11. HACIA LA INDEPENDENCIA: MÚLTIPLES MÁSCARAS Y AGUAS TURBIAS

LAS distancias en el continente americano siempre han sido enormes, y no sólo en un sentido físico. Aun hoy, en la era de los jets, viajar de Buenos Aires a la Ciudad de México toma unas 16 horas de vuelo; en 1800, tomaba varios meses. Por eso sorprende tanto que, en un solo año, 1810, los movimientos de la independencia se hubiesen manifestado, con velocidad tan extrema y sincronización tan asombrosa, desde México, el Virreinato de la Nueva España, a Buenos Aires, el Virreinato del Río de la Plata. En abril, Caracas depuso al capitán general español. En mayo, Buenos Aires expulsó al virrey español. El 15 de septiembre, el padre Hidalgo se levantó contra el régimen español en México. Y el día 18, del mismo mes y del mismo año, en la lejana Santiago de Chile, fue inaugurado el movimiento independentista.

La simultaneidad es asombrosa, no sólo en virtud de la falta de comunicaciones o de las inmensas distancias físicas, que constituían el factor negativo de la ecuación. El factor positivo fue la comunidad de lengua y de propósitos que unieron a los movimientos patrióticos, nuevamente desde México hasta la Argentina, revelando la existencia de fuertes ligas espirituales e intelectuales entre las colonias de España en América. La pérdida de este sentimiento del destino común después de la Independencia, debido a políticas nacionales y tensiones regionales, es harina de otro costal. Pero en 1810, la Independencia hispanoamericana vivía en intimidad consigo misma.

El asombro mayor, no obstante, es el hecho de que la Independencia haya ocurrido, dada la longevidad del Imperio español de América y las costumbres, fidelidades y aun inercias establecidas entre la península y el Nuevo Mundo a partir de 1492. Al alborear el siglo XIX, la Independencia americana no era un hecho evidente. Un criollo hispanoamericano, asomado a su balcón en México, Caracas o Buenos Aires el primer día del año 1801, hubiese arriesgado su apuesta si hubiese predicho que, en el año 1821, España habría perdido todas sus posesiones en el Nuevo Mundo, con la excepción de dos islas caribeñas: Cuba y Puerto Rico.

A pesar de su fortaleza, estas ligas espirituales y sanguíneas a la postre resultaron más débiles que la nueva conciencia de sí, la voluntad nacional, y la divergencia de intereses entre la metrópoli y las colonias que fluyeron hacia la gran corriente independentista: el nacimiento de las naciones hispanoamericanas. ¿De dónde vino esta nueva conciencia? ¿Cómo evolucionó? ¿Quiénes fueron sus actores? Y por supuesto, la pregunta implícita: ¿Quiénes eran los hispanoamericanos? En 1810, el año de la irrupción revolucionaria, 18 millones de personas vivían bajo el gobierno de España, entre California y el cabo de Hornos. Ocho millones seguían siendo considerados indígenas, aborígenes del Nuevo Mundo. Sólo un millón eran negros puros, traídos de África como resultado de la trata de esclavos. Y sólo cuatro millones eran de raza caucásica, tanto españoles peninsulares como criollos, esto es, descendientes de europeos nacidos en el Nuevo Mundo. Los criollos (en su mayoría de ascendencia española, pero con unos cuantos nombres franceses, alemanes o irlandeses —O'Higgins, O'Reilly— superaban a los españoles peninsulares en razón de nueve a uno. Pero, a su vez, todos los hispanoamericanos de raza blanca constituían una minoría frente a los individuos de raza indígena, negra y mestiza. Éstos, el cuarto y acaso el más original y dinámico de todos los grupos raciales, sumaban cinco millones de personas en 1810. Eran una mezcla de todos los demás, clasificados de acuerdo con nomenclaturas bizantinas y a menudo insultantes:

El mestizo era hijo de blanco y de india. El mulato (este nombre racialmente ofensivo derivaba de mula), de blanco y negro. El zambo era hijo de indio y negro. El tercerón, de mulato y blanco. El cuarterón, de tercerón y blanco, en tanto que tercerón y mulato daban la categoría de “tentenelaire” y el ayuntamiento de cuarterón y negro producía el “saltapatrás”.

Los dos hechos memorables, sin embargo, son que los criollos eran mayoría frente a los españoles, pero que los propios criollos eran minoría frente a la mayoría “de color”. Ambos hechos habrían de determinar la naturaleza de la Independencia hispanoamericana. Los criollos poseían una conciencia aguda de ser la cima de la sociedad local, y sin embargo desempeñaron un papel secundario frente a los españoles peninsulares en materias de consideración, privilegios, acceso a la riqueza, acceso a la función pública y a decisiones políticas. No obstante, la lasitud misma de la administración Habsburgo en España (y, por supuesto, las tremendas distancias) prohijaron un sentimiento de supervivencia autónoma y capacidad de autogestión entre los criollos. El relajamiento de la administración colonial en la época de los Austrias se inmortalizó en las famosas palabras, “la ley se acata pero no se cumple”.

Esto es, precisamente, lo que cambió bajo el régimen celosamente reformista del monarca borbón, Carlos III. Los Borbones, después de hacer la balanza de los años finales de los Austrias, se percataron de que sus colonias financiaban a la metrópoli en cantidades muy inferiores a las de las colonias británicas y francesas del Nuevo Mundo. Pero, al mismo tiempo, la América española estaba produciendo más metales, más producto agrícola, más ganadería, mientras sus poblaciones y sus ciudades se expandían. ¿Por qué, entonces, no estaba recibiendo la metrópoli más? O, visto desde otro punto de vista, ¿por qué estaban reteniendo las colonias más?

Aunque la Corona, indudablemente, estaba animada por el deseo de una prosperidad creciente tanto para sí como para sus súbditos americanos, también deseaba el desarrollo de una comunidad de intereses económicos; pero éstos aparecieron envueltos en una nueva filosofía política que negaba la experiencia de los tres siglos anteriores. Se trataba, pues, ni por primera ni por última vez en el mundo hispánico, de una revolución desde arriba, impuesta desde adentro del gobierno, no emergente de la voluntad y el debate de los gobernados, y como tal, fue incapaz de comprender los motivos por los cuales irritó a las élites coloniales. Pues al forzar al mundo hispanoamericano dentro del apretado molde de la unidad orgánica con España, la Corona amenazaba los múltiples intereses locales desarrollados durante los tres siglos coloniales, su sentimiento de autonomía y, aun, su sentimiento de identidad. Por otra parte, estos poderes locales habían desarrollado un alto grado de impunidad aprovechando las distancias entre España, su “monarquía indiana” abstracta, y los objetivos sumamente concretos de la población criolla.

En 1801, entonces, este criollo típico de Buenos Aires, Caracas o México podría preguntarse si él o sus hijos podían seguir siendo considerados simplemente como una clase. ¿Acaso no estaban convirtiéndose en una nación, precisamente la nación criolla? En todo caso, se sintieron irritados, perplejos y hasta furiosos observando la manera como la monarquía española se desprendía violentamente de su paternalismo tradicional, humanitario, distante y se lanzaba a un intervencionismo celoso y agitado.

La expulsión de los jesuitas

El evento externo y sensacional que precipitó el creciente sentimiento de identidad a lo largo de la América española fue la trascendental decisión monárquica de expulsar a los jesuitas de España y de sus colonias.

La nación-Estado borbónico juzgó que su propia autoridad era incompatible con los poderes excesivos de otras corporaciones, incluida la Iglesia, y también de las clases privilegiadas como las viejas aristocracias terratenientes de Castilla y Andalucía. Pero en vez de atacarlas frontalmente, la Corona ejemplificó su estatismo modernizante señalando con el dedo a una corporación poderosa pero no tanto, abarcadora pero no omnipresente, estrechamente ligada tanto a la Iglesia como a la aristocracia. En otras palabras: los jesuitas fueron escogidos para enviarle un mensaje a sus poderosos patrones. Carlos III y sus ministros decidieron acusar a la Compañía de Jesús de haber instigado los motines de Squillace el Domingo de Ramos de 1766. Les inspiró el deseo de obtener mayor independencia del papado, considerando a la Compañía de Jesús como aliada íntima de Roma. Pero la monarquía también se proponía vulnerar a la aristocracia española más vieja y conservadora, que se oponía a las reformas borbónicas y, asimismo, estaba ligada muy de cerca a los jesuitas. El semimonopolio jesuita sobre la educación sería destruido, a fin de favorecer un programa más liberal.

Fuesen cuales fueran las razones de la monarquía para expulsar a los jesuitas, el hecho es que resultaron profundamente contraproducentes en el Nuevo Mundo. He aquí una paradoja más: las reformas borbónicas habían promovido el estudio de las ciencias en España. Pero en el Nuevo Mundo, habían sido precisamente los jesuitas quienes habían fomentado tales estudios modernos. En vez de atrincherarse en la escolástica, los jesuitas le habían arrebatado poder a los tomistas, quienes habían dominado el pensamiento político a través de las enseñanzas de Santo Tomás de Aquino. A la vez que intentaron renovar desde adentro el tomismo, los jesuitas le sirvieron a las élites hispanoamericanas grandes platillos de Descartes y Leibniz. De hecho, fueron los jesuitas quienes trajeron a la América española el espíritu reformista de los Borbones. La política de la Corona fracasó, porque no se dio cuenta de que sus esfuerzos modernizantes en el campo de la educación ya habían sido anticipados por los jesuitas y que, hecho aún más importante, la modernización en la América española llegó a significar identificación de la América española. Esto es lo que los jesuitas comprendieron, y la Corona no.

En la segunda mitad del siglo XVIII, la América española se había embarcado en la aventura del autodescubrimiento moderno, rápidamente aventajando, en distancia y en profundidad, las modernizaciones propuestas desde Madrid. Los jesuitas fueron identificados con esta renovación del autoconocimiento.

No es de extrañar, por ello, que el edicto de expulsión de 1767 haya tenido un efecto explosivo en las colonias, desfigurando el choque entre éstas y la monarquía. Comunidades enteras, en todo el continente, se levantaron en contra de la expulsión de los jesuitas, y el virrey de México, el marqués de Croix, a quien le fue encargada la operación de expulsar a los hermanos, le confesó en una carta a su propio hermano: “Eran dueños absolutos de los corazones y las conciencias de todos los habitantes de este vasto Imperio”. Esto, el marqués lo podía decir en privado. En público, mostró el duro rostro autoritario de la monarquía española, condenando a muerte a quien se opusiese al edicto de expulsión y aun advirtiendo, urbi et orbi, que “pues de una vez para lo venidero deben saber los súbditos del gran Monarca que ocupa el trono de España que nacieron para callar y obedecer y no para discurrir, ni opinar en los altos asuntos del Gobierno”.

Posición tan implacable no fue un capricho de un virrey excéntrico, imponiendo su voluntad en una lejana colonia americana. Las palabras del virrey confirmaban la pragmática real mediante la cual el propio rey, Carlos III, el ilustrado, le ordenaba a la Inquisición: “Prohibido expresamente que nadie pueda escribir, declarar o conmover, con pretexto de estas providencias en pro ni en contra de ellas, antes impongo silencio en esta materia a todos mis vasallos y mando que a los contraventores se les castigue como a reos de Lesa Majestad”.

Desterrados de Portugal, España y sus dominios, los jesuitas acudieron de manera natural a las puertas de Roma. Pero el Papa, temeroso de ofender a las monarquías ibéricas, las cerró a los buenos hermanos quienes, en una instancia, esperaron durante semanas en sus barcos, anclados frente al puerto romano de Ostia, enfermos y mareados, esperando ser admitidos hasta que el Papa se arrepintió. Si España y Portugal se habían privado a sí mismas de los talentos de los jesuitas, ¿por qué no habría de aprovecharlos el Papa? Pero más que el Papa, el verdadero vencedor en este incidente tragicómico fue la América española. Pues desde su refugio en Roma, los jesuitas hispanoamericanos no sólo intrigaron contra el rey de España.

Aún más importante fue el hecho de que se identificaran con la causa del americanismo. Se vengaron de la Corona española escribiendo historias nacionales de las colonias. El jesuita chileno Juan Ignacio Molina escribió (desde Roma y en italiano) su Historia nacional y civil de Chile, en tanto que el jesuita mexicano Francisco Javier Clavijero escribió (desde Bolonia y también en italiano) su Historia antigua de México.

Estos libros le dieron un enorme sentido de identidad a la emergente nación hispanoamericana, la élite criolla, blanca e hispanoamericana, pero también a las clases mestizas con acceso a la educación y que, cada vez más y más, fueron capaces de identificarse con sus lugares de origen. Esta identificación ocurrió a través de la realidad americana como historia americana, como geografía americana. Juan Pablo de Viscardo y Guzmán, un jesuita nacido en Arequipa, escribió estas extraordinarias palabras, desde el exilio en Londres, cuando el Nuevo Mundo celebró, en 1792, el tercer centenario del descubrimiento por Colón: “El Nuevo Mundo es nuestra patria, su historia es la nuestra, y en ella es que debemos examinar nuestra situación presente, para determinarnos por ella a tomar el partido necesario a la conservación de nuestros derechos propios... Nuestra historia de tres siglos acá... se podría reducir a estas cuatro palabras: ingratitud, injusticia, servidumbre y desolación.”

Y en México, el editor y sabio Antonio de Alzate inició la publicación de su Gaceta en 1788. En ella, prometió que escribiría sobre los hombres que habían ilustrado a “nuestra nación hispanoamericana”. La nación mexicana, escribió Alzate, poseía su propia cultura, su propio pasado y sus propias tradiciones, y éstas eran tanto indias como europeas.

La conciencia continental del lugar y el tiempo en que se vivía recibió un enorme impulso con la presencia del científico alemán, el barón Alexander von Humboldt, quien en su gira por Hispanoamérica, iniciada en 1799, dio cuenta de la creciente riqueza de las colonias pero también lamentó que éstas beneficiasen a España más que a los intereses locales. La América española, escribió Humboldt, necesitaba menos impuestos, más comercio, una clase media y mejor gobierno. Pero nada de ello era obtenible sin mayor libertad.

La clase criolla en la América española se enfrentó a un dilema no demasiado distinto del que confrontaba la metrópoli. Junto con el crecimiento de la riqueza económica y de la diversidad del trabajo, aumentaron las divisiones sociales y los enconos clasistas, pues como lo ha hecho notar el economista norteamericano Mancur Olson, el rápido crecimiento económico puede ser seguido de creciente descontento político, sobre todo cuando el pastel crece pero su distribución no le sigue el paso.

Olson, economista conservador, acredita a Marx con una comprensión de que el progreso de un sistema puede conducir a su crisis; que los avances de los sistemas sociales, no menos que sus fracasos, pueden conducir a su desaparición. Son palabras que convienen perfectamente al destino de España y de sus colonias americanas.

La nación criolla

También en la primera mañana del siglo XIX, España, la madre patria, se vio envuelta en una situación de corrupción creciente en las esferas del Estado y participación continua en guerras continentales y transcontinentales, que agotaban sus recursos domésticos y la obligaban, cada vez más, a volver la mirada hacia las colonias, a fin de financiar el gasto español con el impuesto americano. Los privilegios concedidos, en canje, a las colonias, llegaron sólo tarde y con cuentagotas, y siempre en función del provecho que la metrópoli podía sacar de ellos. El desarrollo hispanoamericano debería someterse a las necesidades de una España modernizante y liberalizada sólo en la medida en que le permitiese a sus colonias contribuir a las finanzas y a las obligaciones internacionales de España mejor que el desorganizado sistema de los Austrias.

Una retórica dura, autoritaria e innecesaria puntuó de vez en cuando el discurso generalmente progresista de la Corona española. Todo un resumen de ello puede leerse en las palabras del virrey Revillagigedo, quien le aconsejó a su sucesor en México en 1794: “no debe perderse de vista, que ésta es una colonia que debe depender de su matriz la España, y debe corresponder a ella con algunas utilidades, por los beneficios que recibe de su protección y así se necesita gran tino para combinar esta dependencia y que se haga mutuo y recíproco el interés”.

En México, en Caracas o en Buenos Aires, el criollo en su balcón podía quejarse de que cada vez pagaba más impuestos, sin recibir adecuada representación política o acceso a la función pública. Aunque las medidas favorables a la libertad de comercio tomadas por la monarquía borbónica aumentaron el apetito criollo para comerciar más, y más directamente, con otras partes del mundo, el hecho es que también abrieron las economías hispanoamericanas a la competencia internacional. ¿Quién compraría ponchos o espuelas fabricados en el interior de la Argentina, si podía adquirirlos, más baratos, mejores y más rápidamente, importándolos de Inglaterra? A su vez, esta situación provocó un nuevo problema, el de saber si los intereses mercantiles de la América española iban a sacrificar su producción interna a la competencia internacional, o si la producción regional debería ser protegida contra semejante competencia. Independientemente de estas decisiones, las clases criollas adquirieron conciencia de que su propia unidad y supervivencia eran amenazadas también por las mayorías no criollas: los indios, los negros y los mestizos —la temida “pardocracia”, como se le llamó en Venezuela—. El siglo XVIII fue testigo de varias revueltas populares, unas de ellas protagonizadas por negros, otras por indios, pero todas ellas de corta duración. Hasta que, en 1780, la rebelión india de Túpac Amaru estremeció las espinas dorsales colectivas de los criollos. Pero fue la rebelión negra y mulata de Coro en Venezuela lo que realmente congeló esas mismas espinas. En 1795, miles de negros y mulatos se levantaron en armas y mataron a los terratenientes en sus lugares de trabajo, proclamando “la república y la libertad de los esclavos”, y basándose en “la ley de los franceses”, esto es, el ejemplo de la Revolución francesa. Los negros fueron brutalmente reprimidos. Pero otros se convirtieron en fugitivos y crearon comunas autónomas en lo hondo de las selvas y de los llanos, donde la autoridad, criolla o virreinal, no pudiese alcanzarles.

El criollo hispanoamericano, cada vez más enajenado respecto a la metrópoli española pero también respecto a su propia mayoría nacional, se vio obligado a tomar la iniciativa antes de que la monarquía o el pueblo se la arrebatasen. El criollo se vio obligado a encabezar su propia revolución. Y habría de guiarla en su propio interés, ya no compartiéndola con España, pero exorcizando al mismo tiempo el peligro de tener que compartirla con mulatos, negros o indios. Este cálculo, frío y desnudo, sería cobijado con el manto tibio de la naciente conciencia nacional, el sentimiento de unidad comprensiva proporcionado por la historia y la geografía, y excluyente tanto del imperialismo español como de la política igualitaria.

Esto es lo que se propuso hacer la nación criolla, con la esperanza de que el arco de sus justificaciones morales, políticas, jurídicas, nacionalistas y aun sentimentales, acabaría por abarcar tanto la necesidad continuada de la monarquía española respecto a sus colonias, como el creciente clamor de la mayoría de color para obtener libertad con igualdad.

Noticias del mundo

Los morros de San Juan de Puerto Rico y La Habana, las imponentes fortificaciones de Cartagena de Indias y las murallas de San Juan de Ulúa en Veracruz habían sido levantadas para aislar a las colonias de los ataques, pero también de las influencias extranjeras.

Pero ahora, las murallas ofrecían resquebrajaduras visibles. Las noticias del mundo comenzaron a penetrarlas. Las sociedades hispanoamericanas, cada vez más conscientes de su identidad específica, cada vez menos dispuestas a servir como meros apéndices de la corporación española, sintieron que sus esperanzas fueron fomentadas por tres acontecimientos internacionales, que llegaron con un gran oleaje hasta los morros de las viejas fortificaciones españolas, debilitándolas aún más.

Estos tres acontecimientos fueron la revolución de independencia en Norteamérica, la Revolución francesa y la invasión napoleónica de España. La gira del barón Von Humboldt le había dado alas a las ilusiones de los criollos hispanoamericanos. El científico alemán había propuesto su receta (menos impuestos, más comercio, mejor gobierno) y ésta trascendía la fidelidad a España, e incluso, las consideraciones pragmáticas para seguir aliados a la Corona. En realidad, cuando Humboldt publicó su famoso libro El reino de la Nueva España, una nueva nación había aparecido en el hemisferio occidental, siguiendo a la letra la fórmula de Humboldt para el éxito. Los Estados Unidos de América se habían levantado contra la Gran Bretaña, a partir de una rebelión contra los impuestos en Boston. Se habían dado una Constitución basada en las libertades individuales y el buen gobierno. Su clase media promovía los valores ausentes en el mundo hispánico: la industria, la educación y el ahorro. Y, colmo de colmos, España le había prestado su apoyo a la revolución norteamericana como parte de la estrategia antibritánica de Madrid. Durante la revolución norteamericana los puertos hispanoamericanos se abrieron a las naves rebeldes de la revolución y ahora, después del triunfo revolucionario, los Estados Unidos se habían convertido en el principal socio comercial de Cuba, en tanto que sus barcos ejercían el comercio tanto en las costas del Pacífico como en las del Caribe, en el Nuevo Mundo hispánico.

Durante los años primerizos de la República norteamericana, que también fueron los años finales del Imperio español en las Américas, la admiración hispanoamericana hacia la revolución norteamericana fue inmensa. Sin embargo la inspiración ideológica mayor vino de los filósofos franceses de la Ilustración. Sus grandes ideas generales llenaron una necesidad profunda, aunque a veces inconsciente, de la nueva inteligencia hispanoamericana. Abogados, burócratas, párrocos, maestros, estudiantes y hombres de ciencia primerizos, todos ellos necesitaban una nueva versión secular del universo que de manera tan dogmática explicó la escolástica católica en el pasado. En vez de Tomás de Aquino, Tomás Paine y Tomás Jefferson. En vez de San Agustín, el santoral civil, Montesquieu, Voltaire y Rousseau, especialmente Juan Jacobo Rousseau, el Ciudadano de Ginebra, y su inolvidable llamado: “El hombre nace libre, pero en todas partes se encuentra encadenado.” Rousseau es quizás el escritor que mayor influencia ha ejercido jamás sobre la historia, la sensibilidad y la literatura de la América española. Representaba a los escritores de la Ilustración, portadores de los nuevos principios de la organización social y política, contra la monarquía y contra la Iglesia, opuestos al derecho divino de los reyes y en favor de la soberanía popular.

La mezcla resultó embriagante y mareó las cabezas de los párrocos en aldeas pequeñas, de los abogados en capitales provincianas, y de los primeros escritores nacionales en las antiguas capitales de la colonia. Todos ellos aprendieron apresuradamente el francés, a fin de saborear a estos grandes escritores, como si fueran un añoso vino de Borgoña. Habría que imaginar a un joven seminarista leyendo a Voltaire por primera vez en el mundo colonial, o a un joven abogado exaltado por la retórica y las exigencias morales de Rousseau, puesto que éste era un escritor que obligaba al lector a actuar, a transformar las palabras en realidades.

La voluntad general, los derechos del hombre, la independencia nacional: todas ellas fueron ideas recogidas por los criollos ilustrados y los principales mestizos, a pesar del clamor generalizado de la Inquisición, que denunció “la marea de literatura sediciosa, impregnada de los principios generales de igualdad y libertad para todos los hombres y contraria a la seguridad del Estado”.

Los libros prohibidos entraron a Hispanoamérica de maneras originales. Puesto que las iglesias y los monasterios se encontraban exentos de inspección aduanal, muchos clérigos ilustrados en Europa llenaron los cajones y a veces los propios objetos sagrados, ciborios y eucaristías, con libros, manuscritos y panfletos prohibidos. Quizás Voltaire habría modificado su grito de batalla Écrasez l'infdme, “Aplastad a los infames” , refiriéndose a la Iglesia, de haber sabido que Cándido viajaría de España a América dentro de un ciborio.

La lectura de estos autores inflamó a los jóvenes intelectuales del mundo hispanoamericano, les dio su nuevo credo, por encima y más allá de las lecciones buenas y malas de la propia Revolución francesa. Como siempre, la iconografía de la época, más poderosa que cualquier análisis cuidadoso de los acontecimientos y de las ideas, se nutrió de imágenes de la guillotina, el terror, el regicidio y el destierro, o propuso la emoción vicaria del heroísmo republicano, sus escarapelas tricolores y su entusiasmo popular. Menos atención se le dio al hecho de que la Revolución francesa, en pocos meses, había logrado la más grande extensión de derechos políticos en toda la historia, y también la más profunda transformación del régimen de propiedad jamás vista en Europa. Cuatro millones de nuevos electores recibieron el derecho al voto, cien mil jueces fueron electos, junto con doce mil magistrados civiles, entre 1789 y 1790. El sistema feudal fue abolido, así como la nobleza y las culpas hereditarias pasadas de generación en generación. Tribunales especiales para la nobleza fueron sustituidos por tribunales comunes a toda la población. La Iglesia fue despojada de su riqueza y la nación francesa se unificó, a medida que las alcabalas y las barreras al comercio interno fueron abolidas.

Como resultado de todos estos factores, una personalidad como la de Bonaparte pudo surgir de la nada. Él era la mejor prueba de que las carreras estaban abiertas para todos los talentos. Su ascenso lo logró sobre la cúspide de la gran marea revolucionaria. Napoleón se vio siempre como un representante del liberalismo, el progreso, las ideas nuevas, a pesar del despotismo político que justificó invocando las condiciones de guerra y el desafío de la Europa reaccionaria. Pero aun en medio de las guerras, Napoleón fue capaz de crear toda una nueva situación jurídica. Su labor legislativa es verdaderamente impresionante: el Código Civil francés, el sistema fiscal moderno, el Código Penal, la Legión de Honor, los sistemas educacionales y administrativos modernos y hasta un presupuesto equilibrado en tiempos de guerra. Napoleón demostraba lo que un hombre de la burguesía podía obtener, mediante la fuerza o la voluntad o la inteligencia: absolutamente todo. Napoleón ordenó la creación de los primeros pavimentos y del primer servicio de bomberos de París; incluso inauguró el servicio postal en Egipto. Los jóvenes criollos hispanoamericanos se vieron a sí mismos en este modelo y soñaron también que todo era verdaderamente posible. Bastaría promulgar una nueva legislación ilustrada para cambiar el rostro de la América española.

Las guerras napoleónicas también se dejaron sentir en las colonias americanas en términos de nuevas relaciones comerciales. A medida que se embrolló en el conflicto europeo, España abandonó a sus colonias a una dependencia creciente con el comercio de los países neutrales, particularmente con los Estados Unidos de América, relaciones que se multiplicaron durante este periodo. Pero con el comercio creció también la competencia, especialmente la británica, que amenazó a las industrias locales, sobre todo en el Río de la Plata.

De hecho, en 1806, una invasión británica de Buenos Aires había tratado de ganar una cabeza de playa sobre el Plata. Pero en tanto que las fuerzas españolas y el virrey Sobremonte huyeron del ataque inglés, las milicias locales argentinas, encabezadas por Santiago Liniers, rechazaron a los ingleses. Este drama se repitió el año siguiente y una pintura en el Museo de Historia de Buenos Aires nos muestra al general inglés Beresford, humillado, entregándole su espada al comandante argentino Liniers. Es legítimo imaginarse el sentimiento de orgullo que nació en los pechos de las milicias locales, puesto que Argentina había derrotado a Inglaterra, la cual siempre había derrotado a España. La pregunta inevitable era la siguiente: ¿Podría Argentina, ahora, derrotar a la propia España?

La idea nacional ganaba extraordinaria fuerza. La ocasión para probar la consistencia de esta enorme constelación de sentimientos, esperanzas, ideas y temores en la relación entre España y sus colonias americanas llegó en el momento en que Napoleón, en el apogeo de sus victorias europeas, confiado en que su frente oriental estaba bien afianzado mediante la alianza con Rusia, se embarcó en la invasión de la España borbónica.

Es posible preguntarse si la pesada inercia del Imperio español en el Nuevo Mundo, que acababa de iniciar su cuarta centuria, pudo haber pospuesto los movimientos de independencia si la situación española no hubiese cambiado de manera tan drástica. Por primera vez desde la invasión musulmana en 711, España había sido invadida por una nación extranjera. Los Borbones, en la figura espléndidamente idiota de Fernando VII, habían perdido el trono. En su lugar, gobernaba la familia Bonaparte, encarnada en la figura espléndidamente embriagada del hermano de Napoleón, José, prontamente bautizado con el mote de Pepe Botella por el pueblo español. Y aunque ese mismo pueblo resistió con coraje a los invasores franceses, el hecho es que la familia real era prisionera de Napoleón en Bayona y que España ya no era gobernada por los españoles.

¿Cuál sería la respuesta de las colonias?

Porque después de tres siglos de administración colonial, una realidad nueva, imprevista y deslumbrante, cegó a todos y cada uno de los habitantes de la América española. La monarquía que, hábil o ineptamente, paternalista o tiránicamente, lejana o entrometida, indiferente o celosa, nos había gobernado, ya no existía.

Las preguntas de los hispanoamericanos fueron inevitables. ¿Si no hay rey en España, no revierte la soberanía a nosotros? ¿Si no hay un gobierno imperial legítimo en España, no somos ya, de hecho, independientes? O, más bien, ¿nuestra obligación es mantener a las colonias en reserva para el momento de la restauración de la monarquía española? ¿Debemos actuar en nombre de la Corona pero contra Napoleón? Los efectos de los ejemplos norteamericano y francés se añadieron a estas consideraciones inmediatas. ¿Podíamos nosotros también expulsar al poder colonial? ¿Podíamos sustituir a una monarquía con una república? ¿También nosotros podríamos ser naciones modernas, independientes, comerciando con todos, publicando, leyendo y hablando con libertad, liberados para siempre de la vigilancia de la Inquisición?

Ahora, en la estela de los acontecimientos españoles, los cabildos en toda la América española resucitaron, como la única manera que las fuerzas sociales más articuladas tenían de actuar dentro de un marco legal a fin de ponderar los acontecimientos en España y el futuro de las colonias. En el cabildo de Buenos Aires, en mayo de 1810, se reunieron los militares y las milicias locales, llenos de seguridad en sí mismos después de su doble victoria contra los ingleses. Por primera vez, un ejército latinoamericano local había gustado el sabor de la victoria y de la identidad nacional. Y gracias a este éxito, los criollos habían sido capaces de arrestar al fugitivo virrey español, Sobremonte, y convencerse de que, de la misma manera que habían rechazado la dominación británica, podrían muy bien hacerlo con respecto a la dominación española.

Aquí están, en el cuadro del cabildo, los lectores de Voltaire y Rousseau, esperando aplicar sus ideas generales sobre la libertad, la voluntad general y la felicidad de todos, apenas se les diese la oportunidad de hacerlo. Entre ellos, pero un poco aparte, se sienta un intenso joven, mirando a lo lejos, como si el cuadro no pudiese contener la inmensidad de su mirada o la intensidad de su espíritu. Es el joven Mariano Moreno, un ferviente jacobino que le había dado voz no sólo a las exigencias liberales de la inteligencia, sino también a las exigencias económicas de la clase empresarial argentina, en favor del libre comercio, la restricción de impuestos y una marina mercante independiente.

Moreno, amado por todos, murió a la edad de 31 años. Pero el respeto que inspiraba era tanto que se atendió la solicitud de su joven viuda para que en todas las pinturas su rostro apareciese sin las cicatrices de la viruela que tenía en la vida real.

Los acontecimientos también galvanizaron a los miembros del bajo clero, quienes tenían sus propios agravios contra el gobierno español. El celo reformista de los Borbones los había perjudicado más que a nadie con una mal concebida ley de 1805, que despojó al bajo clero de sus pobres privilegios y canceló todas las hipotecas religiosas sobre la propiedad agraria. El propósito de esta dura ley fue pagar la guerra y cohechar a Napoleón, dándole al emperador de los franceses un subsidio de cinco millones de pesos oro.

Ese mismo año, 1805, la armada española fue destruida en Trafalgar, la masa monetaria recuperada del clero mediante la llamada Ley de Consolidaciones se quedó en los bolsillos de los cortesanos borbónicos, y el bajo clero de la América española empezó a publicar periódicos incendiarios como La Aurora de Chile del padre Camilo Henríquez en Santiago, o animando reuniones conspirativas disfrazadas de tertulias literarias como la del padre Miguel Hidalgo en la provincia mexicana, o participando en las reuniones del cabildo de Buenos Aires.

Clérigos, comerciantes, intelectuales, oficiales del ejército: entre todos, surgió la decisión de actuar unidamente frente a los extraordinarios acontecimientos que se sucedían, y a fin de escoger entre la continuación de la lealtad hacia España, una independencia provisional hasta que Napoleón fuese expulsado y Fernando VII restaurado o, al cabo, la separación radical y definitiva de la Corona española. Las aguas de la independencia bajaron turbias y sus protagonistas la iniciaron enmascarados.