CAPÍTULO III
EMPEZABA a sentir aprensión hacia la noche.
Vincent Fisher se apartó de la ventana de su habitación. Las calles de Harrogate mostraban un fantasmal aspecto, blanco y azul. Era el juego de las sombras nocturnas, de la luz de gas y de la altura de la nieve en suelos, fachadas y tejados. Un espectáculo muy bello, a fin de cuentas.
Pero hasta la belleza podía encerrar algo terrible. Lo presentía. En la noche, eran siempre más fáciles los movimientos de los asesinos. Más fácil ser atacado. Sobre todo, si ese ataque venía de las propias sombras. Quizá de ultratumba…
La visita de esa tarde al constable McDivitt, en compañía de la periodista londinense, la joven y audaz Muriel Foster, había sido provechosa, en cierto modo. Al fin pudo ver el mensaje misterioso de Duncan Ashley, recibido por el juez Pentecost en vísperas de su trágico final. Él y Muriel lo habían examinado a fondo.
Ambos debieron pensar lo mismo. Porque antes de que él emitiera una opinión al respecto, la muchacha había aventurado la suya:
—Puede que no sea una falsificación. Pero… ¿de cuánto tiempo data? El papel color crema puede ocultar muy bien el amarillento del paso del tiempo…
Fue una idea clave. Muriel se anticipó a su sugerencia. Eso demostraba que era inteligente. Y rápida de pensamiento. McDivitt vio las cosas bajo un nuevo prisma.
—Sí… —admitió, sorprendido—. Es lo único que no se nos ocurrió mirar…
Y había redactado un telegrama, solicitando un experto de laboratorio de Londres, para confirmar la posible antigüedad del documento…
Por su parte, Vincent acababa de recoger en la recepción del parador el telegrama llegado de la capital inglesa, con ciertos informes requeridos. El texto no era positivo. Ni tan siquiera esclarecedor:
«Sin datos sobre ningún Patrick Ashley. Dirección dada por Pat Ashley para sepultar a Duncan Ashley, falsa por completo. No hay referencias sobre el supuesto hijo ni sobre su registro. La supuesta amante de Duncan pudo ser la mujer pública Anne Howard, muerta de sífilis en un hospital de Whitefriars. Saludos: Inspector Scott, de Scotland Yard».
No. Nada esclarecedor. La infortunada Anne Howard, una enferma venérea muerta en un oscuro hospital, pudo ser madre de un tarado. Un padre criminal psicópata, una madre sifilítica…
—Cielos, ¿qué clase de hijo saldría, al menos mentalmente hablando? —musitó para sí el joven abogado criminalista, apoyando su frente algo febril en el helado vidrio de la ventana, salpicada de escarcha, nieve y vaho—. Sólo Dios lo sabe…
Pero lo cierto es que el presunto asesino no tenía referencias concretas. Nadie sabía nada sobre él. Sus datos eran falsos. ¿Existía? Parecía evidente. O nunca hubiera sido trasladado el cadáver de Duncan desde York a Londres.
Pero lo cierto es que en Harrogate seguía todo en la sombra. Aquel mensaje de Londres no ponía nada en claro.
Trató de olvidar todo eso. Se aseó antes de bajar al comedor de la fonda. Le sorprendió ver a Silas y a la propia señora Dawson sirviendo las mesas.
—¿Y Gladys? —interrogó a la hotelera—. ¿Tiene su día de permiso?
—Oh, no. Ella no libra en domingo, señor Fisher… —La dueña del parador meneó la cabeza con disgusto—. Lo cierto es que parecía algo molesta esta tarde, desde que la señora Maitland vino a pedir una botella de whisky… La hice subir a por una bandeja de té, del señor Lawford…
—¿Seguro? —dudó Vincent—. Vi esa bandeja en un taburete, cuando volví con los demás…
—Sí. Gladys no se ocupó de ello. En vez de eso, desapareció.
—¿Qué? —Vincent enarcó las cejas, mirándola con asombro.
—La muy fresca se largó, sin que yo la viese. Dejó una nota en conserjería. Silas tampoco la vio. Pero lo decía bien claro: se despedía por no aguantarme. Ni siquiera quería su liquidación. Si la necesitaba, vendría a por ella, pero siendo ya una mujer libre. ¿Se ha dado cuenta, señor Fisher? ¡El servicio está inaguantable hoy en día!
Vincent no dijo nada. Siguió su cena, ceñudo. Sin alzar la cabeza, preguntó, mientras la señora Dawson ponía la jarra de cerveza en su mesa:
—¿Usted conocía la letra de Gladys? Su modo de escribir, me refiero…
—Bueno, no me fijé nunca en ello… ¿Quién se fija en la letra de una doncella? Pero la nota era bien expresiva…
—¿La conserva aún?
—No. La hice trizas y la tiré a la chimenea. Estaba muy enfadada… —De repente, la señora Dawson se sintió intrigada, inclinándose sobre la mesa del joven abogado. Éste notó que el escote de la viuda no tenía nada que envidiar al de su doncella. Sus pechos tampoco, pese a la diferencia de edad. Oyó su voz, algo tajante—: ¿Por qué pregunta eso?
—No sé, señora… ¿Era habitual ese modo de comportarse en ella?
—Pues… no ha sido nunca una chica dócil. Pero tan violenta… no, nunca. Tal vez estaba celosa hoy…
—¿Celosa? —Vincent alzó los ojos, enarcando sus cejas—. ¿Por qué?
—Pregunte usted «por quién» —rió la hostelera, encogiéndose de hombros—. Y yo se lo diré: por usted abogado. Parece que no le gustó que saliera con otra chica…
La hostelera se alejó con aire altivo, dejando perplejo a Vincent. De la mesa vecina llegó una suave carcajada de ironía. Fisher giró la cabeza. Se encontró con la mirada burlona de unos grandes e ingenuos ojos azules, no exentos de picardía.
—Vaya, parece que las vuelve usted locas, Vincent —dijo Muriel, divertida—. ¿Por qué no me lo dijo antes? Hubiéramos evitado a esa chica un mal rato…
—Oh, mujeres… —refunfuñó Vincent, malhumorado—. Nunca se sabe cómo reaccionan…
Y se hundió en su plato, sin querer hacer más comentarios. Pero a pesar de la broma de Muriel y de la irónica sátira de la señora Dawson, seguía pensando en Gladys, la doncella. Y, sin saber la razón, se sentía preocupado.
Tal vez esa razón era una bandeja con un servicio de té. Y la puerta número once…
* * *
Ya estaban todos en sus habitaciones. Todos, excepto Vincent Fisher.
Se había metido en su habitación. Pero había vuelto abajo, al vestíbulo. Silas cumplía su servicio de noche. Aceptó un cigarro. Y también un jarro de cerveza, pagando Vincent.
Los dos hombres charlaban en el bar, desde donde era visible el iluminado vestíbulo, con su puerta de vidrios emplomados perfectamente cerrada. Silas parecía un hombre feliz. Evidentemente, una jarra de cerveza y una guinea, eran su meta de la felicidad.
—… Pues sí, señor, yo nunca hubiera creído que Gladys se largara así, pese a su genio y su arrogancia —insistía el criado, sacudiendo la cabeza—. La patrona es algo brusca, pero ella lo soportaba bien… En fin, si prefirió eso, allá ella. Le costará encontrar un trabajo así, seguro…
—Silas, ¿ha cenado esta noche el huésped del cuarto número once? —quiso saber bruscamente Vincent, alterando el curso de la conversación.
—¿El señor Lawford? —asintió con energía—. Oh, sí. Puse la bandeja, como siempre. Y al subir de nuevo, la había retirado. No tomó el té, de modo que tenía apetito, sin duda…
—¿No le parece insólita la actitud de ese hombre? No verle nunca aquí, no bajar a comer o a cenar… Eso no tiene sentido, por huraño que sea…
—Mire, yo sirvo aquí. Él es un huésped. No debo meterme en su vida. Anoche bajó, sin embargo… Y me pidió un emparedado y cerveza. Me dio media guinea…
—Lo sé, Silas. A la una y cuarto, aproximadamente. Poco después sonaban las campanas de los bomberos, ya me lo ha contado antes. El forense ha fijado la muerte del fiscal y de su perro entre las doce y las dos de la madrugada… Esa coartada no serviría demasiado al señor Lawford. Un incendio puede tardar en declararse veinte minutos o más. ¿Tardaría ese tiempo un hombre a la carrera, desde la vivienda de Nigel Elliott hasta aquí?
—Posiblemente menos, si es ágil y joven… —Silas sacudió la cabeza—. Pero no, señor Fisher. No pudo ser Nadie entró ni salió del parador, hasta bajar el señor Lawford…
—¿Está totalmente seguro?
—Sí, lo estoy. Sólo hubo una ráfaga de aire que abrió la puerta una vez… La cerré con pestillo entonces, aunque estaba seguro de haberlo hecho antes…
—¿Sólo una vez? —quiso saber Fisher, mirándole fijamente—. ¿Fue el aire?
—Seguro. No había nadie. Bueno, antes me pareció sentir un portazo más, pero es obvio que me equivoqué. Al mirar a la puerta, todo estaba en orden…
—Ya. —Vince se frotó el mentón. Presentía que había algo importante que se le escapaba en todo aquello. Pero le era imposible aprehenderlo. De repente, giró sobre su asiento en redondo. Silas también miró al vestíbulo La voz de Fisher sonó ronca—: ¿Qué es eso?
—Cielos, como anoche… —farfulló el criado—. La puerta… Ha sido un golpe suave, como si la cerraran… Pero yo pasé el pestillo antes.
Vince corrió a la iluminada estancia. Comprobó que todo estaba en orden, Desierto. Pero sus ojos se clavaron en la puerta.
El pestillo estaba descorrido.
—Se equivocó otra vez, Silas —avisó—. La puerta no está asegurada.
—¡Imposible! —protestó el viejo criado, corriendo tras él. Al ver la puerta enmudeció. Oprimió con mano temblorosa el brazo del huésped—. Dios mío, señor Fisher, no diga nada a la señora Dawson… Me echaría de aquí si supiera que… que ya me equivoco en cosas así…
—No se preocupe —le tranquilizó Vince—. Nadie sabrá nada… Cualquiera comete un error.
—Gracias, señor, gracias… —resopló Silas—. Dios, hoy no bebí apenas… No soy como esa señora Maitland que cree ver alucinaciones por doquier, que está muerta de miedo desde que murió el juez Pentecost, porque cree que ella morirá también asesinada…
—¿La señora Maitland? Me suena ese nombre… Alguien lo mencionó anoche.
—Oh, sí. Es la señora que vino a comprar whisky cuando Gladys aún no se había ido… Bebe para sentirse segura… Lo del fiscal ha debido aterrorizarla mucho. Ella…, ella fue testigo contra Duncan Ashley, hace nueve años… Su testimonio fue decisivo en el proceso. Le vio salir de casa de su víctima… empapado en sangre. Ahora, la pobre mujer vive pensando en la venganza de ultratumba… ¡Qué tontería! ¿No es cierto, señor Fisher?
Vince no respondió. Estaba mirando fijamente el pestillo descorrido, mientras Silas bebía cerveza. Miró arriba, a lo alto de la escalera. Luego, repentinamente, echó a andar hacia la salida del parador.
—Silas —pidió secamente—. ¿Puede indicarme dónde vive exactamente la señora Maitland?
—Claro —se sorprendió el criado—. Con todo detalle. Pero ¿por qué quiere saberlo, señor Fisher?
—Eso se lo diré más tarde. Ahora, dígame cómo llegar hasta allá lo antes posible. Pronto, Silas. Puede haber una vida en peligro…
Silas, perplejo, se lo refirió. Antes de terminar, la puerta se había cerrado violentamente. Vince Fisher abandonó el parador de Las Armas de York.
Ya no nevaba. Sus pisadas sonaron blandamente, al alejarse calle abajo de modo presuroso.
—No… No, por el amor de Dios… ¡No puede ocurrirme esto…!
Era un grito sollozante. La mujer retrocedía, horrorizada, abandonando la mesa, la botella mediada de whisky, el vaso volcado…
Y frente a ella, aquella risa fantasmal flotaba en el aire. Lo mismo que aquel frutero levantado, de la mesa, cuyo contenido luego voló por los aires, yendo a perderse en los rincones del vetusto comedor.
Un chillido hiriente escapó de los labios trémulos de la infortunada mujer. Los vapores del alcohol se habían evaporado rápidamente de su cerebro, ante la insólita y terrible situación.
Ahora, el frutero se había hecho añicos contra el muro, y en su lugar, eran los objetos todos de la sala los que se movían, bailoteando, eran desplazados por la sala, en una escena dantesca e imposible, que desorbitaba los ojos de la desgraciada mujer. Tazas, platos, vasos y figurillas de porcelana, eran levantadas y luego arrojadas al suelo, entre risas demoníacas, haciéndose añicos y alfombrando toda la estancia con sus fragmentos.
Después, fueron los cuadros y adornos de las paredes los que iniciaron la alucinante danza por la habitación, en torno suyo, haciéndola retroceder siempre, horrorizada por lo que veía.
—¡No, no, por el amor de Dios! —clamó, desesperada—. ¡Juro no volver a beber más una gota, lo juro…! ¡No deseo estar borracha de este modo! ¡No quiero ver lo que no existe, lo que no es posible que suceda…!
—No, nunca más beberás, vieja bruja… —Silabeó una voz susurrante y maligna, que parecía flotar, como los objetos, justo ante ella—. ¡Eso, te lo prometo!
Y, de repente, fue la botella de whisky la que osciló en la mesa, se alzó… y terminó haciéndose añicos su parte inferior contra las tablas, derramando vidrios y licor en cascada, ante la desesperación alucinada de la mujer.
—Por caridad… —gimió—. Os lo suplico… Dejadme, fantasmas… ¡Dejadme vivir!
—¿Vivir? —repitió sardónica la voz de lo invisible—. ¡Paga tus culpas, sucia arpía borracha! ¡Esto te recordará al morir, el rostro de Duncan Ashley, a quien enviaste a la horca…!
Y bruscamente, el gollete de la botella, con sus vidrios punzantes, agresivos y afilados, como diez cuchillos mortíferos, apuntaron a su rostro a su cuello.
El clamor exasperado de la señora Maitland brotó con su sangre a borbotones. Su garganta destrozada, su cara desgarrada, hecha informe pulpa de sangre y jirones de carne rota, fue como un amasijo horrendo que se agitó ante la invisible mano que esgrimía la botella mortífera.
Luego, agonizante, la infortunada mujer cayó de bruces, se agitó convulsa en el suelo, hincó sus uñas en las maderas, que se cubrían rápidamente de sangre… La botella, frente a ella, describió una parábola en el aire y se estrelló contra una vitrina, destrozando los vidrios y las tazas y juegos de té allí contenidos, en brutal estallido.
El terror invisible había golpeado de nuevo. Lo que se arrastraba en el suelo, en la agonía, no era ya sino una piltrafa humana.
Una mano que nadie podía ver, accionó una puerta, al fondo de un corredor. Una figura humana que era imposible de descubrir, pisó el exterior, la blanca nieve esponjosa, a la puerta de la vieja y apartada casa, en los suburbios de Harrogate, ya en plena campiña…
Y allí, bajo una claridad lívida, de una luna creciente que emergía de pronto entre los nubarrones grises de la noche seca y helada, la voz restalló en alguna parte, frente al edificio:
—¡Al fin te he encontrado! ¡Tus pisadas, hombre invisible! ¡Sé que estás ahí… y no puedes escabullirte en la nieve!
De alguna parte, de la nada, pareció brotar un gruñido hosco, sobresaltado, lleno de ira y de sorpresa:
—¡Vince Fisher!
Vince, armado de un negro revólver, apareció bajo la luna, hundidos sus pies en la nieve, saliendo de entre unos matorrales y una tapia medio derruida. Frente a frente con alguien a quien no podía distinguir.
Frente a frente con el terror invisible.