CAPÍTULO 23
Susan se cubrió la tripa con los brazos en un gesto instintivo de protección. La sola visión de aquel tarro le producía un terror irracional. No había lugar a dudas, había un feto humano en el recipiente de cristal, inmerso en un líquido amarillento.
Nunca había estado en contra del aborto, es más le parecía una práctica completamente justificable en muchos casos, pero encontrarse inesperadamente cara a cara con aquello le hizo sentir náuseas.
Cuando se hubo recuperado, paseó la linterna por el resto de la estancia. Había una ventana alta tapiada con maderas, por la que tan solo se colaban un par de débiles rayos sol. La habitación tamaño: ratones, pájaros, un hurón y hasta una tortuga muerta, que parecía nadar plácida en su hábitat natural.
En medio de la estancia había una mesa de trabajo también de metal, repleta de instrumentos de diverso tipo. Susan reconoció varios de ellos como instrumental médico utilizado en cirugía y en autopsias, otros en cambio no los había visto en toda su vida. Se acercó aún más a la mesa y comprobó que la superficie pulida estaba salpicada de manchas rojas. Las baldosas del suelo en aquella zona también estaban oscurecidas.
Susan se internó en la habitación alargada. Según iba avanzando, una creciente sensación de desasosiego se iba apoderando de ella. La silueta de una puerta se perfiló en la pared del fondo, entre la penumbra. Susan se aproximó decidida y la examinó. Parecía la puerta de acceso a una cámara frigorífica y tenía un cierre especial, rodeado por una gruesa cadena con su candado correspondiente.
Aquel cierre no iba a resultar tan sencillo como los anteriores. Susan se disponía a abrirlo cuando se fijó en un rincón de la estancia. Detrás de unas perchas roñosas había un archivador de oficina.
Susan dejó momentáneamente su trabajo y se dirigió hacia allí. Susan abrió el archivador y al comprobar su contenido, el corazón le dio un vuelco.
Estaba repleto de carpetas de distintos colores, algunas de ellas cubiertas de polvo, lo que indicaba que no se habían usado en mucho tiempo. Cada carpeta tenía una pequeña etiqueta que se podía leer sin extraerla del archivador. En todas ellas aparecía un nombre y una fecha. Todos los nombres eran de mujer.
Susan buscó con esmero el nombre de Anna Newman, pero no lo encontró. Las carpetas estaban ordenadas por fecha, y la más reciente era de la misma noche en la que había perseguido al padre Black por las neblinosas calles de Birmingham.
Susan leyó el nombre de la chica con aprensión: «Diana Blond».
La carpeta contenía varios papeles informatizados. La mayoría parecían informes médicos y hablaban de la salud general de una chica de veintitrés años, Diana Blond. Pero en la última hoja aparecía una serie de anotaciones escritas a mano.
Mientras Susan las leía, una creciente agitación se apoderó de ella. Cuando hubo terminado, tenía el pulso acelerado y ganas de vomitar. Susan respiró profundamente. Necesitaba obtener pruebas físicas de aquello y estaba convencida de que las hallaría tras esa puerta cerrada. Susan aplicó toda su destreza y logró abrir los dos candados con más facilidad de lo esperado. La pequeña habitación estaba a oscuras, aunque pudo observar unas sombras que colgaban del techo.
El hedor era insoportable y se hacía difícil respirar. Susan avanzó un par de pasos por un suelo pegajoso y se golpeó contra uno de aquellos objetos colgantes. en su bolso: era su móvil.
Susan lo extrajo apresuradamente y observó la pantalla. Jack Kramer la estaba llamando y al parecer lo había hecho ya en otras cinco ocasiones en los últimos diez minutos. Susan se disponía a cogerlo cuando una voz melosa rompió el silencio a su espalda.
—Buenos días, inspectora. Supongo que no es buen momento para ofrecerle un té.
Julius Black permanecía inmóvil bajo el arco de la puerta. Llevaba el sombrero calado hasta las cejas y la apuntaba con una pistola de pequeño calibre, probablemente una Kel Tec. El arma parecía casi ridícula en las manazas del sacerdote, pero eso era lo de menos.
Estaba jodida.