15. TIERRA Y LIBERTAD

LA Revolución mexicana fue, en realidad, dos revoluciones. La primera la encabezaron los jefes guerrilleros populares, Pancho Villa en el norte y Emiliano Zapata en el sur; sus metas eran la justicia social basada en el gobierno local. La segunda revolución fue dirigida por los profesionistas, intelectuales, rancheros y mercaderes de la clase media emergente; su visión era la de un México moderno, democrático y progresista, pero gobernado desde el centro por un fuerte Estado nacional.

Las cabezas, tanto del movimiento agrario como del movimiento de clase media, sintieron que sus esperanzas habían sido pospuestas durante demasiado tiempo bajo el prolongado gobierno personal de Porfirio Díaz, presidente de México, casi continuamente, entre 1876 y 1910. Díaz, quien había sido, él mismo, un valeroso guerrillero a las órdenes de Benito Juárez y en contra de la intervención francesa, llegó a la Presidencia bajo los estandartes del liberalismo latinoamericano. Pero el lema “orden y progreso” no incluía, en la concepción de Porfirio Díaz, ni la democracia ni la justicia social; significaba, simplemente, desarrollo económico rápido, favoreciendo a las élites y sancionando métodos poco democráticos para alcanzar las metas económicas. Al principio, Díaz cortejó a las clases medias que se habían formado durante el siglo XIX independiente. Nuevos grupos de hombres de negocios, administradores y rancheros aparecieron en escena a medida que Díaz alentó la inversión extranjera en el petróleo, los ferrocarriles y la colonización de tierras. El régimen porfirista aumentó las vías férreas mexicanas de 1,661 kilómetros en 1881 a 14,573 kilómetros en 1900. Estas políticas también transformaron a miles de campesinos y artesanos tradicionales en obreros agrícolas e industriales, en tanto que el sistema de la Hacienda, vigorizado por las Leyes de Reforma liberales, privó a las comunidades campesinas tradicionales de los últimos vestigios de sus posesiones hereditarias, hasta ese momento protegidas por leyes emanadas de la Corona española.

Las tierras, las aguas y los bosques fueron absorbidos por la nueva y poderosa unidad territorial, la hacienda. A medida que más y más campesinos perdieron sus tierras, se convirtieron de hecho en esclavos de los latifundios. Sólo uno de ellos, la propiedad de la familia Terrazas en Chihuahua, era más grande que Bélgica y los Países Bajos juntos, y tomaba un día y una noche atravesarla en tren. Las posesiones extranjeras llegaron a ser igualmente vastas. Hacia el año 1910, las propiedades norteamericanas en México alcanzaban la extensión de cien millones de acres, incluyendo una buena parte de las más valiosas tierras forestales, mineras y agrícolas y representando 22% de la superficie mexicana. Los complejos de los que el magnate periodístico William Randolph Hearst era propietario ascendieron a ocho millones de acres.

La hacienda mexicana no era sino una acabada manifestación del sistema de peonaje por deuda que había sustituido, desde la época colonial, a las sucesivas formas de explotación del trabajo agrícola: la encomienda primero, el repartimiento enseguida. En efecto, la deuda fue la principal cadena del campesino. Deuda para con la tienda de raya. Deuda pasada de generación en generación. En 1910, el 98% de la tierra cultivable en México era propiedad de las haciendas, en tanto que 90% de los campesinos mexicanos carecían de tierras propias. Y sin embargo, las masas agrarias constituían 80% de la población y eran iletradas en un 90%. Pero al convertir a miles de campesinos y artesanos tradicionales en obreros agrícolas e industriales, Díaz se vio obligado a crear poderosas fuerzas de seguridad a fin de desalentar la unidad sindical de los obreros, romper sus huelgas y asegurar que el país contase con mano de obra barata. De otro modo, ni los apoyos locales de Díaz, ni los crecientes intereses extranjeros, se beneficiarían de la economía mexicana en rápida expansión, o invertirían en ella.

De esta manera, el descontento y la rebelión resultaron inevitables en el nivel de dos grupos sociales: los nuevos obreros industriales y los antiguos trabajadores agrarios. Para ellos, Porfirio Díaz tenía una brutal respuesta: “Mátenlos en caliente”. Con una distancia de apenas seis meses, dos huelgas industriales sacudieron la administración de Porfirio Díaz. En junio de 1906, los trabajadores de la mina de cobre en Cananea desafiaron no sólo a la dictadura mexicana, sino a sus aliados extranjeros. Díaz hubo de apelar a los rangers de Arizona para suprimir mediante la fuerza la rebelión minera a fin de “proteger las vidas y las propiedades norteamericanas”. En diciembre, el Círculo de Obreros Libres en la fábrica textil de Río Blanco, Veracruz, se rebeló en contra de una situación que incluía la enajenación a la tienda de raya, condiciones de alojamiento subhumanas, el uso de pasaportes internos y cartas de identidad, y censura del material de lectura. Esta vez, Díaz no se valió de fuerzas represivas extranjeras, sino que envió al ejército federal a disparar contra los obreros, amontonar sus cadáveres en carros de ferrocarril que los llevaron hasta Veracruz, y ahí los arrojaron al mar.

Más y más, inclusive los grupos de clase media, originalmente favorecidos por Díaz, se distanciaron del régimen. Más y más, se vieron disminuidos a medida que las ganancias mayores pasaron a manos de las compañías extranjeras, las cuales demostraban un intenso interés en exportar desde México, pero muy poco interés en ampliar el mercado interno mexicano.

Semejante esquema, impuesto a una sociedad básicamente agraria, creó una clase terrateniente sumamente fuerte y una débil burguesía frenó el desarrollo del movimiento obrero y aplastó al campesinado. Al cabo, el fracaso del régimen para incorporar a los nuevos grupos sociales que el propio régimen había creado generó una profunda enajenación hacia el gobierno de Porfirio Díaz. La represión, la falta de oportunidades, la susceptibilidad ante las crisis internacionales, viejas exigencias respecto a la tierra y nuevas exigencias respecto al poder, así como los sentimientos nacionalistas, acabaron por unir a campesinos, obreros, clases medias y élites provincianas en un movimiento irrefrenable hacia la Revolución. Como sucede a menudo, la sociedad había rebasado al Estado, y el Estado no lo sabía. Más profundamente, tanto México como el resto de la América Latina estaban empezando a cuestionar los valores mediante los cuales la modernidad podía medirse en una sociedad agraria tradicional. ¿Debería la modernidad favorecer más el crecimiento económico, la libertad política o la continuidad cultural? ¿Favorecer a uno o dos de estos factores significaba sacrificar a los demás? ¿O podíamos alcanzar un equilibrio simultáneo entre prosperidad, democracia y cultura?

Tormenta sobre México

En los primitivos noticieros cinematográficos del principio del siglo, Porfirio Díaz y su séquito parecen pertenecer más a la Alemania del káiser que al Nuevo Mundo americano. El senecto gabinete (la mayor parte de los ministros tenían entre setenta y ochenta y tantos años) se llamaban a sí mismos “científicos”, o sea seguidores de la filosofía del sociólogo francés Auguste Comte cuya doctrina, compartida por todos los regímenes liberales de la América Latina, aceptaba una dialéctica según la cual el hombre progresaba en tres etapas, de la teológica a la mística y a la positivista. En ésta, despojándose de explicaciones sobrenaturales o ideales, la realidad es finalmente enfrentada. Sin embargo, la realidad enfrentada por los “científicos” era esquizofrénica. La mitad era la realidad que querían ver, una realidad beneficiada por el progreso y la modernización. Otra, muy distinta, era la realidad de la injusticia agraria sufrida por la mayoría del pueblo.

En septiembre de 1910, Porfirio Díaz recibió el homenaje del mundo al celebrar el centenario de la Independencia de México. Estadistas y escritores mundiales honraron al gobernante fuerte que había traído a México la paz, el progreso y la estabilidad. Porfirio Díaz le había dado aún más lustre a su imagen internacional, declarándole a un periodista norteamericano que “México estaba, finalmente, preparado para la democracia”. El pueblo mexicano decidió tomarle la palabra.

Un oscuro abogado y terrateniente llamado Francisco Madero, a la sazón con 39 años de edad, también recogió la promesa porfirista de la democracia, escribiendo un breve libro llamado La sucesión presidencial en 1910. En él, Madero hizo un sencillo llamado a las elecciones libres y a poner fin a las sucesivas reelecciones de don Porfirio. En una nación que era 90% iletrada, este pequeño libro de un pequeño hombre se convirtió en la estopa necesaria para ponerle fuego al bosque viejo y seco del Porfiriato. Todos los que pudieron lo leyeron, y todos los que lo leyeron, repitieron su mensaje.

Desde el sur llegó un hombre joven, que ya había encabezado una delegación campesina de su estado nativo de Morelos para expresarle los agravios del pueblo al presidente Díaz. Pero apenas regresó a Morelos, este joven fue castigado y llevado al ejército por la leva. En 1909, las aldeas, empeñadas en luchar por sus derechos, eligieron al mismo hombre, Emiliano Zapata, entonces con 30 años de edad, como su jefe. Zapata se había convertido en un hábil entrenador de caballos y arriero. Su mirada poderosa, directa, pero soñadora, marcaba a cuantos le conocían. Desde el norte llegó otro hombre del pueblo, un antiguo peón de hacienda, rebelde y ocasional cuatrero, llamado Doroteo Arango, quien tomó el nombre de guerra “Pancho Villa”. Villa reunió un ejército de vaqueros, labriegos y artesanos para luchar contra la dictadura. Y en el centro de esta lucha se encontraba el Apóstol de la Democracia, el modesto Francisco Madero, prometiéndole a México, ni más ni menos, que la plena democracia.

Cuando la ciudad fronteriza de Ciudad Juárez en Chihuahua, sobre el Río Grande y frente a los Estados Unidos, cayó en manos de las fuerzas rebeldes en 1911, Porfirio Díaz se dio cuenta de que su tiempo había pasado. Al partir rumbo al exilio y la muerte en París advirtió que Madero había desatado a un tigre; faltaba ver si sabría dominarlo. Madero llegó a la Presidencia en una ola de entusiasmo popular. Muchedumbres delirantes lo saludaron en cada estación de su viaje a la capital. Cuando entró en la Ciudad de México la gente creyó que asistía al arribo del nuevo mesías. Un violento terremoto sacudió a la ciudad ese día, aumentando la atmósfera de portento. Pero Madero quería darle a México algo más modesto, y sin embargo algo casi milagroso, en vista de la tradición autoritaria del país desde tiempos de los aztecas y de los virreyes españoles: una democracia funcional. Prensa libre, Congreso independiente e hipercrítico del Poder Ejecutivo, libertad ciudadana para organizarse en partidos políticos. Todo esto le dio Madero a México. Pero le prestó menos atención a los motivos subyacentes del descontento. La vieja burocracia permaneció en su puesto, las haciendas no fueron tocadas, los campesinos no recobraron sus tierras y el ejército de la dictadura siguió en pie, listo para reprimir a quienes quisieron cambiar el estado de cosas. Grupos campesinos empezaron a invadir tierras y poblados. Tuvieron lugar zafarranchos callejeros entre los sindicatos y la policía. Finalmente, Zapata denunció a Madero como un traidor y decidió continuar la lucha. Con la inestabilidad en México, creció la angustia de los Estados Unidos. Generales rivales se levantaron en armas para restaurar el antiguo régimen. Los negocios se contrajeron y finalmente, en febrero de 1913, durante diez días, la llamada “decena trágica”, las calles de la Ciudad de México se convirtieron en un campo de batalla. El tigre andaba suelto.

Demasiado lento en sus reformas para satisfacer a sus amigos, demasiado débil con sus enemigos, Madero fue socavado por una conspiración del ejército, los terratenientes y el embajador norteamericano, Henry Lane Wilson. En lo más crítico del levantamiento en la Ciudad de México, otro comandante militar designado por Madero, el general Victoriano Huerta, lo traicionó, apoyado por el embajador Wilson, quien se erigió a sí mismo como juez de lo que llamó “los inmaduros mexicanos”, “la emotiva raza latina”. Pero más que al ineficiente Madero, la administración del presidente Taft temía a los jefes populares, Villa y Zapata, firmes en su exigencia de redistribuir la tierra y ejercer el autogobierno para las comunidades agrarias.

El débil Madero fue asesinado a sangre fría por Huerta. De acuerdo con un periodista norteamericano, Madero había apostado a un centinela sordo y ciego en la puerta de su vida al fin de que gritara “sin novedad”.

El brutal asesinato de Madero volvió a unir al país. Huerta comprobó ser un tirano sangriento e incompetente, demasiado encariñado con su botella de coñac. Se enfrentó a una nación ultrajada, en la que todas las facciones rebeldes se unieron bajo Venustiano Carranza, antiguo senador bajo Porfirio Díaz, y gobernador del estado norteño de Coahuila. Carranza representaba a las clases medias y altas de la provincia, las cuales, más que la democracia política, deseaban un Estado nacional fuerte y abierto, que diese cabida a las expectativas de los hombres de negocios, los profesionistas y los pequeños propietarios rurales que habían sido excluidos del favor centralizado de México durante el largo reinado de don Porfirio.

Tres fuerzas militares se unieron contra Huerta. Desde el sur, Emiliano Zapata resistió la política de tierra quemada de Huerta y respondió quemando las haciendas. En los estados del norte, Pancho Villa formó un poderoso ejército, la División del Norte, y se rodeó de sus Dorados, ganando una batalla tras otra contra el ejército federal, apoderándose de las haciendas, destruyendo a los terratenientes y a los prestamistas y amenazando a Carranza, quien había sido proclamado primer jefe de la Revolución. Cuando Villa tomó Zacatecas en el corazón minero de México, Carranza se apoyó cada vez más en el más hábil comandante de campo de la Revolución, Alvaro Obregón, un agricultor de Sonora cuyas divisiones incluían a los valientes combatientes yaquis, en marcha para vengarse de las exterminaciones contra ellos ordenadas por Porfirio Díaz. En 1914, Huerta fue derrotado y los ejércitos revolucionarios se prepararon para entrar en la Ciudad de México. Pero una vez alcanzada la victoria, la Revolución se volvió contra ella misma. Pues la Revolución mexicana fue, realmente, las dos revoluciones que invoqué al principio de este capítulo. El movimiento agrario de los pueblos, encabezado por Villa y Zapata, ha quedado fijado para siempre en la iconografía popular. Revolución basada localmente, su propósito fue el de restaurar a las aldeas sus derechos sobre las tierras, las aguas y los bosques. Este proyecto favorecía un tipo de democracia descentralizada, comunitaria y capaz de gobernarse a sí misma, con base en tradiciones largo tiempo compartidas. Se vio a sí misma como continuadora de los más antiguos valores agrarios y fue, en múltiples aspectos, una revolución conservadora.

La revolución número dos, mucho más nubosa en los iconos mentales, fue el movimiento nacional, centralizante y modernizante encabezado por Carranza y al cabo consolidado en el poder por dos vigorosos hombres de Estado: el propio Obregón primero y, más tarde, su sucesor Plutarco Elías Calles, quienes dominaron la vida política de México entre 1920 y 1935.

El choque entre las dos corrientes revolucionarias habría de ser aún más sangriento que la Revolución contra el viejo orden. Acaso toda revolución es esencialmente un acontecimiento épico en el que un pueblo unido se levanta contra una tiranía en decadencia. Pero enseguida se convierte en un acontecimiento trágico, cuando la revolución se vuelve contra la revolución: el hermano contra el hermano. Carranza, por poco tiempo, fue desalojado de la Ciudad de México por la segunda revolución encabezada por Zapata y Villa. Los dos jefes populares entraron juntos a la capital. Villa, radiante, se sentó en la silla presidencial. A su lado, Zapata, más saturnino, no se desprendió de su sombrero mientras miró, indiferente, el paisaje urbano. Las raíces de ambos hombres no estaban aquí, en la cima, sino abajo, en lo hondo del mundo rural. “Esta ciudad está llena de banquetas”, le dijo Zapata a Villa. “Y yo me ando cayendo de ellas”.

Regresaron a su mundo agrario, distribuyendo tierras, estableciendo escuelas, proponiendo un modelo alternativo de desarrollo. Y en efecto, durante un año increíble (1914-1915), Emiliano Zapata y el pueblo de Morelos se gobernaron a sí mismos sin intervención del centro, creando una de las sociedades más viables jamás vistas de la América Latina. Las tierras fueron distribuidas de acuerdo con la voluntad de las aldeas: propiedad comunal o individual; la agricultura fue no sólo restaurada, sino aumentada notablemente. Zapata y sus compañeros, desde luego, eran aldeanos, labriegos y aparceros; su autoridad surgía de los consejos locales y descansaba sobre la fidelidad a los textos legales que ellos se estaban encargando de convertir en realidad. Tal fue la base para lo que podemos llamar una política de confianza. En su historia definitiva del movimiento zapatista, John Womack hace notar que “significativamente, Zapata nunca organizó una policía estatal; los consejos de las aldeas se encargaron de aplicar la ley de una manera flexible”. Se les prohibió a los jefes militares intervenir en los asuntos de los pueblos, y cuando el propio Zapata hubo de arbitrar conflictos locales, siempre limitó su acción a apoyar las decisiones que los habitantes del pueblo ya habían tomado por su propia cuenta.

Los campesinos de Morelos, bajo el zapatismo, hicieron realidad el sueño modesto y profundo por el que tanto habían luchado. Lejos de anclarse en la resignación, demostraron que una cultura agraria podía escapar al fatalismo y adquirir una organización civil y económica, humana y funcional, sobre bases locales. Ellos demostraron que los mexicanos podían gobernarse a sí mismos democráticamente. Y, sin embargo, fueron exactamente estos valores del sistema zapatista los que lo condenaron a muerte; la arcadia morelense iba en sentido contrario al diseño nacional. En efecto, la visión del Estado nacional mexicano presuponía la desaparición de las peculiaridades provinciales en favor de la empresa nacional mayor. El pequeño Morelos debía ser sacrificado al gran México, la fuerza dinámica, responsable, sin escrúpulos y centralizada que tomaba forma en torno a Carranza y sus ambiciosos lugartenientes Obregón y Calles.

Una revolución nacional se enfrentó a una revolución local. Esta se fundaba en tradiciones compartidas y aceptadas por todos; aquélla tenía aún que elaborar e imponer un plan nacional de progreso. El zapatismo podía resolver los problemas a medida que se presentaban. La moral consuetudinaria era clara y localizable, concisa e irrevocable, la cultura local era homogénea, y el íntimo conocimiento que unas gentes tenían de las otras favorecía formas de democracia directa. La revolución nacional, en cambio, sintió que su deber era centralizar las energías del país a fin de transformar a una sociedad heterogénea, creando una infraestructura moderna en un país que carecía de comunicaciones, fuerza eléctrica y coordinación administrativa. Además, la revolución de Morelos podía darse el lujo de ser internacionalmente irresponsable; pero la revolución nacional tenía que enfrentarse a la presión constante del poder norteamericano y a la amenaza explícita, una vez más, de la intervención extranjera. Confundido por una revolución al sur de su frontera, que no podía ni dominar ni comprender, el gobierno de Woodrow Wilson en Washington ocupó Veracruz en 1913 y, en 1917, ordenó al general John (Black Jack) Pershing marchar a Chihuahua a fin de castigar a Pancho Villa, quien había hecho una incursión dentro de territorio norteamericano, en Nuevo México. Ambas acciones fracasaron: la ocupación de Veracruz sólo fortaleció al dictador Huerta en nombre del nacionalismo mexicano, y Pershing jamás pudo capturar al escurridizo y hábil Pancho Villa. Pero, por otra parte, Wilson hubo de resistir presiones poderosas de parte de grupos norteamericanos afectados por la Revolución y que favorecían la invasión e incluso la anexión del México revolucionario. Al terminar la Primera Guerra Mundial, los Estados Unidos de América, victoriosos en Europa, tenían un millón de hombres armados y la impaciente dinámica necesaria para entrar en México y resolver sus problemas en favor de los intereses de los Estados Unidos. Un México dividido, como Líbano en nuestro propio tiempo, hubiese dejado de ser una nación para convertirse en una herida abierta. La revolución debía concluir, los jefes guerrilleros debieron ser eliminados y un compromiso legal y político establecido dentro y fuera del país.

La muerte de Zapata

La batalla final entre las dos revoluciones estaba a la mano. En el campo de Celaya, en el año 1915, el comandante carrancista Alvaro Obregón derrotó decisivamente a Pancho Villa. El guerrillero siempre había contado con el poder de su caballería para obtener la victoria. Obregón lo sabía. Apostó a su artillería al final del campo, desafiando a Villa a cabalgar hacia él. Escondidos en loberas, los soldados yaquis, al pasar sobre sus cabezas los caballos de Villa, levantaron sus bayonetas y las clavaron en las panzas de los corceles. La batalla terminó en una lluvia de tripas, sangre y humo. El general Obregón perdió su brazo derecho en el combate. Se comenta que eran tales las pilas de cadáveres que el general no pudo encontrar su brazo perdido. Entonces Obregón arrojó al aire una moneda de oro y, tal y como lo esperaba, su brazo salió volando a coger la pieza. Cabe añadir, en honor del general Álvaro Obregón, que él mismo inventó y contó esta historia.

Fue él también quien dijo, famosamente, que ningún general mexicano podía resistir un cañonazo de 50,000 pesos. Esto, sin duda, también lo sabía Carranza, disponiéndose a preparar una trampa contra el único desafío serio a la unidad revolucionaria: el indomable Zapata. Sólo él permanecía, elegido por su pueblo para luchar bajo la bandera de “Tierra y libertad”. Ese llamado a las armas, que gobernó su vida, decidió ahora su destino.

El 10 de abril de 1919, Emiliano Zapata cabalgó hasta la hacienda de Chinameca para encontrarse con el coronel Jesús Guajardo, un oficial que había desertado del gobierno carrancista. Cuando Zapata entró por el portón de la hacienda a las dos de la tarde, la guardia de Guajardo le presentó armas. Entonces sonó la trompeta y la guardia disparó dos veces, a quemarropa, contra Zapata. El guerrillero cayó para siempre. En agosto habría cumplido 40 años de edad.

Resultó que el tal coronel no era un desertor, sino parte de una conspiración gubernamental para asesinar a Zapata. El guerrillero inquebrantable e incómodo, que jamás arrió ni sus banderas ni su guardia, luchó hasta el fin por la estricta aplicación de las demandas de tierra y libertad. El coronel Guajardo, en cambio, fue ascendido a general y recibió una recompensa de 52,000 pesos, el irresistible cañonazo al que se refirió Alvaro Obregón.

El cadáver de Zapata fue echado sobre una mula, llevado a Cuautla y arrojado sobre el pavimento. Su rostro fue iluminado con lámparas, le tomaron fotografías: se trataba de destruir el mito de Zapata. Zapata había muerto. Pero ningún habitante de este valle acepta semejante versión. Zapata no podía morir. Era demasiado listo para caer en una emboscada.

Y su caballo blanco puede ser visto constantemente esperándolo en lo alto de la montaña. Todos los habitantes del valle de Morelos, desde los viejos veteranos de la Revolución hasta los niños de escuela, creen que Zapata sigue viviendo. Y acaso tengan razón: pues mientras los pueblos luchen para gobernarse a sí mismos de acuerdo con sus valores culturales y sus convicciones más profundas, el zapatismo vivirá.

Una revolución cultural

En 1920, Venustiano Carranza fue asesinado misteriosamente mientras huía de un nuevo conflicto interno dentro de la Revolución. Alvaro Obregón, la estrella ascendente del Nuevo Mundo revolucionario, aplicó la Constitución elaborada por todas las fuerzas rebeldes en 1917, trató de abrazar a las fuerzas del zapatismo mediante la reforma agraria, consoló a Pancho Villa con un rancho en el norte de México (donde el jefe guerrillero, también, cayó asesinado en 1923). Obregón resistió las presiones norteamericanas a fin de que pospusiera la ampliación de las más radicales leyes sobre distribución de la tierra y explotación del subsuelo; pero, sobre todo, durante la presidencia obregonista se inició un programa nacional de educación bajo el enérgico secretario de Educación, el escritor José Vasconcelos.

Los primeros maestros rurales salieron de la Ciudad de México hacia las viejas haciendas. Muchos fueron inmediatamente asesinados; otros, regresaron a la capital con las narices o las orejas cortadas por las guardias blancas de las haciendas, en tanto que otros más lograron defender sus escuelas rurales y enseñarle, por primera vez, el alfabeto a gente joven y vieja también.

Y Vasconcelos, bajo Obregón, les entregó los edificios públicos a los muralistas, anunciando un Renacimiento artístico no sólo en México, sino en toda la América Latina. La acción de Vasconcelos dentro de la Revolución mexicana permitió a muchos latinoamericanos preguntarse si habíamos, al cabo, alcanzado una síntesis armoniosa y un acuerdo con la gran riqueza de todas nuestras tradiciones, sin excluir a ninguno de sus componentes, culturales o éticos. Pues, en México, la revolución cultural parecía extenderse desde el más elemental nivel de enseñarle a leer y a escribir a un niño campesino, hasta el más alto nivel de la creación artística.

Sin embargo, los problemas económicos y políticos acumulados en México y la América Latina se impondrían a la realidad cultural, relegándola a la sombra, durante los primeros tres cuartos del siglo XX. Pero, al finalizar la centuria, sería la realidad cultural la que se impondría a la política y a la economía en nuestras naciones. La segunda historia de la América española, la historia a veces enterrada, explotó en la lucha revolucionaria mexicana y derrumbó los muros del aislamiento entre los mexicanos, convirtiéndose, sobre todo, en una revolución cultural. Un país separado de sí mismo, desde la aurora del tiempo, por las barreras geográficas de la montaña, el desierto y la barranca, con grupos humanos separados entre sí, se reunió al fin consigo mismo en las tremendas cabalgatas de los hombres y mujeres de Pancho Villa desde el norte, en su marcha hacia el abrazo con los hombres y mujeres de Emiliano Zapata desde el sur. En este abrazo revolucionario, los mexicanos finalmente supieron cómo hablaban, cantaban, comían y bebían, soñaban y amaban, lloraban y luchaban, los demás mexicanos.

Y si esto había ocurrido en México, ¿por qué no habría de ocurrir también en Venezuela u Honduras, en Argentina o Colombia, no necesariamente mediante la violencia revolucionaria sino, acaso, mediante un acercamiento consciente aunque apasionado a la urgente necesidad latinoamericana de identificar y vincular la experiencia cultural con los proyectos políticos y económicos? En México, por primera vez, una nación hispanoamericana se vio como realmente era, sin disfraces, brutal a veces, a veces insoportablemente tierna. Compartíamos un profundo sentimiento de la dignidad personal y un altivo desprecio a la muerte. Las fotografías de la Revolución mexicana, tomadas por los hermanos Casasola, revelan esta súbita definición de la identidad; por ejemplo cuando las tropas de Emiliano Zapata entraron en la Ciudad de México en 1914, ocuparon los palacetes de la aristocracia porfiriana fugitiva y se vieron, por primera vez, reflejados de cuerpo entero en los grandes espejos.

Los rostros de estos hombres y mujeres ya no eran máscaras, eran rostros de mujeres que abandonaron sus aldeas para seguir a sus hombres en los trenes y a pie. Eran los rostros amenazantes y rayados de cicatrices de los guerreros desayunándose en Sanborns. Eran los rostros de niños nacidos entre batalla y batalla, lejos de sus aldeas, verdaderos ciudadanos de la Revolución y de una nueva nación que había aprendido, en la guerra civil, a encarar la totalidad de su pasado, indígena y español, mestizo, católico y liberal, tradicional y modernizante, viejo y nuevo, paciente y rebelde; pero siempre, al cabo, profundamente enraizado en la tierra y en su cultura.

Esta nación conflictiva descubrió todos los estratos de su riquísima cultura, luchó cuerpo a cuerpo con todas las contradicciones heredadas y señaló ahora la aparición de una nueva sociedad hispanoamericana, sólo moderna si primero era capaz de cobrar conciencia de sí misma, sin excluir ningún aspecto de su cultura.

La Revolución en México reveló esta realidad cultural. Pero las exigencias inmediatas y a menudo confusas de la política nacional e internacional habrían de relegarla, constantemente, a la oscuridad. La medida de nuestra modernidad pronto fue la distancia entre nuestra fragmentación política y nuestra unidad cultural. Y la pregunta que nos dirigió el tiempo fue la de saber si podíamos identificar a ambas, política y cultura, haciéndolas cada vez más auténticas, más completas y más consonantes con nuestra realidad más profunda. Las sucesivas crisis del mundo hispánico a lo largo del siglo XX serían un desafío, aproximándonos a veces, pero a veces separándonos lamentablemente, de este ideal.

Al ingresar al siglo XX, de esta manera, la América Latina descubrió que su meta sería unir la cultura con la historia. Este dilema latinoamericano sería parte de un gran combate universal entre la esperanza y la violencia.

Eva y Juan Domingo Perón