6. LA CONQUISTA Y LA RECONQUISTA DEL NUEVO MUNDO

OCHO años antes de la Conquista de México, el 25 de septiembre de 1513, Vasco Núñez de Balboa había descubierto el Océano Pacífico, abriendo la ruta a nuevas conquistas y descubrimientos hacia el sur. En 1530, Francisco Pizarro zarpó de Panamá con sus medios hermanos, Hernando, Juan y Gonzalo y doscientos hombres. Desembarcó en la costa de Ecuador y después de una larga y complicada expedición azotada por las escaramuzas, las dudas y las epidemias, entró al Perú en septiembre de 1532, descubriendo inmediatamente que el país estaba flagelado por la guerra civil. El legítimo gobernante, Huáscar, había sido derrotado por su medio hermano, el usurpador Atahualpa, quien asesinó a Huáscar y a toda su familia a sangre fría. Ahora, Atahualpa estaba acampado afuera de la ciudad de Cajamarca, y a ella se dirigió rápidamente Pizarro, invitando al emperador peruano, conocido como el Inca, para reunirse con él.

Atahualpa, excesivamente confiado en los españoles y creyendo acaso en su propia inmortalidad, se acercó a Cajamarca desarmado. Se dice que no sabía resistir la belleza y novedad de los caballos. Francisco de Jerez, secretario de Pizarro (quien era iletrado) nos ha dejado este llamativo retrato del emperador indio: “Atahaliba era hombre de treinta años, bien apersonado y dispuesto, algo grueso, el rostro grande, hermoso y feroz, los ojos encarnizados en sangre... Hacía muy vivos razonamientos... era hombre alegre, aunque crudo.”

Los españoles salieron corriendo de las casas donde se habían escondido. La compañía india, sorprendida, trató de proteger al Inca. Los españoles les cortaron las manos mientras sostenían la litera de Atahualpa. Ni un solo soldado español fue matado o aun herido. Como en la Conquista de México, una doble enajenación —la información divina y la falta de tecnología avanzada— habría de derrotar a la nación quechua. Noticias divinas: en su lecho de muerte, el padre de Atahualpa, el inca Huayna Cápac, había profetizado que un día llegarían por el mar hombres barbados a destruir el mundo de los incas. Estos hombres serían mensajeros de la deidad indígena central, Viracocha, quien, como Quetzalcóatl, creó a la humanidad y luego navegó hacia el Occidente, prometiendo regresar. La falta de tecnología determinó aún más el destino de los incas. En las palabras del historiador británico contemporáneo John Hemming, los ejércitos indígenas del Perú “nunca pudieron producir un arma que pudiese matar a un jinete español montado y armado”.

Para rescatar su libertad, el emperador capturado ofreció a Pizarro oro suficiente para llenar una gran sala, hasta la altura de un hombre. Cuando el oro llegó, los conquistadores lo derritieron. En cuanto a Atahualpa, la promesa de Pizarro no fue cumplida. Prisionero, al Inca le fue dada, simplemente, la oportunidad de escoger entre ser quemado vivo como pagano o convertirse al cristianismo antes de ser estrangulado. Escogió el bautizo. Se dice que sus últimas palabras fueron: “Mi nombre es Juan. Ése es mi nombre para morir”.

Una magia organizada

La Conquista del Perú fue sumamente paradójica. Fulminante como una guerra relámpago moderna, dio la impresión de terminar en el instante en que comenzó, con la captura y ejecución de Atahualpa por Pizarro en 1533, seguida por el rápido avance español sobre un país comunicado por un espléndido sistema de caminos. Pero el hecho es que a pesar de sus éxitos iniciales, la Conquista del Perú fue un acontecimiento prolongado, mucho más largo que la Conquista de México. Prolongado, en primer término, por la oposición indígena. Organizándose lentamente tras la muerte de Atahualpa, la resistencia floreció entre 1536 y 1544, atosigando constantemente a los españoles hasta la muerte del jefe indígena, Manco Inca, y reanudada por sus descendientes hasta que uno de ellos, Túpac Amaru, fue decapitado por los españoles en 1572, cuarenta años después de la emboscada de Pizarro al Inca Atahualpa en Cajamarca.

Pero junto con la resistencia india, la conquista española fue asediada desde adentro, por las constantes guerras civiles entre los conquistadores, quienes disputaron salvajemente entre sí para posesionarse del oro y del poder político; así como por las pugnas entre los conquistadores y la Corona, a medida que los virreyes trataron de establecer la autoridad real y el respeto para las humanitarias Leyes de Indias. En ambas instancias, los conquistadores sintieron que se amenazaba su derecho de conquista, un derecho que, por supuesto, incluía el de saquear y usurpar la tierra y el trabajo. Los destinos de los Pizarro hablan por sí mismos. Francisco, el jefe, el brutal porquerizo de Extremadura, fue asesinado por los parciales de su rival Diego de Almagro; su hermano Hernando, de regreso a España, fue encarcelado indefinidamente, en tanto que su otro medio hermano, Gonzalo, se rebeló contra el virrey y fue ejecutado en 1548, quince años después del inicio de la Conquista. Román y Zamora, en su Repúblicas de las Indias, llama a los Pizarros “los más malos hombres que salieron de otra alguna nación, y más deshonra ganaron los Reyes de España con ellos y sus compañeros”.

Esta contracción nerviosa de la historia del Perú, contracción entre lo precipitado y lo prolongado, entre el conejo y la tortuga, se traduce en un espasmo que oculta el ritmo verdadero del país y la cultura que en él encontraron los españoles. Fue en torno a la gran ciudad de los incas, Cuzco, que muchas de estas batallas entre indio e indio, español e indio, español y español tuvieron lugar. Una urbe de quizás 200,000 habitantes en vísperas de la conquista, Cuzco, al igual que la ciudad fortaleza escondida en las alturas de los Andes, Machu Picchu, fueron los testigos finales de la gloria de los incas. Nos siguen asombrando la precisión con que sus muros, hechos de piedras polígonas, fueron ensamblados sin beneficio de argamasa. Cuando las piedras resultaban demasiado pesadas, eran dejadas a la vera del camino y llamadas “piedras cansadas”. No más cansadas, sin duda, que quienes las cargaron.

Desde el Cuzco, un sistema de comunicaciones sin paralelo en el mundo antiguo, o acaso comparable sólo al de Roma, se extendió sobre cerca de 40,000 kilómetros, desde Quito en Ecuador hasta el sur, Chile y Argentina. El dominio de los incas era la más grande de todas las entidades políticas en la América precolombina. Pero la extensión del Imperio era complicada por una variedad de climas y terrenos. Perú, llamada por Jean Descola “una tierra con tres caras”, es en parte costera (desierto y fuego), en parte montañosa (cielo y aire), y en parte selva (bosques y ríos). Entre la costa y el altiplano, se encuentran tanto fértiles oasis como desiertos estériles. En algunas áreas, se le dio la bienvenida al cultivo del maíz y el algodón; otras produjeron la patata, el regalo del Perú a Europa. Y en el altiplano, Perú desarrolló la única cultura ganadera de las Américas, el mundo de la llama, el guanaco y la alpaca, los compañeros constantes del indio del altiplano, casi tan constantes como la música de la quena, la flauta melancólica de los Andes.

La unidad del gobierno de esta tierra inmensamente variada requería grandes dotes políticas y la más enérgica organización. El antiguo Perú tenía ambas. La burocracia era tan enorme como vigilada; el propio emperador viajaba a lo ancho y lo largo de sus caminos, cerciorándose, investigando, precedido o seguido por agentes secretos, ordenando desplazamientos de la población para habitar los territorios recién conquistados, o campañas armadas para someter las rebeliones. Pero, igual que en el México antiguo, la burocracia y el ejército eran, al cabo, armas de un gobierno teocrático donde la religión y la Iglesia otorgaban su verdadera legitimidad al Imperio. Y esta religión, en agudo contraste con la organización lenta, perseverante, austera y hormigueante de la sociedad, era una religión de mito, magia y metamorfosis.

Pero quizás el mayor enigma de esta cultura fue conocido en nuestro propio tiempo y gracias al aeroplano. Pues sólo desde el aire puede el ojo humano distinguir las líneas de Nazca, el colosal diseño geométrico que nos envía su misterioso mensaje desde las profundidades del tiempo. Las líneas de Nazca, inscritas en los valles del sur del Perú, constituyen un misterioso telegrama acerca de la vida y la muerte de la antigüedad peruana, y como las líneas del destino en una palma humana continúan velándonos las verdades sobre esa tierra. Sin embargo, su propio enigma nos desafía a proporcionarle un sentido a una cultura que, basada en la magia y la cosmovisión, al mismo tiempo podía proponer y renovar la relación de los seres humanos en la sociedad con semejante precisión y aun, a veces, éxito.

La cuestión de la tierra era fundamental en una civilización como la peruana. Dos divisiones básicas apartaban las tierras del sol, cultivadas por todos y para todos, y las tierras del inca, destinadas al sustento del rey y del Estado. Pero, en teoría, todas las tierras pertenecían al Estado, que concedía su uso a las comunidades. Éstas, a su vez, se basaban en una unidad llamada el ayllu, un clan relacionado por la sangre y organizado como célula más fuerte que la familia (o el individuo) a fin de asegurar la explotación colectiva de una tierra vasta, rica, pero hostil. Las tesis sobre un socialismo inca son interesantes, pero quizá sin importancia en una economía no monetarizada, aunque elitista en su estructura. En la cima se encontraba el inca, seguido de las castas superiores de “orejones”, como los llamaron los españoles, aristócratas de lóbulos perforados por grandes arracadas, y los curacas o caciques provincianos, plantados todos ellos encima de las sucesivas organizaciones familiares, a partir de los grupos de diez familias en la base, gobernados por el jefe familiar, a las organizaciones de 40,000 familias cerca de la cima organizadas por un gobernador. Pero un individuo que se había distinguido podía ser cooptado a un rango superior, y la propiedad privada existía como recompensa otorgada al mérito, en tanto que las fortunas individuales tendían a desaparecer a medida que las generaciones se sucedían y la tierra se subdividía entre los descendientes. Cabe añadir que, sin duda, la muerte de las civilizaciones niñas de las Américas fue una pérdida para el Occidente, especialmente la del Perú, dado que éstas no eran naciones bárbaras, sino sociedades humanas nacientes, con muchas lecciones que pudo haber aprovechado la Europa renacentista, en el momento en que el Viejo Mundo también luchaba para alcanzar nuevas formas de coexistencia social y, aun, proyectó muchas de sus nociones más idealistas sobre el recién descubierto Nuevo Mundo.

En la tensión entre las ilusiones de la utopía y las realidades de la Conquista, una nueva cultura surgió en las Américas, desde el principio de nuestra existencia poscolombina. Los hechos desnudos de la Conquista recibieron la respuesta de los hechos mucho más secretos e insinuantes de la contraconquista, a medida que los pueblos indígenas derrotados, enseguida los mestizos de indio y blanco y, finalmente, los recién llegados negros en el Nuevo Mundo, iniciaron un proceso que sólo podemos llamar la contraconquista de América: la conquista de los conquistados por los derrotados, el surgimiento de una sociedad propiamente americana, multirracial y policultural.

Bajo el signo de la utopía

El Renacimiento reabrió para todos los europeos la cuestión de las posibilidades políticas de la comunidad cristiana. Volvió a plantear el tema de la Ciudad del Hombre, que había sido relegado, durante la Edad Media, por la importancia otorgada a la Ciudad de Dios. Ahora, el Renacimiento preguntó ¿cómo debía organizarse la sociedad humana?, ¿existe un espacio donde el proyecto divino y el proyecto humano puedan reunirse armónicamente? Tomás Moro, el autor de Utopía (1516), da respuesta en el título mismo de su obra: que no existe tal lugar. U-Topos es ninguna parte. Pero la imaginación europea respondió prontamente: ahora sí existe semejante lugar. Se llama América.

De acuerdo con el historiador mexicano Edmundo O'Gorman, América no fue descubierta; fue inventada. Fue inventada por Europa porque fue necesitada por la imaginación y el deseo europeos. Para la Europa renacentista debía haber un lugar feliz, una Edad de Oro restaurada donde el hombre viviese de acuerdo con las leyes de la naturaleza. En sus cartas a la reina Isabel, Colón describió un paraíso terrenal. Pero, al fin y al cabo, el almirante creyó que simplemente había reencontrado el mundo antiguo de Catay y Cipango, los imperios de China y Japón. Amerigo Vespucci, el explorador florentino, fue el primer europeo en decir que nuestro continente, en realidad, era un Mundo Nuevo. Merecemos su nombre. Es él quien le dio una firme raíz a la idea de América como Utopía. Para Vespucio, Utopía no es el lugar que no existe. Utopía es una sociedad, y sus habitantes viven en comunidad y desprecian el oro:

“Los pueblos viven de acuerdo con la naturaleza”, escribe en su Mundus Novus de 1503. “No poseen propiedad; en cambio, todas las cosas se gozan en comunidad.” Y si no tienen propiedad, no necesitan gobierno. “Viven sin rey y sin ninguna forma de autoridad y cada uno es su propio amo”, concluyó Américo, confirmando la perfecta Utopía anarquista del Nuevo Mundo para su audiencia renacentista europea.

A partir de ese momento, las visiones utópicas del Renacimiento europeo serían confirmadas por las exploraciones utópicas de los descubridores de América. “¡Valiente mundo nuevo, que tiene semejante gente en él!”, exclama Shakespeare en La tempestad, y en Francia, Montaigne comparte este sentimiento. Los pueblos del Nuevo Mundo, escribe, “viven bajo la dulce libertad de las primeras e incorruptas leyes de la naturaleza”. En tanto que el primer cronista de la expedición de Colón, Pedro Mártir de Anglería, se haría eco de tales sentimientos al decir que “andan desnudos... y viven en una edad de oro simple e inocente, sin leyes, querellas o dinero, contentos con satisfacer a la naturaleza”, y el primer cronista de Brasil, Pedro Vaz de Caminha, le escribió en 1500 al rey de Portugal: “Señor, la inocencia del propio Adán no fue más grande que la de estos pueblos”.

Pero el domingo antes de la Navidad de 1511, el fraile dominico Antonio de Montesinos había subido ya al púlpito de una iglesia en la isla de La Española, fustigando a sus escandalizados feligreses españoles: “Decid, ¿con qué derecho y con qué justicia tenéis en tan cruel y horrible servidumbre a aquestos indios?... ¿Estos no son hombres? ¿No tienen almas racionales?”

Ciertamente, muchos colonizadores, y sus defensores antiutópicos en Europa, negarían que los aborígenes de las Américas poseían un alma o que, ni siquiera, eran seres humanos. El principal entre ellos fue el humanista español y traductor de Aristóteles, Juan Ginés de Sepúlveda, quien en 1550 (esto es, una vez que los pueblos de México y Perú habían sido conquistados por los europeos) simplemente negó que los indios tuviesen verdadera humanidad y otorgó a los españoles todos los derechos del mundo para conquistarlos: “que con perfecto derecho los españoles imperan sobre estos bárbaros del Nuevo Mundo e islas adyacentes, los cuales en prudencia, ingenio, virtud y humanidad son tan inferiores á los españoles como los niños á los adultos y las mujeres á los varones, habiendo entre ellos tanta diferencia como la que va de gentes fieras y crueles á gentes clementísimas, de los prodigosamente intemperantes á los continentes templados y estoy por decir que de monos á hombres... ¿Qué cosa pudo suceder á estos barbaros más conveniente ni más saludable que el quedar sometidos al imperio de aquellos cuya prudencia, virtud religión los han de convertir de bárbaros, tales que apenas merecían el nombre de seres humanos, en hombres civilizados en cuanto pueden serlo; de torpes y libinosos, en probes y horados; de impíos y siervos de los demonios, en cristianos y adoradores del verdadero Dios.”

De esta suerte, los habitantes del Nuevo Mundo fueron vistos, alternativamente, como de verdad inocentes y como caníbales bárbaros y traidores, viviendo desnudos y en pecado. A lo largo de la historia de la América española, el sueño del paraíso y el noble salvaje habría de coexistir con la historia de la colonización y el trabajo forzado. Pero la ilusión del Renacimiento persistió a pesar de cuanto la negaba, transformándose en una constante del deseo y del pensamiento hispanoamericanos. Fuimos fundados por la utopía; la utopía es nuestro destino.

Pero, para los colonizadores, las tierras recién descubiertas no eran precisamente sociedades ideales, sino fuentes de riqueza inagotable. Colón insistió en la abundancia de maderas, perlas y oro. Se trataba de llegar a la siguiente conclusión: el Nuevo Mundo es tan sólo naturaleza. Si es una utopía, se trata de una utopía sin historia; la civilización y la humanidad le son ajenas. Esta conclusión reclamaba aclarar si la fe y la civilización debían ser dadas o no a los indios americanos por los europeos. Y enseguida, se proponía la cuestión de saber si el destino de los indios americanos era transformar el Nuevo Mundo en una Edad de Oro literal, trabajando en las minas y los campos de estas tierras que los españoles, bajo el derecho de conquista, ahora consideraban suyas de plena propiedad. Los trabajos forzados, las enfermedades europeas y el simple y brutal choque cultural, destruyeron a la población indígena del Caribe. Algunas estimaciones de la población india en el México central calculan números tan grandes como 25 millones en vísperas de la conquista, sólo la mitad cincuenta años más tarde, “y sólo algo más de un millón en 1605”, de acuerdo con Barbara y Stanley Stein, en su libro La herencia colonial de la América Latina.

Si en un principio América fue el paraíso terrenal, pronto se convirtió en el continente hostil. Esta hostilidad se desarrolló simultáneamente en varios planos. El del tratamiento de los conquistados por los conquistadores. El de las pretensiones de los conquistadores al ejercicio del poder en el Nuevo Mundo. Y el de las pretensiones en sentido contrario de la Corona.

El príncipe que nunca fue

La relación entre la Corona española y los exploradores y conquistadores constituyó uno de los grandes conflictos del valiente mundo nuevo. Este conflicto tuvo que ver con la apropiación de tierra y trabajo y, en consecuencia, con el uso del poder político. Un tema que continúa vigente, simplemente porque la cuestión de la legítima propiedad de la riqueza de la América española no ha sido resuelta. ¿A quién y cómo debe serle distribuida esa riqueza? ¿Están justificados los sistemas actuales de propiedad y distribución? Esta batalla continúa siendo objeto de pugna, de México a Nicaragua y de Perú a Argentina.

Pero en el siglo XVI, su enfoque consistió en saber si la monarquía española, decidida a afirmar con vigor su vocación centralista a la vez que las comunidades deseaban afirmar su movimiento hacia una mayor democracia, estaba dispuesta a permitir el desarrollo de cualquiera de estos factores —feudalismo o democracia— en el Nuevo Mundo.

A los conquistadores la justicia distributiva les tenía sin cuidado. Simplemente, habían conquistado el Mundo Nuevo. Eran el único poder in situ. Podían usurpar la tierra y el trabajo a su voluntad. ¿Quién iba a detenerlos? El sistema de dominación instalado por los conquistadores se llamó la Encomienda, una institución en virtud de la cual los servicios y el tributo de los indios eran requeridos, a cambio de la protección y la salvación de sus almas mediante la enseñanza religiosa. En realidad, se trataba de una forma disfrazada de la esclavitud.

Hernán Cortés poseía una pequeña Encomienda en Cuba, y vio el funcionamiento del sistema de cerca, enterándose de los desastres demográficos y aun económicos provocados por las prácticas coloniales. Al principio, deseó evitar la misma experiencia en México. Pero fue acusado de excesiva indulgencia hacia los derrotados, y sus propios hombres reclamaron la recompensa debida a su valentía con tierras e indios.

Actuando como abogado de sus hombres, Cortés incluso cometió el error de favorecer la Encomienda en una carta dirigida a Carlos V. Fue un error político, y acaso el inicio de la mala fortuna del conquistador. Carlos V contestó prohibiendo la Encomienda. Seguramente se formó una idea desagradable de Cortés como sátrapa separatista en el Nuevo Mundo.

Cortés incrementó su mala fama encabezando una expedición a Honduras que resultó ser costosa, larga e inútil, justificando el dicho “No te metas en Honduras”.

Otra frase corriente en la lengua española es “Entre abogados te veas”. Suena casi a maldición gitana y Cortés debió sentirse verdaderamente maldito cuando regresó de Honduras y descubrió que la Ciudad de México había sido reconquistada por los hombres vestidos de negro, la burocracia real española, armada de pergaminos y plumas. Los oficiales del tesoro, Chirinos y Salazar, tomaron el gobierno e instituyeron un juicio contra el conquistador. La gama de acusaciones contra Cortés iba de robar el tesoro de Moctezuma a defender la nobleza de los indios, protegiéndolos del trabajo servil; de estrangular a su mujer Catalina Juárez, a la cual hizo traer de Cuba después de descartar a la Malinche y dársela a uno de sus soldados, a financiar y encabezar la desastrosa expedición a Honduras, hasta asesinar a sus rivales para la gubernatura con quesos ponzoñosos.

Hernán Cortés, victorioso y ahora víctima, fue condenado, humillado y regresado a España. Y aunque se le dio el premio de consolación de un título nobiliario, el gobierno de México fue a dar a manos de un oficial mediocre, y Hernán Cortés, una de las grandes figuras de la Europa renacentista, fue reducido a la impotencia. Sus repetidas solicitudes de reconocimiento y dinero acabaron por aburrir a la Corte y a la burocracia. Las novedades, enanos indios y pelotas de hule, que trajo para asombrar a los aristócratas españoles y a los consejeros reales, pronto se desgastaron. Sus llamados a Carlos V, “Sacra Católica Cesárea Majestad”, son patéticos. Cortés ha pasado su juventud trayendo armas a cuestas, poniendo su persona en peligro, gastando su hacienda y su edad durante cuarenta años, a fin de acrecentar y dilatar el nombre de su rey —le escribe a éste— “ganándole y trayéndole a su yugo y real cetro muchos y muy grandes reinos y señoríos de muchas bárbaras naciones y gentes, ganadas por su propia experiencia y expensas y sin ser ayudado en cosa alguna, antes muy estorbado por muchos envidiosos que como sanguijuelas han reventado de hartos con mi sangre”. Se ve ahora viejo y pobre, empeñado, con criados que le ponen pleito reclamando salarios. A los 63 años, no quiere ya andar en mesones, sino coger el fruto de sus trabajos, regresar a México apenas se le haga justicia y aclarar su cuenta con Dios...

No le fue peor a Cortés que a otros. No fue devuelto a España encadenado, como lo fue Cristóbal Colón. No fue ejecutado públicamente por insubordinación a la Corona como lo fue Gonzalo Pizarro en Perú. Y aunque no fue envenenado por sus compañeros españoles, como lo fue Diego de Ordaz, uno de los capitanes de Cortés, durante la exploración del Orinoco, tampoco se adaptó a una situación confortable y segundona, como Gonzalo Jiménez de Quezada, verdadero Cincinato de la Conquista, quien después de someter a los indios chibcha en lo que hoy es Colombia, acabó errando en busca de El Dorado, y eventualmente se retiró a una finca campestre. Y, desde luego, ni Cortés ni conquistador alguno tomaron jamás el camino de la locura como Lope de Aguirre, quien también se unió a una expedición a El Dorado en 1560, asesinó a los jefes y se rebeló contra el rey de España, intentando crearse un dominio propio en la fuente del río Amazonas. A cuantos se opusieron a su locura, Aguirre les contestó con la muerte, desde los sacerdotes que lo acompañaban, hasta su propia hija.

La humillación final de Cortés, el dolor que lo quebró, fue que la expedición contra los moros de Argelia en 1541 no le fue encomendada. Perversamente, una vez que su espíritu había sido domado, a Cortés se le dio un vasto pero desarticulado feudo sobre grandes distancias entre Cuernavaca y Oaxaca, aunque privándole de la ciudad capital de su dominio, Antequera, en el sur de México. Al cabo, obtuvo la riqueza; era el marqués del Valle de Oaxaca. Pero fue desprovisto de la gloria que con derecho sentía suya. Los sueños de los quinientos hombres duros y ambiciosos que marcharon con él de Veracruz al trono dorado de Moctezuma deben haberle parecido muy distantes en verdad.

Pero Hernán Cortés debe ser visto como figura singular del Renacimiento por algo más que por sus hazañas militares. Fue un personaje maquiavélico que se desconoció a sí mismo. Maquiavelo, sin duda, es el hermano mayor de los conquistadores del Nuevo Mundo. ¿Pues qué es El Príncipe sino un manual para el nuevo hombre del Renacimiento, el hombre nuevo que se dispone a crear su propio destino mediante la voluntad y a pesar de la providencia, liberado de obligaciones excesivas al privilegio heredado o a la nobleza de la sangre? El Príncipe conquista el reino de este mundo, el reino de lo que es la negación de Utopía. Pero Cortés fue el Príncipe que nunca fue.

En verdad, ni la fatalidad encarnada en Moctezuma, ni la voluntad representada por Cortés, ganaron la partida final. Las instituciones de la Corona y la Iglesia, del absolutismo real y de la fe católica, derrotaron tanto al conquistador como al conquistado y establecieron, en lugar de las estructuras de poder verticales de los aztecas, las estructuras de poder, igualmente verticales, de los Austrias. Somos los descendientes de ambas verticalidades, y nuestras tenaces luchas en favor de la democracia son por ello más difíciles y, acaso, más admirables. Pero debemos comprender que la conquista del Nuevo Mundo fue parte de la dinámica de la Reconquista de España. Los conquistadores eran producto de esa campaña, pero también de un individualismo de orientación moderna y de estirpe maquiavélica, común a toda la Europa renacentista. Eran arribistas, hombres de ambición, y provenían de todos los estratos sociales. Algunos eran labriegos, otros pequeños hidalgos, pero sobre todo, provenían de la clase media ascendente.

Sin embargo, no animaron en el Nuevo Mundo el ideal de las comunidades cívicas y democráticas que muchos de sus antepasados habían defendido durante la Edad Media. Los españoles de la Conquista pudieron haber escogido, como habrían de hacerlo los hombres nuevos de Inglaterra y de Francia, el camino de la ambición personal y el ascenso social dentro de un orden constitucional. De esta manera, habiendo conquistado a los indios, acaso, también hubiesen conquistado a la Corona. Pudieron haber sido, como lo fueron los pobladores de la Nueva Inglaterra, los padres de su propia democracia política. Pero los conquistadores no escogieron esta avenida; quizás no podían escogerla. Entre el individualismo como democracia, y el individualismo como privilegio feudal, escogieron el segundo. De esta suerte, sacrificaron su virtud individualista, su dimensión civil, a una visión espectral del poder que sus antepasados en España no habían tenido. Los conquistadores querían ser hidalgos, caballeros de propiedad. Pero ser un hidalgo significa no tener que trabajar, sino obligar a otros a que trabajen por uno. Significa obtener gloria en la guerra, y ser recompensando con brazos y tierras.

La tierra como recompensa de la guerra se convirtió en una de las bases del poder económico en la América española, tal y como lo había sido en la España medieval. Y aunque admitieron siempre el quinto real, los conquistadores tomaron lo que habían conquistado, pero no crearon comunidades cívicas y democráticas en el Nuevo Mundo. Los conquistadores querían poder feudal para ellos mismos. La Corona los frustró, empeñada, en cambio, en establecer una autoridad absoluta desde la lejana metrópolis. Pero las enormes distancias y las exigencias locales del gobierno dieron a los conquistadores y a sus descendientes amplios e inmediatos poderes. Si de esta pugna habría de derivarse, al cabo, un compromiso entre la Corona y los conquistadores, ella pasó, primero, por un tremendo debate sobre la naturaleza de los indios y los límites del poder en el Nuevo Mundo.

“¡Las Indias están siendo destruidas!”

Tal fue el grito de fray Bartolomé de las Casas, quien recogió el sermón navideño del padre Montesinos de 1511 y su pregunta sobre el destino de los indios: “¿Éstos no son hombres? ¿No tienen almas racionales?”

El sermón de Montesinos, escribió el autor dominicano moderno Pedro Henríquez Ureña, fue el primer grito por la libertad en América. Bartolomé de las Casas había sido dueño de esclavos en Cuba. En 1524 renunció a sus posesiones y entró en la orden de los dominicos, acusando a los conquistadores de innumerables crímenes y ofensas en contra de los indios, quienes eran súbditos del rey y los conquistadores no podían disponer de ellos como si se tratase de cabezas de ganado.

Durante un periodo de cincuenta años, a partir del momento en que abandonó su Encomienda en Cuba en 1515 hasta su muerte en 1566, el padre Las Casas denunció la “destrucción de las Indias” por los conquistadores y los acusó de “las ofensas y daños que hacen a los reyes de Castilla, destruyéndoles aquellos sus reinos [en] todas las Indias”. Llegó hasta a elogiar a los indios por la religiosidad que demostraron, aunque fuesen paganos. Las Casas se preguntó: ¿Acaso los griegos, los romanos y los hebreos no habían sido idólatras también? ¿Y esta religiosidad pagana los había excluido acaso de la raza humana o, más bien, los había predispuesto para la conversión?

Las Casas negó los derechos de conquista, pero sobre todo la institución de la Encomienda, a la cual consideró “tiránica gobernación mucho más injusta y más cruel que la con que Faraón oprimió en Egipto a los judíos... por la cual a los reyes naturales habemos violentamente, contra toda razón y justicia, despojado a los señores y súbditos de su libertad y de las vidas”.

Estas ideas modernas sobre la relación amoesclavo, junto con las demandas principales de Bartolomé de las Casas, fueron incorporadas a las nuevas Leyes de Indias promulgadas en 1542. La Encomienda fue legalmente abolida, aunque se mantuvo, ahora disfrazada como repartimientos, o concesiones provisionales de trabajadores indios, como un hecho autoperpetuado dentro del sistema real de distribución de la riqueza en el Nuevo Mundo. La Corona seguiría combatiéndolo, sustituyéndolo con sistemas administrativos y controles reales, rehusando a los conquistadores y a sus descendientes derechos de propiedad sobre la tierra y posponiendo infinitamente las decisiones que hubiesen otorgado a los conquistadores y sus descendientes dominio feudal, títulos de nobleza o derechos hereditarios.

En este sentido, podría decirse, con el debido respeto al padre Bartolomé de las Casas, que fue el más útil instrumento de la Corona para atacar las pretensiones feudales en medio de la defensa de los valores humanistas. Pero en el análisis final, esta lucha le dejó un enorme margen a los poderes de hecho detentados por los conquistadores, aunque preservando siempre el dominio eminente de la Corona. Los conquistadores y sus descendientes, muy a propósito, fueron situados por la Corona en la posición jurídica de usurpadores. Pero de las Leyes de Indias se dijo que semejaban la red de la araña, que sólo captura a los criminales menores, pero permite que los grandes criminales escapen libremente.

Muchos testimonios del siglo XVI describen la innegable brutalidad de la Encomienda y su sistema aún más severo de explotación del trabajo en la mina, la Mita. En sus maravillosos dibujos sobre la vida del Perú antes y después de la Conquista, Guamán Poma de Ayala, descendiente de la nobleza incásica, describe la absoluta impunidad de los encomenderos. En los dibujos de De Bry, que acompañaron en su gran éxito al volumen del padre Las Casas sobre la Destrucción de las Indias, está el origen de la llamada Leyenda Negra de una España brutal, sanguinaria y sádica, empeñada en torturar y asesinar a sus súbditos coloniales, en tácito contraste, sin duda, con la pureza inmaculada de los colonialistas franceses, ingleses y holandeses. Sin embargo, mientras que éstos piadosamente disfrazaban sus propias crueldades e inhumanidades, nunca hicieron lo que España sí permitió. Éste fue un debate que duró más de un siglo, sobre la naturaleza de los pueblos conquistados y los derechos de la Conquista: el primer debate moderno sobre los derechos humanos. Algo que jamás parece haber preocupado a los otros poderes coloniales.

No faltaron las notas de humor en el debate, tanto del lado indígena como del español. Durante la conquista de Chile, el jefe araucano Caupolicán fue empalado por los conquistadores. Pero al morir, exclamó: “Quisiera haber sido yo quien invadió y conquistó España”. La misma idea, del otro lado del mar, la expresó un defensor de los derechos humanos tan importante como Las Casas. Se trata del padre Francisco de Vitoria, un jesuita que, desde su cátedra de Salamanca en 1539, le preguntó a sus estudiantes si les gustaría ver a los españoles tratados por los indios en España de la misma manera que los españoles trataban a los indios en América. El descubrimiento y la Conquista, añadió, no le daban a España más derechos sobre el territorio americano que el que los indios pudieran haber tenido de haber descubierto y conquistado a España. Lo mismo pudo decirse de la colonización inglesa de Norteamérica. Pero lo que el padre Vitoria logró fue internacionalizar, en sus libros y enseñanzas, el problema del poder colonial y de los derechos humanos de los pueblos sometidos. Vitoria intentó establecer reglas para limitar el poder colonial a través del derecho de gentes. Su némesis fue Ginés de Sepúlveda, quien acusó a los indios de practicar el canibalismo y el sacrificio humano en una sociedad no demasiado diferente de un hormiguero. Los indios, dijo Sepúlveda, eran hombres presociales que, por ello, legítimamente, podían ser conquistados por los hombres civiles de Europa, y despojados de sus bienes, a fin de darles propósitos civilizados. Pero, ¿no eran los españoles —argumentó de inmediato Vitoria— culpables también de crímenes contra la naturaleza? ¿No eran todas las naciones europeas culpables de actos de destrucción y guerra? Si esto era cierto, nadie tenía el derecho moral de conquistar a los indios.

Al lado de este intenso debate en España, muchos frailes en las Américas trataron de aplicar reglas de compasión y humanidad a los pueblos indígenas. El más eminente de ellos fue Vasco de Quiroga, obispo de Michoacán que en la década de los 1530 llegó a México con la Utopía de Tomás Moro bajo el brazo y, ni tardo ni perezoso, se dedicó a aplicar sus reglas a las comunidades de los indios tarascos: propiedad comunal, jornada de seis horas, proscripción del lujo, magistrados familiares electivos y distribución equitativa de los frutos del trabajo.

Quiroga, cariñosamente llamado “Tata Vasco” por los indios tarascos hasta el día de hoy, fue animado por una visión del Nuevo Mundo como Utopía: “Porque no en vano sino con mucha causa y razón éste de acá se llama Nuevo Mundo, y eslo Nuevo Mundo, no porque se halló de nuevo sino porque es en gentes y cuasi en todo como fue aquel de la edad primera y de oro, que ya por nuestra malicia y gran codicia de nuestra nación ha venido a ser de hierro y peor.”

A medida que la colonización española se extendió, el campesinado indígena resistió, se mezcló o retrocedió. Vasco de Quiroga intentó conciliar los intereses coloniales de España con los de las comunidades agrarias. Al nivel de la ley general, su esfuerzo obtuvo éxito. La propiedad comunal de las aldeas indígenas fue reconocida a lo largo de la era colonial y hasta bien entrado el siglo XIX, cuando los regímenes republicanos liberales finalmente acabaron con el sistema en nombre de la propiedad individual, identificada con el progreso. Pero la protección de la Corona logró salvar a muchísimas comunidades agrarias indígenas de la extinción, y esta prolongada tradición le sirvió a rebeldes como Emiliano Zapata en México, quien se levantó en nombre de los derechos otorgados por la monarquía hispánica.

Más y más, las comunidades rurales se fueron dividiendo en virtud de la competencia entre las aldeas puramente indígenas y las nuevas comunidades mestizas. Pero el hecho central de las relaciones de trabajo pronto se consolidó, y ello hasta nuestros propios días, en el sistema de la Hacienda, el gran dominio territorial, que surgió como sucesor del sistema de la Encomienda, o sea, la labor indígena a cambio de la protección y de la evangelización, y del repartimiento, o sea, la simple distribución de trabajo indígena sobre una base temporal. La Hacienda se basó en una forma definitiva de la servidumbre de trabajo: el peonaje, o sea el sistema de deuda incurrido por el trabajador y perpetuado a lo largo de su vida y la de sus descendientes. La Corona fue incapaz de dominar esta forma insidiosa de esclavitud, en tanto que la Hacienda creció sin demasiada publicidad, silenciosamente y legitimada, en cierto modo, por los sistemas de latifundios existentes en España y en Europa. En vez de fijar la atención pública en la relación de trabajo, la Hacienda la distrajo hacia la simple posesión de la tierra. La tierra era necesaria para sostener a la creciente población española y mestiza, en tanto que los indios iban disminuyendo, y este lebensraum económico fue asegurado mediante la usurpación directa o, más discretamente, mediante “concesiones de terreno, adquisiciones, acreciones, fusiones y competencia económica”, como lo explica Charles Gibson en su libro España en América: “Tierras que originalmente fueron otorgadas en extensiones relativamente pequeñas, fueron luego adquiridas por los especuladores coloniales y vendidas una y otra vez antes de adquirir la forma final de la hacienda. Los títulos de propiedad de la mayor parte de las haciendas consistían de abultados archivos reuniendo numerosas pequeñas propiedades.”

Este fenómeno se prolongó a lo largo de los siglos, de la administración colonial a las republicanas, y sirvió también como base para que la América Latina desempeñase su papel internacional como proveedor de materias primas e importador de capital y bienes manufacturados. Reveló también las heces de la corrupción política sobre las cuales se fundaba todo el sistema económico y la hipocresía moral que, mediante el desplazamiento de atención del trabajo a la tierra, le permitió incluso a la Iglesia abandonar sus fantasías utópicas y adquirir vastas propiedades como fundamento de su poder político y económico verdadero.

A medida que los conquistadores pasaron a la historia, sus descendientes, así como los españoles que viajaron a vivir en las colonias, se las arreglaron como mejor pudieron tanto con los principios generales de las leyes humanitarias, como con la situación real que encontraron en estos lejanos territorios. La distancia entre la Corona y sus posesiones fue acentuada durante la decadencia económica de España en el siglo XVII. El gobierno de Felipe III, inmerso en una profunda crisis económica al iniciarse el siglo, dejó de pagar salarios a sus administradores coloniales. Éstos se vieron obligados a proporcionarse sus propios ingresos mediante negocios turbios, verdaderas corruptelas que transformaron a los funcionarios locales de la Corona en caciques provincianos. Ellos crearon los monopolios económicos en los distritos bajo su dominio y se aliaron con los comerciantes locales, quienes aseguraron que los funcionarios recibiesen sus salarios, en tanto que éstos obligaron a los indios a recibir préstamos forzados y, acto seguido, a entregar sus cosechas a precios fijos a la alianza de funcionarios y comerciantes en caso de incumplimiento de pago, aumentando infinitamente la deuda campesina. Una bonita situación, que nos proporciona la imagen radical, original, de la corrupción de la vida tanto pública como privada en la América Latina. La figura central de este sistema fue el corregidor, recaudador de impuestos, magistrado y administrador, cuyos labios obsequiaban a la Corona, pero cuyas manos estaban profundamente inmersas en los negociados compartidos con los poderes locales y aislados de los dueños de haciendas y de los caciques políticos.

No es de extrañar que cuando las nuevas y humanitarias leyes llegaron de España al Nuevo Mundo, los funcionarios locales simplemente se las pusieran sobre las cabezas, declarando solemnemente: “La ley se acata pero no se cumple.” De esta manera, se desarrolló en la América Latina un profundo divorcio entre el país legal, consagrado en la legislación monárquica y más tarde en las Constituciones republicanas, y el país real, pudriéndose detrás de la fachada legal y contribuyendo a la desmoralización y a la disrupción de la América española desde sus inicios.

Efectivamente, la fachada legal no pudo haber sido más majestuosa, más consecuente con nuestra tradición jurídica romana y su ordenación simétrica, y más verticalmente ordenada, asimismo, de arriba hacia abajo. En sus grandes frescos en la Biblioteca Baker del colegio de Dartmouth en Nueva Inglaterra, el muralista mexicano José Clemente Orozco ha representado intuitivamente tanto al mundo indígena como al mundo colonial a partir de llamativos planos verticales. Las figuras indígenas, arrodilladas pero levantando los brazos, se encuentran reunidas alrededor de la estructura vertical de la pirámide. La figura española, el conquistador, posa en una actitud rígidamente vertical, su espada verticalmente detenida enfrente de su sexo, en tanto que una iglesia se levanta verticalmente con la cruz en la cúpula en lugar de la pirámide india.

Las estructuras verticales del gobierno durante la época colonial eran presididas, desde luego, por el propio rey, gobernando desde España. Sujetos a él, en grado descendente, se encontraban el Consejo de Indias, directamente concernido con el gobierno de las colonias como parte del patrimonio real, no del patrimonio de todo el pueblo español, pues México, Perú o Chile eran reinos añadidos a las posesiones del rey de España y no del pueblo español.

Seguía, en escala descendente, la Casa de Contratación de Sevilla, encargada del comercio de Indias, la cual centraba y monopolizaba y que, hecho de suma importancia, estaba autorizada para recibir el oro y la plata de las Américas. Y finalmente, dependientes de estas altas instituciones españolas, se encontraban las autoridades locales de las lejanas colonias, en primer lugar los virreyes, enseguida los capitanes generales, todos ellos nombrados en España, así como los gobernadores, los jefes de los distritos provinciales y los alcaldes. Aplastado por la pesada estructura se encontraba, finalmente, el municipio, luchando, generalmente sin éxito, por mantener un mínimo de justicia local.

El sistema original de poder en la América española fue una autocracia vertical, gobernada desde lejos mediante leyes paternalistas que rara vez fueron implementadas en tanto que al nivel local, arreglos de tipo práctico, político y económico, entre los terratenientes y los jefes políticos, sirvieron para asegurar la explotación implacable y a veces ineficaz del trabajo y de la tierra.

Significativamente, hubo un fuerte sentido de continuidad entre las estructuras verticales del Imperio Habsburgo y los de los mundos azteca y quechua. Incluso el concepto del dominio eminente, en virtud del cual el Estado detentaba la propiedad original de la tierra y simplemente la concedía de manera temporal al interés privado, representó una tradición común entre los imperios indígenas y la monarquía española. Pero estos hechos jurídicos estaban en contradicción cotidiana con las prácticas políticas.

Los conquistadores y sus descendientes se apropiaron de la tierra y el trabajo mediante el derecho de conquista. La Corona les denunció con base humanitaria pero también jurídica, alegando que la tierra le pertenecía a los indios, y a través de ellos a la Corona. Los colonizadores desobedecieron a la Corona, pero la Corona les replicó privándoles de derechos hereditarios, constantemente intentado parcializar sus poderes, rebajándolos a la categoría de “segundones”. Pero los colonizadores se organizaron localmente en esferas donde la Corona no podía tocarles, creando una política rural aislada de opresión y explotación que persiste hasta el día de hoy.

Una red de ciudades

Detrás de la fachada majestuosa de la ley y de las prácticas vulgares de la política real, otros factores dinamizaron la nueva vida de la América colonial. La primera, por supuesto, fue el pueblo. Los conquistadores españoles y sus descendientes, los inmigrantes europeos a las Américas, los mestizos, que eran hijos de españoles y de mujeres indígenas, y los criollos, que eran blancos nacidos en las Américas. Más tarde, los negros y su descendencia mulata. Y, desde luego, los propios indios, los vencidos.

Los primeros conquistadores, le escribió Cortés a Carlos V, eran gente ruda, sin educación y de bajo origen. Quizás Cortés trataba de impresionar al rey con sus credenciales salmantinas; la verdad es que no sólo labriegos y obreros participaron en la Conquista, sino también miembros de la nobleza menor y de la clase media. El historiador Céspedes del Castillo nos ofrece un reparto más amplio de la inmigración durante el siglo XVI. El tono general de la inmigración, dice el historiador, fue dado por numerosos frailes, sacerdotes y muchos pequeños hidalgos, así como guerreros que eran más numerosos al principio que al final; casi ningún aristócrata, pero en cambio muchos mercaderes, pintores y artesanos, y abogados de mayor influencia que número.

No obstante, el proceso colonizador podía ser extremadamente selectivo. Los judíos, los moros y los herejes, expresamente, fueron excluidos de la inmigración transatlántica. Y aunque es cierto que los conquistadores generalmente viajaron como solteros y se mezclaron libremente, primero con las mujeres indias y más tarde con las negras, no existió prohibición expresa para que las mujeres vinieran a América y, de hecho, muchas de ellas desempeñaron papeles notables en el periodo inicial de la colonización. La mujer de Pedro de los Ríos, gobernador de Panamá, se rehusó a regresar a España cuando terminó el periodo oficial de su marido, prefiriendo permanecer en Panamá con su ganado y con sus grandes esperanzas de que el oro del Perú, que fluía entonces del Pacífico al Atlántico, le tocara también a ella. Y una mujer llamada Inés Suárez, extremeña como tantos de los conquistadores, siguió a su marido hasta Venezuela, pero no lo encontró; entonces, Inés siguió al Perú, donde descubrió que su marido había muerto. Ahí, conoció a Pedro de Valdivia y lo acompañó a la conquista de Chile y a la fundación de la capital más sureña del Nuevo Mundo hispánico, Santiago del Nuevo Extremo, un nombre que recordaría tanto al apóstol batallador de la Reconquista como a la provincia común a Inés y a Pedro, Extremadura. Inés fue enfermera de los heridos, sirvió fielmente a Valdivia como teniente y amante, pero se inclinó ante la exigencia de un sacerdote para que abandonase a su hombre cuando la mujer del conquistador fue traída desde España. Como moraleja de todo esto, quizás, Valdivia fue muerto por los araucanos antes de que llegase la señora Valdivia. Ignoro si las dos viudas llegaron a conocerse.

Y las mujeres desempeñaron un importantísimo papel en la más dramática de todas las fundaciones de una ciudad hispanoamericana en este periodo. Ésta fue la fundación de Buenos Aires. Pero Buenos Aires es una ciudad de dos historias. Fue fundada dos veces sobre las riberas del Río de la Plata. La primera vez en 1536, por Pedro de Mendoza, un vanidoso cortesano quien ya había hecho fortuna en el saco de Roma por las tropas españolas en 1527. Llegó al Río de la Plata en búsqueda de más oro: “conquista de paganos con dinero de romanos”, dijo un verso de la época. En cambio, encontró fiebre, hambre y muerte. Los indios de estas regiones sureñas eran pobres y no le tenían miedo ni a los caballos ni a las escopetas. Atacaron las fortificaciones españolas noche tras noche.

Quizás la única consolación para los españoles es que a esta expedición vinieron muchas mujeres, algunas de ellas disfrazadas de hombres. Prestaron servicios como centinelas, animaron los fuegos y, como escribió una de ellas, “comemos menos que los hombres”. Pero pronto no había nada que comer, y como en toda fiebre del oro que se estime, los españoles devoraron las suelas de sus botas y, se rumoró, incluso canibalizaron a sus muertos. Mendoza murió de sífilis y fue arrojado al río. Acaso el único oro jamás visto aquí fue el de los anillos en los dedos del explorador al hundirse en el turbio Río de la Plata.

Buenos Aires fue quemada y abandonada. La primera fundación fue un desastre, el más grande de cualquier ciudad española de las Américas. Pero 44 años más tarde, un sobrio administrador llamado Juan de Garay, descendió de Asunción por el río Paraná y fundó Buenos Aires por segunda vez, pero, en esta ocasión, la ciudad fue dispuesta a escuadra y concebida no como una población de aventureros y buscadores de oro, sino como ciudad del orden, el trabajo y la eventual prosperidad, todo lo cual Buenos Aires llegó a ser. Ciudad porteña, desagüe para el comercio de cueros y producto vacuno, sobre el mar llamado Río de la Plata, el turbio río color de la piel del león, como lo describiría un día el poeta Leopoldo Lugones. Ciudad construida sobre pantanos, ciudad drenaje de las minas de plata de Potosí hacia el Atlántico.

La doble fundación de Buenos Aires sirve para dramatizar dos impulsos de la colonización española en el Nuevo Mundo. Uno de ellos se fundó en la fantasía, la ilusión, la imaginación. Los conquistadores fueron motivados no sólo por el hambre del oro, la fiebre del Perú, como se le llamó, sino por la fantasía y la imaginación que, a veces, constituía un elixir aún más poderoso. Al entrar el mundo voluntarioso del Renacimiento, estos hombres aún llevaban en la cabeza las fantasías de la Edad Media. Se convencían fácilmente de ver ballenas con tetas femeninas y tiburones con dobles penes; peces voladores y playas con más perlas que arena en ellas. Cuando lograban ver sirenas, sin embargo, podían comentar irónicamente que no eran tan bellas como se decía. Pero su búsqueda de las fieras guerreras del mito les condujo en el largo camino desde California, así llamada en honor a la reina amazona Calafia, a la fuente misma del más grande río de la América del Sur. ¿Se equivocaron en su búsqueda de la fuente de la juventud en Florida, la tierra de las flores explorada por Ponce de León? La búsqueda paralela de El Dorado, el jefe indio pintado en oro dos veces al día, les condujo en cambio hasta Potosí, la mina de plata más grande del mundo. Y la búsqueda de las fabulosas siete ciudades de Cíbola llevó a Francisco de Coronado en su dramática peregrinación hasta el descubrimiento de Arizona, Texas y Nuevo México.

Jamás encontraron las ciudades mágicas. Pero, como lo demostró la segunda fundación de Buenos Aires, fueron capaces de fundar las verdaderas ciudades, no las del oro, sino las de los hombres. Nunca, desde los tiempos de los romanos, desplegó nación alguna tan asombrosa energía como España lo hizo en las fundaciones del Nuevo Mundo. Las distancias eran enormes; las riquezas gigantescas; pero nada detuvo a los hombres de España en su empuje hacia el norte, hasta lo que hoy es California y Oregón; y hacia el sur, hasta la punta misma del continente, la Tierra del Fuego. Pero a fin de dominar tanto la distancia como la riqueza, era preciso fundar ciudades. Cientos de ciudades, desde San Francisco y Los Ángeles a Buenos Aires y Santiago de Chile. Y éstos no eran meros puestos fronterizos, sino centros urbanos de gran nobleza, permanentes, que reflejaban la decisión española de instalarse en el Nuevo Mundo “para la eternidad”.

Para limitarnos a los extremos de la América española, México y Argentina, la lista de fundaciones es verdaderamente impresionante. En México, una ciudad tras otra es fundada: Veracruz en 1519, Colima en 1524, Antequera (Oaxaca) en 1521, y ese mismo año, San Cristóbal de las Casas. Guadalajara en 1542, Puebla en 1531 y Taxco en 1528; Culiacán en el océano Pacífico, en 1531; Querétaro en los valles centrales en 1531. Y en Argentina, el ritmo urbano es comparable: Santiago del Estero en 1553, Mendoza en 1561 y San Juan un año después; Tucumán en 1565, Córdoba en 1617 y Santa Fe en 1575, Salta, Corrientes, La Rioja y San Luis entre 1580 y el fin del siglo XVI.

A veces eran puertos construidos como fortalezas, así en el Caribe como en el Pacífico: La Habana, Acapulco, Cartagena.

Otras, eran grandes capitales de escala mayor, como México y Lima. Y la mayoría eran ciudades de provincia, sólidas, construidas de acuerdo con el modelo renacentista de la ciudad a escuadra, cada una con su plaza central, su iglesia y su ayuntamiento, estableciendo así los ritmos duraderos de la vida: la plaza donde los amantes pueden cortejarse y los viejos pasar el día jugando a los dominós o discutiendo las noticias; la plaza donde las leyes son proclamadas y las revoluciones lanzadas. Otras, eran ciudades mineras que simplemente siguieron los caprichosos contornos de los montes donde el oro y la plata eran explotados. En todos los casos, una vez que la ciudad era fundada, sus pobladores recibían, cada uno, un solar, pero también una extensión de tierra agrícola fuera de los límites urbanos, así como derechos a las tierras reservadas para el uso comunal.

El Imperio español, nos dice Francisco Romero, el historiador argentino de la ciudad latinoamericana, se convirtió en una red de ciudades que dominó a las áreas rurales. Pero tanto las ciudades como las áreas rurales crearon sus propios centros de poder, desarrollaron sus peculiaridades y parcelaron la visión homogénea soñada en Madrid. Las ciudades, añade Romero, eran españolas, en un sentido sumamente formal y legalista. Eran fundadas como un acto político, para ocupar la tierra y establecer los derechos de conquista. Pero ninguna ciudad podía ser considerada legítima si no la precedía la ley. La ciudad tenía que ser imaginada, fijada en la ley antes de ser fijada en los hechos. La forma de la tradición romana tenía que preceder a la realidad y mantenerse por encima de ella. La ley de la ciudad produjo el hecho de la ciudad. Y enseguida, la ciudad procedió a irradiar desde su centro el poder español, subyugando a la población indígena.

Las ciudades se transformaron también en centros de una nueva cultura. La primera universidad del Nuevo Mundo se fundó en Santo Domingo en 1538, y las universidades de Lima y la Ciudad de México en 1551, mucho antes que la primera universidad en las colonias inglesas de América, Harvard College, fundada en 1636. La primera imprenta de las Américas fue instalada en la Ciudad de México por el tipógrafo italiano Giovanni Paoli (Juan Pablos) en 1539, en tanto que la primera imprenta angloamericana fue inaugurada por Stephen Daye en Cambridge, Massachusetts, en 1638.

Básicamente, las universidades proponían los estudios medievales tradicionales del trivio (gramática, retórica y lógica) y el cuadrivio (geometría, aritmética, música y astronomía) junto con la teología, el derecho y la filosofía política central del escolasticismo, esto es, las ideas de Santo Tomás de Aquino. Esta filosofía fue determinante para la cultura política de la América Latina, en virtud de que durante trescientos años, todos, de México a la Argentina, asistieron a la escuela política de Santo Tomás. Y en ella aprendieron, de una vez por todas, que el propósito de la política, su valor supremo, superior a cualquier valor individual, era el bien común. Para alcanzarlo se requería la unidad; el pluralismo era un estorbo. Y la unidad sería alcanzada de manera superior gracias al gobierno de un solo individuo, no a través del capricho de múltiples electores. En una de las once capillas de la iglesia de Santo Domingo en Oaxaca, Santo Tomás de Aquino preside desde el cielo las verdades políticas básicas destiladas en el corazón de la América española. Frente a él, se sienta San Agustín, el doctor de la Iglesia cuyas ideas constituyen otra de las piedras angulares de nuestra vida espiritual y política: la gracia de Dios no es directamente asequible a cualquier individuo sin la asistencia de la Iglesia. Para llegar a Dios, se debe pasar por la jerarquía eclesiástica. Éste era un sistema hermético para enseñar la verdad revelada, negando la participación de la investigación individual o de la crítica, pero subrayando la necesidad primordial de la tradición y del papel de la Iglesia como depositaria legítima de la tradición, propagadora de la verdad y denunciadora infalible del error.

Pero la insistencia en que el bien común es otorgado desde arriba mediante la concesión autoritaria, aseguró que esta filosofía política sólo podría ser modificada desde abajo a través de la revolución violenta. Nuevamente, los principios y las prácticas de la democracia fueron pospuestos. La América española habría de extraviarse en los laberintos del autoritarismo y de la imitación extralógica de modelos extranjeros de progreso y democracia, antes de encontrar sus propias tradiciones interrumpidas, sus propias raíces democráticas y conflictivas en las comunidades medievales de España, en el lado humanístico de la sociedad azteca, en el valor social de la cultura quechua.

La educación colonial fue un sistema de enseñanza que podríamos definir como inteligencia dirigida. Y el sistema de publicaciones que la acompañó también podía ser sumamente restrictivo. Sólo seis años después de la Conquista, la Corona prohibió ulteriores publicaciones de las Cartas de relación de Cortés a Carlos V. La Corona no deseaba promover el culto de la personalidad de los conquistadores. En efecto, se nos prohibió conocernos a nosotros mismos. En 1553, un decreto real prohibió la exportación a las Américas de todas las historias que tratasen sobre la Conquista, para no mencionar cualquier historia que elogiase a las derrotadas culturas indígenas.

No obstante, la Corona era capaz de tomar iniciativas sumamente ilustradas, tales como la temprana creación de escuelas para los indígenas más dotados, que eran miembros de la aristocracia de las naciones derrotadas. En el Colegio de Tlatelolco en México, por ejemplo, los jóvenes indígenas aprendían en español, latín y griego, demostrando la excelencia de sus estudios. Pero, al cabo, el experimento fracasó, primero porque irritaba a los conquistadores tener súbditos indios que sabían más que ellos, pero sobre todo, porque los conquistadores no querían indios que tradujesen a Virgilio, sino indios que trabajasen para ellos como mano de obra barata en las minas y en las haciendas.

Y los necesitaban también como obreros de la nueva religión. El cristianismo arrasó los antiguos templos, “templos del demonio” como los llamó un misionero cristiano. Pero fueron los indios mismos quienes construyeron los nuevos templos de la cristiandad americana.

Padre y madre

Se puede discutir si la conquista de América fue buena o mala, pero la Iglesia sabía perfectamente que su papel en el proceso colonizador era el de evangelizar. La Iglesia entró en contacto con una población rasgada entre su deseo de rebelarse y su deseo de encontrar protección. La Iglesia ofreció tanta protección como pudo. Muchos grupos indígenas, de los coras en México a los quechuas en Perú a los araucanos en Chile, resistieron a los españoles durante un largo tiempo. Otros acudieron en multitudes pidiendo el bautizo en las calles y en los caminos. El fraile franciscano Toribio de Benavente, quien llegó a México en 1524 y fue llamado por los indios “Motolinía”, que significa “el pobre y humilde”, escribió que: “Vienen al bautismo muchos, no sólo los domingos y días que para esto están señalados, sino cada día de ordinario, niños y adultos, sanos y enfermos, de todas las comarcas; y cuando los frailes andan visitando les salen los indios al camino con los niños en brazos, y con los dolientes a cuestas, y hasta los viejos decrépitos sacan para que los bauticen... Cuando van a el bautismo, los unos van rogando, otros importunando, otros lo piden de rodillas, otros alzando y poniendo las manos, gimiendo y encogiéndose; otros lo demandan y reciben llorando y con suspiros.”

Motolinía afirma que quince años después de la caída de Tenochtitlan en 1521, “más de cuatro millones de almas habían sido bautizadas”. Y aunque esto puede ser propaganda eclesiástica, el hecho es que los actos formales del catolicismo, del bautismo a la extremaunción, se convirtieron en ceremonias permanentes de la vida popular en toda la América española, y que la arquitectura eclesiástica desplegó una imaginación práctica, capaz de unir dos factores vitales para las nuevas sociedades americanas. La primera fue la necesidad de tener un sentido de parentesco, un padre y una madre. Y la segunda, fue la de contar con un espacio físico protector, donde los viejos dioses podrían ser admitidos, disfrazados, detrás de los altares de los nuevos dioses.

Muchos mestizos jamás conocieron a sus padres. Sólo conocieron a sus madres indígenas, amantes de los españoles. El contacto y la integración sexuales fueron, ciertamente, la norma de las colonias ibéricas, en oposición a la pureza racial y la hipocresía puritana de las colonias inglesas. Pero ello no alivió la sensación de orfandad que muchos hijos de españoles y mujeres indígenas seguramente sintieron. La Malinche tuvo un hijo de Cortés, quien lo reconoció y lo bautizó Martín. Pero el conquistador tuvo otro hijo, también llamado Martín, con su mujer legítima, Juana Zúñiga. Andando el tiempo, ambos hermanos se conocieron y protagonizaron, en 1565, la primera rebelión de la población criolla y mestiza de México contra el gobierno español. La legitimación del bastardo, la identificación del huérfano, se convirtió en uno de los problemas centrales, aunque a menudo tácitos, de la cultura latinoamericana. Los españoles lo abordaron de maneras religiosas y legalistas.

La fuga de los dioses, que abandonaron a su pueblo; la destrucción de los templos; las ciudades arrasadas; el saqueo y destrucción implacables de las culturas; la devastación de la economía indígena por la mina y la Encomienda. Todo ello, además de un sentimiento casi paralizante de asombro, de maravilla ante lo que ocurría, obligaba a los indígenas a preguntar: ¿dónde hallar la esperanza? Era difícil encontrar ni siquiera un destello en el largo túnel que el mundo indígena parecía recorrer. ¿Cómo evitar la desesperanza y la insurrección? Ésta fue la pregunta propuesta por los humanistas de la Colonia, pero también por sus más sabios, y astutos, políticos. Una respuesta fue la denuncia de Bartolomé de las Casas. Otra, las comunidades utópicas de Quiroga y los colegios indígenas de la Corona. Pero en verdad fueron el segundo virrey, don Luis de Velasco, y el primer arzobispo de México, fray Juan de Zumárraga, quienes hallaron la solución duradera: darle una madre a los huérfanos del Nuevo Mundo.

A principios de diciembre de 1531, en la colina del Tepeyac cerca de la Ciudad de México, un sitio previamente dedicado al culto de una diosa azteca, la virgen de Guadalupe se apareció portando rosas en invierno y escogiendo a un humilde tameme, o cargador indígena, Juan Diego, como objeto de su amor y de su reconocimiento. De un golpe maestro, las autoridades españolas transformaron al pueblo indígena de hijos de la mujer violada en hijos de la purísima virgen. De Babilonia a Belén, en un relámpago de genio político. Nada ha demostrado ser más consolador, unificante y digno del más feroz respeto en México, desde entonces, que la figura de la virgen de Guadalupe, o las figuras de la virgen de la Caridad del Cobre en Cuba, o de la virgen de Coromoto en Venezuela. El pueblo conquistado había encontrado a su madre.

También encontraron un padre. México le impuso a Cortés la máscara de Quetzalcóatl. Cortés la rechazó y, en cambio, le impuso a México la máscara de Cristo. Desde entonces, ha sido imposible saber quién es verdaderamente adorado en los altares barrocos de Puebla, Oaxaca y Tlaxcala: ¿Cristo o Quetzalcóatl? En un universo acostumbrado a que los hombres se sacrificasen a los dioses, nada asombró más a los indios que la visión de un Dios que se sacrificó por los hombres. La redención de la humanidad por Cristo es lo que fascinó y realmente derrotó a los indios del Nuevo Mundo. El verdadero regreso de los dioses fue la llegada de Cristo. Cristo se convirtió en la memoria recobrada, el recuerdo de que en el origen los dioses se habían sacrificado en beneficio de la humanidad. Esta nebulosa memoria, disipada por los sombríos sacrificios humanos ordenados por el poder azteca, fue rescatada ahora por la Iglesia cristiana. El resultado fue un sincretismo flagrante, la mezcla religiosa de la fe cristiana y la fe indígena, una de las fundaciones culturales del mundo hispanoamericano. Y, sin embargo, existe un hecho llamativo: todos los Cristos mexicanos están muertos, o por lo menos, agonizan. En el calvario, en la cruz, tendidos en féretros de cristal, todo lo que se ve en las iglesias populares de México son imágenes de Cristo postrado, sangrante y solitario. En contraste, las vírgenes americanas, como las españolas, están rodeadas de gloria y celebración perpetuas, flores y procesiones. Y el decorado mismo que rodea a estas figuras, la gran arquitectura barroca de la América Latina es en sí una forma de celebración de la nueva fe, pero es al mismo tiempo una celebración riesgosa de las viejas religiones supervivientes.

La maravillosa capilla de Tonantzintla cerca de Cholula, en México, es una de las más llamativas confirmaciones del sincretismo como elemento dinámico de la cultura de la contraconquista. Lo que aquí ocurrió se repitió a lo largo y ancho de la América Latina. Los artesanos indígenas recibieron grabados de los santos y otros motivos religiosos de manos de los evangelizadores cristianos, quienes les pidieron reproducirlos dentro de las iglesias. Pero los antiguos albañiles y artesanos de los templos indígenas querían hacer algo más que copiar. Deseaban celebrar a sus dioses viejos al lado de los nuevos dioses, pero esta intención hubo de enmascararse mediante una mezcla del elogio de la naturaleza con el elogio del cielo, fundiéndolos de manera indistinguible.

Tonantzintla es, en efecto, una recreación indígena del paraíso indígena. Blanca y dorada, la capilla es una cornucopia de la abundancia en la que todas las frutas y flores del trópico ascienden hacia la cúpula, hacia el sueño de la abundancia infinita. El sincretismo religioso triunfó y, con él, de alguna manera, los conquistadores fueron conquistados.

En Tonantzintla, los indígenas se pintan a sí mismos como ángeles inocentes rumbo al paraíso, en tanto que los conquistadores españoles son descritos como diablos feroces, bífidos y pelirrojos. El paraíso, después de todo, puede ser recobrado.

Cautivos de Lepanto. The Greatest Nations, vol. X., de Edward S. Ellis