1. LA VIRGEN Y EL TORO
A través de España, las Américas recibieron en toda su fuerza a la tradición mediterránea. Porque si España es no sólo cristiana, sino árabe y judía, también es griega, cartaginesa, romana, y tanto gótica como gitana. Quizás tengamos una tradición indígena más poderosa en México, Guatemala, Ecuador, Perú y Bolivia, o una presencia europea más fuerte en Argentina o en Chile. La tradición negra es más fuerte en el Caribe, en Venezuela y en Colombia, que en México o Paraguay. Pero España nos abraza a todos; es, en cierta manera, nuestro lugar común. España, la madre patria, es una proposición doblemente genitiva, madre y padre fundidos en uno solo, dándonos su calor a veces opresivo, sofocantemente familiar, meciendo la cuna en la cual descansan, como regalos de bautizo, las herencias del mundo mediterráneo, la lengua española, la religión católica, la tradición política autoritaria —pero también las posibilidades de identificar una tradición democrática que pueda ser genuinamente nuestra, y no un simple derivado de los modelos franceses o angloamericanos.
La España que llegó al Nuevo Mundo en los barcos de los descubridores y conquistadores nos dio, por lo menos, la mitad de nuestro ser. No es sorprendente, así, que nuestro debate con España haya sido, y continúe siendo, tan intenso. Pues se trata de un debate con nosotros mismos. Y si de nuestras discusiones con los demás hacemos política, advirtió W. B. Yeats, de nuestros debates con nosotros mismos hacemos poesía. Una poesía no siempre bien rimada o edificante, sino más bien, a veces, un lirismo duramente dramático, crítico, aun negativo, oscuro como un grabado de Goya, o tan compasivamente cruel como una imagen de Buñuel. Las posiciones en favor o en contra de España, su cultura y su tradición, han coloreado las discusiones de nuestra vida política e intelectual. Vista por algunos como una virgen inmaculada, por otros como una sucia ramera, nos ha tomado tiempo darnos cuenta de que nuestra relación con España es tan conflictiva como nuestra relación con nosotros mismos. Y tan conflictiva como la relación de España con ella misma: irresuelta, a veces enmascarada, a veces resueltamente intolerante, maniquea, dividida entre el bien y el mal absolutos. Un mundo de sol y sombra, como en la plaza de toros. A menudo, España se ha visto a sí misma de la misma manera que nosotros la hemos visto. La medida de nuestro odio es idéntica a la medida de nuestro amor. ¿Pero no son éstas sino maneras de nombrar la pasión?
Varios traumas marcan la relación entre España y la América española. El primero, desde luego, fue la conquista del Nuevo Mundo, origen de un conocimiento terrible, el que nace de estar presentes en el momento mismo de nuestra creación, observadores de nuestra propia violación, pero también testigos de las crueldades y ternuras contradictorias que formaron parte de nuestra concepción. Los hispanoamericanos no podemos ser entendidos sin esta conciencia intensa del momento en que fuimos concebidos, hijos de una madre anónima, nosotros mismos desprovistos de nombre, pero totalmente conscientes del nombre de nuestros padres. Un dolor magnífico funda la relación de Iberia con el Nuevo Mundo: un parto que ocurre con el conocimiento de todo aquello que hubo de morir para que nosotros naciésemos: el esplendor de las antiguas culturas indígenas.
En nuestras mentes hay muchas “Españas”. Existe la España de la “leyenda negra”: inquisición, intolerancia y contrarreforma, una visión promovida por la alianza de la modernidad con el protestantismo, fundidos a su vez en una oposición secular a España y todas las cosas españolas. En seguida, existe la España de los viajeros ingleses y de los románticos franceses, la España de los toros, Carmen y el flamenco. Y existe también la madre España vista por su descendencia colonial en las Américas, la España ambigua del cruel conquistador y del santo misionero, tal y como nos los ofrece, en sus murales, el pintor mexicano Diego Rivera.
El problema con los estereotipos nacionales, claro está, es que contienen un grano de verdad, aunque la repetición constante lo haya enterrado. ¿Ha de morir el grano para que la planta germine? El texto es lo que está ahí, claro y ruidoso a veces; pero el contexto ha desaparecido. Restaurar el contexto del lugar común puede ser tan sorprendente como peligroso. ¿Simplemente reforzamos el clisé? Este peligro se puede evitar cuando intentamos revelarnos a nosotros mismos, como miembros de una nacionalidad o de una cultura, y a un público extranjero, los significados profundos de la iconografía cultural, por ejemplo de la intolerancia y de la crueldad, y de lo que estos hechos disfrazan. ¿De dónde vienen estas realidades? ¿Por qué son, en efecto, reales y perseverantes?
Encuentro dos constantes del contexto español. La primera es que cada lugar común es negado por su opuesto. La España romántica y pintoresca de Byron y Bizet, por ejemplo, convive cara a cara con las figuras severas, casi sombrías y aristocráticas de El Greco y Velázquez; y éstas, a su vez, coexisten con las figuras extremas, rebeldes a todo ajuste o definición, de un Goya o de un Buñuel. La segunda constante de la cultura española es revelada en su sensibilidad artística, en la capacidad para hacer de lo invisible visible, mediante la integración de lo marginal, lo perverso, lo excluido, a una realidad que en primer término es la del arte.
Pero el ritmo y la riqueza mismos de esta galaxia de oposiciones es resultado de una realidad española aún más fundamental: ningún otro país de Europa, con la excepción de Rusia, ha sido invadido y poblado por tantas y tan diversas olas migratorias.
La arena española
El mapa de Iberia se asemeja a la piel de un toro, tirante como un tambor, recorrida por los senderos dejados por hombres y mujeres cuyas voces y rostros, nosotros, en la América española, percibimos débilmente. Pero el mensaje es claro: la identidad de España es múltiple. El rostro de España ha sido esculpido por muchas manos: ibéricos y celtas, griegos y fenicios, cartagineses, romanos y godos, árabes y judíos.
El corazón de la identidad española acaso comenzó a latir mucho antes de que se consignase la historia, hace 25,000 o 30,000 años, en las cuevas de Altamira, Buxo o Tito Bustillo, en el reino cantábrico de Asturias. Miguel de Unamuno las llamó las costillas de España. Y aunque hoy sus formas pueden parecernos tan llamativamente modernas como una escultura de Giacometti, hace miles de años los primeros españoles se acurrucaron aquí, cerca de las entradas, protegiéndose del frío y de las bestias feroces. Reservaron vastos espacios para sus ceremonias en estas catedrales subterráneas: ¿ritos propiciatorios?, ¿actos de iniciación?, ¿sumisión de la naturaleza?
Independientemente de estos propósitos, las imágenes que los primeros españoles dejaron aquí nos continúan asombrando: son los primeros íconos de la humanidad. Entre ellos, sorprende encontrar una firma, la mano del hombre, y una imagen potente de fuerza y fertilidad animales. Si la mano del primer español es una firma audaz sobre los muros blancos de la creación, la imagen animal se convirtió con el tiempo en el centro de antiguos cultos del Mediterráneo que transformaron al toro en el símbolo del poder y de la vida. Claro está, es un bisonte lo que vemos representado en las cuevas españolas. A pesar del transcurso de los siglos, el animal mantiene su brillante color ocre y los negros perfiles que destacan su forma. Y no está solo. También encontramos descripciones de caballos, jabalíes y venados.
Dos hechos me llaman la atención cuando visito Altamira. Uno es que la bóveda donde están pintados los bisontes estaba sellada ya en la oscuridad durante el Alto Paleolítico. El otro es que esta cueva sólo haya sido descubierta en 1879, por una niña de cinco años, llamada María de Santuola, que jugaba cerca de la entrada. Pero de la oscuridad sin tiempo de Altamira, lo que emerge es el toro español que enseguida se posesiona, hasta este día, de la tierra. Su representación se extiende desde los toros yacientes de Osuna, que datan de la época ibérica y los siglos IV y III a. C., a la espléndida representación celta de los toros guardianes de Guisando, que pudieron ser firmados por Brancusi, al toro negro en los anuncios que hoy se encuentran en todos los caminos de España, invitando a consumir el brandy de Osborne. Pero la representación moderna del toro español acaso culmine con la cabeza trágica del animal que preside la noche humana en la Guernica de Pablo Picasso.
Acaso la pequeña María de Santuola, como Dorothy en la Tierra de Oz, o Alicia en el País de las Maravillas, realmente vio una figura mitológica, esa bestia de Balazote que hoy nos observa desde los majestuosos salones del Museo Nacional de Arqueología de Madrid. La bestia de Balazote es un toro con cabeza humana, que relaciona directamente la cultura taurófila de España con su arena cultural mayor, que es la cuenca del Mediterráneo. En Creta, la isla donde se cree que se originó la corrida de toros, el hombre y el toro eran vistos como uno solo, un toro que es un hombre y un hombre que es un toro: el minotauro. Quizás todas las demás derivaciones del símbolo taurino no sean, al fin y al cabo, sino una especie de nostalgia de la tauromorfosis original: poseer la fuerza y fertilidad del toro, junto con la inteligencia y la imaginación del ser humano.
La humanidad mediterránea se acerca al toro viéndolo como un compañero de juegos, balanceándose sobre el dorso del animal, como en las descripciones cretenses donde el jinete salta sobre el toro o viaja sobre sus espaldas; o como un brutal símbolo de la violación, como en el rapto de Europa por Zeus disfrazado de toro; o como una sublimación de la violencia en la cosmogonía, cuando el símbolo se convierte en una constelación estelar, Taurus; o como un simple asunto amoroso, cuando Europa consiente, con adoración, a los apasionados requerimientos de su toro.
El primer matador es el héroe nacional ateniense Teseo, vencedor del minotauro. Hércules, su contemporáneo, es quien lleva la mitología del toro a España. Como Teseo, Hércules mata a un toro con aliento de fuego en Creta. Pero también viaja a España, donde roba el rebaño de toros rojos pertenecientes al gigante con tres cuerpos, Gerión, y los regresa a Grecia. Para hacer esto, Hércules tuvo que cruzar el estrecho entre África y el sur de España. De ahí el nombre de este pasaje: las Columnas de Hércules. Pero en el nombre hay algo más que un reconocimiento geográfico. Hay también la liga y la hendidura de una de las más antiguas ceremonias de la humanidad: la muerte ritual del animal sagrado. Hércules demuestra su nobleza devolviendo una parte del ganado a España, en reconocimiento de la hospitalidad que ahí recibió. A partir de ese momento, el rey Crisaor estableció en España el rito anual de un toro sacrificado en honor de Hércules.
Hércules no es sino el símbolo de la cabalgata de pueblos que han llegado a las playas de España desde la más remota Antigüedad. Todos ellos dieron forma al cuerpo y al alma, no sólo de España, sino de sus descendientes en el Nuevo Mundo. Los primeros iberos llegaron hace más de tres mil años, dándole a toda la península su nombre duradero. También dejaron su propia imagen del toro guardando los caminos del ganado, protegiendo una ruta que nos lleva hasta el primer gran lugar común de España, la plaza de toros. Pero un lugar común significa precisamente eso, un sitio de encuentro, un espacio de reconocimientos, un lugar que compartimos con otros. ¿Y qué es lo que se encuentra y reconoce en la plaza de toros? En primer lugar, el propio pueblo. Empobrecido, rural, aislado en medio de una geografía dura y distante, en la plaza de toros el pueblo se reúne, en lo que una vez fue un rito semanal, el sacrificio del domingo en la tarde, el declive pagano de la misa cristiana. Dos ceremonias unidas por el sentido sacrificial, pero diferentes en su momento del día: misas matutinas, corridas vespertinas. La misa, una corrida iluminada por el sol sin ambigüedades del cenit. La corrida, una misa de luz y sombras, teñida por el inminente crepúsculo.
En la plaza de toros, el pueblo se encuentra a sí mismo y encuentra el símbolo de la naturaleza, el toro, que corre hasta el centro de la plaza, peligrosamente asustado, huyendo hacia adelante, amenazado pero amenazante, cruzando la frontera entre el sol y la sombra que divide al coso como la noche y el día, como la vida y la muerte. El toro sale corriendo a encontrarse con su antagonista humano, el matador en su traje de luces.
¿Quién es el matador? Nuevamente, un hombre del pueblo. Aunque el arte del toreo ha existido desde los tiempos de Hércules y Teseo, en su forma actual sólo fue organizado hacia mediados del siglo XVIII. En ese momento, dejó de ser un deporte de héroes y aristócratas para convenirse en una profesión popular. La edad de Goya fue una época de vagabundeo aristocrático, cuando las clases altas se divirtieron imitando al pueblo y disfrazándose de toreros y actrices. Esto le dio a las profesiones de la farándula un poder emblemático comparable al que disfrutan en la actualidad. Los toreros españoles han sido tan idolatrados como Elvis Presley o Frank Sinatra en nuestro propio tiempo. Como éstos, representan un triunfo del pueblo.
Pero el toreo es también, no lo olvidemos, un evento erótico. ¿Dónde, sino en la plaza de toros, puede el hombre adoptar poses tan sexualmente provocativas? La desfachatez llamativa del traje de luces, las taleguillas apretadas, el alarde de los atributos sexuales, las nalgas paradas, los testículos apretados bajo la tela, el andar obviamente seductor y autoapreciativo, la lujuria de la sensación y la sangre. La corrida autoriza esta increíble arrogancia y exhibicionismo sexuales. Sus raíces son oscuras y profundas. Cuando los jóvenes aldeanos aprenden a combatir a los toros, muchas veces sólo pueden hacerlo de noche y en secreto, acaso cruzando un río, desnudos, o en un campo de abrojos, desgarrados, entrando sin autorización al cortijo del rico, aprendiendo a combatir los toros prohibidos, en secreto, ilegalmente, en la más oscura hora de la noche. Tradicionalmente, los torerillos han visto una tentación en este tipo de encuentro porque, impedidos de ver al toro en la noche, deben combatirlo muy de cerca, adivinando la forma de la bestia, sintiendo su cuerpo cálidamente agresivo contra el del novillero que, de esta manera, aprende a distinguir la forma, los movimientos y los caprichos de su contrincante.
El joven matador es el príncipe del pueblo, un príncipe mortal que sólo puede matar porque él mismo se expone a la muerte. La corrida de toros es una apertura a la posibilidad de la muerte, sujeta a un conjunto preciso de normas. Se supone que el toro, como el mitológico Minotauro, ha nacido totalmente armado, con todos los dones que la naturaleza le ha dado. Al matador le corresponde descubrir con qué clase de animal tiene que habérselas, a fin de transformar su encuentro con el toro, de hecho natural, en ceremonia, ritual, dominio de la fuerza natural. Antes que nada, el torero debe medirse contra los cuernos del toro, ver hacia dónde carga y enseguida cruzarse contra sus cuernos. Esto lo logra mediante la estratagema conocida como cargar la suerte, que se encuentra en el meollo mismo del arte del toreo. Dicho de la manera más sencilla, consiste en usar con arte la capa a fin de controlar al toro en vez de permitirle que siga sus instintos. Mediante la capa y los movimientos de los pies y el cuerpo, el matador obliga al toro a cambiar de dirección e ir hacia el campo de combate escogido por el torero. Con la pierna adelantada y la cadera doblada, el matador convoca al toro con la capa: ahora el toro y el torero se mueven juntos, hasta culminar en el pase perfecto, el instante asombroso de una cópula estatuaria, toro y torero entrelazados, dándose el uno al otro las cualidades de fuerza, belleza y riesgo, de una imagen a un tiempo inmóvil y dinámica. El momento mítico es restaurado: el hombre y el toro son una vez más, como en el Laberinto de Minos, la misma cosa.
El matador es el protagonista trágico de la relación entre el hombre y la naturaleza. El actor de una ceremonia que evoca nuestra violenta sobrevivencia a costas de la naturaleza. No podemos negar nuestra explotación de la naturaleza porque es la condición misma de nuestra sobrevivencia. Los hombres y mujeres que pintaron los animales en la cueva de Altamira ya sabían esto.
España arranca la máscara de nuestra hipocresía puritana en relación con la naturaleza y transforma la memoria de nuestros orígenes y nuestra sobrevivencia a costa de lo natural, en una ceremonia de valor y de arte y, tal vez, hasta de redención. El domingo de Pascua, en la gran plaza de La Maestranza de Sevilla, comienza la temporada taurina. Mientras la cuadrilla aparece al ritmo de la música del paso doble honrando a la virgen de la Macarena, el círculo que va del toreo al flamenco y al culto de la virgen y de vuelta a su hijo protegido, el torero, se cierra sobre sí mismo.
Sea cual sea el rostro del matador en esta tarde particular, uno siempre recuerda al torero esencial, Pedro Romero, pintado por Goya. El pintor nos muestra al torero con sus nobles facciones, su quijada firme, las mejillas rígidas, una pequeña y apretada boca, la nariz perfectamente recta, fina, las cejas separadas y una frente despejada. Sobre sus sienes han aparecido los primeros mechones plateados. Pero el centro de atención son los ojos, llenos de competencia y ternura. Sus manos son largas, delicadas y fuertes; viste una capa de terciopelo rosa oscuro, una chaqueta azul negro y un chaleco gris que le da al lino de la camisa una excepcional blancura. La pintura en su totalidad ofrece una extraordinaria impresión de serenidad y de belleza masculina que, uno lo siente y lo teme, el mismo pintor envidiaba.
Pedro Romero fue pintado por Goya cuando el matador tenía 40 años. Romero inició el toreo moderno en la arena de Ronda. A lo largo de su vida mató 5,558 toros bravos, y murió a los 80 sin una sola cicatriz en su cuerpo.
Se podría argumentar que el virginal cuerpo de Pedro Romero, el torero perfecto que nunca derramó su sangre en la arena, no merece las lágrimas negras de una sola de las madres vírgenes de España. Pero Jesucristo, el Dios que murió crucificado, cuyo cuerpo sufrió heridas en las manos, la frente, los pies, las rodillas y los costados, sí merece la compasión maternal —y España se la proporciona en abundancia.
Figuras maternas
Las figuras maternas originales de España están una cerca de la otra en el Museo Arqueológico de Madrid. La Dama de Baza fue excavada de una tumba cerca de Granada apenas en 1971. Sentada sobre un sillón comparable a un trono, una paloma en la mano, vigilante junto a las tumbas de sus ancestros y herederos, sus manos cargadas de anillos son el símbolo de la autoridad materna, vestida con ropajes etéreos, presidiendo siempre el nacimiento y la muerte de su pueblo. Interpretada como una diosa funeraria, el hecho de que haya permanecido enterrada durante 24 siglos le permite también ostentar el título de Diosa de la Tierra.
Pero cerca de la figura materna, siempre, encontramos a la seductora: la Dama de Elche. Las fechas son controvertidas (pudo haber sido creada en cualquier momento entre los siglos II y V) y posee también perturbadores rasgos físicos y simbólicos. Si bien la figura ha llegado hasta nosotros como prototipo del arte de la España ibérica, casi como su Gioconda, la influencia griega es absolutamente clara en la ejecución de su cara: la simetría, el realismo, el sentido de proporción y la delicadeza de sus líneas. Pero si es una dama clásica, también es una figura de una elegancia bárbara. El equilibrio griego lo rompen los suntuosos ornamentos orientales que lleva, su tocado, sus aretes y collares. Luciendo, tal vez, la primera mantilla, dos discos enormes cubren sus orejas como una especie de audífonos primitivos que la comunican con la música de una región que solamente ella comprende y escucha. ¿El cielo? ¿La tierra? ¿El infierno? La Dama de Elche parece sorda a las banalidades morales. Eróticamente perversa, doncella, amante voluptuosa, sacerdotisa; uno puede imaginarla en cualquiera de estos papeles.
Su rasgo más perturbador, sin embargo, es que es ligeramente bizca. Un ancestral signo de erotismo secreto, la mujer bizca mira fijamente con los ojos de un basilisco. La Dama de Elche, la vampiresa temible, quebranta su pureza clásica con el estrabismo y la moda bárbara, remitiéndonos de vuelta a esta verdad elemental: todas las diosas terrenas son ambiguas, jánicas, tiernas y exigentes, madres y amantes, vírgenes y tentadoras. Y todas ellas son figuras de una fecundidad impura, como las diosas terriblemente ambiguas del panteón azteca. La suprema madre de la tierra, Coatlicue, da a luz a su carnada de dioses mediante signos de dolor y crueldad extremos. Y el equivalente de Venus en el México antiguo, la diosa Tlazoltéotl, representa tanto la pureza como la impureza: es la diosa que devora la basura a fin de limpiar la tierra.
La figura virginal que ha presidido la vida de España y de la América española durante tanto tiempo y con tanto poder, no es ajena a estas antiquísimas figuras maternas de Europa y del Nuevo Mundo. Pero en España, durante las grandes celebraciones de la Semana Santa, y en Hispanoamérica a través de una liga resurrecta con las religiones paganas, esta figura de veneración se convierte también en una madre inquietante, ambigua, directamente emparentada con las diosas del alba, su descendiente.
El cristianismo enriqueció vigorosamente la imaginería previa de España. Dios padre, creador de la Tierra, y su hijo, Cristo el redentor, quien sufrió y murió por nosotros y por nuestra salvación. Pero junto con ellos llega, otra vez, la figura de la madre, la madona que da vida y protección. La madre y el hijo se unen en el cristianismo a través de la compasión y el misterio. El misterio supremo, desde luego, es el de la inmaculada concepción. Cristo nace de una virgen y en consecuencia es objeto de la fe. Y de la fe dijo Tertuliano, uno de los primeros escritores del cristianismo: “Es cierto porque es absurdo”. Lo cual significa que debemos creer, aunque no comprendamos.
Todas estas mutaciones religiosas y eróticas del alma española alcanzan su cumbre de pasión y compasión en la liga entre la virgen y su hijo. Ésta es la realidad que se encuentra en el eje del más asombroso e inquietante, místico y sensual de todos los espectáculos españoles: la Semana Santa en Sevilla.
Más de cincuenta imágenes de la virgen María son paseadas en procesiones que serpentean por la ciudad entre el jueves en la noche y la mañana del sábado de Gloria. En cada barrio, hombres de toda condición social marchan en hermandades honrando a su propia virgen y haciendo penitencia en nombre de Cristo y de su madre. Cada penitente carga cruces, porta cirios y se viste con los solemnes ropajes de su hermandad.
Durante el año entero, pero también de generación en generación, los gremios de tintoreras y cereros, los tejedores de lino y los corredores de hilo de oro han trabajado el palio y el manto, la saya y la toca, el mantolín y la túnica de todo este divino serrallo: Virgen del Rocío, Señora de los Reyes, Virgen de la Macarena, Virgen de Triana. Ahora, en mangas de camisa, los costaleros portan el templo flotante de la virgen a lo largo de las calles de Sevilla, sobre sus hombros, descalzos, invisibles, entre los faldones de la virgen, protegidos por los faldones y respiradores sagrados, cargando el peso de la madre de Dios.
Ella es, por supuesto, el centro de toda esta atención. Su rostro enmarcado por una cofia de oro, rostro color de luna, surcado por gruesos lagrimones negros. Coronada por una tiara solar de rayos como navajas, apretando rosas muertas contra su pecho, y envuelta en la gran capa triangular que se derrumba desde los hombros hasta los pies, rizando el manto con incrustaciones de marfil y pedrería, medallones en forma de flor y enredados como serpientes de metal.
¿Cuál es el significado de esta “fiesta multicolor”, como la llamó José Ortega y Gasset? ¿Se trata de un ejercicio de narcisismo colectivo gracias al cual Sevilla monta su propio espectáculo y luego se convierte en su propio espectador? ¿O es sencillamente la manera en que Andalucía absorbe el embate cultural de reiteradas invasiones —griegos, romanos, árabes— fundiéndolas todas en el crisol de su sensualidad religiosa y su paganismo sagrado?
Esta ceremonia también es un juego. Sólo así podemos comprender los gritos que siguen por dondequiera a la virgen, “guapa, guapa”. Este sentido lúdico del espectáculo religioso se expresa perfectamente en la canción gitana que dice:
El Niño Dios se ha perdido. Su Madre lo anda buscando. Lo encuentra a orillas del río, de juerga con los gitanos.
Un río de voces
El segundo lugar común de España es el tablado flamenco. El espacio casi sagrado donde la tentadora española, Carmen, la diosa en movimiento, puede representar.
En el tablado, los cantantes y guitarristas masculinos rasguean, preparan, calientan, entonan, mientras las mujeres se sientan y palmean. Pueden ser niñas núbiles, mujeres delgadas como escobas o viejas y barrigonas, pero llenas de fuego, animando el espectáculo flamenco con sus palmas y sus taconeos. Pero son, sobre todo, las bellísimas bailaoras. Altas, morenas y de figura llena, su cabellera a veces revuelta pero generalmente peinada hacia atrás y coronada por una peineta. Los cuerpos van envueltos en olanes, satines, sedas, encajes, complicadísimos corsets, ropa interior inimaginable, medias, mantones, nudos, claveles, peinetas. Jamás se desvestirán, pero sus cabelleras sin duda se enredarán y se soltarán y saltarán hacia adelante como la cabeza de una Medusa durante el baile. Rainer Maria Rilke vino a verlas en Ronda y dijo que levantaban los brazos “como serpientes asustadas”.
Estas danzarinas vienen de muy lejos. Las encontramos bailando ya en los pisos de Pompeya. Las bailaoras de Cádiz fueron la sensación de la Roma imperial. Marcial habla de sus “sabias contorsiones”, en tanto que Juvenal las describe “enfebrecidas por el aplauso, hundiéndose hasta el piso con nalgas temblorosas”. Lord Byron pudo verlas como “las morenas doncellas del cielo”; pero otro viajero inglés del siglo XIX, menos pintoresco pero más moralista, escribió que aunque los bailes de España eran indecentes, los danzantes mismos eran inviolablemente castos. Pero en cosas de Andalucía, como siempre, es Federico García Lorca quien tiene la última palabra. Las gitanas, escribe, “son mitad bronce, mitad sueño”. Ve a las danzantes como mujeres paralizadas por la luna.
Y así es. El baile flamenco no es sino el satélite del cante flamenco, el cante fondo, el río de voces como le definió, una vez más, García Lorca. El baile es la luna, circulando alrededor del sol, que es el centro del sistema solar del cante jondo, río de voces, cante solar que pega directamente en nuestro plexo solar con su poder atávico y su antiguo magnetismo. Se trata de una forma híbrida que atrae hacia su sistema más de quinentos tipos musicales diferentes, desde el llamado musulmán a la oración, hasta la última rumba tropical, transformándolos a todos a fin de que la urgencia más honda del flamenco se manifieste: cantar las situaciones humanas más extremas e íntimas. Amor, celos, venganza, nostalgia, desesperación, dios, muerte, madre. En el cante jondo el destino trágico se apodera de todo, y en su espiral, las palabras pierden su forma cotidiana transformándose, en efecto, en una canción río, manantial verbal de emociones inexpresables. A veces, el flamenco trasciende su forma improvisada hasta convertirse en algo semejante al grito. Un grito, se ha dicho, no debajo de las palabras sino por encima de ellas. Un grito ahí donde las palabras no son suficientes. Pues es el alma lo que canta en el flamenco, dándole voz a las emociones más oscuras e incontrolables.
Pero el centro del baile flamenco y del cante jondo es, otra vez, el acontecimiento erótico. Y en el centro de este centro encontramos nuevamente a la mujer, la tentadora, ataviada absolutamente en los rumorosos drapeados del traje gitano, envuelta en el mantón, bailando sobre tacones altos, flotando entre moños, ahogada en olanes. La bailaora flamenca ofrece un contraste pero también establece un complemento a otro rasgo español e hispanoamericano: la turbulencia sexual ataviada en anhelos de santidad, tal y como la exhiben las figuras de las vírgenes paseadas por las calles de Sevilla durante la Semana Santa.
La sensualidad reprimida por la fe, pero sublimada por el sueño místico. Aquí mismo, en el escenario de Sevilla, el cante jondo reaparece en un contexto religioso. Los pasos se detienen cuando un hombre en una esquina, o una mujer desde un balcón, lanzan la saeta, el canto dirigido a la virgen de una manera amorosa y familiar. Pues la virgen ofrece poder y protección. Su poder viene del amor. Se le conoce íntimamente. Vive en Sevilla el año entero. Es como un miembro de la familia. Es la virgen de la Macarena, la patrona de los toreros, que llora por la muerte y el destino de todos sus hijos.
De esta suerte, el texto del lugar común español e hispanoamericano nos revela finalmente el contexto de una reunión sensual, de una imaginación erótica, de una relación sensible con la naturaleza y con el alma, sobre el cual habrá de crecer, al cabo, lo que llamamos “la historia” de España y de Hispanoamérica.
La Dama de Elche