CAPÍTULO II

—SÍ, la habitación número once, señor…

—Lawford —respondió roncamente la voz del viajero—, Brian Lawford, señora. Vengo de York en carruaje particular. Estoy muy cansado. Sólo deseo dormir, por el momento.

—Muy bien. Puedo hacerle subir el almuerzo a su habitación, si lo desea…

—No, no —cortó, seco, con su ronca voz profunda—. Nada de eso. Si tengo apetito, yo mismo bajaré a comer. No se moleste en subirme nada. Prefiero no ser importunado, se lo ruego.

—Conforme, señor Lawford —replicó la señora Dawson con cierta sequedad ahora. Miró, altivamente, al extraño huésped que ahora escribía con rapidez su nombre en el libro de registro, sin despojarse del guante.

Había sobrado motivo para mirar con interés al viajero. En realidad, ni una simple partícula de su piel era visible en este momento. Los guantes cubrían sus manos y muñecas por completo. Unos vendajes envolvían su cabeza bajo el sombrero de peluche gris. Unos negros lentes, de insondables vidrios oscuros, velaban sus ojos, única zona sin vendar en aquel rostro.

Él terminó de firmar. Ya le subían el equipaje a la primera planta. Echó a andar tras el criado, explicando con igual tono ronco, que desfiguraba singularmente su voz:

—No se extrañe demasiado, señora. Fue una delicada intervención quirúrgica. Quemaduras en un incendio. Estaba irreconocible. El cirujano ha dicho que volveré a ser casi normal. Pero debo tener paciencia. Los vendajes han de permanecer aún varios días sobre mi rostro…

Ella asintió, aceptando aquella explicación. Después de todo, era la más razonable. Algo así se había imaginado. Observó, con aire ausente, la delgada y alta figura del huésped de rostro oculto tras las vendas. Era esbelto, ágil, aristocrático de porte. Pese a su aire misterioso, pensó la señora Dawson, no había nada inquietante en él. Y por si quedaba alguna duda sobre eso, allí estaban aquellos billetes de cinco libras, nuevos y crujientes sobre el mostrador. El viajero había querido pagar por anticipado toda una semana de permanencia en el llamado Parador de Las Armas de York. Ésa era una buena señal. Una excelente señal, para la señora Sarah Dawson, propietaria del negocio.

La llamativa y aún hermosa viuda, no podía tener dotes de adivina del porvenir…

Los telegramas de respuesta se habían demorado un poco.

Fue el martes, al caer la tarde, cuando llegó la respuesta a las preguntas que el juez Pentecost hiciera a la ciudad de York. Casi todos los telegramas de contestación coincidieron en su llegada a la estafeta de Harrogate.

Ya dentro de su casa, el juez encendió las luces, sonriendo al ver lo pulcro que estaba todo nuevamente en el hogar. Se notaba la mano de la señora Pennington, en la limpieza habitual. De no ser por ella, sólo Dios sabe lo que hubiera sido de su residencia de solterón empedernido. En la cocina, le estaría esperando ya una apetitosa cena, preparada por la señora Pennington, antes de ausentarse hasta el siguiente día.

Por el camino hasta la cocina, abrió los diversos telegramas recibidos.

El primero era de la policía de York. Respondía a sus preguntas sobre un hombre llamado George Ashley, de oficio marmolista y pompas fúnebres. La tal respuesta no era demasiado aclaratoria. Ni tan siquiera esperanzadora:

«George Ashley cerró su negocio de pompas fúnebres. Actualmente ocupa una celda del manicomio del condado. Su estado es crítico y sin posibilidad de curación.

Saludos: Sargento Fitzgerald, policía de York».

El segundo, procedía igualmente de York. De la firma de abogados Fisher & Co., de aquella ciudad.

«George Ashley recluido por enfermedad mental. Negocio cerrado. Único pariente conocido legalmente del ajusticiado Duncan Ashley. Pero existen indicios de relación ilícita con una mujer de mala vida y posible existencia un hijo de Duncan. Informaremos de ello más adelante por correo. Saludos de papá.

Un abrazo: Vince».

El telegrama del joven Vincent Fisher, el hijo del juez Fisher, su viejo amigo de York, tampoco resultaba demasiado esclarecedor. Pero sugería la presencia de algún otro miembro de la familia Ashley. Un presunto hijo, tenido de la relación entre el criminal y una mujer pública, evidentemente. Una nueva e interesante posibilidad, pensó el juez Pentecost, al tiempo que sonreía, enfrentándose a la mesa dispuesta en la cocina, con alimentos cubiertos por la tapa de plata de la bandeja de servicio. Una botella de vino y unas rodajas de pan moreno en una cesta, junto a cubiertos y servilletas, demostraban una vez más que la señora Pennington jamás fallaba en detalle alguno.

Aún quedaba el tercer telegrama. Lo rasgó, camino ya de la mesa, sintiendo el hormigueo del apetito en su estómago.

Procedía del Servicio de Cementerios de la ciudad de York. Y era el más extraño e inquietante de todos:

«Atendiendo su solicitud, nos complace informarle respecto a sepultura ajusticiado Duncan Ashley. Este mismo año hemos procedido a exhumar el féretro con sus restos, procediendo a su traslado a un cementerio de Londres, por disposición legal de su pariente George Ashley, antes de ingresar éste en el manicomio, víctima de un ataque de locura. Hemos recibido documentos de Londres firmados por un tal Pat Ashley, hijo del difunto. Esperamos le sirva esta información.

Saludos: Ralph Carter, funcionario».

—Trasladado el cadáver… Un hijo en Londres… Y George, el primo, en un manicomio… Cielos, ¿qué está sucediendo aquí?

Se sentó ante la mesa, pensando en su siguiente idea al respecto. Era el momento de que Scotland Yard interviniese en el caso. Después de todo, era la policía londinense. Ellos podían averiguar por qué los restos de Duncan Ashley viajaron a Londres. Por qué un hijo suyo se hacía cargo de todo eso, nueve años después de la ejecución. Y por qué un hombre normal, habituado a relacionarse con la muerte, desde su negocio de pompas fúnebres, había terminado internado en un manicomio.

Levantó la tapa de la bandeja. Olfateó complacido la vianda. Pollo en salsa, aromático y dorada. Con patatas redondas alrededor. Su plato favorito. Se dispuso a servirse.

Entonces ocurrió lo increíble. Lo inesperado.

Un taburete de la cocina se movió.

Sí. Se movió solo.

Y se puso junto a la mesa, volando literalmente desde el fondo de la cocina. Oyó su sonido seco, apoyándose en el suelo de baldosas, frente a él, al otro lado de la mesa de tosca madera.

Perplejo, dilató los ojos. Sabía que eso no era posible. Un taburete no puede moverse solo. Los objetos no viajan por el aire. La levitación podía ser un fenómeno en discusión, pero hacía siempre falta algo o alguien para provocarlo, si es que era cierto.

—¿Qué… qué significa…? —comenzó, asustado.

No hubo respuesta alguna. Pero ahora fueron los cubiertos los que se movieron como si se hubieran vuelto repentinamente animados… y locos.

Cuchillo y tenedor bailotearon sobre la mesa. Una rodaja de pan voló por los aires, desde la cestita panera hasta algún punto del aire… ¡donde sonó un chasquido, un extremo del pan se cortó mágicamente, empezando a deshacerse como si algo invisible lo triturase, deglutiéndolo luego, ya que descendió en vertical y desapareció, hecho pulpa!

—No… no puede ser… —jadeó, incorporándose, asustado.

Pero cuchillo y tenedor volaron sobre la mesa, hasta clavarse en la tierna carne del pollo, donde se quedaron vibrando. Un par de patatas redondas se alzaron súbitamente de la fuente. Siguieron el camino del pan. Fueron chafadas y deglutidas por alguien que no era visible en absoluto. Luego, el juez escuchó, horrorizado, algo como un aliento humano, una respiración entrecortada, un leve jadeo frente a sí…

—¿Qué está ocurriendo aquí? —aulló, frenético, dando vuelta a la mesa, resuelto a conocer la naturaleza de lo que hacía mover allí las cosas.

Al llegar al taburete, vio que éste caía a tierra. Creyó oír roces sobre el suelo. ¡Pisadas! Pero no… No había nadie a la vista. Giró la cabeza, asustado.

Los telegramas saltaban de la mesa, revoloteaban, eran arrugados por arte de magia, y terminaban saltando hasta caer en cualquier parte, hechos una pelota de papel. Su plato bailoteó en la mesa. La servilleta se alzó… ¡para ser atada en el aire, como babero de una persona intangible, sin corporeidad!

Era demasiado, incluso para un hombre equilibrado, sereno y tranquilo, como el juez Pentecost. Echó a correr, despavorido, hacia la salida de la cocina. Miró atrás, sin ver nada nuevo a sus espaldas. Alcanzó el corredor de servicio, llegó al gabinete… Se detuvo, jadeante.

Podía salir a la calle, gritar pidiendo auxilio… Pero ¿qué diría? ¿Contra qué o contra quién podían ayudarle las gentes, ni tan siquiera la policía local? No había nadie en la casa. Nada visible, cuando menos. Si decía algo así, quizá le tomaran por loco…

Loco…

¿Qué idea le traía esa palabra ahora? Loco, Alguien había sido recientemente encerrado por loco, allá en York. Un hombre llamado George Ashley. ¿Acaso también él vio… cosas como las que él había visto ahora?

Se rehízo. Se contempló en un espejo del muro. Estaba lívido. Transpiraba. Pero escuchando, no captaba ruido alguno. Tal vez imaginó cosas… La tensión, el cansancio… No cabía otra explicación razonable. Sabía que cualquiera otra era imposible.

De todos modos, saldría de casa. Iría al club, se tranquilizaría, antes de regresar a casa nuevamente… Lo necesitaba. Un oporto, una charla con los amigos, podría serenar sus ánimos…

Tomó el macferlán. Se encaminó al vestíbulo.

A sus espaldas sonó entonces una seca, agria carcajada. Despavorido, el juez giró la cabeza, enfrentándose de nuevo al horror.

No había nadie esta vez tampoco. Parecía estar solo en la casa. Pero la carcajada se extinguía justo en esos momentos… ¡y un cuchillo, el largo y afilado trinchante que antes reposaba junto a la bandeja de la cena, se movía en el aire, amenazador, como bailoteando mágicamente hacia él!

Esta vez, supo que había algo más que imaginación en todo cuanto veía. Supo que se enfrentaba a algo inexplicable, pero cierto. Algo que estaba allí, frente a él… Echó a correr hacia el vestíbulo.

No tropezó con mueble alguno. Pero algo se le cruzó de repente en el camino. Como una pierna invisible… y cayó.

Cayó de bruces sobre la alfombra, maldiciendo entre dientes, gimoteando incluso, presa de auténtico terror. Un sentimiento que hasta entonces no conociera. El trinchante efectuó sobre su cabeza una serie de filigranas en el vacío, como si estuviera dotado de vida.

—No, no, Dios mío… —sollozó el juez Simón Pentecost, mortalmente lívido, empapado en frío sudor—. No es posible… Estas cosas no pueden suceder…

—A veces ocurren, juez… —Sonó en alguna parte, en la nada, una voz humana, ronca e indefinible—. Ésta es una de esas veces… ¿Recuerda a Duncan Ashley? Usted lo envió a la muerte… ¡y ahora, ya soy la Muerte!

El trinchante se detuvo. Vertical sobre él, como una nueva y doméstica espada de Damocles. El juez entendió lo que iba a suceder, aunque no cómo sucedía. Gritó.

Gritó, exasperado, frenético, como enloquecido, con un rostro que nadie hubiera identificado como el suyo. Tal era la máscara de pavor y angustia que había llegado a ser aquella cara apacible y serena.

El trinchante descendió de súbito. Vertiginoso, brutal. Alcanzó en el cuello al juez. Se hundió en él ferozmente. Chascó la carne desgarrada, las vértebras hendidas…, El berrido de agonía del juez se ahogó en sangre.

Luego, una fuerza invisible, un impulso que parecía nacer del aire, hizo describir al cuchillo un semicírculo de oreja a oreja…

La sangre escapó a torrentes. El degollamiento hizo caer ligeramente atrás la cabeza del magistrado. Su cuerpo se volcó en el suelo, de espaldas, los ojos desorbitados y vidriosos, la boca convertida en una fuente sanguinolenta.

Cayó el cuchillo junto a él. En el aire, extraña, increíblemente, salpicaduras de sangre se fijaron sobre algo, sobre una superficie. El rojo líquido corrió, pareciendo dibujar borrosamente en el vacío algo así como unos dedos humanos…

Luego, el suelo reveló el trazado de unas pisadas escarlata. Un calzado invisible, acaso unos pies desnudos que nadie podía ver, habían pisado el charco de sangre. Y éste dejaba unas huellas de talones y dedos humanos en la alfombra, camino de la puerta…

Cuando ésta se abrió y cerró bruscamente, nadie entró ni salió de la casa. Pero sobre el mojado pavimento callejero, fueron quedando unas huellas casi imperceptibles de pisadas sangrientas…

Pisadas alejándose hacia alguna parte. Pisadas de nadie. Porque en todo ese tiempo, ningún ser humano; ninguna forma viviente había sido vista por el juez Pentecost. Ni par nadie en Harrogate.

El periódico de York no publicaba la noticia en primera página. Pero los titulares, en la tercera, eran bastante destacados:

«Juez asesinado en Harrogate. La policía no encuentra sospechosos. El juez fue recientemente amenazado de muerte por alguien que se firmaba con el nombre de un antiguo ajusticiado. Pero se carece de pistas en el horrible crimen. El juez Simón Pentecost era estimado por toda la comunidad. ¿Quién pudo degollar al magistrado?».

Vincent Fisher puso el ejemplar ante la mesa que ocupaba su padre. Se limitó a comentar, con gesto ensombrecido:

—Pobre juez… Un mal final para una brillante carrera, ¿no es cierto, papá?

El juez William Fisher no hizo comentario alguno en principio. Se limitó a dejar su cena y clavó los ojos en la noticia. Se enteró de que aquella misma mañana, en Harrogate, una tal señora Pennington, asistenta del juez, encontró la horrible escena a su llegada a la casa, para la limpieza y atenciones diarias. Estudió los detalles que el redactor notificaba telegráficamente, con prisas y sin mucha minuciosidad, a la redacción del York Mirror.

Finalmente, se echó atrás, con un suspiro. Estaba pálido. Retiró su plato. Evidentemente, acababa de perder el apetito.

—Es horrible —dijo—. Pobre Simón…

Vincent, su hijo, se limitó a contemplarle, las manos en los bolsillos de su pantalón gris, la levita desabrochada. Parecía esperar un comentario paterno más amplio. Y éste llegó:

—Parece que su telegrama, el que nos envió a nosotros, tenía algo que ver con todo eso.

—Sí, es lo que he pensado yo, papá —asintió Vincent, ceñudo.

—¿Qué es lo que nos pedía exactamente en aquel telegrama, Vincent? —quiso saber su padre.

—Informes sobre un tal George Ashley, pariente del ajusticiado Duncan Ashley, Yo le respondí a ello. Citaba su reclusión en el manicomio. Y los rumores sobre el posible hijo que tuvo con una ramera…

—Oh, ya recuerdo —asintió el juez Fisher, frotándose el mentón—. ¿Crees que eso significa algo?

—No lo sé, papá. Ahí menciona una amenaza de muerte. Alguien firmó esa amenaza como si fuese Duncan Ashley revivido. En el reportaje, parece que el contable McDivitt, de la policía de Harrogate, confirma tal hecho. Y dice que era la misma letra del ajusticiado.

—Alguien imitaría esa letra, no hay duda.

—Papá, ¿olvidas que tu amigo Simón Pentecost era perito calígrafo? —preguntó Vincent, ceñudo.

—Cierto —convino su padre, extrañado. Ambos cambiaron una mirada perpleja. Luego, el juez Fisher se encogió de hombros—. Bueno, hasta un perito puede equivocarse. Todos sabemos que el tal Ashley lleva nueve años sepultado…

—También lo sabía Pentecost —convino Vincent, pensativo—. Papá, es algo muy raro todo este caso… El reportaje asegura que las huellas de pisadas en la alfombra de la casa, se hicieron al pisar el asesino la sangre de su víctima. Y parecen pisadas de una persona descalza… Es absurdo imaginar a un asesino descalzo, en los finales de otoño, en un clima como éste del Yorkshire, papá.

—Tal vez por no hacer ruido… —apuntó su padre, dubitativo.

—Existen otros medios: chanclos de goma, calcetines… Pero el asesino imprimió la huella de su talón desnudo. O ese artículo está equivocado, claro está.

—Bueno, de todos modos, nada podemos hacer, hijo. Simón fue un excelente amigo nuestro. Espero que la policía resuelva el asunto en breve. A veces, nosotros, los jueces, nos ganamos terribles enemigos que ni siquiera sospechamos…

—De todos modos, papá, tengo unos días de descanso, tras el asunto Attenborough. No sabía qué hacer, sin nada sobre lo cual trabajar. Esto me da una idea.

—¿Cuál? —Su padre le contempló, preocupado.

—Voy a pasar unos días de asueto. Una especie de cortas vacaciones. En Harrogate.

—¡Vincent! ¿De veras piensas meter las narices en eso?

—Sí, papá —suspiró Vincent Fisher—. No soy un detective, sino un simple abogado criminalista. Pero me gustaría asistir de cerca a la encuesta por la muerte del juez Pentecost. Es lo menos que merece, como amigo nuestro que fue…

—Sí, Vincent, hijo. Yo no puedo desplazarme por tener que juzgar el asunto de la familia Benedict. Ve tú en nombre de ambos al funeral. Y si puedes… haz algo por el viejo amigo. Lo único posible a estas alturas, claro está: trata de saber quién lo mató.

—Lo intentaré. Pero antes, creo que voy a hacer un par de visitas en esta ciudad.

—¿Sí? —Su padre arrugó el ceño—. ¿A quiénes?

—Al cementerio de York; a la tumba de Duncan Ashley. Luego… al manicomio. Quisiera visitar a George Ashley, su único pariente.