CAPÍTULO PRIMERO
LA nevada se había generalizado ya.
Harrogate aparecía blanco en sus tejados, cornisas y salientes de los edificios, así como en calles y plazas. Solamente las aceras mostraban, de trecho en trecho, sucio barrillo o escarcha helada, allí donde transitaba la gente con más frecuencia. El viento helado había cesado, pero la temperatura era gélida, y la nieve no tardaría en endurecerse, si el termómetro no subía un poco, cuando dejara de nevar.
Era domingo y las tiendas y comercios aparecían cerrados. Sin embargo, nutridos grupos cuchicheaban por las calles, especialmente cerca de la capilla donde se habían oficiado las dominicales obligaciones con el Señor.
Vincent Fisher contempló a los ciudadanos reunidos en grupos excitados acá y allá. Suspiró, bajando la cortina de la ventana del comedor, en Las Armas de York, y dirigió una mirada expresiva al constable McDivitt, que calmaba su frío con un café caliente, en pie frente al bien encendido hogar.
—¿Y ahora qué piensa hacer, constable? —preguntó Fisher, sombrío.
—No lo sé, señor Fisher —confesó francamente el policía—. Apenas caliente un poco mi estómago, iré de nuevo a casa del fiscal Elliott. Pero creo que hay poco que ver allí. El forense ya ha examinado superficialmente los cuerpos del fiscal y de su perro. Sabemos que ambos murieron de igual forma, aunque con diferente arma: el cráneo destrozado. Una enorme piedra y un atizador de chimenea, acabaron respectivamente con el can y con su dueño. El hombre que manejó esa piedra, ha de tener una fuerza notable para alzarla de su lugar de emplazamiento original y arrojarla luego sobre el perro. ¡Y éste ni se defendió, según parece!
—Tal vez lo conocía… —sugirió Vince, ceñudo.
—Lo dudo. Hay vecinos que le oyeron ladrar repetidas veces anoche. Luego, escucharon un disparo de escopeta. Hemos comprobado que el fiscal debió disparar el arma una sola vez… Todo eso nos habla de un merodeador, de un extraño, ¿no es cierto?
—Sí, eso parece. —Vince meneó la cabeza, desorientado—. Pero no sé… algo no encaja en todo eso, constable.
—Lo sé, señor Fisher —confesó el policía local, paseando nervioso por el comedor, con la humeante taza de café en la mano—. Algo no encaja. Me lo he dicho a mí mismo cien veces. Un intruso, quizá un desconocido, entra en casa del fiscal. Ladra el perro, dispara la escopeta el amo. Pero ambos mueren con la cabeza aplastada. Ninguno puede defenderse. Es más: Elliott tenía un corte en la mejilla. Hecho sin duda con un cortapapeles que yacía cerca de él… Le hirieron, antes de matarle. Tal vez eso le distrajo y…
—Un momento, constable. Entre este crimen y el del juez Pentecost existen notables semejanzas, ¿se ha dado cuenta? El gesto de horror en el rostro de la víctima, la aparente persecución desde el jardín… Usted ha hablado de un vidrio roto en la puerta-balcón, de pisadas del calzado de Elliott en la acera del jardín, ¿no es cierto? También al juez le persiguieron desde la cocina. También pareció enfrentarse a algo demasiado horrible para morir normalmente. El terror, constable…, el terror en esas caras…, ¿qué puede significar?
—Ya lo he pensado —resopló el policía—. Lo que vieron debió ser algo demasiado horrible, demasiado imprevisto… Algo distinto a todo. Aterrador. Quizá… quizá el fantasma de alguien. Un ser regresado de la tumba…
—¿Duncan Ashley? —Vince hizo un gesto exasperado. Negó con la cabeza—. No. No creo en esas cosas constable. En absoluto.
—¿No cree, en la resurrección de Duncan Ashley? ¿Qué me dice, entonces, de esa carta? No olvide que el fiscal Elliott también intervino en la condena contra Duncan.
—No he dejado de pensar en ello un solo momento, desde que supe del incendio y los dos asesinatos en casa de Nigel Elliott, se lo aseguro —masculló roncamente Vincent Fisher—. Sólo Duncan Ashley sería feliz con algo así. Pero él ha muerto. Y sus restos mortales fueron enterrados en York, trasladados luego a Londres, donde ahora reposan… Está, sin embargo, Patrick Ashley, el misterioso hijo del criminal… Debió reconocer el fruto de sus amores con una ramera. Luego, ese hijo se ha sentido vengador. Ahí tenemos a George. El pobre diablo se apoderó de cosas que eran de su primo, una vez que lo sepultó. De alguna forma, su vida está arruinada también. No hay duda de que alguna fea jugarreta de Patrick le ha conducido a su actual estado. Un hombre loco, dos asesinados, un perro brutalmente sacrificado. Nos habla todo esto de una persona cruel, despiadada, fuerte y temible. Una persona cuya visión asusta a todos… antes de llegar la muerte.
—Y es alguien que está aquí, señor Fisher. Que ahora vive en Harrogate, maldita sea… —se lamentó el policía—. ¿Quién podrá ser? ¿Dónde se oculta?
—Sabemos un nombre nada más: Patrick Ashley. Pero eso nada nos dice. Desconocemos su aspecto físico… Podría ser cualquiera, bajo un nombre supuesto.
—Sí, pero ¿dónde? Hay pocos forasteros en Harrogate, señor Fisher. Y menos aún, que puedan ser el asesino. Recuerde esa piedra enorme. Tiene una fuerza poco común. Usted parece fuerte, y perdone el comentario. También ese doctor Hayles… ¿Ha visto sus manazas? Son terribles. Pero usted no puede ser Patrick Ashley. Ni tampoco el doctor. ¿Dónde busco, en ese caso?
—Supongo que existirá un hotel, que habrá habitaciones alquiladas a gentes forasteras… —Se encogió de hombros Vince—. Busque por ahí. No sé qué decirle más. Es su trabajo.
—Claro —apuró su café. McDivitt se encaminó hacia la salida—. Es mi trabajo… Hasta luego, señor Fisher. Voy a volver a él.
—Suerte, constable —y añadió irónico, mientras volvía a mirar al nevado exterior—. Por cierto, ¿se ha fijado en que usted también es un hombre muy fuerte?
McDivitt le miró, soltó un bufido, y abandonó el parador con un seco portazo. Se alejó por la calle nevada. Vince contempló, distraído, las huellas que los pies del policía iban dejando en la blanca alfombra.
—¿Preocupado por algo, señor Fisher?
Bajó la cortina. Se volvió, despacio. Miró a la mujer que le preguntaba.
—Sí, bastante, doctora Castle. ¿Usted no?
—Veo que estamos en igualdad —sonrió ella—. Ambos nos conocemos, Y ambos sentimos preocupaciones.
—Incluso nos preocupamos el uno del otro, doctora Castle. ¿Por qué? —Y enarcó las cejas mirándola muy fijo.
—Supongo que por… por lo que está sucediendo en Harrogate.
—¿Usted ha venido por ello?
—Parece saber que sí. Lo mismo que a usted, me atrajo la muerte del juez. Y la historia de esa amenaza de ultratumba… Tenía mis motivos para ello.
—¿Motivos? ¿Cuáles? Yo era amigo del juez Pentecost. Y soy abogado criminalista. Usted, sólo es doctora en Medicina. ¿Tiene algo que ver con un crimen?
—Podría tener mucho que ver —la doctora Marsha Castle bajó sus oscuros ojos. Vince observó su bella y joven figura, el tono azabache de su cabello. Tras una pausa, ella prosiguió sin mirarle—: Ya no es sólo un crimen. Son dos.
—Tres, diría yo —rectificó Fisher, suavemente—. Hay un perro muerto. Según, cómo se mata a un animal, puede ser un crimen.
—Estamos de acuerdo. Ese ser puede matar cuantas veces lo desee. No tiene conciencia. Es como si se repitieran hechos de hace mucho tiempo, cuando yo estudiaba Medicina y era sólo una muchacha… Mi maestro, el profesor Alfred Blacke, era un gran conocedor del cuerpo humano. Pero también de la gente.
—Alfred Blacke… —suspiró Fisher—. Lo recuerdo.
—¿Usted… lo recuerda? —se asombró ella.
—Nos hemos visto antes de ahora usted y yo, doctora Castle. Pero usted no puede recordarme. Yo sí. Era espectador. Y usted protagonista. Una conferencia en York.
—Ya imagino qué conferencia… ¿Recuerda el tema?
—Claro. Alfred Blake y su inquietud investigadora. Sus hallazgos, sus estudios del ser humano, de su estructura, de ciertos fenómenos… Sus fármacos y drogas…
—Era un gran hombre —los ojos de la doctora Castle se perdieron en la calle nevada—. Y una mano criminal terminó estúpidamente con él…
—Duncan Ashley —recordó Fisher, sin quitarle los ojos de encima.
—Exacto. Mi compañero, el doctor Hayles, de Londres, también le conoció. Sabía en lo que trabajaba últimamente, cuando ese asesino terminó con él, en un hotel de York… Al otro día, el profesor Blake iba a dar una conferencia sobre algo revolucionario que había descubierto… Nunca se supo lo que era. Duncan Ashley entró en su habitación para robarle, fue sorprendido… y le mató. Estúpida y cobardemente, mató a un gran científico, Fisher. Le quitó dinero, un reloj de oro, anillos… Era de esa clase de hombres. Un psicópata, capaz de robar y matar por un beneficio mínimo.
—¿Y todo eso justifica que usted haya venido a Harrogate? ¿Lo justifica también respecto a su colega, el doctor Hayles, viniendo de tan lejos? ¿Qué esperan encontrar aquí?
—A un asesino —murmuró con voz apagada la doctora Castle.
—¿No es eso tarea de la policía? —replicó él, irónico.
—La policía no ha encontrado todavía a nadie —sonó la voz grave del doctor Peter Hayles, desde la entrada del comedor—. Y, por otro lado, ellos sólo buscan algo: un criminal, un culpable. Un hombre capaz de matar.
—¿Y ustedes no? ¿Qué más pueden buscar en Harrogate, señores?
—Algo que perteneció al profesor Blake —suspiró el biólogo londinense, acercándose a ellos con paso lento—. No sólo le fue robado dinero esa noche… También algo más: un bloc de notas, una agenda con una serie de fórmulas químicas importantísimas. Especialmente una de ellas… puede alterar la faz del mundo, Eso es lo que la doctora y yo buscamos en Harrogate, señor Fisher.
—¿Qué clase de fórmula es ésa? ¿Están seguros de que la tiene ese asesino?
—Si es el hijo de Duncan Ashley hay muchas probabilidades de que la fórmula esté en su poder —asintió la doctora Castle—. Y quizá ni él mismo conozca su auténtico valor.
—Me gustaría conocer su naturaleza.
—Por el momento, es un estricto secreto —suspiró ella—. No podemos hablar de algo tan confidencial. Sí corriera la voz, si alguien llegara a enterarse… sería capaz de ayudar al asesino a evadirse, a cambio de esa fórmula.
—¿No pueden darme, cuando menos, una pista al respecto?
—Imposible —rechazó el doctor Hayles—. Vale más que lo ignore, señor Fisher. Es un asunto demasiado grave para andar divulgándolo. Bástele saber que quien alcanzase esa fórmula y la pusiera en práctica, podría ser poco menos que el amo del mundo.
—¿Tanto significa? —Pestañeó Vince, perplejo.
—Mucho —el doctor Hayles tomó a la doctora Castle por un brazo—. Nuestra misión consiste, fundamentalmente, en impedir que ese hombre, el asesino, sea muerto antes de revelar el paradero de la agenda del profesor Blake… Y no será una tarea fácil, ya puede usted darse cuenta. ¿Vamos, doctora Castle? Me gustaría visitar la casa del fiscal Elliott. El constable McDivitt nos ha autorizado a ello… ¿Viene usted, señor Fisher?
—No, gracias —rechazó él, moviendo la cabeza en sentido negativo—. Creo que no encontraría allí nada de particular que no me haya sido ya referido… Las muertes, en sí, no encierran misterio alguno. Es una venganza, eso es obvio. Sabemos el móvil. Y conocemos al culpable: el hijo de Duncan Ashley. También sabemos que lo que ven al morir las víctimas les causa tal terror, que desfigura sus facciones. Es el único punto oscuro. ¿Cómo les atemoriza hasta ese punto su agresor?
—En Harrogate dice la gente que porque el asesino es el resucitado —sonrió escépticamente el doctor Hayles—. Un ser regresado de la tumba, asustaría a cualquiera, ¿no cree?
—Sí, pero no acepto esa teoría, y veo que usted tampoco, doctor —rió entre dientes Vincent Fisher—. Por tanto, seguimos ignorando qué vieron las dos víctimas al morir… Quizá cuando sepamos eso, habremos descubierto la verdad sobre estos sucesos.
—Quizá —aceptó el doctor, encogiéndose de hombros—. De todos modos, deseo examinar el escenario del suceso… Nos veremos más tarde, señor Fisher.
Abandonaron la fonda. Vince salió del comedor, pasando hasta el vestíbulo. Allí se encontró con la señora Dawson, que hablaba con Silas animadamente. Captó algunas palabras, aun sin quererlo.
—… Y naturalmente, tuve que prepararle el refrigerio. Pero tiene unas ocurrencias el señor Lawford… Ya era más de la una cuando le picó el gusanillo del hambre, diablo…
—Hoy, en cambio, no ha almorzado —suspiró la dueña de la fonda, con gesto resignado—. Hay que aceptar sus extravagancias, Silas. Paga bien y por adelantado. Y da buenas propinas.
—Oh, eso sí… —asintió Silas, entusiasmado—. Sólo por ese favor, me dio media guinea.
—¿Hablan del vecino de la habitación número 11? —preguntó curiosamente Vince, metiéndose en la conversación.
—Exacto, señor Fisher —afirmó la patrona, contándole brevemente la anécdota—. Y pensar que a esa misma hora estaban matando en alguna parte al pobre señor Elliott, el fiscal…
—Oh, por entonces debió ser —admitió Silas, ceñudo—. Oí las campanas de los coches de bomberos, cuando terminaba de preparar el refrigerio en la cocina.
—Vaya, es toda una coartada para el señor Lawford —comentó irónicamente Vincent—. Nadie podría acusarle de nada en buena lógica, cuando aproximadamente a la misma hora, estaba pidiendo un refrigerio al buen Silas… ¿Lo hace frecuentemente a iguales horas?
—Oh, no, no. Nunca lo hizo, excepto anoche.
—Ya —los ojos de Vince fueron a la escalera, a su parte alta—. ¿Está ahora arriba?
—Sí, siempre está —dijo la señora Dawson, encogiéndose de hombros—. No ha comido.
—¿Cuál es la profesión y el punto de origen del señor Lawford, señora Dawson? —preguntó súbitamente Vincent, inclinándose hacia ella con su mejor sonrisa de cortesía.
—Señor Fisher, no sospechará usted de ese caballero… —se escandalizó ella, mirándolo entre sorprendida y halagada por la proximidad del cliente, que rozaba con su brazo el de la hostelera—. Es respetable y el pobre tuvo un accidente al quemarse el rostro y…
—Sé todo eso. No sospecho de nadie. Pero me gustaría conocer su origen y oficio.
—Bueno, no es reglamentario, pero dada su personalidad, señor Fisher… gustosa le facilitaré tales datos. Espero no diga a nadie todo esto… —Y ojeó el libro-registro.
—Soy una tumba, señora Dawson —prometió Vince, oprimiendo el brazo de la hostelera con sus dedos. Observó astutamente la emoción de ella por el rasgo de familiaridad. Era una viuda fácil de manipular, si el manipulador era un hombre joven y arrogante—. Gracias por su atención…
Ya tenía ante sí la página del libro. La examinó atentamente. Leyó el registro, hecho con letra redonda cultivada y de suave trazo. Según lo que le dijera McDivitt sobre la carta de Duncan Ashley, un trazo que no se parecía en nada a aquel otro.
BRIAN LAWFORD. — QUÍMICO. — LONDRES
—Químico… —recordó vagamente algo que dijera el doctor Hayles poco antes; «… una serie de fórmulas químicas importantísimas… Especialmente una de ellas… puede alterar la faz del mundo… Hay muchas posibilidades de que la fórmula esté en poder del hijo de Duncan Ashley… y que quizá ni él mismo sospeche su valor…». Pero había algo que ni el doctor había sospechado siquiera. Que el hijo de Ashley pudiera ser… un químico. Eso explicaba las quemaduras faciales, respecto al caballero Lawford, pero ¿eran Lawford y Ashley júnior la misma persona?
—¿Complacido, señor Fisher? —quiso saber la señora Dawson, mirándole con coquetería.
—Sí, gracias —se incorporó, tomando su llave del casillero—. Ha sido muy amable, pero no creo que eso aclare nada. Como usted dice, el señor Lawford debe ser todo un caballero. Buenas tardes. Creo que voy a descansar un rato…
Subió las escaleras con rapidez. Se detuvo frente al número once. Como la noche anterior. Ahora, de día, no podía saber si había luz dentro. Trató de escuchar, para captar algún sonido dentro.
Nada. El silencio era absoluto. Y, bruscamente, Vincent tomó una decisión.
Golpeó la puerta con los nudillos. Dos veces, y con cierta energía.
Esperó en tensión. Tenía que producirse alguna reacción en el ocupante de la número once.
Sin embargo, no fue así. Nadie respondió a su llamada. Y, lo que era más raro, tampoco captó movimiento alguno dentro de la habitación. Se agachó. Trató de mirar por la cerradura. No supo si era una llave o algo colocado en el orificio para taponar la visión. Pero sólo captó una oscuridad total.
Resuelto, insistió en su llamada, con mayor fuerza. Golpeó enérgicamente. Dispuesto a todo. Mientras tanto, manipulaba mentalmente unas cuantas explicaciones posibles para el momento en que Brian Lawford abriese la puerta.
Nadie abrió. Nadie dio señales de vida en el interior. Irritado, probó una vez más, casi con estruendo. La madera crujió bajo sus golpes.
—Cielos, ¿qué sucede? Me asustó usted…
Giró la cabeza Vincent. La puerta de otra habitación al lado opuesto, se había abierto. Muriel Foster había asomado a la puerta. Abotonaba una blusa con premura sobre sus senos juveniles. Parecía asustada.
—Lo siento —manifestó Vince, con un asomo de sonrisa—. No quise molestarla a usted, señorita Foster.
—No se disculpe —curiosa, miró la puerta número once—. ¿Conoce usted a ese huésped?
—No. Pero quería conocerlo. Sin embargo, parece que se niega a salir o atender cualquier llamada.
—Quizá no esté en la habitación… —arguyó ella, dubitativa.
—Está, seguro. No abandona nunca su cuarto, según la señora Dawson, De todos modos, no volveré a intentarlo, por no molestarla a usted.
—No me molestó. Estaba descansando un poco. Me pasé esta mañana en la vivienda del fiscal Elliott, tomando apuntes para mi reportaje al Clarion. Pero no había llegado a dormirme. Quizá sea mejor que haya subido usted y golpease esa puerta. Así me animaré a bajar, e incluso a salir de la fonda, pese a la nevada… ¿Usted no sale?
—No pensaba hacerlo. Pero creo que me animaré, si usted me acompaña —sonrió Fisher.
—Bueno, eso está mejor —sonrió ella, risueña. Y señaló la puerta once—. De algo ha servido su intentona de conocer al misterioso señor Lawford… Y le confieso que yo también ardía en deseos de ello. Pero creo que todos estamos condenados al fracaso. Esa puerta no se abre fácilmente.
—Anoche se abrió —confesó secamente Fisher, con gesto abstraído.
—¿De veras? —Abrió mucho la periodista sus grandes ojos azules—. ¿Usted lo vio?
—Sólo la puerta. A él, no. Más tarde, de madrugada ya, bajó a pedir un refrigerio. Por entonces, ya el fiscal Elliott había muerto… o estaba muriendo en esos momentos.
—Qué horrible idea se le ha ocurrido… —Ella se hizo a un lado, invitándole a entrar en su alcoba, con la puerta abierta. Pase, por favor; estoy lista enseguida. ¿Acaso sospecha usted de ese hombre?
—Fue solamente una asociación de ideas. Pero lo cierto es que nadie ha visto aún el rostro de Patrick Ashley, el misterioso hijo de Duncan Ashley. Ni el rostro del asesino. Ni, casualmente, tampoco el rostro de Brian Lawford.
—Usted lo ha dicho —sonrió la joven periodista—. Puede ser casual. Por el momento, sólo es una idea a tener en cuenta. Nada más.
—Puede serlo.
—A veces, me parece usted más un policía que un abogado, señor Fisher.
—Pues sólo soy un abogado. Y, por favor, no me llame «señor Fisher». Es horrible cómo suena en labios de una joven como usted. Me llamo Vincent. Vince, para los buenos amigos.
—Yo me llamo Muriel. Y me gusta así, Vince —le guiñó ella un ojo—. Espero que, realmente, seamos buenos amigos.
—Lo seremos, no lo dude —sonrió Vince.
Muriel Foster estaba ya lista. Salieron al corredor. La joven periodista cerró la puerta de su habitación y se colgó jovialmente del brazo de Vince, que sonrió ante su familiaridad. En la muchacha londinense que escribía en el Clarion, actos así resultaban frescos y espontáneos. Era una muchacha sin prejuicios.
No obstante, al llegar al segundo escalón, se detuvo de repente. Giró la cabeza, sin soltar a su acompañante. Vince notó su repentina rigidez. La interpeló:
—¿Y bien? ¿Qué le ocurre ahora, Muriel?
—No sé… —Ella enarcó sus cejas. Vince siguió la dirección de sus grandes ojos azules, muy fijos en alguna parte, allá arriba. Se encontró con la puerta número once. Ella explicaba ya, con voz grave—: Me pareció que alguien nos miraba, que había alguien en el pasillo, junto a esa puerta… Pero, evidentemente, me equivoqué. No había nadie, Vince. Perdona.
Y jovialmente, siguió adelante con Vince, olvidado ya el incidente, al parecer.
Sin embargo, Vincent Fisher no olvidaba tan fácilmente. No había sido ahora tan sensible como Muriel en lo preceptivo, pero sí lo había notado anteriormente en otras ocasiones. Estaba seguro, realmente, de que ese «alguien» vigilaba, pero ¿desde dónde?
¿Desde detrás de la puerta número once? ¿O había otra posibilidad que él no intuía?