CAPÍTULO 6

Peter deambuló abrumado y sin rumbo fijo por el patio del campus. La conversación con Marta Miller había sido confusa y sobre todo muy dolorosa. Cuatro meses atrás, cuando su memoria no era como un cajón vacío, el rector O’Brian gozaba de buena salud. Tenía casi setenta años, pero en general estaba en muy buena forma. Muchas tardes salían a dar largas caminatas por los bosques que bordeaban Coldshire, y hacía solo dos veranos habían estado una semana recorriendo el camino de Santiago, en España.

La noticia de que el padre O’Brian se estaba muriendo le había resultado tan dolorosa que no pudo contener las lágrimas delante de Marta. durante más de veinte años.

—Su médico cree que no le quedan más de seis meses de vida, un año como máximo —anunció Marta lúgubremente—. No debiste apartarle de su puesto, quería acabar sus días al frente de su ejército, sintiéndose útil.

Peter sonrió con tristeza. El padre O’Brian siempre se refería a su equipo de profesores y trabajadores del campus como su pequeño ejército, deformación de sus días de clérigo castrense. Peter supuso que había tratado de apartar a O’Brian de su puesto con la intención de que su salud no se resintiera aún más. Pero tal vez se había equivocado.

—¿No hay nada que hacer? —preguntó con un hilo de voz tan fino como sus esperanzas.

Marta negó con la cabeza, entrecerrando los ojos.

—El cáncer ha saltado a los vasos linfáticos y se ha extendido por varios órganos.

No hacía falta hablar de milagros, los dos habían dejado de creer en ellos hacía mucho tiempo. Sus miradas se tocaron durante unos segundos, sin atreverse a romper aquel silencio teñido de pérdida. Finalmente, Marta habló.

—¿Te ocurre algo, Peter? Te noto muy extraño.

Su voz sonaba casi dulce y Peter estuvo a punto de contarle todo lo que le había sucedido. Pero cuando sus labios comenzaron a despegarse, descubrió en la mirada de Marta un halo indefinible que le retrajo. Era la mirada que un gato le dedicaría a un ratón antes de la cena.

—No es nada. Últimamente estoy muy fatigado y me cuesta conciliar el sueño. Los años no pasan en balde para nadie.

No había nada más que decir. Peter se despidió de Marta y salió del edificio con la esperanza de hallar un tibio consuelo en los rayos del sol. Un cielo de nubes negras cubría el campus y se extendía hacía las montañas. Peter suspiró resignado. No podía contarle lo sucedido al padre O’Brian; en su estado, cualquier mala noticia podría agravar su enfermedad. Pero necesitaba desesperadamente hablar con alguien.

Peter encaminó sus pasos hacia un edificio negro que se erguía sombrío sobre una pequeña colina. La iglesia de la universidad había sido construida hacía más de cien años con pizarra traída de las minas de Gales, y desde entonces vigilaba el campus desde su elevada posición.

Al subir la cuesta observó a un grupo de curas jóvenes charlando frente a la puerta de la edificación. Reconoció al padre Steven entre ellos y se dirigió hacia él.

—Buenos días, Steven. ¿Quién es hoy el padre confesor?

—Buenos días, Peter. Esta mañana le toca al padre Julius. Si te das prisa podrá atenderte, ahora mismo no hay nadie esperando —contestó afable.

Peter se despidió del grupo y entró en la iglesia mientras la nieve, perezosa, comenzaba a caer. Muchos sacerdotes se confesaban con cierta asiduidad, pero esa no era su costumbre. Pese a estar firmemente convencido de le escuchase.

Peter encontró al padre Julius junto al confesionario, limpiando con un paño la madera labrada. No llevaba puesta la chaqueta y sobre la camisa negra llevaba escritas las iniciales JB. Peter no pudo evitar pensar en la marca de whisky escocés y amagó una sonrisa discreta. El padre Julius era tan alto como él, aunque definitivamente le sobraban unos cuantos kilos. Su pelo, rubio de rostro envejecido habitando el cuerpo de un hombretón.

—Buenos días, padre Julius —dijo Peter acercándose.

—Buenos días, padre Peter. ¿En qué puedo ayudarle? ¿Quiere confesarse?

Su voz era fina y delicada, como si estuviera hablando en una guardería y no quisiera despertar a los bebés. Era la primera vez que la oía, o eso creía. Peter tardó en contestar. Cada vez que se encontraba con alguien a quien no recordaba le asaltaba la duda de si le habría conocido en esos cuatro meses de oscuridad. Era evidente que el padre Julius le conocía a él. Peter decidió ir directo al asunto, necesitaba hablar con alguien urgentemente y compartir su carga.

—Verá, padre Julius, no estoy seguro de querer confesarme. En realidad, no sé muy bien por qué he venido.

El padre Julius frunció el ceño ligeramente y se mordió el labio inferior.

—Bueno, ya casi es mediodía y no creo que venga nadie más hasta después del almuerzo. ¿Le parece que demos un paseo por el claustro y charlemos con menos ceremonia?

Peter asintió aliviado y ambos salieron al patio porticado anexo a la iglesia. Los arcos de piedra estaban cubiertos de cristaleras y aislaban razonablemente bien del frío exterior. La nieve caía sobre el césped y el cielo se había vuelto aún más plomizo.

Durante casi una hora de paseo y seis vueltas completas al claustro, Peter le contó lo acaecido desde que se levantara herido y aturdido en aquella extraña habitación. A medida que iba desgranando sus recuerdos, la historia le iba pareciendo más absurda e increíble. En más de una ocasión temió que el padre Julius frenase aquel relato grotesco y le aconsejase acudir a un psiquiatra. O que directamente llamase al manicomio más cercano para solicitar una plaza urgente. Muy al contrario, el padre Julius parecía absorbido por la historia, haciéndole algunas preguntas y pidiéndole aclaraciones sobre determinados puntos.

—¿Sabe de qué naturaleza era la cita que tenía con Anna Newman? —preguntó el padre Julius.

—Anna y yo salíamos a correr de vez en cuando, pero no creo que ese fuese el motivo en esta ocasión. Más bien creo que ella quería contarme algo que la tenía muy preocupada.

—¿Y no tiene ninguna sospecha de qué se trataba?

Peter estuvo a punto de hablarle de sus suposiciones acerca de la relación entre el comportamiento anómalo de Anna y su tutor. O con aquel extraño y desconocido padre Black, pero no quería mezclar a nadie en ese asunto sin tener pruebas sólidas. Al menos de momento.

—En realidad no, pero tampoco creo que revista mayor importancia —dijo eligiendo bien las palabras.

El padre Julius le miró con ojos inquisitivos.

—¿Y sabe si esa cita finalmente se produjo?

—No he encontrado ninguna nota en la libreta al respecto, así que no podría asegurarlo —dijo Peter.

El padre Julius meneó la cabeza, pensativo, y se frotó los ojos. Peter se sentía parcialmente liberado tras haber contado su historia, aunque había omitido varios detalles que no le habían parecido oportunos. No le había hablado de la increíble curación que habían sufrido sus heridas, ni de los más de tres minutos que pasó bajo el agua.

—Es una historia interesante, padre La pérdida de memoria puede ser un síntoma de algo peor, Dios no lo quiera, y en cualquier caso tal vez pueda ayudarle a recuperar sus recuerdos.

Peter se disponía a contestar cuando un gorrión surcó veloz el cielo del patio y fue a estrellarse contra la cristalera que envolvía el pórtico. El ruido del choque pareció desproporcionado para el pequeño tamaño de la víctima.

El padre Julius salió al exterior y recogió al ave del suelo con delicadeza. Era preciosa. Un curioso mosaico de plumas rojas le hacían diferente a todos los gorriones que había visto. Pero tenía el ala dañada y la cabeza extrañamente torcida hacia un lado. Probablemente se había roto el cuello.

—Pobrecilla, no creo que sobreviva, pero al menos no pasará sus últimas horas helada de frío y en la oscuridad —dijo el padre Julius acurrucando al ave lo mejor que pudo en su bufanda de lana.

Las iniciales JB aparecían de nuevo bordadas sobre la prenda del padre Julius. Tener toda la ropa identificada de aquella manera era algo habitual entre la gente acaudalada. En ese instante, un joven seminarista al que Peter conocía de vista apareció corriendo por el pasillo en su dirección. Al alcanzarles frenó bruscamente y tomó aire.

—Padre Julius, el rector Lennon le está buscando. Dice que es algo muy urgente.

—¿Qué ocurre? —preguntó con voz melosa. El padre Julius miraba a aquel joven de una forma especial, casi con lujuria.

—No me lo han dicho, padre Julius. Pero el rector está hablando otra vez con la policía y corren todo tipo de rumores entre los alumnos.

—¿Qué rumores? —se adelantó Peter.

El muchacho dudó antes de contestar. Al hacerlo, la voz le tembló perceptiblemente.

—Dicen que la policía ha encontrado un cadáver en el campus.

Peter escuchó incrédulo al muchacho. Se disponía a tranquilizarle cuando vio algo que le dejó paralizado, congelando las palabras en su boca. Mientras el padre Julius se ponía la chaqueta, Peter pudo leer con claridad dos palabras escritas sobre la etiqueta interior de la prenda.

«Julius Black».

El padre Julius se giró hacia él y le tendió la mano. Peter, titubeante, tardó unos segundos en alargarle la suya.

—¿Padre Black? —Peter arrastró las palabras en un torpe murmullo.

Un brillo áspero, que Peter no había percibido hasta ese momento, iluminó la mirada del padre Julius.

—Ese es mi apellido, aunque nadie me llama así. Al igual que usted, prefiero utilizar mi nombre de pila. —Su tono de voz no había cambiado, pero Peter intuyó un matiz distinto agazapado en sus palabras—. Llámeme padre Julius, si no le importa.

Peter asintió sin decir palabra.

—Debo marcharme. Recuerde bien lo que le he dicho. Sea prudente y sobre todo tenga mucho cuidado —añadió el padre Julius Black. Sin esperar contestación, se dio la vuelta y se marchó.

Peter se quedó solo en el claustro observando las pocas huellas que aún quedaban sobre el jardín nevado. Parecía una broma de la naturaleza pero, por un momento, creyó distinguir la sombra de dos letras en aquellas huellas. Lentamente fueron borradas de la inmensa pizarra blanca que formaba el jardín, aunque quedaron marcadas en la mente de Peter hasta mucho después.

«JB».