CAPÍTULO V
LOS perros ladraron en la distancia.
Vince Fisher levantó la cabeza. Se encontró con la mirada de Muriel Foster, que dejaba de redactar un momento su mejor reportaje para el Clarion. Sus ojos se cruzaron en silencio. Allá lejos, en el amanecer, la jauría de mastines, propiedad de Sir Hugh Clifford, cedidos especialmente para aquella ocasión, buscaban el rastro, insistentemente.
—Esos perros logran ponerme nerviosa, Vince —comentó la joven, estremeciéndose.
—Y a mí, Muriel —confesó Vince con un suspiro—. Pero no hay otro remedio. Ellos están ahora siguiendo el rastro. Están habituados a perseguir zorros y jabalíes. Pueden dar con el hombre invisible.
—¿Tú crees? Debe haber pocas cosas de él…
—Tenemos mi macferlán, que él tocó. El suelo nevado que pisó anoche, la casa de la señora Maitland… y las ropas y vendajes del misterioso «señor Lawford», el hombre que nunca existió. Con todo eso, les sobrará para llegar a alguna parte.
—Todo esto es fascinante. Y a la vez aterrador. Cuando veía esta madrugada a esos hombres armados, rodeando el parador, a McDivitt revólver en mano en el vestíbulo, junto al viejo Silas… y toda esa harina regando los suelos de la casa…, me preguntaba qué podíais buscar con todo ello.
—Algo muy simple: evitar que el asesino escape, Muriel. Si se torna invisible, podría salir fácilmente sin ser visto. Pero no podría saltar a la nieve del exterior. Los vigilantes armados verían sus huellas y harían fuego en el acto. Son sus órdenes. Dentro de la fonda, si se desplaza, pisará el suelo enharinado, delatándose a sí mismo. En suma: no puede moverse. No puede intentar la fuga de ninguna forma.
—Está acorralado —comentó Muriel, pensativa, mordiendo la punta de su lápiz.
—Eso es. Acorralado.
—Suponiendo que esté dentro de este edificio…
—Lo está. De otro modo, la existencia de ese «señor Lawford» hubiera sido completamente inútil. Cuando así lo deseaba o le era preciso, el invisible se despojaba de las ropas de Lawford, salía de su habitación y, al hacerse visible, era otra persona. En la operación inversa, le bastaba tornarse invisible, actuar… y volver a la habitación del «señor Lawford», si aún era invisible… o a otro lugar, si era de nuevo quien debía ser, perfectamente visible.
—Pero Vince, hay poca gente aquí de quien sospechar… Muerta Gladys, que además era mujer, ¿quién queda? El viejo Silas nada más.
—Y el doctor Hayles —le recordó Vince. Que añadió, sonriente—: Y yo mismo…
—Oh, no bromeo, Vince. Este asunto es demasiado serio —se mostró preocupada ella.
—Yo tampoco. Te digo la verdad. Somos tres hombres en el parador. Y tres mujeres: la señora Dawson y vosotras dos: tú y la doctora Castle.
—Creí que estábamos hablando de un hombre invisible —sonrió la joven periodista.
—Sí, Muriel. Hablamos de eso es cierto. Yo…
En ese momento, la señora Dawson hizo su entrada en el saloncito del parador donde se acostumbraba a leer, escribir o jugar a algo para matar el rato. Allá, en un rincón, el doctor Hayles parecía sumido en la lectura de un volumen, aunque Fisher estaba seguro de que nunca pasaba de la misma página. En otro rincón, la doctora Castle era quien meditaba, cabizbaja, sin moverse de la butaca.
Él y Muriel charlaban junto al secreter donde la joven redactaba su gran reportaje. La señora Dawson fue hasta ellos. Le tendió un sobre cerrado a Vince.
—Es una nota del constable McDivitt, señor Fisher —dijo la hostelera—. La ha enviado con urgencia por medio de un muchacho…
—Gracias, señora —habló Vince, sorprendido, tomando el sobre cerrado.
La hostelera, algo seca, se limitó a alejarse, sin responder. Parecía muy contrariada con el curso de los acontecimientos en su casa. No era agradable ver todo el establecimiento regado de harina. Ni la casa rodeada de gente con armas.
—Disculpa, Muriel —dijo Vince, rasgando el sobre. Leyó la nota. Rápidamente, la dobló, guardándola en su bolsillo. La periodista le miró con irrefrenable curiosidad.
—¿Algo importante? —quiso saber ella, con ojos chispeantes.
—Podría serlo —se encogió de hombros Vince—. Veremos… Lo cierto es que McDivitt tiene trabajo con los perros. Al subir a los árboles, el invisible dejó pocos rastros… Ah, doctor Hayles, un momento, por favor…
—¿Sí? —El médico se incorporó, dando unos pasos hacia él.
Vince se puso igualmente en pie, llegó hasta el doctor en biología, e inesperadamente, le dio un fuerte abrazo, con jovialidad sorprendente. Hayles le miró, desconcertado, en tanto Vince palmeaba su espalda y hombros con energía.
—Felicíteme, doctor —habló Vince con tono enfático y jovial—. Creo que estoy más cerca que nunca de la solución de este misterio…
—Temo no entenderlo, muchacho… —protestó el doctor Hayles, algo seco—. ¿De veras sabe usted lo que está diciendo?
—Sí, doctor. Tenemos al invisible rodeado. No puede escapar en modo alguno. Y hasta creo saber quién es… —Caminó hacia la doctora Castle, se inclinó sobre ella y, de forma imprevisible, también la rodeó con sus brazos, oprimiéndola contra sí, e incluso palmeando con fuerza su espalda y sus muslos. Enrojeció la doctora, ante la familiaridad del trato, irguiéndose algo airada.
—¡Fisher! —protestó—. ¿Cree que éste es modo de tratar a una dama, por muy feliz que se sienta? Me… me parece imperdonable en usted…
—Disculpe, doctora —sonrió Fisher risueño, acercándose a Muriel—. Me siento tan feliz, que deseo hacer partícipe de esa felicidad a todo el mundo.
También se inclinó hacia Muriel, y aunque ella reía, pretendiendo eludirle, logró darle un fuerte abrazo, e incluso un beso en la mejilla, oprimiendo con fuerza el atractivo cuerpo de la joven.
—Oh, Vince, me haces daño… —protestó ella, con un gemido. Le miró, algo pálida, como si sintiera miedo de sus efusiones o de su salud mental incluso—. ¿Qué es lo que te pasa?
—Muriel, tengo la solución. Sé quién es Pat Ashley…
—¿De veras? —Los bonitos ojos azules le miraron ingenuamente—. ¿Quién?
—Muriel, yo creo que… —Se detuvo de repente. Miró con ojos atónitos hacia las manos de la joven periodista. Su voz brotó en un alarido—: ¡Muriel! ¿Qué te ocurre en las manos ahora? ¡Se están volviendo transparentes!
Muriel exhaló un grito ronco, sobresaltado. Se incorporó con angustia, mirando sus manos con expresión de vivo horror. La doctora Castle y el doctor Hayles fijaron sus ojos en aquellas manos también.
De entre los dedos de Muriel Foster, había escapado el lápiz y el papel escrito. Sin embargo, las manos de la periodista aparecían totalmente normales.
—Vince, no… no entiendo… —gimió, muy pálida—. ¿Qué significa esta broma tan pesada?
Vincent Fisher la miraba fríamente. Luego, adelantó un paso. Tiró con violencia del tejido de la blusa de la joven reportera. Se rasgó la tela hasta la altura de su costado.
Apareció el apósito de gasas y vendajes, taponando una herida. Una leve mancha de sangre empezaba a humedecer ya el apósito fuertemente aplicado sobre el costado. Ahora, la lividez de ella fue mortal.
—Lo siento, Muriel —dijo fríamente Vince—. McDivitt acaba de informarme. Los perros hallaron un rastro de gotas de sangre. El asesino invisible estaba herido anoche. Le alcancé con mis balas…
—¡Fisher! —estalló el doctor Hayles, demudado—. Pero ¿qué estás diciendo? ¡Ella es… es una mujer! ¡Una periodista de Londres!
—Sí, doctor Hayles. Sabemos eso. Tal vez sea periodista, como Muriel Foster. Y químico de carrera, como PATRICIA ASHLEY, la hija de Duncan Ashley…
—¡Patricia! —exclamó la doctora Castle con estupor, viendo claro súbitamente—. ¡No era Patrick…!
—Vince, eres odioso… —Silabeó ella, con el rostro mortalmente pálido, húmedo de transpiración—. Esas acusaciones, ese comportamiento tuyo… ¡No tiene sentido nada de cuanto dices!
—Pero te miraste tus manos, asustada. Pensaste que te volvías invisible, como mencionó el doctor Hayles… Quizá te ha ocurrido ya otras veces, cuando te encerrabas en tu cuarto. Luego, ya invisible, salías a matar… o entrabas en la alcoba número once… Tú y Brian Lawford… Dos nombres falsos para una misma persona: Patricia Ashley, tarada hija de una pareja nefasta, formada por un psicópata asesino y una ramera… Te compadecería, Muriel, ¿o te llamo Pat, de ahora en adelante? Te compadecería… si no fuese por el juez Pentecost, por el fiscal Elliott, por la señora Maitland, por Gladys… Sí, Muriel. Eres tú. Voy a probarlo pronto. Cuando los perros estén cerca de ti y olfateen tu presencia Además, tendrás en tu habitación el fármaco, la droga y la fórmula del profesor Blake… ¿No es cierto, Muriel? Ahora comprendo por qué tu voz, anoche en la nieve, sonaba tan extraña. Era ronca, pero tenía algo raro… Ahora sé que era una voz de mujer, fingiendo ser la de un hombre…
Afuera, no lejos de allí, ladraban los perros furiosamente. La jauría de mastines de Sir Hugh, estaba cerca del parador. El rastro que seguían era bueno, evidentemente.
De pronto, Muriel emitió un grito agudo, echó a correr, apartando de un empujón a Vince. Éste, asombrado, salió disparado, aterrizando violentamente en el suelo. Muriel desapareció por la salida. Oyeron sus pasos escaleras arriba.
—¡Cielos, qué fuerza! —exclamó la doctora Castle—. Le derribó como si fuese una pluma…
—Es la droga, doctora. Centuplica las fuerzas… —Vince se incorporó, empuñando su revólver ahora—. ¿Se dio cuenta de algo? Esta vez sí estaba empezando a tornarse transparente. Y ella lo ha notado. ¡Se volverá invisible!
Salió corriendo en pos de ella. Muriel le llevaba ventaja. Caían vestidos femeninos por la escalera. Una puerta se cerró violentamente. Ante esa puerta, la de ella, Vince descubrió prendas íntimas, zapatos…
—Invisible… —Silabeó—. ¡Ya es invisible de nuevo!
Llevaba de nuevo cargado el revólver. Apuntó a la cerradura. Disparó, saltándola. Penetró violentamente en la habitación. Un frasco voló a su encuentro. Se estrelló contra su cabeza, violentamente, y se hizo añicos. Un espeso producto azulado corrió por su cara.
Disparó al aire, avisando a la invisible:
—¡Es inútil todo, Patricia Ashley! ¡Abajo están ya los mastines! ¡Conocen su presa!
Un pequeño librito revoloteó por el aire. Era una vieja agenda de tapas de hule. Vince se estremeció. ¡La fórmula de la invisibilidad! Trató de detener a la invisible. Pero el cuerpo sin forma le rechazó violentamente, y notó un golpe demoledor en el rostro. Cayó hacia atrás Vince. Al pie de la casa, los perros rugían, ladraban, presintiendo la proximidad de su presa…
El librito fue hacia la ventana. Ella huía con su preciada fórmula. Vince observó cómo el espeso líquido azul se evaporaba en el suelo y sobre su piel con rapidez. Intuyó que era la única muestra existente del portentoso fármaco.
—¡Pat, no lo hagas! —rugió—. ¡No hay escapatoria esta vez! ¡Dame esa agenda!
Ella soltó una carcajada. Salvó la ventana. Sin duda alguna. La agenda era el punto de referencia, agitándose en el vacío. Luego, debió saltar, buscando la fuga en el recinto, de la casa vecina.
Estaba ya goteando sangre por su herida, abierta y sin apósito. Por el aire era dantesco ver caer un librito flotante y un reguero de sangre que brotaba de la nada. Finalmente, hubo un rebote en el alto muro vecino de ladrillo.
Y el cuerpo invisible se fue a la calle. A la nieve, removida por las patas de veinte mastines rabiosos. Vince gritó a McDivitt, desesperadamente:
—¡Retenga a los perros! ¡Sujételos con fuerza! ¡Ha caído el invisible!
McDivitt tardó en comprender. Lo justo para que los mastines escaparan de sus manos. Las correas se soltaron. Los perros saltaron sobre algo que tampoco veían, pero que su instinto animal captaba mucho mejor que el hombre.
Hubo un destrozo horrible en la nieve. Ésta se tiñó de sangre, ante el horror de los presentes, que veían hundirse los colmillos de los perros enfurecidos en algo que ni siquiera existía.
Cuando se apartaron, Vince, angustiado, sabía que era tarde. Todo era sangre, manando de cien heridas invisibles y mortíferas. Un librito de viejas tapas aparecía triturado y desgarrado por las fauces caninas, hasta el punto de ser ilegible cuanto pudiera contener. Sólo jirones de papel, bañados en sangre humana…
—Dios mío. Perdido para siempre… —musitó Vince—. Ya nadie podrá ser invisible.
Y allá, en la nieve, lentamente, el cuerpo de Patricia Ashley se tornaba cristalino, transparente primero, translúcido después. Finalmente, cobraba su forma real, humana, sólida y visible a ojos de todos… Un desnudo hermoso cuerpo de mujer, destrozado a dentelladas. Con una mueca postrera de horror congelada en su rostro.
La gente de Harrogate se apartó, persignándose…
Vince, sombrío, también se retiró de la ventana.
—Tal vez sea mejor así, Fisher…
—Tal vez, doctora Castle —admitió Vince, mirando a su compañera de viaje hacia York, en la diligencia—. Se perdió el gran invento. Y se acabó la pesadilla… ¿Cree que olvidará pronto lo que ha vivido en Harrogate?
—Lo dudo mucho, Fisher. ¿Y usted?
—Lo intentaré. Espero que en York sea todo diferente… Doctora, ¿qué tal si para comenzar a olvidar, cenamos juntos usted y yo, nuestra primera noche en York… y luego vamos a un teatro?
—Sería un magnífico modo de empezar a olvidar… —sonrió la doctora Castle—. Acepto encantada, Fisher.
—Llámeme Vince, doctora. Espero que sea el inicio de una excelente amistad.
—No me llame doctora. Sólo Marsha… Sí, yo también espero que seamos buenos amigos…
Y los dos jóvenes se miraron, sonrientes. El carruaje se alejaba de Harrogate, en medio del paisaje nevado. Se dejaba del horror.
FIN