4. 1492: EL AÑO CRUCIAL

EN todo el Occidente, el ocaso de la Edad Media fue seguido por un sentimiento de renovación, de expansión y de descubrimiento, que obligó a cada entidad política europea a tomar conciencia de sí misma y a imaginar cuál sería su lugar en un nuevo orden internacional, definido por una sola palabra: el Renacimiento.

En España, la agenda nacional se iniciaba con el propósito de dar fin a la Reconquista mediante la derrota del último reino árabe en la península: Granada. A su vez, esta victoria habría de asegurar la unidad territorial y la posibilidad de establecer un Estado nacional español. En esto, España no se diferenció de las otras entidades europeas. Pero mientras que Italia y Alemania no pudieron obtener su unidad durante el Renacimiento, España, junto con Francia e Inglaterra, lo logró.

El mapa jurídico de la España medieval era el de un verdadero archipiélago de leyes y costumbres, extendiéndose desde los pactos privados impuestos por los señores feudales, a las costumbres compartidas por muchos habitantes sobre una base local, a las decisiones judiciales y a las decisiones de los reyes. Pero este mosaico también tenía que incluir, dada la naturaleza tricultural de Iberia, los estatutos propios de judíos, mozárabes, mudéjares, etc. De este abigarramiento, sin embargo, emergió una constelación de derechos locales y derechos de los reinos; los primeros identificados con el vínculo feudal, privado, mientras que los segundos se oponían a él. La transformación de ese vínculo en derecho público le dio a los reinos una fuerza añadida, pues fueron los campeones de un regreso al derecho romano y a la lealtad jurídica debida a un solo gobernante tradicional y a las instituciones públicas. Una vez más, fue Alfonso el Sabio quien, gracias a su compilación de las leyes de España, Las siete partidas, le dio su más importante impulso, desde San Isidoro, a la restauración de la tradición legal romana. La recepción del derecho romano y del pensamiento político aristotélico a través del rey Alfonso, la sustitución gradual de las jurisdicciones feudales en materia de justicia, impuestos y fuerzas armadas, por los reyes de Castilla, Aragón y Navarra, y su política tendiente a renovar la nobleza privilegiando a sus propios aliados, preparó el escenario, a pesar de las tormentosas pugnas de la sucesión y las rivalidades dinásticas, para la España unificada del siglo XV.

Hacia la unidad

Cuando las fronteras internas de España dejaron de moverse, entre 1280 y 1480, los límites entre cada reino pudieron al cabo establecerse con claridad. La lucha de los reinos contra el feudalismo había significado dos cosas: primero, que el poder del rey debía imponerse sobre todo el territorio; y segundo, que los habitantes de cada territorio deberían lealtad al rey. Con este propósito, los reyes, como hemos visto, intentaron proteger las libertades de las ciudades y de los ciudadanos. Pero, en verdad, su interés consistía en cambiar el estatuto de cada persona, de vasallo de un señor al de sujeto de un rey, en tanto que a las ciudades les interesaba consagrar el estatuto ciudadano. La gobernación monárquica se estableció en una sola ciudad capital, en vez de errar por todos los territorios de la Reconquista. Se creó una burocracia real, y el representante del rey, el corregidor, ordeñó los impuestos en cada localidad.

Sin embargo, los plenos poderes del derecho romano, plenitudo potestatis, fueron minados de manera severa por la inestabilidad política y las luchas dinásticas que acosaron a España tanto como la peste que apareció en 1348, durante el reino de Pedro el Cruel, quien heredó el trono de Castilla a la edad de 15 años, combatió a quince hermanos bastardos, fue dominado por su amante María Padilla, quien lo alentó a cometer fratricidio, hasta que finalmente, un día de invierno, en una tienda de campaña en las afueras de Montiel, Pedro luchó cuerpo a cuerpo con su hermano Enrique, pereciendo cuando Enrique le clavó el puñal en el corazón.

El triunfo de Enrique estableció a la familia de Trastamara en el trono de Castilla. Los efectos de este acontecimiento serían duraderos, pues a través de este linaje se escenificaría la lucha dinástica final, que, significativamente, sería también una batalla entre la nobleza y la monarquía para establecer los derechos de la sucesión castellana.

Juan II de Castilla, bien parecido pero débil, permitió que el gobierno fuese administrado por un sujeto autoritario y sin escrúpulos, Álvaro de Luna, quien fue ejecutado por órdenes de la reina, quien en seguida aseguró la sucesión para su hijo, el impotente Enrique IV, de quien se sospechaba que tenía una hija procreada por un noble llamado Beltrán de la Cueva y que, conocida ella misma como “la Beltraneja”, fue proclamada heredera de la Corona por el rey, su padre putativo, sólo para enfrentarse a la voluntad opuesta de los nobles, quienes escogieron e impusieron a la hermana del rey, Isabel de Castilla, como reina.

Inteligente, enérgica, intolerante, animada por sueños de fe y de unidad, pero totalmente ajena al sueño de la diversidad cultural, Isabel contrajo matrimonio con el rey de Aragón, Fernando, en 1480, sellando de esta manera la unión de Castilla y Aragón.

Pero después del triunfo sobre la Beltraneja y de su matrimonio con Fernando, Isabel sólo estaba cierta de una cosa: su matrimonio le había permitido a España unificar sus reinos medievales y situar en el primer plano de la política, no sin grandes impedimentos, a todas las fuerzas que favorecían el orden, la legalidad y la unidad, a expensas tanto del poder feudal en el campo como del poder civil en las ciudades. Isabel y Fernando habían aprendido las lecciones de la larga lucha por la integración nacional española. Sus acciones lo demostraron bien pronto, y su lema era: “Tanto monta, monta tanto, Isabel como Fernando”. Crearon una burocracia del mérito, no del favoritismo, y reestablecieron toda la majestad del derecho romano, empezando por la identificación entre monarquía, soberanía, jurisdicción nacional y administración centralizada, y demandando que la adhesión de los sujetos se le diese a la monarquía y no al señor feudal, ni siquiera a su ciudad, y por supuesto, jamás a otra cultura o a otra religión: el judaísmo o el Islam.

Pero la unidad española, formalmente alcanzada por Fernando e Isabel, requería ahora una sanción particular. El Islam tenía que ser expulsado para siempre de la península. Mientras preparaban el ataque contra el último reino árabe en Granada, los Reyes Católicos, sin embargo, ignoraban que estaban iniciando el año crucial de la historia española.

La importancia de la conquista de Granada estaba clara en el ánimo de Fernando e Isabel. Pero no pudieron haber calculado en verdad el daño que habrían de hacerle a España al expulsar a los judíos, también en 1492. Y cuando enviaron a un oscuro marinero llamado Cristóbal Colón a cazar quimeras en el horizonte, las esperanzas de los reyes españoles de poder rebasar a los portugueses en la consecución de la ruta más rápida a las Indias, verdaderamente no incluían toparse con un nuevo continente, el tercer gran acontecimiento de 1492. En tanto que, finalmente, el cuarto acto de este año crucial apenas es mencionado en los libros de historia. Antonio de Nebrija publicó la primera gramática de la lengua española, un instrumento de excelencia artística, de fuerza moral, de alternativa política y de unidad multirracial, que sobreviviría muchas de las virtudes y la mayoría de las locuras de los monarcas católicos, Isabel de Castilla y Fernando de Aragón.

La expulsión de los judíos

Acaso el peor error del reino unificado y de sus monarcas Fernando e Isabel, la expulsión de los judíos, fue determinado por razones tanto ideológicas como materiales. Ideológicamente, los monarcas querían consolidar la unidad sobre la base de la ortodoxia religiosa y la pureza de la sangre. Nuevamente, los chivos expiatorios perfectos fueron los judíos. Los monarcas católicos decidieron sacrificar el mayor capital cultural de España: su triple y mutuamente enriquecedora civilización. Los estatutos proclamando la pureza de la sangre y la ortodoxia de la fe fueron la base para la expulsión de los judíos, y enseguida, para perseguir, supervisar y, de ser necesario, exterminar, a los conversos que permanecieron en España y que se volvieron sospechosos de ser judíos vergonzantes o, incluso, herejes. Para este fin, la débil Inquisición medieval española, dependiente del papa y de los obispos, fue transformada en un potente tribunal bajo las órdenes directas de los reyes españoles. A cambio de este nuevo poder, la Iglesia hubo de cambiar su alianza pragmática de Roma a España.

Como nos lo explica Gabriel Jackson en su España medieval, la Inquisición ganó fuerza a medida que extendió su persecución no sólo contra los infieles, sino también contra los conversos. De hecho, frenó la conversión y obligó a los restos de la comunidad judía en España a volverse más intolerante que los propios inquisidores a fin de probar su fidelidad ortodoxa. La paradoja suprema de esta situación sin salida es que los judíos conversos se convirtieron en muchas ocasiones en perseguidores de su propio pueblo y rabiosos defensores del orden monolítico. El primer inquisidor general de Castilla y Aragón, Torquemada, pertenecía a una familia de judíos conversos: tal es el celo de los convertidos.

Las consideraciones que guiaron la política de Isabel y Fernando no sólo fueron religiosas. Su interés incluía aumentar el caudal de la monarquía con la expropiación de la riqueza de las más industriosas castas de España. Es verdaderamente irónico que los beneficios inmediatos que la Corona unida recibió fueran apenas una pitanza comparados con lo que, mediata e inmediatamente, perdió. En 1492, de una población total de siete millones, sólo había en España medio millón de judíos y conversos. Sin embargo, una tercera parte de la población urbana estaba formada por descendientes de judíos. El resultado fue que un año después del edicto de expulsión, las rentas municipales de Sevilla descendieron 50%, y que Barcelona conoció la bancarrota municipal.

Pero sobre todo, la expulsión de los judíos (y más tarde de los moriscos) significó que España, en efecto, se privó a sí misma de muchos de los talentos y servicios que más tarde necesitaría urgentemente para mantener su estatura imperial. Árabes y judíos eran los doctores y cirujanos de España, a un grado tal que Carlos V, hacia el año 1530, felicitó a un estudiante de la Universidad de Alcalá por ser el primer hidalgo de Castilla en recibir un certificado médico. Los judíos eran los únicos recaudadores de impuestos y los principales pagadores de impuestos del reino. Eran los banqueros, los comerciantes, los prestamistas y la punta de lanza de la naciente clase capitalista en España. A lo largo de la Edad Media, habían sido los intermediarios entre los reinos cristianos y moros, los almojarifes o administradores de finanzas para los diversos reyes que incesantemente repetían que, sin su burocracia judía, las finanzas reales se desplomarían, cosa que sucedió cuando los judíos abandonaron España. Sirvieron como embajadores, funcionarios y administradores del patrimonio real. En efecto, asumieron obligaciones que la nobleza española no se dignaba cumplir, considerándolas por debajo de su dignidad de hidalgos. Esto significó que después del edicto de 1492, los judíos conversos hubieron de disfrazar o abandonar sus ocupaciones tradicionales, toda vez que éstas, abiertamente, los hacían sospechosos de “impureza de sangre”.

¿Quiénes podían tomar su lugar?

“Todo es posible”

En el siglo XV, toda una constelación de nuevas ideas influyó sobre la realidad física, tanto como la realidad física influyó sobre el clima intelectual. El llamado “descubrimiento de América”, cualquiera que sea nuestra posición ideológica al respecto, fue un gran triunfo de la hipótesis científica sobre la percepción física. Los avances en la navegación incrementaron el comercio y la comunicación entre los pueblos, en tanto que la invención de la imprenta provocó enorme curiosidad y una sed creciente de información y saber en todo el mundo. Los hombres de ciencia se preguntaron si este planeta nuestro podría realmente ser el centro del universo. Y se interrogaron a sí mismos sobre la forma de la Tierra, en tanto que los artistas reflexionaron sobre el sentido de la presencia humana en la Tierra, incluyendo las formas de los cuerpos humanos, masculinos y femeninos, y celebrando el aquí y el ahora, más que la vida eterna. “Todo es posible”, escribió el humanista italiano Marsilio Ficino, “Nada debe ser desechado. Nada es increíble. Nada es imposible. Las posibilidades que negamos son tan sólo las posibilidades que ignoramos.”

España se encontraba tan preparada como cualquier otra cultura europea para unirse al impulso del Renacimiento. La experiencia tricultural produjo dos grandes libros que nutrieron el espíritu renacentista en España. El primero es el Libro de buen amor, publicado en 1325 por un sacerdote jovial e itinerante, llamado Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita. Su libro es un canto a los placeres del cuerpo, una celebración de la forma femenina y un rechazo de las nociones de pecado. Profundamente influido por la poesía árabe, Juan Ruiz es nuestro Chaucer y su mensaje conciliador es que la fe y el placer no deben estar en pugna.

Aún más significante, acaso, es la tragicomedia La Celestina, escrita por Fernando de Rojas después de la expulsión de los judíos. Rojas, el descendiente de judíos conversos, escribió su obra maestra siendo un estudiante y desde la Universidad de Salamanca. Es la historia de una vieja trotaconventos, sus pupilos, dos jóvenes amantes y los criados de ambos. Es una obra itinerante, situada en las calles de una ciudad moderna desamparada, sin muros, puentes levadizos o fosas de defensa, una ciudad moderna desprotegida, vista por Rojas como la coladera de la realidad histórica, donde los vicios y virtudes ejemplares de la moralidad medieval son derrotados por los intereses, el dinero, la pasión y el sexo. Todos los personajes de La Celestina gastan inmensas energías en idas y venidas, en misiones y embajadas relacionadas con estas pasiones. Pero toda esta energía termina en la inmovilidad absurda de la muerte.

La Celestina es producto de la Universidad de Salamanca, el centro de enseñanza más grande de España, que se concibió a sí misma como una alternativa humanística a la creciente ortodoxia e intolerancia de la Corona. Cuando, en 1499, y después de múltiples dudas, Rojas finalmente decidió publicar su libro, poseía una conciencia aguda del duro destino de sus hermanos judíos. El mundo es el cambio, proclama La Celestina, nada sino cambio, pero junto al azar, el cambio lleva a todos a un final amargo y desastroso. Éste es el libro que, de acuerdo con Ramiro de Maeztu, le enseñó al pueblo español a vivir sin ideales. El Arcipreste y Fernando de Rojas son humanistas que se atreven a soñar y a advertir, celebrando la acción humana, pero también señalando claramente sus peligros. La expansión de Europa, primero hacia el Oriente y enseguida hacia el Occidente, fue, en cierto modo, una hazaña de la imaginación renacentista. Fue también el triunfo de la hipótesis sobre la percepción y de la imaginación sobre la tradición.

El Mare Nostrum, el Mediterráneo, se había convertido en un lago islámico limitando severamente la posibilidad de expansión europea. Encontrar una salida del Mediterráneo, una ruta hacia el Oriente, se convirtió en una obsesión europea, manifestándose primero en la República Veneciana, cuando Marco Polo abrió una ruta comercial terrestre hasta China. Pero pronto el ascenso de un nuevo poder musulmán, el Imperio otomano, volvió a penetrar el Mediterráneo, capturó Grecia y los Balcanes y obligó a Europa y a su clase mercantil ascendente a buscar nuevas salidas.

Desde su castillo en Sagres, en la costa atlántica de Portugal, el príncipe Enrique (1394-1460), hijo del rey Juan I, reunió toda la sabiduría náutica de su tiempo, perfeccionó la cartografía y los instrumentos de navegación, desarrolló embarcaciones rápidas y de fácil maniobra como la carabela, y entrenó tripulaciones capaces de manejarlas. Enrique el Navegante, como se le conoció, poseía un gran designio: flanquear a los turcos navegando por las costas africanas hacia el sur y enseguida hacia el oriente.

Con la ayuda de los banqueros flamencos, Portugal saltó de la isla de Madeira a las Azores y a Senegal y, finalmente, con Bartolomé Dias, al extremo mismo del continente africano, el Cabo de Buena Esperanza, en 1488. Desde ahí, los portugueses pudieron proceder rápidamente hasta la India (Vasco de Gama, 1498). En el camino, se plantó azúcar y se reclutaron esclavos. En 1444, se había establecido en Lagos una compañía para la trata de esclavos, bajo el patrocinio del príncipe Enrique.

Pero en tanto que Portugal miraba hacia el sur y hacia el Oriente, no se atrevía a mirar hacia el Occidente, hacia el Mare Ignotum, el océano del misterio, ni siquiera cuando un testarudo marinero de supuesto origen genovés, arrojado por un naufragio cerca del castillo de Enrique el Navegante, alegó que la mejor manera de llegar al Oriente era navegando hacia el Occidente. En muchos aspectos, el hombre era personalmente menos impresionante que sus trabajos o sus ideas: afiebrado, a veces sin control de sí mismo, sospechoso de ser un mitómano. Pero lo que le sobraba era coraje y determinación. Su nombre era Cristóforo Colombo: Cristóbal Colón.

Portugal no le prestó atención a Cristóbal Colón. El navegante se dirigió entonces a España, el país aislado, introspectivo, dedicado a librar su prolongada guerra de Reconquista. Lo hizo en el momento propicio, y ahí ofreció su proyecto a los monarcas católicos Isabel y Fernando. Encendidos por la victoria sobre los moros en Granada, los Reyes Católicos le dieron a Colón los medios para realizar el tercer gran acontecimiento del año crucial de la historia de España: 1492: el descubrimiento de América.

Una flotilla de tres carabelas, la Pinta, la Niña y la Santa María, zarpó del puerto de Palos el 3 de agosto de 1492. Navegando siempre hacia el oeste, después de sesenta y seis días de falsas esperanzas, estrellas desplazadas, fantasmales islas de nubes, quejas de la marinería y motín abierto, Colón tocó tierra el 12 de octubre de 1492 en la pequeña isla de Guanahaní, en las Bahamas, bautizada con el nombre de San Salvador. Colón pensó que había llegado a Asia. Le movían el coraje, el valor renacentista de la fama, el placer del descubrimiento, el afán de oro y el deber de evangelizar. Gracias a él, Europa pudo verse en el espejo de la Edad de Oro y del buen salvaje. Pues los hombres y mujeres de esta isla, según los describió el propio Colón, eran pacíficos, inocentes, y “les di a algunos d'ellos unos bonetes colorados y unas cuentas de vidrio que se ponían al pescueço, y otras cosas muchos de poco valor, con que ovieron mucho placer y quedaron tantos nuestros que era maravilla”.

¿Cómo hemos de comprender la denominación “descubrimiento de América”? ¿No son todos los descubrimientos, al cabo, mutuos? Los europeos descubrieron el continente americano, pero los pueblos indígenas de las Américas también descubrieron a los europeos, preguntándose si estos hombres blancos y barbados eran dioses o mortales, y si eran tan piadosos como lo proclamaban sus cruces, o tan despiadados como lo demostraron sus espadas. Para estos individuos, salidos de los pueblos de la España medieval, soldados y clérigos, abogados y cronistas, marineros y artesanos, la conquista del Nuevo Mundo era un evento que tocaba el corazón de sus existencias. Ellos portaban la energía sobrante de la Reconquista española, setecientos años de lucha contra el infiel. Ellos eran los portadores de una fe militante y de una política militante. Después de 1492, los judíos se fueron al norte de Europa, donde sus talentos serían puestos al servicio de los enemigos protestantes de España. Los árabes regresaron a África, lamentando su exilio de los jardines de la Alhambra, recordando las palabras de la madre del último rey moro de Granada, Boabdil: “No llores como mujer lo que no supiste defender como hombre.” Pero ahora, ¿hacia dónde iría la energía impetuosa de la España cristiana? ¿El movimiento, la inmensa dinámica de ejército, Iglesia, realeza, vida urbana; los burgueses y las masas que caminaron a Santiago, lucharon en las Navas de Tolosa, construyeron Ávila y comerciaron en Burgos, defendieron los derechos civiles de Toledo, eligieron a las Cortes y unificaron a los reinos? ¿A dónde iría ahora todo este ímpetu? La respuesta llegó desde las aldeas y poblados de Castilla, Extremadura y Andalucía. Éstos eran los terruños de los conquistadores del Nuevo Mundo: Hernán Cortés, Francisco Pizarro, Pedro de Valdivia. Hombres surgidos del cuero seco y curtido de España y que nos trajeron a las Américas la Iglesia, el ejército, un espíritu militante y un dilema angustioso entre las tradiciones democráticas nutridas por las ciudades medievales o el uso y abuso autoritario del poder que pronto sería confirmado por la monarquía unificada. Ellos traerían al Nuevo Mundo todos los conflictos del carácter español, su imagen de sol y sombra dividiendo el alma como dividen a la plaza de toros. ¿Tolerancia o intolerancia? ¿Respeto hacia el punto de vista ajeno, el derecho de criticar y de inquirir, o la Inquisición? ¿La mezcla étnica o la pureza racial? ¿La autoridad central o local? ¿El poder desde arriba o el poder desde abajo? Y, acaso, la cuestión que las contiene todas: ¿tradición o cambio?

Estas alternativas dividirían a los mundos hispánicos, en Europa y en las Américas, durante muchos siglos. Mucha sangre sería derramada luchando a favor o en contra de estas ideas. Y sólo en nuestro tiempo se llegaría a un consenso conciliador de la necesidad de continuar la tradición dentro del cambio y de efectuar el cambio sin violentar la tradición.

En 1492, Isabel y Fernando eran impulsados por una visión unitaria de la cristiandad, de la Reconquista y de la expansión. Indudablemente, los capitanes y soldados de Castilla y Aragón del otro lado del mar compartían esta visión. Pero no debemos olvidar que eran también los herederos de una experiencia policultural de coexistencia y de mestizaje en tensión con judíos y con moros. Todas las excepciones que podamos oponer a la virtud de la tolerancia disminuyen el hecho de que las tendencias hacia la coexistencia respetuosa con el otro efectivamente estructuraron en España una realidad tricultural, en contraste flagrante con la política oficial de expulsión y negación de judíos y moros, desarrollada bajo Fernando e Isabel, y que culminó con el duro régimen de censura inspirado por la Contrarreforma e instrumentado por la Inquisición.

Los conquistadores del Nuevo Mundo eran parte de esta realidad, pero no pudieron evadir el dilema de España. Frailes, escritores, cronistas, obligarían a España a darle la cara a su alternativa humanista y policultural. La singularidad cultural de España consistió en reconocer al otro: combatiéndolo, abrazándolo, mezclándose con él. Jean Paul Sartre escribió en una ocasión que el infierno son los demás. ¿Pero hay otro paraíso que el que podamos construir con nuestros hermanos y hermanas? Y, sin embargo, la historia insiste en preguntarnos, ¿cómo podemos vivir con el otro?, ¿seremos capaces de comprender que yo soy lo que soy sólo porque otro ser humano me mira y me completa? Esta pregunta contemporánea, propuesta cada vez que el blanco y el negro, el Oriente y el Occidente, el predecesor y el inmigrante, se encuentran en nuestro propio tiempo, fue una realidad central de la España medieval y enseguida se convirtió en la cuestión central de la conquista y colonización de las Américas. Son preguntas predichas, así sea contradictoriamente, por la experiencia histórica española, desde la conquista de Iberia por Roma hasta la expulsión de los judíos en 1492. Ahora habrían de convertirse en la cuestión central de las Américas, en el momento en que España entró en contacto con lo radicalmente otro: pueblos de otra raza, otra religión, otra cultura. ¿Quiénes eran estos hombres? ¿Cuál era la forma de sus almas? ¿Tenían siquiera un alma?

Fueron cuestiones que dividirían a España. Y si una parte de su corazón le ordenó “¡Conquista!”, la otra parte, recordando a Séneca el estoico, diría: “No te dejes conquistar por nada excepto por tu propia alma”.

La hazaña de Cristóbal Colón abrió el telón sobre un inmenso choque de civilizaciones, una gran epopeya, compasiva a veces, sangrienta otras, pero siempre conflictiva: la destrucción y creación simultáneas de la cultura del Nuevo Mundo.