CAPÍTULO II
—SÍ, señora Dawson. Necesito esa botella de whisky, por favor… Es domingo, y está todo cerrado… ¡Necesito beber un poco!
—Por favor, señora Maitland, ¿es que no puede usted esperar a mañana, a que abran los establecimientos, para adquirir su whisky? —Se irritó Gladys, la doncella, que atendía ahora el bar de la fonda.
—No, jovencita. No puedo. La sed la tengo ahora. Y la necesidad de beber. También ahora mismo —insistió, dando un golpe en el mostrador—. Además, ¿quién la ordena a usted meterse en lo que no le importa? ¡Es a la señora Dawson a quien le pido el favor de venderme una botella, no a usted!
—Está bien, no te metas en esto, Gladys —suspiró la señora Dawson desde la cocina, asomando al mostrador—. Sírvele lo que pide. Pero recuerde, señora Maitland, que no estoy autorizada para vender licores al exterior. No le cobraré esa botella, por tanto. Usted me la devolverá mañana y asunto concluido. Y le agradeceré que no vuelva por aquí con semejantes peticiones.
—Señora Dawson, le estoy muy agradecida —murmuró la cliente—. Le aseguro que no hubiera venido… de no ser por la muerte del pobre fiscal Elliott… ¡Dios mío, qué miedo tengo! Necesito beber para sentirme algo valerosa, créame…
—¿Miedo? ¿De qué? —se sorprendió la hostelera—. ¿Por qué motivo?
—¿Es que no se da cuenta? ¡El juez Pentecost y el fiscal Elliott, asesinados en sólo tres días de plazo! ¡Los dos! ¿Y todo por qué? Porque acusaron y sentenciaron a muerte a Duncan Ashley, por el asesinato de la pobre señora Townsend, en Harrogate, tras haber matado a otro hombre en York, y otras personas en Leeds y en Manchester. ¿Y qué va a ocurrirme a mí, señora Dawson? ¿Qué puede ocurrirme a mí, que fui testigo de cargo contra el acusado, al haberle visto salir de la casa de la señora Townsend, todavía con sus ropas ensangrentadas? ¡El fantasma del asesino me matará! ¡Va a vengarse también en mí! ¿Es que no lo entienden?
—Vamos, vamos, señora Maitland, no debe temer nada —la tranquilizó la señora Dawson—. Un testigo no es lo mismo que un juez o un fiscal… Ahora, es posible que le toque el turno al verdugo, pero a nadie más… Váyase tranquila a casa. Pero si beber la alivia, beba usted. Y una feliz borrachera, amiga mía…
—Se burla —casi gimió la mujer, abrazada a la botella de buen scotch que le había entregado Gladys en ese momento—. Se burla de mí, señora Dawson, como se burlan todos. Pero yo sé que él me persigue, que me acecha, me vigila… ¡Y tengo miedo, mucho miedo!
Sollozando, abandonó Las armas de York y se perdió calle abajo, sobre el empedrado cubierto de nieve, sus zapatones iban dejando profundas huellas. La nieve seguía cayendo, aunque con menor intensidad, y borraba en parte esas señales.
—Esa pobre mujer… —comentó Gladys, meneando la cabeza—. Está loca, si piensa que el asesino va a preocuparse de ella… Todo el mundo sabe que esta bebida las cuatro quintas partes del año. Pero vive pensando siempre que su testimonio sirvió para enviar a Duncan Ashley a la horca. Claro que si eso la hace feliz…
La señora Dawson asintió a las palabras de su doncella. Luego recordó algo.
—Gladys, sube a recoger el servicio de té del señor Lawford. Lo dejé ante su puerta, como las otras tardes. Supongo que ya lo habrá tomado… Son casi las seis y media. Dentro de poco tendremos aquí a los demás huéspedes esperando para la cena.
—¿Es cierto que el señor Fisher salió con esa periodista, la señorita Foster? —preguntó Gladys, como al azar, mientras salía del bar para cumplir las órdenes.
—Sí. ¿Qué te importa a ti eso, Gladys? ¿O es que también te has fijado en el guapo abogado de York? —preguntó la señora Dawson con sarcasmo.
—¿Por qué no? —la desafió Gladys, hinchando su voluminoso seno—. Tengo tanto derecho como cualquiera, por muy doncella que sea. Usted también le echa miraditas, señora…
—¿Yo? —se escandalizó la hostelera—. Gladys, eres una impertinente. Sube a recoger ese servicio. Procuraré olvidar lo que has dicho. Vamos, ve pronto.
—A sus órdenes, señora —replicó la doncella, irónica, saliendo del bar.
Airadamente, subió las escaleras. Se detuvo ante el cuarto número once. Miró con mal humor al suelo. La bandeja seguía allí. Con la tetera, la taza cubierta por la servilleta, y las pastas en su bandeja, bajo la tapa de plata. Todo intacto. El huésped no se había dignado recogerlo siquiera.
—El dichoso señor Lawford… —refunfuñó entre dientes—. ¡También yo iba a servirle emparedados de madrugada, aunque me diese propinas de varias guineas! ¡Comería a sus horas o se moriría de hambre en su madriguera!
Y llevada por su disgusto, golpeó varias veces la puerta. Llamó con tono agresivo:
—¡Eh, señor Lawford! ¿Es que piensa usted morirse de hambre en esta fonda? ¡Empiezo a estar harta de tanta rareza y tanta excentricidad! ¡No me importaría irme de la fonda, si antes pudiera decirle a usted cuatro cosas que pienso de los huéspedes de su calaña! ¿Me escucha o no, maldita sea? ¡Vamos, asome de una vez su cara, aunque esté cubierta de trapos!
Y golpeó varias veces más, sin obtener respuesta. Ya iba a irse, airadamente, con su bandeja, cuando una malévola idea cruzó su mente. Dejó la bandeja sobre un taburete cercano. Y llevó la mano a su delantal.
—Bien… —dijo, con un destello malicioso en sus ojos—. Si el señor huésped chiflado no abre su puerta para dejarse ver…, ¡yo lo haré, le guste o no!
Ni corta ni perezosa, metió la llave en la cerradura. La hizo girar. Era una llave maestra, para el servicio. Abría todas las puertas. Se quedó mirando la habitación, en perfecto orden, pulcra y cuidada. La ventana entreabierta, la cama sin deshacer… Hacía frío, pese a la estufa. Y, desde luego, estaba vacía. Ni rastro de Brian Lawford.
Entró. Cerró tras de sí. Caminó hacia el colgador, perpleja. Contempló en él el macferlán, la levita, el sombrero de peluche y alta copa de reflejos, el chaleco, la camisa, el pantalón, los botines, medias y guantes encima de una silla… Y las vendas.
Todas las vendas y los lentes negros, sobre otro mueble. Cuidadosamente depositado todo. Pero ¿dónde estaba él? ¿Adónde podía ir un hombre… desnudo?
Con aquel frío, en pleno día…, Incluso vio un calzón y una camiseta en el lecho. Ni siquiera ropa interior. Aquello era absurdo. Además, nadie le había visto salir de la fonda. Asomó a la ventana. La puerta se cerraba en aquel momento, en la entrada a Las Armas de York. Varias personas habían entrado. Quizá los huéspedes, de regreso.
Tenía que apresurarse. O la sorprenderían allí dentro. Caminó con rapidez hacia la puerta. Ahora sabía que tampoco pudo utilizar la ventana para saltar. Era demasiado estrecha. Y las aceradas puntas de una verja de la casa inmediata, caían justamente al pie de aquella ventana. Quien utilizara esa salida, podía terminar fácilmente ensartada por los pinchos de hierro.
Se detuvo de pronto, atraída por algo más: aquel frasco sobre la mesa. Y aquella serie de elementos de química, en un estuche entreabierto… Sabía poco de eso, pero podía identificar tubos de ensayo, retortas y matraces… El frasco, sin embargo, era el más fascinante. Contempló su contenido, de un suave tono azulado. Estaba mediado de contenido.
Tenía una etiqueta adherida. Pero estaba en blanco. Lo tomó, curiosa. Agitó el líquido. Era espeso, como mermelada. Pero no había confituras de ese color. Lo destapó. Un olor dulzón, agradable, llegó a su olfato. Dudó. Podía ser… veneno. O una extraña droga…
Tuvo miedo. Subían por las escaleras. Charlaban en voz alta. Reconoció algunas voces: Vincent Fisher, el guapo abogado criminalista… Muriel Foster, la reportera de Londres… El doctor Hayles y la doctora Castle. Todos. Todos… menos él. Brian Lawford.
Respiró con alivio. Aquella rara voz ronca de él, era inconfundible. No la percibió en ningún momento. Además, si nunca veía salir o entrar a Lawford, ¿por qué había de ir con ellos esta vez?
Tuvo una decisión repentina y absurda. Atrevida también. Temeraria incluso. Se llevó el frasco a la boca. Tomó un trago de aquel líquido. Sabía agridulce. Le produjo un gran calor al entrar en su estómago. Cerró el frasco, asombrada de su audacia.
Sé quedó quieta. Dejó el frasco sobre la mesa. Respiró profundamente. Se apoyó en el muro. Sentía calor. Mucho calor. Y náuseas. Y cierto sudor viscoso…
—Dios mío… —jadeó—. ¿Sería… sería realmente un veneno?
Miró sus manos temblorosas. Asustada, echó a andar por la habitación, sin saber qué hacer. Podía salir ya, porque las puertas se habían cerrado, las voces no sonaban… Pero todo le daba vueltas. Estaba demasiado mal para… para bajar las escaleras ahora. Estaba segura de caer dando volteretas hasta abajo. Sería escandaloso.
—¿Por qué? ¿Por qué he tenido que probar eso? ¡Es una locura! —gimió.
Se miró en el espejo del armario. Estaba pálida, muy pálida. De un color céreo, que a veces incluso parecía azulado… Si la veían así, le preguntarían qué sucedía, qué la había producido ese estado general… Y ni siquiera sabría qué decirles…
Pero… pero ¿qué estaba sucediendo allí, en el espejo?
—Dios mío… No es posible… —gimió—. ¿Qué me ocurre en los ojos? No… no veo bien…
Pero no era eso. Sí veía bien. La habitación, el espejo, los objetos, la luz… Todo. Todo… menos ella misma. Su imagen se estaba diluyendo en el espejo. Como si se borrase lentamente… ¡como si desapareciera!
Su rostro, su cabello, sus ojos, su boca, sus brazos, su cuerpo todo, excepto sus ropas, ¡estaba volviéndose translúcido primero, transparente después! Como si en vez de piel, huesos y carne, estuviera hecha de vidrio limpísimo…
Se miró las manos. ¡No era sólo en el espejo! Ya no las veía… ¡No tenía manos ni brazos! Era… era un traje de mujer colgando de la nada…
Emitió un grito ronco, y no había ya boca que formulase el sonido, aunque lo escuchó. Se movió, y su vestido bailoteó grotescamente, sin nadie dentro.
Gladys ya había desaparecido totalmente.
—Esa droga… —gimió—. ¡La droga me… me hace invisible…! ¡No existo! ¡No me veo!
Horrorizada, golpeó una mesa con sus manos no visibles. Ante su asombro, la mesa se astilló, partiéndose en dos, como si tuviese de repente la fuerza de un titán. Reculó, tambaleante, angustiada. Aquella visión de sus ropas vacías, sin nadie dentro, le causaban un tenor vivo, delirante. Se precipitó contra la pared, sollozando. Luego, llevada de repentino impulso, se abrió su blusa ante el espejo. Sus pechos generosos no existían. ¡No había nada detrás de las telas de su vestido!
Ahora, repentinamente, las vendas, las gafas negras, los guantes, las ropas allí colgadas, cobraban un espantoso, alucinante sentido nuevo. Ahora, ella sabía…
Pero era tarde. Demasiado tarde para revelar a nadie esa terrible verdad. Cuando la viesen en su actual estado, escaparían horrorizados. Le darían caza como a un monstruo. Incluso es posible que la creyeran culpable de los crímenes… El gesto de terror de los hombres asesinados… ¡Cualquiera revelaría igual terror al verse frente a un ser invisible…!
De repente, se dio cuenta de lo peor. Pero ya era tarde.
No estaba sola.
La puerta de la habitación acababa de abrirse y cerrarse. Suave, casi sigilosamente, a sus espaldas. Se volvió, angustiada. Aún vio la llave volar por la habitación y aterrizar en una mesa. Trató de saber dónde estaba el recién llegado. Porque él, ciertamente, estaba allí, ahora…
—Señor Lawford… —susurró Gladys, con voz rota—. Es usted, lo sé… Ahora lo sé todo… Lo siento… No quise hacerlo. Pensé que sería… otra cosa. ¿Cómo puedo… arreglarlo?
—Entrometida… —masculló la ronca voz inconfundible—. Maldita entrometida… Ahora ya es tarde. No puedes hacer nada. Nada por evitarlo. Ni puedes hacer nada por salvar tu vida…
Gladys comprendió demasiado tarde la horrible suerte que la aguardaba. Trató de hacer algo. De gritar, de escapar, de llamar la atención. Era inútil. El enemigo invisible era demasiado poderoso. Demasiado fuerte, aun sintiendo ella que sus fuerzas habían crecido considerablemente al sentirse bajo los efectos de la extraña droga azul.
Una forma no visible le tapó la boca. Notó el roce, la presión de una mano que no le era posible ver. Al mismo tiempo, un cuerpo desnudo tocó el suyo. Unos brazos fantasmales la envolvían en un férreo abrazo.
Luego, el asesino no perdió el tiempo. No jugó con ella, como sin duda lo había hecho con las anteriores víctimas. No tenía ocasión adecuada. Ni tiempo para ello. Se limitó a conducirla hasta una pared, donde la golpeó violentamente. Ella se sentía prisionera de aquel invisible lazo de un ser dantesco, increíble… a quien era imposible descubrir. Porque él ni siquiera llevaba ropas para ser localizado. Era sólo un cuerpo desnudo. Y de una desnudez inconcebible como la que ella viera en el espejo al buscar su rostro, sus brazos, sus manos, sus senos…
Aturdida por los golpes en el muro, Gladys trató de forcejear, de luchar. Notó que era mucho más fuerte de lo normal. Pero también su enemigo lo era. De repente, horrorizada, descubrió que algo flotaba en el aire, ante ella. Era una navaja. Una navaja surgida de sólo Dios sabía dónde…
No pudo gritar. Aquella presión invisible en su boca lo impidió. Luego… notó un helado y profundo impacto en el seno izquierdo. Algo afilado, glacial, penetró en su cuerpo dolorosamente. Luego, del vacío, de la nada, de debajo de su blusa desabotonada, sin pechos femeninos debajo, saltó la sangre.
Y la sangre sí era visible.
La sangre brotó en surtidor escarlata, como naciendo del vacío. Corrió sobre el aire, pero dibujó las curvas de un cuerpo humano bajo los botones sueltos de la blusa de la doncella. Y empapó sus ropas.
El golpe de navaja había sido asestado con mortífera precisión. Justo sobre el corazón de la víctima. Debió partir en dos el órgano cardíaco de la muchacha. Gladys sintió que todo se nublaba ante ella. Que la vida escapaba de su cuerpo por aquel boquete terrible.
Entonces comprendió que había sido un gran error entrar en la habitación once. Y tomar aquella jalea azul, del misterioso frasco… Y no escapar a tiempo…
Pero fue todo lo que pudo pensar antes de desplomarse en el suelo. Los brazos invisibles la soltaron. Golpeó de bruces las tablas de la habitación. Y allí se quedó quieta, sin vida. Parecían unas ropas extrañamente infladas de aire, y nada más. Sólo la sangre fluía del vacío, encharcando el suelo.
El asesino invisible debió moverse por la habitación. Hubo leves crujidos en las tablas. La alfombra central cedió a unas pisadas espectrales. Una voz ronca maldijo entre dientes. Era obvio que la muerte de Gladys no complacía a su asesino. Era una muerte con la que en ningún momento había contado.
Luego, comenzó a arrastrar el cuerpo del que sólo las ropas eran visibles. La cofia había caído de la invisible cabeza de Gladys. Sin embargo, momentos después, una forma cristalina comenzó a materializarse en el suelo, Además de la sangre, una estructura humana cobró forma.
¡Gladys volvía ser visible, de forma pausada!
El asesino se detuvo en su acción. Esperó. En cosa de segundos, Gladys recuperó su forma, su apariencia. Pero era sólo un cadáver. El color de la cera se había extendido definitivamente sobre su rostro. Los ojos desorbitados, revelaban horror. Un horror que ella misma había conocido en su persona, antes de morir.
—Estúpida… —jadeó la ronca voz, en el silencio de la habitación—. Ahora, debo deshacerme de ti. Y lo antes posible… sin dejar rastros.
Tarea que el asesino invisible inició inmediatamente.