LA BARCELONETA

Es rincón joven y menestral, zascandil y marinero, simpático, bullicioso y abierto. En el 1714, cuando Felipe V rindió la ciudad, tuvo la luminosa idea (llamémosla luminosa para no herir la susceptibilidad de los poderes públicos) de fortificar la plaza y de levantar las torres y las casamatas, las barbacanas y los baluartes, y los tenallones y las almenas y las escarpas en el barrio de la Ribera, que mandó tirar al suelo sin mayores miramientos y en aras de su capricho militar. La Ribera por aquel entonces, con sus cincuenta y tantas calles y sus seis plazas, era uno de los sectores más ricos y prósperos de la ciudad y, sin que de nada valieran las súplicas ni recursos de sus moradores, la piqueta derribó más de mil trescientos edificios, entre ellos los conventos de San Agustín y Santa Clara, el hospicio de Montserrat y la iglesia de la Piedad, todos ellos con la pátina de la historia brillándoles a flor de la noble piedra medieval. ¡Viva España!

Tras la demolición del barrio de la Ribera se presentó el problema — en este caso, el corolario — del alojamiento de quienes en él vivían y el marqués de Castel Rodrigo, capitán general de Cataluña, discurrió el pintoresco arbitrio de que los que tuvieran cuartos para hacerlo, levantasen sus casas en los baldíos que iban desde la Rambla hasta la muralla que corría por lo que hoy es el Paralelo y que los que tuvieran el bolsillo exhausto, además de aguantarse, se metieran en las barracas del que iba a llamarse barrio de la Playa; de aquellas casas nació, años andando, el barrio chino, y de estas chabolas brotó, el tiempo por medio, lo que hoy es la Barceloneta.

La Barceloneta, que vino al mundo siendo barrio marinero, empezó a complicar su diáfano carácter y su fisonomía gremial con la instalación del Gasómetro y de los talleres de la Maquinista Terrestre y Marítima, con el olvido de las normas que regulaban la altura de sus construcciones y con la riada de la inmigración.