16. LATINOAMÉRICA
EN el fresco pintado por el artista mexicano José Clemente Orozco en Pomona College, California, la figura de Prometeo simboliza la visión trágica de la humanidad, originada en la Antigüedad clásica, el Mediterráneo, el Mare Nostrum. El héroe, condenado por Júpiter por haber dado el fuego del conocimiento y la libertad a los hombres, ha sido encadenado a una roca, mientras su hígado es eternamente devorado por un buitre.
En otro gran mural de Orozco, el que se encuentra en la Biblioteca Baker en Dartmouth College, New Hampshire, el mito de Quetzalcóatl, la serpiente emplumada, le da la cara al mito mediterráneo de Prometeo. En el Nuevo Mundo, el creador de la humanidad, el inventor de la agricultura y de las artes, es exiliado porque adquiere un rostro humano y al mismo tiempo descubre en su corazón las alegrías y las penas de la humanidad.
Pero en una tercera y no menos magnífica obra de arte, la cúpula del Hospicio Cabañas en Guadalajara, México, Orozco resuelve ambas figuras, el héroe mediterráneo y el indoamericano, Prometeo y Quetzalcóatl, en una sola imagen universal: el hombre en llamas, destinado para siempre a perecer en las llamas de su propia creación y a renacer de ellas.
En Orozco, los dos mundos, el viejo y el nuevo, el europeo y latinoamericano, se funden en el calor de la llama, en la agitación del océano y en la soledad aérea y transparente de la montaña. Los elementos se humanizan. Pero también se comunican universalmente, se reúnen y se abrazan. El arte de Orozco reitera la convicción de que pocas culturas del mundo poseen la continuidad de la cultura creada en Indoafroiberoamérica. Y ésta es, precisamente, la razón por la cual la falta de una continuidad comparable en la vida política y económica nos hiere tan profundamente.
Desde luego, la continuidad de la cultura no requiere equivalencia política para el hecho estético. Los mitos de Prometeo o de Quetzalcóatl, las pinturas de Goya o de Orozco, son hechos estéticos auto-suficientes. Pero también indican maneras de ser, de pensar, de vestir, de comer y de amar, de amueblar, de cantar, de luchar y de soñar. Un hecho cultural simboliza y conjuga una manera de ser. Una pintura, un poema, una obra cinematográfica, indican cómo somos, qué podemos hacer, qué nos falta por hacer. La cultura es la respuesta a los desafíos de la existencia. Al fin y al cabo, la cultura es portada por los mismos que creamos la política y la economía: los ciudadanos, los miembros de la sociedad civil. Si esto es así, ¿por qué no habría de ofrecernos la cultura la necesaria coincidencia de sí misma con la vida política y económica? ¿Podemos, en el siglo que viene, unir en América Latina los tres factores de nuestra existencia, iniciando la unidad política y económica desde la base de la unidad cultural? Sólo podemos contestar a esta pregunta mirando claramente los problemas concretos, políticos y económicos, que nos asedian a medida que el V Centenario va y viene, y un nuevo siglo se abre. Nuestros problemas están esperando soluciones. La continuidad cultural es tanto una condición como un desafío para lograr un contrato social viable. Nuestros problemas son nuestro negocio inacabado. Pero, ¿no somos todos, los hombres y mujeres de las Américas, seres humanos incompletos? En otras palabras: ninguno de nosotros ha dicho su última palabra.
Negocios inacabados
Había un edificio altísimo en el antiguo parque de la Lama en la Ciudad de México que nunca se terminaba. Año con año, su estatura crecía pero siempre podíamos mirar el aire a través de su colmena de cemento. ¿No sabíamos cuándo, si es que alguna vez, recibiría este hotel a sus hipotéticos huéspedes? Este edificio es, acaso, un símbolo apropiado para la América Latina, creciendo pero inacabada, enérgica pero llena de problemas en apariencia irresolubles. Tres décadas de desarrollo económico a partir de la Segunda Guerra Mundial, en las que la producción aumentó 200%, se han detenido abruptamente, seguidas por una década de desarrollo perdido, en la cual el ingreso por cabeza descendió todos los años desde 1980 hasta alcanzar una pérdida acumulativa de 20%, en tanto que los salarios reales regresaron a los niveles de 1960. Las consecuencias sociales de la actual crisis están a la vista de todos: escasez de alimentos, descensos en la educación, el alojamiento, la salud y los demás servicios públicos; crimen, clases medias desilusionadas y millones de subproletarios a la deriva en las ciudades perdidas. Y, sin embargo, los gobiernos de la región se han visto obligados, desde 1982, a exportar capital, al ritmo de 45,000 millones de dólares al año, sólo para el servicio de una deuda externa que sobrepasa los 450,000 millones de dólares. El 7% del producto nacional bruto de la América Latina está siendo transferido al extranjero cada año, así como el equivalente de 50% del valor de nuestras exportaciones.
Y sin embargo estos problemas, no debemos olvidarlo, son el resultado de enormes cambios y de un tremendo crecimiento, a menudo caótico, a menudo injusto; a medida que la América Latina se despojó de su piel colonial, se convirtió cada vez más en parte del mundo, pero dejó atrás a la mayoría de los propios latinoamericanos. Hemos traspasado las puertas del V Centenario y llegamos al tercer milenio con una población que se ha duplicado en veinte años, de 200 millones en 1970 a 400 millones en 1992. En el año 2000 hemos doblado la población de los Estados Unidos de América. Es una población joven: la mitad tiene quince años o menos. Es una población deseosa de obtener servicios sociales, empleos y educación. Todos los latinoamericanos que pidan un trabajo en el año 2000 ya han nacido. Y por primera vez en nuestra historia, la mayoría de nuestra población ha nacido en sociedades urbanas e industrializadas. Brasil se ha convertido en la octava economía del mundo, y México en la decimotercera.
La historia reciente de la América Latina es caótica, veloz, contradictoria. Coexisten el burro y el jet, la veladora a la virgen y la luz neón. La mitad de los doscientos millones de jóvenes latinoamericanos nacieron después de que Fidel Castro tomó el poder en Cuba en 1959. Y todo niño latinoamericano nacido en la última década del siglo XX, nació debiéndole mil dólares a un banco extranjero.
A medida que crecen y miran el mundo que los rodea, nuestros jóvenes buscan respuestas para estos problemas y observan con mirada crítica nuestra historia reciente. ¿Por qué no hemos sido capaces de resolver aún nuestro problema fundamental, que es el de unir el crecimiento económico con la justicia social, y ambos con la democracia política? ¿Por qué no hemos sido capaces de darle a la política y a la economía la continuidad que existe en la cultura? Las respuestas a estas preguntas son tan variadas como las propias sociedades latinoamericanas, que después de la independencia se diversificaron extraordinariamente, desarrollándose como Estados nacionales. Durante el siglo XIX la América Latina se unió a la economía mundial como proveedora de materias primas e importadora de capital y bienes manufacturados. De esta manera, se concentraron grandes riquezas. El pensamiento liberal confió en que la riqueza acumulada hasta arriba, tarde o temprano, gota a gota, descendería hasta abajo. Esto no sucedió. Esto jamás ha sucedido. Para compensar los desequilibrios de la política económica liberal, los Estados nacionales ampliaron los sectores públicos, asumieron rectorías y promovieron leyes de protección social y de beneficio colectivo. A pesar de ello, la gran depresión de 1929 azotó a la América Latina con más fuerza que a los centros metropolitanos de Europa y la América del Norte, desafiando a los gobiernos para encontrar mejores soluciones. México, en la época posrevolucionaria, distribuyó la tierra, nacionalizó recursos básicos, educó a la población, construyó una infraestructura y amuebló la casa del desarrollo capitalista mediante la revolución social. Chile fortaleció el pluralismo político, el gobierno parlamentario y la organización del trabajo, capitalizando la extraordinaria experiencia decimonónica de la nación: una oligarquía doméstica y una clase media próspera. Uruguay invirtió las ganancias derivadas de la exportación en crear un Estado de beneficios sociales, altamente urbanizado y burocráticamente acojinado. En tanto que la Argentina continuó cosechando la riqueza de sus cereales, su ganado, sus exportaciones.
La Segunda Guerra Mundial le permitió a la América Latina salir de la depresión, aumentando los precios del cobre, el estaño, el hule, la carne, la lana y el henequén, al grado de que muchos campesinos mayas entraban de rodillas a sus iglesias, rogando que la guerra nunca terminase. Latinoamérica fue capaz de sustituir importaciones, animar las industrias nacionales, establecer las infraestructuras necesarias para sostenerlas y crear a veces, también, condiciones mínimas para la educación y el bienestar social. El crecimiento económico generó una nueva clase media, inversiones crecientes y expansión urbana. No obstante, la sociedad y sus instituciones se separaron cada vez más. La educación le prometió al pueblo más de lo que la economía era capaz de darle, material o políticamente. En verdad, la sociedad creó demandas a un ritmo superior al de la capacidad política y económica para darles respuesta. El resultado, a veces, fue el gobierno autoritario para reprimir a la sociedad. A veces, fue la revolución. A veces, fue el movimiento hacia la democracia. Pero mediante la insurgencia, la represión, los movimientos de masas, el populismo, las elecciones o la revolución, al iniciarse la década de los sesenta las antiguas colonias españolas del Nuevo Mundo se habían transformado hasta el grado de volverse, en ocasiones, irreconocibles.
Fundamentalmente, una clase media creciente y una clase obrera combativa exigieron que el ritmo hacia la creación de mayor riqueza con mayor justicia fuese acelerado. Algunas naciones fueron más afortunadas que otras. A pesar de una larga sucesión de dictaduras militares, Venezuela alcanzó el crecimiento mediante la riqueza generada por sus vastas reservas naturales de petróleo y fierro. En los cincuenta, Venezuela derrocó a su último gobernante militar y, desde entonces, el país ha sido capaz de unir el crecimiento económico con el gobierno democrático, hasta que la presente crisis intentó divorciar a esta pareja ideal. En contraste, Costa Rica transformó la necesidad en virtud, sirviéndose de su falta de riqueza colonial para mantener un esfuerzo de prosperidad modesta, administrada sabia y democráticamente.
De esta manera, si no hay fórmulas universales o seguras, la realidad es que cada país debe hurgar en su experiencia histórica para encontrar su propio camino. México en el norte y Argentina en el sur, las dos naciones más grandes de la América española, ofrecen también el mejor estudio de contrastes y siguen siendo, en virtud de su territorio, su población y su riqueza, dos países extraordinariamente representativos del conjunto latinoamericano. Sus diferencias bien pueden iluminar nuestra comunidad, del Río Grande a la Patagonia.
La cabeza de Goliat
A finales del siglo XIX y a principios del XX, Argentina parecía representar la más luminosa esperanza de una nación latinoamericana rica, estable y basada en principios liberales. Tras la caída de Rosas, Argentina se convirtió en el modelo mismo de una nación latinoamericana capaz de modernizarse rápidamente a sí misma. Pero por cada ventaja que como una perla se incrustó en el inmenso horizonte llano de la gran República del sur, una desventaja igualmente tenaz enturbiaba cada parcela del mismo horizonte.
Las fronteras del “progreso” habían sido extendidas mediante guerras de exterminio contra los indios, pero el sistema latifundista también había sido extendido a esas nuevas tierras. Los caudillos del viejo estilo, como Facundo Quiroga en La Rioja, fueron eliminados, pero nuevos caudillismos surgieron prontamente, dado que el sistema político patrimonialista no fue reformado. Se multiplicaron las actividades de exportación e importación, pero la Argentina continuó siendo exportadora de materias primas e importadora de bienes manufacturados y de capital, incapaz de desarrollar su propia base industrial. Y aunque es cierto que las comunicaciones se extendieron, el control de las mismas estaba en manos inglesas, lo cual, unido al dominio británico de la actividad comercial, convirtió al Río de la Plata en una semicolonia del Imperio inglés.
La Argentina había abierto sus puertas a millones de inmigrantes europeos, con la esperanza de que poblaran y desarrollaran las pampas, pero los inmigrantes permanecieron sobre todo en las ciudades y aunque en ellas crearon profesiones y ocupaciones útiles, las áreas rurales continuaron hundiéndose en relaciones anacrónicas y semifeudales.
De esta manera, casi todas las ganancias aparentes de la modernización en Argentina fueron, al cabo, disminuidas por la debilidad de las instituciones políticas, la ausencia de identidad cultural y la excesiva dependencia de los factores externos. Y dentro de la nación, la vasta distancia entre la moderna y activa metrópoli atlántica, Buenos Aires, y el interior, la pampa, creó una división moral y política profunda que Ezequiel Martínez Estrada describió gráficamente al decir que Buenos Aires era la cabeza del gigante Goliat colocada sobre el débil cuerpo del David, la nación argentina. Extrañamente, este gran país, con su fabulosa riqueza, la tierra agrícola y ganadera más fértil de la América Latina y, eventualmente, una población homogénea y educada, no fue capaz de alcanzar la verdadera grandeza nacional. La razón no fue sólo que, como en otras repúblicas latinoamericanas, grandes problemas del pasado no fueron resueltos. En Argentina, aunque la sociedad cambió dramáticamente mediante la inmigración, la urbanización, la educación y el desarrollo económico, las instituciones políticas no se transformaron a un nivel comparable y la identidad cultural permaneció vaga e irresuelta. Pero la fachada modernizante continuó deslumbrando al mundo por un largo tiempo. Buenos Aires, en todos los aspectos de la vida urbana, era una ciudad tan moderna y europea como las ciudades continentales a las que más se parecía: París, Madrid y Barcelona.
La pretensión modernizante argentina se derrotó a sí misma porque se basaba en una división artificial entre el mundo urbano y el mundo agrario, sacrificando la mitad, si no más, de nuestra cultura, a la identificación del mundo civilizado con Europa, y del mundo bárbaro con el interior agrario.
En 1916, la sociedad civil argentina, encabezada por una clase media dinámica, planteó su más radical demanda de poder político frente a las oligarquías agrarias y comerciales que hasta entonces habían gobernado al país. La clase media eligió a un presidente casi apostólico, Hipólito Yrigoyen. Pero Yrigoyen no estuvo a la altura de su promesa. No sólo resultó ser menos eficiente, en términos relativos, que la oligarquía; también resultó ser más represivo. Cuando la gran depresión llegó a la Argentina en 1929, el ejército escenificó el primero de sus sucesivos golpes contra los regímenes electos.
Durante la Segunda Guerra Mundial, la Argentina amasó un enorme excedente comercial derivado de las enormes exportaciones a las economías europeas devastadas por la guerra. La edad de oro regresaba. El gran símbolo de la oligarquía, el cementerio de La Recoleta en el centro de Buenos Aires, continuó erigiendo mausoleos para hospedar la vida eterna de los generales y comerciantes, los grandes estancieros y los dueños de las pampas.
Gracias al gobierno militar y al auge de las exportaciones, se esperó que, una vez más, y esta vez para siempre, la Argentina se convertiría en el paraíso de los oligarcas, presidiendo, como las enfáticas tumbas de La Recoleta, sobre una masa relativamente bien pagada, bien alimentada, blanca y educada, de trabajadores. Pero hoy, como si en este símbolo se cifraran los cambios que han ocurrido en la Argentina contemporánea, una intrusa se ha hecho presente entre las tumbas de la aristocracia comercial y terrateniente.
Su nombre es Eva Perón y aquí, al fin, su cuerpo yace en paz en La Recoleta, el cementerio de los oligarcas que la humillaron y a los cuales ella detestó con furia retributiva. Pero el viaje de Eva Perón hacia la tumba fue, por así decirlo, accidentado. Glorificada como una santa cuando murió de cáncer, la más poderosa mujer de Argentina y de Latinoamérica a los 33 años en 1952, fue embalsamada y enterrada con pompa en las oficinas centrales de la Confederación General de Trabajadores. Cuando su viudo, el presidente Juan Domingo Perón, fue derrocado en 1955, el cadáver de Eva fue secuestrado, seguramente por la Junta Militar que sucedió a Perón y que quería borrar el mito del peronismo. La Junta escogió once féretros, llenó diez de ellos con piedras, y en el onceavo colocó el cadáver de Eva Perón. Los once cajones de muerto fueron rotulados como restos de Evita y enviados a los cuatro rincones de la Tierra. La caja de Eva Perón llegó hasta un cementerio de Milán, en donde su esposo finalmente lo recuperó al regresar al poder en 1974. Desde entonces Eva Duarte de Perón descansa en el cementerio de La Recoleta.
Un extraordinario viaje para una extraordinaria muchacha de provincia y actriz segundona que se casó con el cada vez más poderoso general Perón en 1944 y con la República Argentina para siempre, mezclando a ambos, su marido y la Argentina, en la mística del peronismo, una forma de populismo que tomó la riqueza acumulada por el excedente comercial de la Segunda Guerra Mundial y lo distribuyó, con generosidad pero con escaso sentido económico, entre el pueblo. Este impulso básico del peronismo llegó acompañado de leyes sociales igualmente generosas, pero no construyó una infraestructura firme ni le dio a la Argentina instituciones políticas fuertes, ni sirvió para aumentar la productividad y obtener la renovación tecnológica. La gran riqueza potencial de la Argentina fue, en gran medida, dilapidada de manera demagógica y aunque, gracias al peronismo, un enorme número de argentinos invisibles, los descamisados, se volvieron visibles (demasiado visibles a los ojos de la aristocracia ganadera y comercial dominante), su nuevo sentido de dignidad y de identidad no lograron sustituir la ausencia de instituciones políticas capaces de canalizar esta nueva energía. Tal ha sido la paradoja de la Argentina. Una nación rica, con una clase media extensa, sin duda la mejor alimentada, mejor vestida y mejor educada, la nación más homogénea de la América Latina, ha sido incapaz de crear instituciones políticas que realmente la representen. En consecuencia, un Estado débil nunca puede dar respuesta a los reclamos de la clase obrera organizada, de las clases medias, del ejército, de la clase empresarial y de acreedores extranjeros, y termina siempre rindiéndosele a unos cuantos de ellos.
Perón se rindió al pueblo, a las masas, a los que se sentían olvidados, marginados, desconocidos, desanimados, despreciados en el gran juego de la riqueza y la política. De ahí su mito duradero y, aun, sus duraderas contribuciones legislativas: el voto femenino, el divorcio, la seguridad social, las vacaciones pagadas, la protección del trabajador rural, de los salarios, de los artesanos, aun de la servidumbre doméstica y ciertamente de los sindicatos obreros. Pero Juan Domingo Perón ofreció un tipo de gobierno estatista y burocratizado, con partidos políticos débiles y un Congreso débil. El ejército, en cambio, siguió siendo fuerte. De él surgió el propio Perón y el ejército permaneció cuando Perón se fue, dejando instituciones políticas débiles, dominadas por el propio ejército en ausencia del jefe político fuerte. De esta manera, el ciclo se renueva, fatal, deprimente.
El gobierno civil débil es derrocado por un nuevo golpe militar, el caos es sucedido por la tiranía, y la tiranía es seguida por el caos. El cementerio de La Recoleta es el símbolo, como lo ha escrito Tomás Eloy Martínez, de un país necrofílico. Y quizás el cadáver más ilustre de la Argentina sea la propia Argentina.
La revolución como institución
Un caso muy diferente se desarrolló en el país que, de tantas maneras, constituye el polo opuesto de la Argentina: México, el país mestizo con raíces españolas e indígenas profundas, una ausencia casi total de inmigración europea, pocos auges de exportación y demasiados problemas derivados de la debilidad tradicional de una población iletrada, mal nutrida y altamente reproductiva. En 1992, México tiene 80 millones de habitantes, contra 15 millones en 1910. La Argentina tiene 35 millones de habitantes, sólo 15 millones más que en 1910. Y en tanto que la Argentina nunca ha tenido una revolución, México sin duda tuvo la primera y acaso la más profunda, en virtud del tamaño del país, de todas las revoluciones latinoamericanas en el siglo XX. La Revolución mexicana comenzó en 1910 como un movimiento político para lograr elecciones libres, pero su dinámica la llevó a convertirse en un movimiento social para obtener mayor desarrollo con mayor justicia y, sobre todo, se convirtió en un evento cultural, celebrado en las obras de los muralistas mexicanos, ellos mismos producto de la Revolución.
Los regímenes revolucionarios trataron de satisfacer a los campesinos, quebrando el sistema hacendario y liberándolos del peonaje por deuda, entregándoles tierras y permitiéndoles emigrar a las ciudades y a los nuevos centros industriales, donde se convirtieron en mano de obra barata para una industria que creció rápidamente después de que el presidente Lázaro Cárdenas nacionalizó el petróleo en 1938. A su vez, ello vigorizó a la naciente clase obrera, cuyas organizaciones cayeron bajo la protección gubernamental. Todas las clases, pero sobre todo las clases medias, se beneficiaron de la extensión de los servicios educativos, en tanto que la clase empresarial descubrió que, además de contar con combustible barato, mano de obra barata y mercados internos crecientes aunque cautivos, también podía contar con subsidios gubernamentales. Una política de obras públicas, iniciada por el presidente Plutarco Elías Calles, comunicó por primera vez al país entre sí y le dio carreteras, hospitales, telégrafos e irrigación.
El precio a pagar por este desarrollo fue un precio político y fue, sin duda, alto. La Revolución mexicana creó un sistema político sui generis cuyas piezas centrales fueron el presidente de la República y el Partido Revolucionario Institucional. Ambos sirvieron al Estado nacional que, finalmente, salvaría a México de la anarquía interna y de las presiones externas, logrando que el país se desarrollara con equilibrio, aunque al costo de posponer la democracia política. Cárdenas estableció las condiciones para la Presidencia mexicana una vez que expulsó al jefe máximo del poder detrás del trono, Plutarco Elías Calles, en 1936: todo el poder para César, pero sólo durante un periodo sexenal no renovable. César no podía reelegirse, pero, en cambio, se reservaba el derecho de designar a su sucesor, el nuevo César, perpetuando, de esta manera, el sistema ad infinitum.
Así, mientras que la Argentina creó una sociedad civil fuerte sin instituciones políticas fuertes, México sustituyó la debilidad de la sociedad civil con un Estado nacional fuerte gobernado por dos instituciones poderosas: el presidente y el partido. Pero al fortalecer a la propia sociedad mediante el desarrollo económico y la educación, el sistema mexicano, tarde o temprano, debía ser desafiado por sus propios hijos. Mientras duró el canje entre el desarrollo económico y el apoyo político, México fue un modelo de estabilidad latinoamericana. Pero cuando la crisis sumió al país en una hondísima recesión, los hijos de la Revolución, la sociedad civil mexicana, demandaron una reanudación del crecimiento económico, pero esta vez con democracia y con justicia social. Educada en los ideales de la Revolución, de la libertad y de la democracia, la sociedad mexicana quería ahora obtener lo que se le enseñó en la escuela, convirtiendo en realidad el progreso con democracia y justicia en las calles, en las fábricas y en las urnas.
El nacimiento de la nación
Las respuestas estéticas de los muralistas mexicanos sirven para ilustrar la composición mental y política de Hispanoamérica durante este siglo. Diego Rivera reflejó la nostalgia teocrática, de origen indigenista e hispánico, a fin de obtener el orden y la simetría. En su gigantesco mural en el que describe la historia de México en la escalera del Palacio Nacional mexicano, Rivera culmina el mural indígena con una pirámide en cuya cima se sienta el emperador y, encima de él, el Sol. Esta pintura es seguida por un fresco con la Iglesia católica y la cruz hasta arriba. Y el mural culmina con un tercer fresco presidido, esta vez, por la iglesia comunista con la hoz y el martillo, en el lugar de la cruz católica o del sol indígena. La promesa de Diego Rivera, por supuesto, es que finalmente todo saldrá bien.
Al contrario, José Clemente Orozco, escéptico y sardónico, nos regala una serie de gestos y guiños mientras observa un desfile de necios y ladrones, funcionarios corruptos y una justicia falsamente ciega, paseándose mientras el artista nos dice: No nos engañemos: las cosas volverán a salirnos mal, si no abrimos los ojos y criticamos y advertimos y vemos la realidad tal como es.
Finalmente, David Alfaro Siqueiros, un verdadero discípulo de los futuristas italianos, simplemente celebra la abundante energía de la realidad. En su mural en el Palacio de Bellas Artes en la Ciudad de México, la libertad rompe sus cadenas con una expresión alegre y sin embargo dolorosa, sumamente parecida a la experiencia del parto. Desde México hasta Chile, Siqueiros celebró esta tautología genérica y generadora: la nación está naciendo. La natividad y la nacionalidad nos abrazan a todos con su energía nacionalista. Mural tras mural repite este mensaje y sus identificaciones, de manera clara y ruidosa.
De tal suerte que la América Latina primero trató de responder a su debilidad nacionalista durante el siglo XIX y a su no menor inestabilidad, creando Estados nacionales viables. A pesar de sus inmensas diferencias, Lázaro Cárdenas en México (1934-1940), Getulio Vargas en Brasil (1930-1945) y Juan Domingo Perón en Argentina (1946-1955) tenían este propósito en común. Pero lo que México y Brasil consolidaron, la Argentina lo disipó. Sin embargo, en estas tres naciones, las mayores de Latinoamérica, la educación así como la demagogia y el desarrollo económico, por muy injustamente administrado que estuviese, ayudaron a crear sociedades civiles modernas, con un Estado fuerte en México, un Estado débil en la Argentina, y un Estado metafórico, metamorfoseante y casi surrealista en Brasil. Pero en otros países, los más débiles de la América Latina, en todos sentidos, la urgencia mayor fue la de crear, ante todo, instituciones mínimas donde ninguna existía y un mínimo de independencia nacional ahí donde los imperativos geopolíticos parecían excluirla. Éstos eran los países de la América Central y el Caribe, y su némesis fue el nuevo imperio que llenó el vacío dejado en la región por la caída final del Imperio español en 1898: los Estados Unidos de Norteamérica.
El Dr. Jekyll y Mr. Hyde
Nuestra percepción conflictiva de los Estados Unidos ha sido la de una democracia interna y un imperio externo: el Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Hemos admirado la democracia. Hemos deplorado el Imperio. Y hemos sufrido sus acciones, interviniendo constantemente en nuestras vidas en nombre del destino manifiesto, el gran garrote, la diplomacia del dólar y la arrogancia cultural.
A partir de su formulación en 1821, la doctrina Monroe fue rechazada por la América Latina como una política unilateral e hipócrita. Aunque en ella se prohibía la presencia europea en asuntos hemisféricos, la doctrina Monroe, sin duda, no excluía la intervención norteamericana en nuestros asuntos. La agresión orquestada por el presidente Polk contra México en 1846, y la pérdida subsecuente de la mitad de nuestro territorio nacional, demostraron que nada nos protegía de la agresión norteamericana. México, más tarde, sufrió la ocupación norteamericana de Veracruz en 1914, durante la Revolución, mientras el presidente Woodrow Wilson exclamaba: “Yo les enseñaré a los latinoamericanos a elegir buenos hombres al gobierno.”
Pero en ninguna parte fue más rampante el intervencionismo norteamericano que en el Caribe. Puerto Rico, liberado del dominio español, se convirtió y permaneció como una colonia de facto de los Estados Unidos. A Cuba se le otorgó una independencia formal, pero limitada por la Enmienda Platt que concedía a los Estados Unidos el derecho de intervención en los asuntos internos de la isla. Y Teodoro Roosevelt simplemente le arrancó la provincia de Panamá a la República de Colombia, la transformó en una nación soberana y enseguida la cortó a la mitad con el canal de Panamá y la zona del Canal. Encima de todo, Teodoro Roosevelt dijo de América Latina que le irritaban “esas desgraciadas y pequeñas Repúblicas que me causan tantas dificultades”.
Las intervenciones militares y las ocupaciones de Haití, la República Dominicana y Honduras, fueron todas llevadas a cabo en el nombre de la estabilidad, la democracia, la ley, el orden y la protección de las vidas y propiedades norteamericanas (notablemente las de la United Fruit Company), pero ninguna nación centroamericana o del Caribe sufrió humillaciones más prolongadas que la República de Nicaragua, primero ocupada por el filibustero norteamericano William Walker en 1857, y luego, casi continuamente, invadida y ocupada por los Estados Unidos entre 1909 y 1933, cuando el líder nacionalista César Augusto Sandino fue asesinado y su asesino, Anastasio Somoza, colocado en el poder en Nicaragua con el apoyo de la infantería de marina norteamericana, donde él y su familia reinarían hasta su derrota por la revolución sandinista en 1979. Durante más de cuatro décadas, los Somoza obtuvieron cuanto quisieron de Washington. O como lo dijo el presidente Franklin Roosevelt, “Somoza es un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta”.
Y, sin embargo, Franklin Roosevelt también representó un viraje en la tradicional política norteamericana hacia América Latina. El catalizador de la relación entre América Latina y los Estados Unidos fueron los eventos de la Revolución mexicana. La ocupación de Veracruz y la expedición punitiva del general Pershing contra Francisco Villa fueron intervenciones físicas, seguidas por una campaña política y diplomática contra las leyes y las políticas de la Revolución, especialmente en contra de las leyes de Reforma Agraria que afectaban a propiedades norteamericanas en México. “México está sentado en el banquillo de los acusados por sus crímenes contra la humanidad”, fulminó el secretario de Estado de la administración Coolidge, Frank B. Kellog, en tanto que el propio presidente Coolidge, generalmente un individuo taciturno, acusó a México ante el Congreso norteamericano en 1927 de ser “la fuente de la subversión bolchevique en América Central”. Pero la crisis más grave de las relaciones mexicano-norteamericanas ocurrió en 1938, cuando el presidente Cárdenas nacionalizó los recursos petroleros de México y expropió a las compañías extranjeras. En Washington, se presionó al presidente Roosevelt para romper relaciones con México, sancionar al país rebelde y aun invadirle. Pero el presidente Roosevelt resistió todas las presiones y en cambio se sentó a negociar con México.
Roosevelt inauguró una nueva época de nuestras relaciones. Él la llamó “la política del buen vecino” y su significado fue un mayor respeto norteamericano hacia la dinámica interna y las soluciones locales dentro de cada uno de nuestros países. Sin duda, Roosevelt apoyó a los Somoza en Nicaragua, a Trujillo en la República Dominicana y a Batista en Cuba. Pero no se opuso a las transformaciones internas de la Revolución mexicana bajo Cárdenas; o a las políticas del frente popular elegido en Chile mediante una alianza entre radicales, socialistas y comunistas; ni siquiera al corporativismo protofascista de Getulio Vargas y su Estado Novo en Brasil. Con todo ello, el presidente Roosevelt obtuvo lo que realmente quería: el apoyo latinoamericano durante la Segunda Guerra Mundial. Los sentimientos pro germanos y pro japoneses abundaban en la región. Gracias a Roosevelt, la guerra nos encontró del lado de los aliados.
Pero también nosotros obtuvimos lo que queríamos: un conjunto de leyes y tratados comprometiendo a los Estados Unidos y a la América Latina a observar los principios de no intervención, autodeterminación y solución negociada de controversias. Sin embargo, nuestra vieja tradición legalista romana, una vez más, entró en agudo conflicto con la tradición pragmática del common law anglonorteamericano. El secretario de Estado del presidente Eisenhower, John Foster Dulles, declaró que en América Latina los Estados Unidos no tenían amigos, sino intereses.
Al terminar la Segunda Guerra Mundial, empezó la Guerra Fría y los logros relativos de las administraciones de Roosevelt y Truman fueron enterrados a medida que gobiernos populares electos en Guatemala y Chile fueron derrocados con la aprobación y la ayuda norteamericana, porque se encontraban a la izquierda y podían, posiblemente, convertirse en cabezas de playa soviéticas en el hemisferio. En su lugar, aparecieron las dictaduras militares, torturando y asesinando en nombre del anticomunismo. El terrorismo oficial de los sucesivos regímenes militares en la Argentina fue descrito por el nombre dado a sus víctimas, los desaparecidos. Lo que realmente desapareció fue la nación misma: Argentina. Sumamente eficaces en asesinar a su propio pueblo, los generales argentinos demostraron ser totalmente ineficaces para derrotar a las fuerzas armadas británicas en las Malvinas. Ellos desaparecieron pero, prácticamente, también desapareció la Argentina. Los débiles gobiernos civiles, una vez más, debieron combatir la amenaza militar. A partir del régimen civil del presidente Raúl Alfonsín, la pregunta que cuelga sobre la Argentina es saber si los gobiernos civiles tendrán tiempo para neutralizar al ejército, desacreditado por su derrota en las Malvinas y por la “Guerra Sucia”. En tanto que en Chile, la fuerza de las tradiciones políticas de la nación sobrevivió incluso a los genocidios, asesinatos en masa y deportaciones del general Augusto Pinochet. Pero estos gobiernos nunca fueron frontalmente agredidos por los Estados Unidos.
En cambio, en el Caribe, Washington se opuso activamente al régimen revolucionario cubano. Fidel Castro trató de romper la servidumbre de su país hacia los Estados Unidos pero creó una nueva servidumbre hacia la otra superpotencia, la URSS. Las fracasadas políticas norteamericanas, en especial la vergonzosa expedición a Bahía de Cochinos en 1961, y el continuado embargo norteamericano contra la isla, sin duda le hicieron la vida difícil al régimen castrista. Sin embargo, no bastan estas políticas para explicar la eliminación drástica de la disidencia o la ausencia de libertad de expresión y de éxito económico en Cuba ni, sobre todo, la incapacidad para transformar los verdaderos logros de la Revolución —la alfabetización, las oportunidades educativas, el mejor sistema de salud del Tercer Mundo, el extraordinario avance de la tecnología, sobre todo en el campo médico— en instituciones funcionantes, objetivamente democráticas, más allá de la identificación subjetiva con o la sujeción caprichosa a un solo caudillo carismático. La ausencia de imaginación diplomática y de generosidad del lado norteamericano, la ausencia de imaginación política y eficacia económica del lado cubano pueden, aún, conducir a los dos países a un baño de sangre confrontacional. La antigua sombra de Numancia cuelga sobre Cuba: un sitio, un suicidio colectivo, igual que en la ciudad ibérica defendida hasta lo último contra las legiones romanas. La América Latina debe ayudar a ambas partes a ir más allá de los antagonismos y de la retórica de sus padres para intentar lo que José Martí deseó en el alba de la independencia cubana: “Si la República no abre los brazos a todos y adelanta con todos, muere la República.”
En Nicaragua, una revolución nueva, joven y pobre, logra mantener su independencia, a pesar de las presiones, los saqueos y las agresiones físicas financiadas por los Estados Unidos. En uno de los más profundos hoyos de nuestra relación, la administración Reagan concentró esfuerzos, dinero, voluntad política y aun crédito internacional para suprimir la revolución de un país del tamaño del estado de Massachussets, un país que el periodista Walter Lippman describió alguna vez como “tan independiente como el estado norteamericano de Rhode Island”. Washington desafió a las Naciones Unidas, las resoluciones de su Consejo de Seguridad, las decisiones de su Corte Internacional de Justicia, se embarcó en operaciones ilegales como la Irán-Contra, simplemente porque Nicaragua, una virtual colonia de los Estados Unidos desde 1909, había desafiado a los Estados Unidos y definido un curso independiente para sí misma. La criatura norteamericana, el ejército contra, destruyó escuelas y cosechas, mutiló niños, pero no derrotó la dinámica misma de la Revolución nicaragüense, que consistió en educar al pueblo, crear instituciones donde no las había, liberar las fuerzas de la sociedad civil, que se organizaron, en un amplio abanico de la extrema izquierda a la extrema derecha, en quince partidos políticos, y ganaron las elecciones en 1989, desalojando al sandinismo del poder y dando un ejemplo de política democrática en un país que siempre había carecido de ella. Todos éstos fueron logros de la revolución sandinista. En el curso de este proceso, América Central consiguió, también por primera vez en su historia, arrebatarle la iniciativa diplomática a Washington y desembocar en un proceso de paz autónomo a pesar de los Estados Unidos. Entre Contadora, Esquipulas y el llamado Plan Arias, este nuevo hecho fue reconocido mediante el otorgamiento del Premio Nobel de la Paz al presidente costarricense, Óscar Arias.
Un aleph cultural
Ahora, la Guerra Fría también había terminado, y la América Latina se encontraba en crisis, dándose cuenta de que tanto el capitalismo como el socialismo, en sus versiones latinoamericanas, no habían logrado sacar a la mayoría de nuestras gentes de la miseria. Nuestros modelos políticos y económicos, de derecha y de izquierda, se habían derrumbado sobre nuestras cabezas.
Pero, ¿se trataba realmente de modelos nuestros? ¿Acaso, desde la independencia, no habíamos estado imitando constantemente los más prestigiosos modelos extranjeros en la economía y en la política? ¿Era fatal que la América Latina se encontrase capturada entre los Chicos de Chicago y los Hermanos Marx: es decir, entre el capitalismo salvaje e irrestricto, o un socialismo ineficaz, centralizador y burocrático? ¿Acaso no poseíamos la tradición, la información, las capacidades intelectuales y organizativas para crear nuestros propios modelos de desarrollo, verdaderamente consonantes con lo que hemos sido, con lo que somos y con lo que queremos ser?
En el medio de nuestra crisis de las cuatro “D” —Deuda, Drogas, Desarrollo y Democracia— nos dimos cuenta de que sólo podíamos dar contestación a estas preguntas a partir de nosotros mismos, es decir, desde adentro de nuestras culturas. Nos dimos cuenta de que poseíamos una política balcanizada y fracturada; sistemas económicos fracasados y vastas desigualdades sociales, pero al mismo tiempo, éramos dueños de una notable continuidad cultural, de pie en medio de la crisis generalizada de la política y de la economía.
Al terminar la Guerra Fría, la América Latina esperaba librarse de las presiones de las grandes potencias y de su opción simplista: conmigo o contra mí. El anticomunismo, pretexto principal para la intervención norteamericana, parecía evaporarse a medida que el antiguo imperio soviético se desintegraba. Pero estos hechos, más que nunca, nos obligaron a considerar que nos encontrábamos ligados a un mundo de comunicaciones instantáneas y de integración global, pero sometidos a problemas que, en ocasiones, databan de la época anterior a la Conquista. Nuestra obligación se convirtió en poner nuestras casas en orden. Pero para lograrlo teníamos que comprendernos a nosotros mismos, conocer nuestra cultura, nuestro pasado, nuestras tradiciones como fuente de una nueva creación. Pero tampoco podíamos comprendernos sin la cultura de los demás, notablemente la de las dos grandes reflexiones y prolongaciones de nosotros mismos en Europa y en los Estados Unidos, España y las comunidades hispánicas de Norteamérica. Una vez más, a medida que se desarrolló la trágica historia del siglo XX, la América española miró hacia España y allí encontró la playa europea del Nuevo Mundo. Y en el Mediterráneo, nuestro mar, el Mare Nostrum, otra torre inacabada parecía mirar hacia América.