CASI COMO LOS PÁJAROS

El Tibidabo levanta quinientos metros sobre el mar y se remata en el templo expiatorio del Sagrado Corazón, obra de Enrique Sagnier. San Juan Bosco, que fue quien tuvo la idea de esta piadosa dedicación, subió a la cumbre el año del cólera y de la muerte de Alfonso XII, y la reina regente doña María Cristina siguió su ejemplo tres años más tarde, cuando se llegó a Barcelona a inaugurar la exposición universal. La cronología del Tibidabo no es confusa: la carretera de la Rabassada se abrió en 1868, cuando muere Narváez, el Espadón de Loja; la Sociedad Anónima del Tibidabo, la adivinadora y feliz creación del doctor Andreu, se funda en el 1900, mientras Max Planck desarrolla su teoría de los quanta; en la iglesia del Sagrado Corazón se dice misa en 1902, el año de la primera huelga general de España, que fue precisamente aquí en Barcelona; el marqués de Alella dona a la ciudad el observatorio astronómico Fabra en 1904, por las calendas en que Alfonso XIII —mozo de dieciocho primaveras (nació en el mes de mayo) — visita Barcelona y a Echegaray le conceden el premio Nobel, ¡también es ocurrencia!; un año más tarde —el hito pudiera ser el estreno de La vida breve, de Manuel de Falla —, Fernando Alsina crea el museo de ciencias físicas Mentora Alsina, que también dona a la ciudad, y en 1908, al tiempo de nacer el cubismo, se convierte la ladera del monte en parque municipal. Desde el Tibidabo se ve la extraña silueta de Montserrat — la Meca del Principado — pegada al telón del horizonte y, si el día es diáfano y se tiene suerte, también los Pirineos, que se pintan en el camino de Francia; a lo mejor, lo que se ve es el Montseny. La avenida del Tibidabo arranca del hotel La Rotonda, con sus mosaicos que cuentan la historia de los deportes de principios de siglo, y termina en la plaza del Pie del Funicular; su nombre oficial es el de avenida del Doctor Andreu, que es más feo — los topónimos son siempre más hermosos que los antropónimos —, pero que no hay duda alguna que está bien merecido.

Desde las barandas de la terraza del Tibidabo se puede contemplar Barcelona: vestida o desnuda, según se entornen o se abran los ojos, y entera y verdadera. Desde las altas barandas del monte que se bautizó con palabras prestadas por el diablo puede verse, casi como la ven los pájaros, la ciudad tendida en el rumbo de la mar, igual que un tapiz vivo y latidor. Barcelona —recostada en el llano y desperezándose bajo su aire de color de plata — enseña, mirándola desde el Tibidabo, todo su naipe abierto a los cuatro palos de la baraja: a la izquierda, la Sagrada Familia y la plaza de toros Monumental; enfrente, el parque de la Ciudadela, la catedral, las Ramblas y la universidad, y a la derecha, el castillo de Montjuic, el Paralelo, el museo de Arte de Cataluña y, mismo a la mano, la Diagonal. Desde el Tibidabo, el amanuense se siente, casi como los pájaros, distante, inseguro y atónito frente a Barcelona. Con los ojos cerrados puede oírse el remoto murmullo de la ciudad, su saludable latido bullidor que la distancia acorda en los oídos.