XI

 

W

ilson había vuelto. Había desembarcado en Brest una noche sombría de mediados de marzo y allí había acudido a recibirle el coronel House.

El presidente había sido presa de una fría cólera. Durante un mes de ausencia, las negociaciones habían estado paralizadas, a la importancia crucial de la ordenación del mundo futuro la había sustituido un insignificante debate sobre las condiciones militares del armisticio, los planteamientos que él había llevado al viejo mundo habían sido prácticamente acorralados.

Wilson había vuelto y había tenido la sensación de que se desmoronaba la obra de su vida. Había tomado el tren hacia París y se había reunido al día siguiente con sus pares británico y francés. En el lujoso salón de un hotel, les había dicho que no pensaba aprobar esas cláusulas miserables que habían negociado con sus subordinados y había dicho que, de hecho, no asistiría a la reunión del Consejo Supremo en que iban a ser aprobadas. Y no había asistido.

Wilson había vuelto y su retorno había significado la ruptura de una vieja amistad con el coronel House, cuya confianza había quedado para siempre en entredicho, y una tempestad de amargura en las salas de la delegación americana. Todos se habían sentido como adolescentes ingenuos en cuyas manos se pone por vez primera la responsabilidad de una tarea de adulto y no resultan capaces de llevarla a cabo.

El presidente tampoco había tenido suerte en casa. El Congreso también le negaba la parte más importante de su plan, la Sociedad de Naciones, y exigía compensaciones que se asemejaban más a las de Francia que a las que su propio mandatario pedía.

Wilson había vuelto, pero de pronto Jeff ya no sabía lo que estaba bien y lo que estaba mal. Las negociaciones se habían reanudado con una virulencia desconocida, y quince días después se hallaban estancadas en lo que todos calificaban de intransigencias. Ya no era posible saber de quién provenían.

Había vuelto a tratar con creciente frecuencia con aquel consejero británico con el que había hablado de la identidad de criterio de los anglosajones. Se trataba de un miembro de la delegación de expertos económicos y había tenido la oportunidad de hablar con él de muchas cuestiones al margen de las reuniones oficiales.

—Estimo que Alemania no puede pagar más allá de 2.000 millones de libras. —A Jeff le ponía nervioso que Keynes hablara siempre en libras, lo que le obligaba a molestas operaciones de conversión, pero los británicos nunca hablaban en otra cosa que en británico—. Mi Gobierno le pide 24.000; el francés, 44.000 y ustedes mismos piden 4.400. —Hizo un gesto hacia Jeff que parecía reconocer su teoría de la aproximación de criterios—. Todo esto no es más que una broma pesada. Para hacer estos cálculos podían perfectamente haber invitado a mi amigo el escritor H. G. Wells. Sabe lo mismo de economía y tiene mucha más imaginación.

Jeff no se había reído. Aquella broma no tenía ninguna gracia. Aquel pandemónium no tenía ninguna gracia.

—La única manera de remediar esto es que los Estados vencidos emitan obligaciones garantizadas tanto por ellos como por los vencedores.

Jeff titubeó. Aquello parecía un disparate, pero ya estaba acostumbrado a que las propuestas de su interlocutor se cimentaran en algo que él no sabía ver.

—¿No se da cuenta? De este modo, los Estados quedarían comprometidos entre sí. La común voluntad de cobrar es la mejor fórmula para asegurarse de que el dinero fluya.

—¿Va a proponerlo al Consejo?

El inglés le miró con genuina expresión de perplejidad.

—Naturalmente. ¿Cree que me dedico a actividades especulativas? Estoy aquí para proponer soluciones a los problemas que padecemos.

Jeff ya no sabía para qué estaba allí. El trato con el presidente se hacía cada vez más difícil: se encerraba en sí mismo, tendía a las soluciones dramáticas, estaba perdiendo más capacidad de negociación cuanto más se veía obligado a ceder. Días atrás, Clemenceau había abandonado la sala de reuniones dando un portazo mientras decía a quienes le acompañaban:

—Es imposible hablar con él. ¡No se comporta como un gobernante, como un hombre que sabe lo que es el arreglo y la negociación! ¡Es como hablar con Jesucristo!

Monique Brizac y Jeff habían discutido. Tu presidente lo ignora todo, como lo ignoras tú, y quiere dar lecciones a quienes os enseñaron a vosotros a hablar. Y Jeff se había quedado ensimismado, sin comprender la fuerza de los odios, sin entender que la misma persona que le había presentado los argumentos más luminosos que había oído desde su llegada le hablase ahora de clases y lecciones.

El tiempo discurría muy deprisa. La gente enloquecía por bebérselo.

Ya nada era posible de medir.

 

Gabriel siguió a la amable mujer de la recepción por el pasillo de techo inclinado, iluminado por sólo una bombilla de cada tres, y se sorprendió al ver que en su propio hotel, tan sólo dos plantas más arriba, reinaba la misma división de clases que en cualquier otro rincón del mundo: en su planta imperaba la modestia. Arriba, en el desván, donde se alojaba su amigo Christoph, campaba la pobreza.

—Le pido mil perdones por haberle llamado, monsieur —decía, apurada, la mujer—, pero como sé que ustedes son amigos me pareció...

—No se preocupe, madame —respondió Gabriel.

Al final del pasillo se oían ruidos de cristales, muebles desplazados y una voz monocorde aparentemente ocupada en hablar consigo misma. Gabriel detuvo a la mujer que lo acompañaba interponiendo una mano ante ella:

—Quizá sea mejor que vaya solo, madame. Confíe en mí, solucionaré este enojoso asunto.

Ella titubeó. Antes de retirarse pareció no confiar en su decisión, volvió sobre sus pasos, pero luego asintió y se fue.

Gabriel llegó a la puerta. Instintivamente, apoyó la mano sobre el picaporte, pero aplicó el oído antes de abrir:

—¿Christoph?

Hubo una tempestad de imprecaciones en alemán como respuesta. Gabriel hizo de tripas corazón y empujó la puerta.

Christoph se hallaba en un estado lamentable. Estaba tirado sobre la cama, con el cuello de la camisa roto, y llevaba las mangas caídas y boqueantes. Tenía el pelo mojado y a su alrededor rodaban varias botellas vacías. No se las había bebido todas, como acreditaban las manchas de licor en las paredes y los cristales esparcidos por el suelo.

El olor a alcohol era tan intenso que, por un momento, Gabriel se preguntó si podría aventurarse a entrar sin correr el riesgo de terminar tendido junto a su amigo. Con una mueca de desagrado, apartó con el pie una botella rota y abrió la ventana de un tirón.

En la cama, Christoph reía. Reía como alguien que ha perdido la razón para reír, como alguien que ha perdido la razón. Su risa era la expresión última de la desesperanza.

—Vamos, Christoph. Yo creo que es hora de que te remojes un poco en agua.

El oficial de ulanos respondió a sus palabras volviéndose a medias en la cama para tirar por la ventana la botella vacía que aún conservaba en las manos. Gabriel la atrapó al vuelo.

—Madre mía —murmuró en español.

—No hables en español —dijo Christoph—. Estoy harto de que todo el mundo me hable en lenguas que no entiendo. Quiero hablar alemán. Quiero hablar la lengua que entendía todo el mundo en mi infancia.

Completó el giro que había iniciado para arrojar la botella y cayó con estrépito de la cama. Desde el suelo emergió otra gran carcajada.

Gabriel suspiró y se agachó para darle la vuelta. En la camisa blanca llena de manchas había brotado ahora un florón rojo y Gabriel desgarró la tela para dejar al descubierto el sitio en el que el casco de botella se había hundido en la piel. Lo sacó con dos dedos.

—No es un corte profundo —constató, más para sí mismo que para el austríaco, mientras daba un tirón a la sábana para empapar con ella la sangre que salía de la herida—. ¿Se puede saber de qué te ríes?

Christoph seguía riéndose y la sangre parecía manar a impulsos de las contracciones del diafragma apresado por la risa. Barajó la posibilidad de abofetearle para hacerle reaccionar, pero un repentino apaciguamiento en sus ojos lo disuadió. Despacio, con la suavidad con la que hubiera acariciado a un niño, Christoph cogió con las manos el rostro de Gabriel y le obligó a mirarle:

—¿Te has enterado de los términos del borrador? —preguntó. Gabriel sabía de qué le hablaba. En medios diplomáticos circulaba un primer borrador del tratado de paz. Christoph debía haber conseguido acceso a él.

—Más o menos, Christoph. Ya sé que han sido muy duros.

—¿Duros? —Un nuevo estallido de risa estremeció los músculos del oficial caído—. ¡Gabriel, nos han prohibido construir submarinos! —Lanzó una nueva carcajada. Gabriel le miraba sin comprender—. ¡Han prohibido construir submarinos a un país que ya no tiene mar! ¿Te das cuenta? ¡Ni tan siquiera hemos merecido un tratado propio! ¡Tan sólo han cambiado los encabezamientos del tratado con Alemania! —La voz temblaba. La risa se iba convirtiendo en llanto. Con la mirada perdida, Christoph von Klettemberg, descendiente de una familia que se remontaba al Sacro Imperio Romano Germánico, servidor de una estirpe de reyes que había dominado el mundo, dictó sentencia sobre su propia vida, sobre su pasado repleto de sueños, sobre su futuro carente de luz—: El imperio de María Teresa, la cuna de Mozart no merece una secretaria propia que redacte los términos de su humillación. Submarinos, Gabriel. No nos permitirán construir submarinos para empotrarlos en nuestras montañas, para vararlos en nuestros sembrados. Y yo no volveré vivo a Viena.

—No digas eso.

El rostro del austríaco adquirió una fría ferocidad.

—Ya lo creo que lo digo. —Levantó un índice acusador—. Pero también te digo otra cosa: no me iré solo. Ya me he llevado por delante a dos. Y uno se me ha escapado por los pelos.

—¿Qué? —Gabriel se estremeció.

—Lo que oyes. Un cerdo por cada uno de los países que han hundido a Austria. Una matanza de porcino para compensar las humillaciones. Un...

Gabriel había dejado de escuchar. De pronto, en su cabeza se había encendido algo parecido a un rosario de luces que parpadeaban. Cada una de ellas era una idea que se unía a otra, y el resultado final del conjunto era que tenía que llevarse de allí a Christoph, no sólo por Christoph, sino por él mismo. Una irrupción de la policía se encontraría con las bien dispuestas informaciones de la amable señora de la recepción, y esas informaciones llevaban directamente a él. Si al agente austríaco detenido por asesinato se le unía la presencia de un agente español del que hasta entonces no se había tenido noticia, su misión ya no estaba comprometida, sino que había terminado.

Se acercó al aguamanil que había junto a la cabecera de la cama, empuñó la jarra que reposaba bajo la jofaina y vació de un golpe su contenido en el rostro de Christoph. El oficial de ulanos parpadeó.

—Fin.

—Exacto —respondió Gabriel—. Cámbiate rápido. Nos vamos.

—No nos vamos.

—Ya lo creo que nos vamos. Voy a hablar con la dueña. Quiero verte vestido y despejado cuando vuelva.

Salió. No supo muy bien de qué se sorprendió al ver a la mujer en el pasillo, porque era lo más lógico que estuviera esperando el resultado de su intervención, pero se sorprendió. Le alivió darse cuenta de que se encontraba de pie junto a la escalera, donde podía haber oído voces, pero en modo alguno entendido las frases de borracho de Christoph.

—Nos marchamos, madame. Le pido mil perdones por lo ocurrido. Por supuesto, le compensaré por todos los gastos. —Sacó la billetera de la chaqueta, preguntándose si habría dinero en ella para lo que necesitaba. Contó varios billetes y añadió dos más.

—Pero, monsieur —protestó la mujer—, esto es demasiado. No hay nada en esa habitación que valga tanto.

—De ninguna manera —respondió Gabriel—. Mi propia dignidad no me permite pagar sólo los gastos materiales, deseo compensarla por su paciencia y por haber tenido que padecer semejante espectáculo.

—Pero monsieur...

—Le ruego que no insista. Dentro de unos minutos habremos terminado de hacer las maletas y nos retiraremos. ¿Le importaría pedirnos un taxi? No un coche de punto, por favor, un automóvil.

Regresó al interior de la habitación. El aire frío había despejado los vapores del alcohol y al parecer también a Christoph. Se había vestido con bastante decencia —con la excepción de algún botón malcasado, que Gabriel se apresuró a corregir—, se había secado la cara y, a juzgar por la hinchazón de la camisa, se había puesto tal vez una toalla para detener la pequeña hemorragia del pecho.

—¿Ya estás mejor?

Christoph se volvió lenta y pesadamente.

—Perdona el compromiso en que te pongo —dijo. Su voz aún tenía resonancias etílicas, pero al menos era articulada—. No he pensado en el hecho de que compartíamos hotel.

—Pues habría sido mejor que lo pensaras. Vámonos.

—Espera. —Los reflejos volvían a funcionarle—. No estoy en condiciones de saber si lo he recogido todo.

Gabriel asintió y empezó a revolver en los armarios vacíos, a agacharse debajo de la cama. Pese a estar tan borracho, Christoph había sido capaz de recogerlo casi todo. Gabriel cogió las dos o tres cosas que se le habían escapado y las embutió de cualquier modo en la maleta de cuero. Apretó sus correajes.

—Vamos a mi habitación. Tengo que recoger también mis cosas.

Quince minutos después salían a la calle. La dueña del hotel había cumplido su encargo y en la puerta esperaba ya un coche cuyo chófer bajó para cargar con sus maletas. Al pasar ante la recepción, Christoph levantó el sombrero con torpe elegancia. La mujer respondió al saludo con una cabezada.

Se quedó mirándolos subir al coche. No un coche de caballos, sino un automóvil, había dicho el cliente. Un rápido taxi. Volvió a pensar en la enorme cantidad de dinero que Gabriel le había dado. Una cantidad, en aquellos tiempos de penurias, por la que valía la pena guardar silencio.

Pero la amable señora de la recepción era una ciudadana. De modo que llamó a la policía.

 

Marina. Marina. Marina. Marina.

—Pero creo que le estoy aburriendo...

Jaime Alcoriza parpadeó, volviendo de su breve ensimismamiento a la mesa aún caliente, en la que los cubiertos reposaban cruzados sobre los platos como simbólicos emblemas de la ya decadente caballería. Las copas de vino mostraban fondos algo teñidos de tanino, las copas de coñac y los cafés acababan apenas de posarse en el mantel levemente arrugado.

—En absoluto. Pero así no vamos a alcanzar un acuerdo.

El representante de los rusos blancos, un hombre de pelo y perilla intensamente negros que respondía al nombre de Alexéi, no parecía muy ducho en esos tratos y perdía fácilmente la compostura. De hecho, Jaime Alcoriza empezaba a albergar esperanzas de que su repetida estrategia de hacérsela perder tuviera éxito.

—Señor Alcoriza, no es usted razonable. —El negociador se removía en su asiento. Una línea de fino sudor subrayaba la unión del apretado cuello de la camisa con la rasurada piel del gaznate—. Le estoy ofreciendo todo lo que tenemos.

Jaime apartó a Marina de sus pensamientos para concentrarse en el negocio:

—Lo que interesa aquí es lo que no tienen —respondió brutalmente—, que es justo lo que tengo yo. Tengo armas, y ustedes las necesitan para continuar una guerra en la que el apoyo de las grandes potencias no pasa de ser una pantomima. Y si quieren tenerlas, es preciso que paguen su precio.

—Pero le estoy diciendo que no tenemos más recursos que los que le ofrezco. Esto no es una partida de póquer, le estoy dando todo lo que poseemos, a no ser que pretenda que nos privemos de lo necesario para sobrevivir.

Alcoriza probó el coñac. Hacía tanto tiempo que no probaba uno de segunda clase que estuvo a punto de estremecerse. Chasqueó los labios.

—Pues tendrán que apretarse el cinturón, como decimos en mi idioma. Aquí siguen llevando una vida que trata de recordarles un pasado del que ya no disponen. Redúzcanla.

El rostro del ruso expresó una cansada tristeza.

—Eso no es verdad —contestó débilmente—. Nuestra vida en París no es ni sombra de la que tuvimos. Usted lo sabe. Es muy injusto que haga esa acusación.

—Aún viven por encima de sus posibilidades —replicó implacable Alcoriza. ¿Se estaba excediendo?, se preguntó.

En el teatro de la vida se castiga la improvisación. El hombre llamado Alexéi bajó la cabeza. La bajó tanto que Alcoriza pensó que iba a desplomarse sobre los platos vacíos. Luego apoyó las manos en el borde del tablero, como si tuviera que sujetarse.

—Señor —dijo con la cabeza gacha—, en Petersburgo le hubiera matado por su repugnante falta de respeto. —Alzó la vista—. Aquí sólo puedo decirle que no tengo dinero, que no puedo pagar lo que me pide y que me voy.

Se levantó ruidosamente. Los comensales de las mesas vecinas volvieron la cabeza.

—Espere un momento —lo llamó Alcoriza—. Aún no hemos empezado a discutir.

Se había excedido.

—Yo creo que ya hemos terminado —respondió el ruso—. ¿Qué quiere, que ponga la alianza de mi mujer y la mía encima de la mesa para ver si así inclino la balanza? ¿Que me quite el alfiler de la corbata para que usted examine la perla y descubra si es auténtica? No hay nada que hacer. Lo único que siento es que, en mi próxima cita con otro de sus congéneres, tendré que deducir el precio de esta excelente cena, que le ha hecho creer que somos ricos, de la cantidad que podré ofrecer.

Se había excedido. Se había excedido.

—Espere.

—No hay nada que esperar.

Se marchó, imparable, revestido de pronto de una dignidad que se había estado dejando a jirones durante las dos horas que había durado la cena y que ahora se ponía sobre los hombros como un harapo roto. Jaime Alcoriza volvió a llevarse el coñac a la boca.

Le supo a nueces rancias y a labios secos.

 

Para la policía fue un juego de niños llamar a la compañía de taxis y averiguar la ruta del vehículo que había recogido en su hotel a Gabriel Cortázar y Christoph von Klettemberg. Una rápida llamada telefónica a la gare de Lyon arrojó el resultado de que el primer tren, con destino Suiza, salía en un plazo de treinta minutos, y una segunda llamada a la comisaría de la estación movilizó a todos los agentes para impedir que ningún tren saliera y cortar los accesos a la terminal ferroviaria.

Habría llevado horas identificar a todos los pasajeros, y probablemente un hombre despierto habría conseguido escapar en medio de la confusión de los primeros momentos, pero Christoph von Klettemberg decidió ponérselo fácil a los agentes. Cuando los vio irrumpir en los andenes, se puso en pie al lado de su maleta de cuero, sacó del bolsillo un revólver del calibre 38 y abrió fuego sobre ellos.

En cuestión de segundos, la gare de Lyon se convirtió en un pandemónium de gritos y carreras, de gendarmes haciendo sonar los silbatos y gente que trataba de apartarse de la línea de fuego mientras, plantado junto a uno de los trenes, con el brazo derecho extendido y el ojo izquierdo guiñado, Christoph apuntaba y disparaba el revólver como en un ejercicio militar, aunque los vapores etílicos aún no del todo despejados le deparasen una puntería lamentable.

Cuando por fin el pánico vació los andenes, los gendarmes habrían terminado con el tirador de no ser por la repentina intervención del azar, encarnado en la figura de un ferroviario que saltó sobre Christoph desde el tejado de uno de los vagones. El oficial de ulanos se desplomó con su asaltante encima y el revólver cayó sobre las losas y rebotó hasta despeñarse dentro del foso de las vías. Diez minutos después, la resistencia del oficial borracho había sido reducida por los furiosos agentes de la gendarmería.

 

Por fin el comisario Retier se sentaba cara a cara con su némesis. Encima de la mesa se encontraba el botón plateado, cuya falta ya había sido comprobada en la guerrera cuidadosamente plegada dentro de la maleta del oficial.

Durante aquellos meses, Retier se había preguntado a menudo por el aspecto físico de su contrincante. Solía imaginarlo como una especie de bruto de semblante torvo y ojos insensibles. Alguien con la fisonomía de un asesino. Nunca había imaginado que, cuando lo encontrara, se sentaría enfrente de un fino aristócrata.

Desde luego, su prisionero tenía un tanto descompuesta la figura. Los gendarmes agredidos en la estación habían interpretado a su manera la doctrina del uso proporcional de la fuerza, y el pómulo derecho y el ojo izquierdo del oficial mostraban los resultados de esa interpretación. Tenía un par de arañazos en las manos unidas por esposas de hierro y sus ropas mostraban un estado bastante lastimoso.

Pero, por lo demás, mantenía la pose de un invitado en la sala de espera de un bufete distinguido. Tenía las piernas cruzadas, las manos apoyadas en las rodillas y la mirada de sus ojos azules era directa, en absoluto intimidada.

No había mostrado el menor interés por no incriminarse. Durante los primeros minutos de su detención, había sometido a los agentes a una sarta de insultos en su propia lengua, reveladores de un conocimiento intenso de la misma, amenizados por algún otro en lengua alemana. Luego, una vez calmado, se había entregado a un profundo mutismo.

El registro de sus bienes no había revelado nada de interés: unas pocas ropas, unas pocas fotos de una dama de alcurnia y una niña pequeña, una importante condecoración y una cartera con dinero suficiente para sobrevivir durante varias semanas, si se mantenía el régimen de vida que la amable dueña del hotel había declarado que llevaba hasta el mismo día del incidente.

A Retier le irritaba que el criminal hubiera caído en sus manos por una denuncia. Ofendía su sentido profesional el que no hubiera aguantado unos días, hasta cerrar el círculo que ya estaba estrechando.

Luego se dijo que era inútil engañarse: jamás habría investigado a un hombre que se dejaba ver en los aledaños de la conferencia hablando con los delegados a cara descubierta. Se lo hubiera impedido un cierto sentido de la evidencia.

Pero también, y eso le dolía muchísimo más, un reflejo de clase. La idea de un militar perteneciente a un regimiento de élite, un hombre de valses y guantes blancos, ahogando fríamente a alguien que pataleaba colgado de un noray sublevaba todo su sentido moral.

Por eso, la pregunta que en ese momento le ardía en los labios, la que apenas podía esperar a formular, no venía en los manuales de la policía:

—¿Por qué?

—¿Por qué, qué?

—Por qué ha matado usted a dos personas.

—Porque usted me ha detenido, monsieur. De no haberlo hecho, le aseguro que habría matado a muchas más.

Retier no había esperado tanta sinceridad. Se echó atrás en el asiento hasta topar con el respaldo.

—¿Sabe a lo que se expone por ese crimen?

El prisionero sonrió con desprecio:

—Usted no ha ido a la guerra, ¿verdad, comisario?

El policía se pasó la mano por el cabello aplastado. Aquel hombre desbordaba su capacidad de comprensión, pero no su capacidad de interés. Cambió de estrategia:

—¿Sabe en qué situación queda su Gobierno?

Klettemberg alzó las cejas.

—¿Mi Gobierno?

—¿Va a negar que actuaba para él?

—Lo ha dicho usted muy bien. Actuaba para él. Dejé de hacerlo cuando vi la manera en que ustedes lo trataban.

—No sé a quién se refiere con «ustedes».

—A sus amigos de la conferencia. A todos esos bárbaros vencedores de Roma que ahora están repartiéndose sus despojos.

Definitivamente, trataba con un loco, se dijo Retier. Un loco megalómano entregado a la idea de que representaba a la civilización y en su nombre podía destruirla. Cerró con un golpe la carpeta con el expediente que tenía abierto sobre la mesa.

—¿Ofendo su cerebro funcionarial? —preguntó Christoph. No esperó la respuesta—: Sí, supongo que sí. Usted puede entender móviles repetidos, como la codicia, el odio, incluso la pasión. Puede entender el mal imaginable. Pero no se imagina la desesperación.

—No pensaron ustedes en ello al empezar la guerra —respondió Retier con acritud.

—¿Quién está hablando de responsabilidades? Yo acepto de antemano nuestras responsabilidades. Pero no puedo soportar la arrogancia con la que ustedes desprecian la historia.

—Está usted loco.

—Claro que sí. Todo esto es para enloquecer.

—Tuvieron la ocasión de evitarlo.

—Eso es lo que más duele.

A su pesar, Retier estaba desconcertado. Cogió de la mesa el botón y lo apretó en el puño como si quisiera reducirlo a pasta de latón. Christoph siguió su gesto con la mirada:

—Así aplastan las ruedas a los muertos.

—¡Llévenselo de aquí! —gritó Retier.

Dos gendarmes entraron, apresurados por el volumen y el tono de la llamada. El barón Von Klettemberg se levantó, con las manos unidas por las esposas en obligado gesto de oración, y con la mirada contuvo las manos de los agentes que pensaban cogerlo por ambos brazos. Salió del despacho con paso mesurado y Retier escuchó el eco de sus zapatos hasta que se perdieron por el pasillo.

 

Marina se volvió al oír al botones en la puerta. Lo miró con cierta estupefacción, como si hubiera esperado ver en el umbral a cualquier otra persona: una doncella, un representante de la gerencia, un viandante, quizás incluso un fantasma.

—¿Y bien?

—En recepción me dicen que no hay ningún mensaje, señora.

—Gracias.

—¿Desea alguna cosa más?

Marina reflexionó durante unos instantes mientras el botones aguardaba, impávido, en silencio.

—Sí —dijo al fin—. Envíen una doncella a hacerme el equipaje. Me voy.

—Como usted desee, señora.

El muchacho cerró la puerta con delicadeza. Nada hacía ruido en aquel hotel. El ambiente ideal para un oído habituado a la música. Pero hacía días que la música no sonaba en la mente de Marina Galván. Había dejado paso al traqueteo de las oscilantes bielas de los ferrocarriles. Al silbido del viento en las hojas del parque de El Retiro.

Madrid la llamaba. O tal vez París la despedía. Se miró las manos, que pronto volverían a tocar el piano, y le sorprendió no ver en ellas la menor señal de temblor, como le sorprendía no sentir en el cuerpo la menor señal de desolación ni en el alma la menor señal de abandono.

Las señales del cruce de la frontera, pensó. Ya la había cruzado con anterioridad, pero hacía tanto tiempo que seguro que ya no lo recordaba. Ahora volvía a estar bajo sus pies, disponiéndose a quedar atrás.

La doncella llamó quedamente y, después de una pequeña cabezada y una cortés petición de instrucciones, empezó a reunir sus pertenencias y a abrir en el centro de la estancia los baúles metálicos que las trasladarían.

Enseguida se vio envuelta en un grato ambiente de eficiencia. Un miembro del personal de la recepción acudió a preguntar si deseaba que el hotel gestionase un billete de tren, el traslado a otro hotel o lo que la señora dispusiera. Una segunda doncella acudió en auxilio de la primera y le preguntó qué vestidos debía reservar para el viaje y si necesitaba preparar un equipaje de mano. Marina repartió generosas propinas. El dinero no daría para mucho más tiempo, qué importaba.

Se vistió con un traje de viaje que le hizo pensar vagamente en expediciones a lugares remotos, en nuevas aventuras y nuevas fronteras. Trató de no pensar en lo que pensaba, para que el cruce de aquel nuevo Leteo se hiciera sin dolores y sin reticencias.

Rogó que le subieran algo de comer a la habitación. No se encontraba con ánimos para ir a comer sola por última vez al restaurante y faltaban seis horas para la salida del tren de Madrid. Sabía que estaría descontando cada uno de los minutos, esperando un anclaje que la retuviera a este lado del río. No deseaba mostrarse en público mientras lo hacía.

A la hora acordada, se le anunció que el coche que tenía que llevarla a la gare d’Austerlitz esperaba en la calle. Recogió sus efectos personales y caminó despacio hasta la puerta de la habitación.