mi hermana mayor, llevaba sus dos trenzas deshechas; Ernesto, el segundo de casa, conseguía hacer saltar por enésima vez las eternas costras de sus rodillas. Y todo ello dejaba su rastro en la tapicería del tresillo. Todos nosotros, más o menos contusos, seguíamos el endiablado juego como movidos por una fuerza interna, por una borrachera común que nos impidiera parar. Sabíamos de antemano que aquello terminaría mal, que nos iríamos a la cama sin postres, que nuestra tía Lucía, la mujer de tío Juan, saldría de casa con porte airado. Pero algo superior nos movía. Habíamos empezado a ser malos y no podíamos quedarnos a medio camino. Cualquier castigo, prohibición o dolor nos parecía soportable con tal de llegar al paroxismo de nuestra diversión.

Cuando la chica nos veía en estado comatoso, nos conducía al lavabo. Por turno, los invitados primero, nos remojaba las sienes, nos lavaba las manos, las rodillas... en fin, nos restauraba lo mejor posible. Por lo general, Tesa y Jorge, mis dos hermanos pequeños, lloraban de sueño y fatiga. Lo mismo sucedía con Luisín, el menor de mis primos. Era la hora de la retirada, la de buscar bufandas, boinas y abrigos, y decirse adiós.

Al día siguiente salían a la luz los cardenales y destrozos causados. Es incontable el número de tiradores de puertas que se llegaron a reemplazar en casa.

El sofá se destripaba y los muelles de los sillones se asomaban al exterior con asombrado gesto. Papá odiaba estos pequeños gastos.

—¿Cómo ha sucedido? —preguntaba a la chica.

Y ella siempre echaba las culpas a los pequeños del tío Juan. Según ella, mis primos nos incitaban al mal; nosotros, pobres corderos indefensos, seguíamos, arrastrados por el mal ejemplo.

Luego, al cabo de poco tiempo, íbamos a pasar la tarde dominguera a casa de tío Juan y los juegos se repetían idénticos. La única diferencia consistía en que tía Lucía, al repasar daños y perjuicios, se lamentaba muy seriamente de nuestra pésima conducta alegando que todas las bellaquerías de sus hijos eran fruto del mal ejemplo recibido.

Ya que estoy hablando de nuestros juegos, he de decir que éstos tenían su apogeo durante el verano.

El problema del veraneo, tan importante para los chiquillos, era, para nosotros, cosa solucionada de antemano.

Mis abuelos maternos, es decir, el abuelo y Granie, poseían cerca de Barcelona una finca vastísima. En una de sus dependencias nos alojábamos nosotros y en «la casa grande» vivían ellos con alguno de sus otros hijos y nietos.

Granie bautizó su finca con el nombre de la ciudad donde había nacido, «Filadelfia», que sustituyó al nombre primitivo de la propiedad, anteriormente dotada con otro nombre mucho más modesto. A todos nosotros aquel nombre nos parecía el más adecuado para la casona; pero tengo entendido que los vecinos lo encontraron siempre algo extravagante y así, muchas veces, oíamos que, hablando de nosotros, la gente de la barriada decía:

—Son los chicos de «Can Lloveta».

¡Can Lloveta! Este nombre no me sugiere absolutamente nada. Para nosotros, la finca de los abuelos fue siempre «Filadelfia». Poco nos importaba su lejano origen. El nombre estaba allí, en la verja de la entrada. Si la finca había sido bautizada dos veces, nosotros no éramos responsables de ello.

Pero antes de ir a «Filadelfia», papá, siguiendo las rigurosísimas normas de higiene tan en boga en aquel entonces, nos hacía tomar unos cuantos baños de mar. Ignoro el número. ¿Diez? Tal vez; veinte como máximo.

A mediados de julio empezábamos a incordiar al autor de nuestros días.

—¡Papá! ¿Cuándo vamos a los baños?

—Todavía es pronto. Todo lo que sea mojarse antes de San Juan, es una barbaridad.

Pero nosotros, de un armario bajo que siempre estaba hecho un revoltillo, extraíamos los trajes de baño de la temporada anterior.

Yo no sé qué mérito tenían los trajes de baño de antes, que duraban eternamente. Cada uno de los hermanos tenía el suyo, como es de suponer; pero, que yo recuerde, siempre era el mismo.

A partir del quince de junio, vuelvo a repetir, reinaba en casa un espíritu marino. Nos vestíamos a media mañana o a media tarde con nuestros famosos trajes, pretextando calor. Nos admirábamos mutuamente comparando nuestras anatomías e incluso nos dábamos algún que otro remojete en la bañera, ataviados de tal forma.

La frase monótona, insistente, volvía a nuestros labios:

—¡Papá! ¿Cuándo iremos a los baños?

Los días acortaban nuestro suplicio. El calor arreciaba y San Juan, el santo que para nosotros era el gran patrón de los juegos acuáticos, se presentaba, como siempre, a la misma fecha.

Entonces se decidía empezar la tanda de baños, pero no así como así, no a tontas y a locas.

Por desdicha nuestra, papá sabía incluso la dirección e influencia de los vientos y el efecto que éstos tenían sobre el mar.

—Hoy es inútil —oíamos acongojados—; sopla levante.

Había vientos benéficos y vientos malos. Había vientos anodinos. He de ser justa y decir que, a excepción de los de norte o de levante, todos los demás íbamos a la playa.

¡Ir a la playa!

Como el nuestro, cientos de padres conscientes de su deber iban a la orilla del mar acompañados por los numerosos hijos que se tenían entonces. Poco, muy poco hubiera costado un coche de alquiler, uno de esos peseteros que hacían las veces de los taxis de ahora. Pero aquello entonces significaba el despilfarro, el gasto inútil. Bien el dinero gastado a manos llenas para la mesa, para los estudios. Pero el tranvía era el medio de transporte usual para todo aquél que no fuera millonario o no estuviera tullido. Papá y nosotros cinco, después de unas manzanas a pie, tomábamos el tranvía que debía arrastrarnos hasta Colón.

Como todos los sabios, papá era un hombre torpe por esencia.

Nuestro pequeño grupo corría mil peligros en los cruces —papá sólo tenía dos manos—. Esperábamos indefinidamente que, para atravesar, no hubiera ningún vehículo a la vista. Entonces, cual racimo humano, nos precipitábamos en bloque, buscando la acera más próxima. Si por casualidad un coche o un carro nos hacía traición, nuestro grupo se desmoronaba y papá corría adelante o atrás, ofreciéndose inevitablemente como víctima propiciatoria al conductor que había turbado nuestros métodos.

Teníamos una marcada preferencia por los tranvías estivales. Aquellos que, en los meses de calor, se adornaban con lona blanca y azul, enteramente abiertos y con un largo estribo donde el cobrador podía practicar ciertas acrobacias durante el trayecto.

Casi siempre iban de remolque; por lo tanto, mucho más sacudidos que el coche de delante. Papá prefería este último por razones fáciles de comprender.

La subida al tranvía era siempre un momento de emoción.

Los tres pequeños dependíamos exclusivamente de la destreza de nuestro padre. Suerte que los hombres de mi familia tienen al nacer una superioridad sobre los hombres del montón. Papá, con su metro ochenta y dos de estatura, nos elevaba sobre la turba y nos colocaba directamente por la ventana. Caíamos como caíamos. ¿Qué importancia tenía aquella menudencia?

¡Uf! Ya estábamos sentados. Nuestro cuello se tendía para ver si papá podía entrar. El lo hacía siempre por vía normal; primero, porque tenía gran estimación por todo cuanto fueran usos y costumbres; segundo, porque el trepar por la ventana hubiera sido para él muchísimo más arduo que aprenderse de memoria las tablas de logaritmos.

Papá entraba al fin, casi siempre el último. Los cinco hermanos suspirábamos tranquilos, pues en más de una ocasión el tranvía se había puesto en marcha dejando a nuestro padre en tierra.

Nosotros, llenos de cubos, palas y bocadillos, le hacíamos un sitio y así, apretándonos un poco, llegábamos a Colón.

Recuerdo como una caricia el olor de mar después de todo un invierno.

Un salto para franquear el espacio entre el muelle y la «golondrina». Correr hacia la proa para ser los primeros en tomar los billetes en la taquilla de San Sebastián. El mugido de la «golondrina» al dejar el puerto... Gestos, ritos y aromas lejanos, pero vivos todavía en mí, tan fáciles de evocar que basta que piense en ellos para que todo mi ser recobre la alegría y la inconsciencia de aquellos años.

Creo haber dicho que los hermanos no nos parecíamos gran cosa ni en físico ni en aptitudes.

De los cinco, tres éramos francamente marinos: Ernesto, Tesa y yo. Eugenia y Jorge, tal vez por el hecho de hallarse en los dos extremos, eran verdaderos plomos que sentían por el agua un asco instintivo.

No creo que ninguno de los tres pueda decir exactamente a qué edad empezó a nadar. Yo no lo sé. Es como si me preguntaran cuándo dije mi primera palabra o cuándo empecé a gatear... Lo ignoro. El más lejano recuerdo de mis aptitudes acuáticas lo sitúo, sin embargo, hacia los seis años.

Por precaución y porque nos gustaba, papá alquilaba para todos unas calabazas.

Primero tomábamos el sol. He dicho que la ida a la playa se producía después de comer y nuestro padre, reloj en mano, no nos dejaba mojar ni el dedo gordo del pie si no hacía dos horas justas del último bocado.

Creo que, en nuestro caso, aquel lapso de tiempo era más que suficiente. Éramos todos tragones y nuestra digestión no corría el riesgo de entorpecerse con el agitado trayecto que separaba la Barceloneta de nuestro hogar.

La espera en la playa se nos hacía odiosa.

—¡Papá! ¿Puedo mojarme?

—Faltan diecisiete minutos —respondía, preciso, mi padre.

Nunca eran veinte, ni diez, ni cinco los minutos que faltaban. Siempre eran cifras desalentadores como diecisiete, trece u ocho condenados minutos.

El leía el periódico y nosotros hacíamos pozos en la arena. Por fin, después de haber contado hasta ciento o de habernos entretenido recogiendo piedras, íbamos al agua.

La precaución de las calabazas era la mínima que un padre podía tomar con cinco hijos, tres de los cuales, ajenos por completo al peligro, se echaban al mar como quien entra en una bañera.

Papá nadaba como los señores de entonces. Nada de ese crawl que llena de agua boca y narices e impide la visión de lo que nos rodea. Aun hoy en día no me explico cómo podía mantenerse a flote, de medio pecho para arriba, y avanzar (¿majestuosamente?) a grandes brazadas, con las piernas encogidas como las de las ranas.

En los días de gran calma, nos llevaba hasta la bota, aunque esto no le gustaba mucho. No le gustaba desde que una vez yo me alejé del grupo y, nadando de espalda, pasé de largo con exceso el tonel rojo que era nuestra meta.

Me di cuenta de pronto y tuve mi poquitín de canguelo. Llamé a papá y a éste debiéronsele erizar los pelos en su cabeza. (Esta es una frase figurada, ya que papá utilizaba una especie de gorrete negro, de punto, hecho si mal no recuerdo con la parte alta de alguna media vieja.) De todos modos, aunque el erizamiento fuera únicamente moral, recuerdo que gritó e inmediatamente se puso a nadar en mi dirección. Yo, a mi vez, traté de aproximarme a él, pensando de antemano en el castigo que se me impondría. Y en esto, toda una banda de delfines atravesó precisamente por el espacio comprendido entre la boya y donde yo estaba.

Confieso que la sorpresa de ver aquellos peces grandotes y negruzcos haciendo cabriolas, me impidió pensar en otra cosa. Aquello no duró mucho. Nadé otra vez rumbo hacia la bota, en donde mi grupo me esperaba medio desvanecido. Nos pusimos inmediatamente en camino hacia la playa.

Papá no me regañaba. Al contrario, me animaba tiernamente a «nadar despacito, sin cansarme». Llegamos. El tono tierno de la voz de papá cambió en cuanto encontró arena bajo sus pies. Sus ojos me miraron anunciando tormenta.

¿Qué pasó por mi cabeza? No lo sé. Probablemente la prueba de los delfines había exaltado mis malos instintos, pues en lugar de recibir humildemente la regañina de mi padre, me eché a correr a través de la playa. Papá emprendió la carrera detrás de mí.

La gente nos miraba. Hacía tiempo que yo era el blanco de las miradas de la gente y mis corridas eran el acto final de aquel día memorable. Las cuerdas que desde la playa aguantaban las boyas, convertían nuestro deporte en carrera de obstáculos. Movida por la ambición de escapar a una paliza, las saltaba con gran destreza. También papá. ¡Nunca le creyera tan hábil, pobre de mí...! Sucedió lo peor que podía suceder. En uno de esos saltos, cuando la playa entera reía a carcajadas, papá se enredó en la cuerda y cayó en la arena cuan largo era.

Mi terror era tan grande, que no sabía qué hacer.

Buenas gentes ayudaron a papá. Otras, seguramente no tan buenas, me apresaron. En aquel momento pasó por mi cerebro el recuerdo de cierto pasaje bíblico: «El sacrificio de Isaac.» Yo, presunta víctima, decidí encomendarme a Dios y dócilmente me acerqué a mi padre poniéndome en postura cómoda para que él pudiera darme fácilmente la corrección que merecía. Me la dio. Todos la esperaban, y el no dármela hubiera sido defraudar a un gran porcentaje de gente.

Al día siguiente me quedé castigada en casa. Hacía muy mal tiempo, pero papá y los otros fueron a los baños únicamente, creo yo, para contribuir a mi formación moral.

El regreso a casa desde los baños se asemejaba en todo al viaje anterior. La única agravante consistía en que los primeros baños nos quemaban la piel y cualquier roce provocaba ayes de dolor. La chica nos esperaba con la caja de polvos de fécula de patata en la mano y, en casos de gravedad, se hacía una mayonesa sin sal, con la cual se untaban copiosamente las partes sensibles.

Y al mismo tiempo que la temporada de baños, empezaban los preparativos para nuestra estancia en «Filadelfia».

He de aclarar que vivíamos en el ensanche de Barcelona y que la finca de mis abuelos distaba de la Plaza Cataluña no mucho más de seis kilómetros. Pero nunca —y Dios sabe que no han sido precisamente mudanzas lo que ha faltado en mi vida— he visto hacer preparativos tan laboriosos.

Con quince días de anticipación se abrían los baúles. Los chicos disfrutábamos de lo lindo y contra todo indicio de sentido común, «íbamos» metiendo en ellos cosas, sin orden ni concierto, regidos únicamente por nuestra intuición y fantasía.

Como es de suponer, papá, desde su oficina, no sabía de tales andanzas y vivía tranquilo en su mundo de números y balances.

Los baúles se llenaban de nuestros favoritos: un Arlequín cuyo traje verde y rosado estaba bastante deslucido. Había pertenecido sucesivamente a todos los hermanos y aquella herencia era considerada un alto honor. Se llamaba Alejandro, le faltaba un ojo y uno de los cuernos del gorro, heridas honrosas que nos lo hacían más querido. Jorge, su actual propietario, no podía dormir sin estrecharlo entre sus brazos. Aparte de Alejandro, acarreábamos el juego de cacharros de loza, pesado, frágil y poco transportable, pero imprescindible para nuestros juegos de cocina en «Filadelfia». El cajón de libros de Calleja, que todos nos sabíamos de memoria, pero sin cuya compañía no concebíamos la vida... ¡qué sé yo!

Las chicas lo encontraban todo bien. A última hora, y si quedaba sitio, se añadían los trajes de dril de papá, todos nuestros zapatos, sandalias o alpargatas.

Nos despedíamos de nuestros vecinos, como si nuestro desplazamiento fuera algo tan importante como un viaje al Extremo Oriente. Gran y tía Teresa iban a comer por última vez, en aquella temporada, a casa.

Era la época de los organillos y eso constituía un verdadero drama para tía Teresa. La última tarde musical del año se veía muy a menudo ensombrecida por la presencia de los organillos.

Para nosotros, que habíamos nacido y que vivíamos en aquel barrio de Barcelona, la música callejera tenía cierto encanto. Tía Teresa, cuyo oído era dudoso y, por lo tanto, se iba fácilmente de un tono a otro, el suplemento musical la traía de coronilla.

La temperatura reinante hacía que los balcones se mantuvieran abiertos de par en par. Las notas callejeras entraban en casa y Teresa perdía ritmo y color, con gran desconsuelo por parte de los demás.

Huelga decir que nadie le hacía la menor reflexión. Gran hubiera tomado su partido inmediatamente, y este solo hecho bastaba para atajar toda crítica. Tía Teresa era la decana de la familia y también esta razón le daba libertad para desafinar cuanto le viniera en gana.

Cierto domingo en que la temperatura parecía propicia para exaltar los ánimos más sosegados, Teresa tuvo un arranque de ira. Salió al balcón y, con su inimitable acento hispano-yanqui, dijo al hombre echándole generosamente, según ella, diez céntimos:

—Si no puede usted callar, toque al menos una polca.

El organillero, algo duro de oído, o molesto por el tono y la falta de generosidad, contestó:

—Está bien. Voy a hacerlo como usted manda.

Y en vez de polcas, baile al cual toda la familia era bastante aficionada, el buen hombre ensartó, toda una tarde, una serie interminable de jotas.

La casa se cerraba hasta octubre. Seis kilómetros son seis kilómetros, y papá prefería recorrerlos cada día, aunque las condiciones fueran penosas, antes que penetrar y dormir solo en aquel hogar que, sin nosotros, carecía de sentido.