MONTJUIC
La silueta de Montjuic y su castillo se recorta airosa mirándola desde el puerto. A la viceversa, el puerto y la ciudad quedan a los pies del monte y se enseñan, dilatados, sosegados y con trazo de buen pulso, sin más que dejar caer la mirada sobre ellos.
Los sabios no acaban de ponerse de acuerdo sobre los orígenes del topónimo Montjuic y expresan opiniones para todos los gustos; es probable que todas sean falsas y es seguro que, en el mejor de los casos, tan sólo una es cierta y verdadera, pero esto no se puede decir demasiado alto porque los sabios propenden a la cólera y cargan, con harta desconsideración, sobre el ignorante que les lleva la contraria. Hay quien sostiene que los antiguos llamaron Mons Iovis a esta loma, por ejemplo Pere Miquel Carbonell, allá por los años 1500, quien afirma que Montjuic no es sino corrupción de aquel nombre latino citado por Pomponio Mela. Diago, ya en la pendiente de las hipótesis grandiosas, asegura que en el monte hubo un templo dedicado a Júpiter y da como cierto que Mons Iovis es el verdadero y evidente nombre de la montaña a la que algunos dicen Mons Iudaicus. El rector de Vallfogona, que no era partidario de los judíos, increpa al monte con demasiada dureza, aun puesta en verso: I no és de maravellar/ que per a tos enemics, / tenint tants jueus al cos, / tingas l’ànima tan vil. Parece cierto que en el Montjuic hubo un cementerio judío, pero eso en España tampoco es ninguna novedad mayor. En un número de la revista Destino de hace cosa de veinticinco años se publicó una carta al director diciendo que eso de que Montjuic quisiera decir monte judío era "una afirmación totalmente aventurada por no decir inverosímil"; el firmante de la carta tiene razón, pero la pierde al sostener que el nombre viene de Mons Júpiter (el latín es suyo), ya que "cuando se ve desde el mar, es literalmente jupiterino". ¡Apa, noi!
Con Júpiter o sin él y con judíos o con arios puros, el Montjuic —pasados ya pretéritos bochornos sobre los que no hemos de incidir ahora— es montaña ingenuamente alegre y poéticamente cautelosa y amable; en la Rosaleda crecen las rosas de gentil fragancia y por los recoletos caminos de la font del Gat, los enamorados ven encenderse las luces del caserío, y salir los barcos, y brillar la luna, y girar las máquinas angélicas —o demoníacas— del parque de atracciones, que sirvió, cuando menos, para que no pocos desheredados viesen cambiadas sus barracas por viviendas de cierta dignidad.