LA PLAZA REAL

Es noble y bien delineada y, como el Liceo, fruto que maduró con la desamortización; el convento que aquí se echó al suelo fue el de los capuchinos. Estos frailes se establecieron en Barcelona cuando lo de la Santa Liga: primero en Santa Madrona, después en San Gervasio, más tarde en Sarriá y, por último —mientras morían Shakespeare y Cervantes —, de nuevo en Santa Madrona. En el sitio de 1714 se vino abajo y Felipe V indemnizó a la orden regalándole el hort del Vidre, que verdeaba por estas trochas de ahora. Los frailes se instalaron en su nueva casa hasta que en 1822 las Cortes se la entregaron al ayuntamiento constitucional, que mandó demolerla para construir en su solar una plaza de muy pomposas y románticas resonancias: la de los Héroes Españoles. Tres años más tarde, cuando ya Fernando VII le había pegado una patada a la Constitución en el trasero del consejo de regencia, los capuchinos volvieron a levantar el convento, que duró hasta Mendizábal.

El trazado de la plaza es obra del arquitecto don Francisco Daniel y Molina, que consiguió un conjunto muy armonioso. Las palmeras, cumplidas y generosas; la fuente de las Tres Gracias, decimonónica y premodernista; los faroles, arborescentes y sabiamente misteriosos, y las tiendas de yerbas mágicas, de animales disecados y de esqueletos de adorno y en buen uso, que semejan haber varado en el tiempo en el que no se navegaba con prisa, añadían placidez al recinto y paz a los espíritus en paz.

Pero ahora, por la plaza Real ya no es todo sosiego y burguesa templanza. No hay forma de oponerse a la marcha de los acontecimientos —probablemente tampoco fuera sensato hacerlo—, pero el amanuense discurre, con no poco dolor, que a la plaza Real, con su aplomo de artísticas artesanías, sus recuerdos de Gaudí y su aire entre romántico, sentimental y casi colonial, le sobran los tanguillos de Huelva y las alegrías de Cádiz y, más aún, los músicos negros, los marineros de la Navy y la estridencia que arropa a sus compañeros de viaje.