VI
L
a entrevista con el gran banquero había ratificado todos los miedos de Gabriel Cortázar. Los mercados europeos se estaban cerrando para España, los productos básicos que durante la guerra habían hecho ricos a tantos eran mucho más fáciles de adquirir a buen precio al otro lado del Atlántico e incluso en Oceanía. La objeción del transporte y la conservación era menor. Una vez terminada la guerra y acabado el peligro de los submarinos, no había problema en esperar. Las urgencias que habían hecho pagar a precio de oro el ganado y las telas procedentes de la península habían terminado. Quienes aún las tenían —los vencidos— no podían pagar. Se acababa una era.
La entrevista había provocado una seria discusión con Laura. El le había pedido que le permitiera acompañarla y ella había terminado por acceder, pero él tenía muchas cosas que preguntar y las había preguntado. Después, mientras ordenaba sus notas en el vestíbulo del hotel de los periodistas, ella le había dicho con expresión sombría:
—Nunca he hecho esto, pero después de todo lo que has averiguado creo que tenemos que firmar la entrevista juntos.
—Ni se te ocurra.
Le había salido como un trallazo, sin pensar, sin planear, sin suavizar. Se dio cuenta de que ella se inmutaba, pero ya era demasiado tarde para arreglarlo:
—¿Por qué no? —preguntó, con los labios apretados y las mandíbulas encajadas.
—Porque la entrevista la has conseguido tú.
—Eso no te ha preocupado mucho mientras estábamos con él.
—No tiene por qué molestarte que le haya hecho preguntas. Los dos nos beneficiamos de las respuestas.
—Pero no para lo mismo, claro —contestó ella, con voz súbitamente agotada.
Gabriel no preguntó por qué decía eso. Se reclinó en el asiento y cruzó los brazos en silencio.
—¿No me vas a contar nada? —dijo ella en voz baja.
—No.
Laura apretó los labios otra vez. Se sentía humillada.
—Creo que nuestros pocos días ya han pasado.
—Tú sabrás —respondió él brutalmente.
Laura alzó una mirada vidriosa.
—Vete —espetó.
Gabriel no necesitó que le insistieran. Se incorporó, se alisó la chaqueta con gesto mecánico, cogió el abrigo y se fue.
Laura miró fijamente un paisaje colgado en la pared, concentrándose en cada detalle, depositando en cada rama del árbol pintado la pulsión necesaria para no llorar. Mientras se encontraba en esa tarea, la sobresaltó una voz:
—Eliges mal, querida. Y no será por falta de oferta.
Era Gurrea. El inefable Gurrea. El halcón siempre listo. Laura sintió una súbita alegría. Precisamente lo que necesitaba, un chivo expiatorio en el que volcar toda una oleada de rencor y asco:
—Búscate una casa de citas, Gurrea. Te está haciendo falta —escupió.
Gabriel Cortázar cruza la puerta de cristales del hotel y se vuelve a encontrar en el frío cortante del enero parisino. Frunce ligeramente el ceño, mete las manos en los bolsillos del abrigo y se arrebuja en él sin abrochárselo, los labios apretados sin convulsión, el corazón contraído sin excesos.
El disgusto es patente, piensa, en su boca que sabe un punto a bilis y a falta de saliva. Pero es un hombre con una misión. París está lleno, en esos días, de hombres y mujeres que tienen misiones que cumplir, y también de hombres y mujeres que sufren, y de hombres y mujeres que se acostumbran a un nuevo mundo con unas normas nuevas, en el que nada es perdurable, la dicha sólo dura unos instantes y el disgusto también tiene que ser capaz de extinguirse.
Cruza una calle más, otra orilla de otro de los muchos ríos que ha cruzado en su vida, y trata de olvidar las escasas jornadas de esa extraña paz, de esa serenidad indefinible que las primeras horas del amor proporcionan.
Mientras caminaba, como solía, trató de analizar los problemas que le ocupaban: rutas para los productos acumulados en los almacenes, fondos para paliar las pérdidas esperables, venas para el dinero.
Pensó en las innúmeras operaciones quirúrgicas a las que los soldados de los mil frentes habían sido sometidos durante los cuatro años anteriores. Había prestado un interés profesional a esas noticias. Cuando se amputa un miembro, no sólo las arterias y las venas reconectadas por los cirujanos restablecen la circulación sanguínea salvajemente interrumpida, sino que el propio cuerpo rediseña el sistema, haciendo que entre unos y otros vasos surja una red de venas que lo complemente, que sustituya las rutas perdidas.
Se preguntó cuál era el sistema venoso del dinero en medio de aquella enorme trombosis. Los canales tradicionales, las vías ordinarias, el comercio de Estado, estaban rotas. Tenía que preguntarse quién conocía las vías alternativas.
Y la respuesta era bastante evidente: los especuladores. Los que habían franqueado todas las barreras sin ser molestados sabrían ahora cómo buscar nuevos pasos entre los escollos.
Estaban en París. Buscaban lo mismo que él.
Tenía que aproximarse a uno de ellos.
—A mí no me mire, jefe.
Délou contempla con indiferencia a quien, después de todo, es el más antiguo de sus soplones. Veinte años de carrera policial han hecho de ellos casi una simbiosis. Jarré ya no se esconde cuando le ve llegar, hasta parece alegrarse de verlo, y en el fondo los dos saben que el trato agreste que mantienen no responde a otra cosa que a la necesidad de mantener la distancia entre ambos y las apariencias ante el mundo. En realidad, les gusta beber juntos y sentir que a la par están trabajando. Uno, para guardar el imperio de la ley; el otro, para pagar su forma de vida.
—No me cuentes historias, Jarré. No pasa nada en el quartier de lo que tú no te enteres antes de que suceda. No me vas a decir que nadie ha visto al rubio de la ropa elegante y el coche verde.
—Rubios he visto como para hacer una fábrica entera de espantapájaros, jefe. Pero estos días París está lleno de fantoches elegantes que van en coche y llevan guantes. Todos vienen de fuera. ¿Cómo quiere que los conozca?
—Pensando en el color de los billetes de su cartera, Jarré.
—¿Yo? —La expresión de fingida indignación de Jarré es tan sincera que Délou tiene ganas de echarse a reír—. ¿Está usted en sus cabales, jefe? Esa gente lleva alrededor más pistolas que un tirador de circo. Nadie sabe de qué color es su cartera. Si les metes la mano en el bolsillo, te cortan los dedos.
—O sea, que no sabes nada de lo que pasa dentro de tu propio territorio. Me defraudas, Jarré.
Mientras hablaba, Délou había sacado un puñado de billetes y, enroscando tres de ellos, los había metido en la jarra vacía de Jarré. El doble que de costumbre. El soplón los sacó con tanta prisa como si temiera que la tinta fuera a desteñirse con los restos de cerveza. Los sacudió en el aire y los hizo desaparecer.
—Hombre, tanto como no saber nada...
—No te hagas de rogar o te hago pagar las cervezas y te lo descuento de la próxima ronda.
Jarré apretó los labios con gesto compungido. La insuperable dureza de la vida, parecía decir con resignación.
—Algo raro sí he visto.
—Pues ya puedes soltarlo.
—Se han visto por aquí muchos negocios nuevos. Gente que afloja cantidades que uno no alcanza a ver todos los días.
—¿A cambio de qué?
Jarré sonrió con aire taimado.
—De lo mismo que usted, jefe. Información.
—Cuéntame eso.
—Hay gente que anda preguntando por los movimientos de otra gente. Preguntan por cualquier cosa. Por toda la gente nueva que se ha visto. No andan buscando un rubio como usted, sino rubios, morenos y pelirrojos. Es como si de pronto hubiera mil guripas más en el barrio.
Espías, pensó Délou. Delante de nuestras narices.
—Pues te estarás forrando.
—No se crea, jefe. Son más agarrados que usted. Sobre todo algunos. Hay un español que anda preguntando dónde encontrar a los rusos blancos esos, y otro que le pisa los talones, un guripa.
—Eso es una tontería, todo el mundo sabe dónde encontrar a los rusos blancos.
—No. Este busca a los que pagan. Dice que no quiere saber nada de muertos de hambre.
—¿Y aun así es agarrado?
Jarré puso una cara compungida.
—Son los peores —aseveró.
—¿Cómo sabes que el otro es policía?
El soplón pareció ofendido. Abrió las manos como un eccehomo e inclinó la cabeza hacia un lado mientras decía:
—Hombre, jefe...
De improviso, Jarré se puso tenso. Acostumbrado por años de trato a interpretar cada uno de sus gestos, Délou apretó al instante la tenaza:
—O me cuentas qué acabas de ver o te mando a la sombra una semana y te confisco todos los ingresos —amenazó.
—Es uno de los preguntones —dijo en voz muy baja el soplón.
Délou no se dio la vuelta.
—¿De los españoles?
—No.
—Descríbemelo.
—Grandote, medio calvo, con un abrigo negro y un mostacho de señor.
—¿Qué está tomando?
—La puerta en este momento, jefe.
Délou lanzó una maldición y se levantó. Por la puerta de la taberna salía, en efecto, un hombre alto y recio con un sombrero y un abrigo negros.
Délou salió detrás. El hombre caminaba con determinación, como quien sabe a dónde va. Los brazos le colgaban a lo largo del cuerpo y los movía al andar con aire rítmico. Dobló la primera esquina, la de una minúscula bocacalle, y Délou apretó el paso para no perderlo.
Cuando dobló a su vez la esquina, un instinto de años le hizo llevar la mano a la cintura, pero demasiado tarde. Una mano de hierro se había apoderado de su muñeca y la golpeaba contra la pared. Délou lanzó una exclamación de dolor.
—¿Dónde cree que va, inspector?
El hombre alto estaba pegado a su cara, casi le acariciaba con el mostacho negro. Pero a Délou le atemorizó más que supiera quién era.
La presa en la muñeca se aflojó sin soltar y Délou vio que el hombre se llevaba la mano libre a la chaqueta y sacaba muy rápido una tarjeta blanca. Se la puso delante de los ojos, y el humillado policía vio el escudo del Deuxième Bureau. Sólo entonces abrió la boca:
—Estoy investigando un caso —dijo con la garganta reseca.
—Eso nos pasa a todos —replicó el hombre alto.
—A lo mejor es el mismo.
—A lo mejor.
Délou no daba crédito a lo que oía. Se sintió obligado a protestar, aunque sólo fuera a título simbólico:
—Entonces, no debería interferir en él.
El hombre alto no rió, no se quejó, no movió las pupilas ni las pestañas. Retrocedió un paso para decir:
—No interfiero, inspector. Hago mi parte. A mí no me interesa su asesinato. Sólo era un agente alemán.
Délou se preguntó si se atrevía, dudó y se atrevió:
—¿Han sido ustedes?
El hombre enarcó las cejas.
—Claro que no.
—Pero puede haber sido uno de los otros. De los de los otros países. ¿No?
El del mostacho negó con la cabeza vehementemente.
—No. Eso es lo que he venido a decirle. Dejen ya de buscar por ese lado. Quienquiera que haya sido no está en la inteligencia militar de ningún bando.
Délou quiso hacer más preguntas, pero el del mostacho ya se había dado la vuelta en seco para marcharse. El policía se quedó un momento observándolo alejarse entre las sombras; después se masajeó la muñeca torciendo el gesto y pensó en lo que acababa de vivir.
Qué tiempos tan extraños les habían tocado.
La chimenea ardía con laxitud. Llevaba muchas horas encendida y estaba en esa etapa de las hogueras en que consumen con suavidad cuanto combustible se les suministra, sin súbitos ardores, sin llamar la atención.
—Mantienen ustedes posturas exageradas, caballeros.
Clemenceau se movió en su sillón una vez más mientras Lloyd George y Orlando se fijaban sin poder evitarlo en los movimientos de los guantes blancos que cubrían sus manos. Wilson ponía nervioso al anciano, tanto por sus opiniones como por su manera de expresarlas.
—Mantienen posiciones extremadas respecto al peligro del rearme alemán y respecto al peligro bolchevique. Y, sobre todo, pierden de vista las razones que obligan a mantener una política inteligente. No hay ningún motivo para exagerar acerca de los bolcheviques. Desde luego, su campaña de asesinatos y confiscaciones y su total desprecio de la Ley merecen la mayor condena, pero algunas de sus doctrinas son fruto de las presiones capitalistas, que han omitido los derechos de los trabajadores en todas partes. Como en tantas otras cosas, depende de nosotros privar de sustrato a esas doctrinas.
El primer ministro inglés miró la hoguera y miró a Clemenceau. Se apresuró a evitar que la una y el otro se convirtieran en la misma cosa:
—Mi opinión coincide en gran medida con la suya, señor presidente —dijo con suavidad—. Pero es necesario tener en cuenta cuestiones importantes que tienen que ver con la proximidad geográfica y las circunstancias. —Alzó la vista un segundo. Clemenceau entrecerraba los ojos para escucharle—. Nosotros convivimos con una frontera que supone una constante amenaza y tenemos ejércitos en armas, todavía pendientes de desmovilizar, en los que algunas de las ideas que han prosperado en Rusia podrían prender con cierta facilidad.
—Razón de más para invitarlos a la conferencia y apagar ese incendio en su raíz.
El político francés parpadeó y se inclinó hacia delante en el asiento.
—Coincido casi por completo con la opinión de mi colega del otro lado del canal —afirmó—. Somos nosotros los que tenemos una frontera amenazadora y una población que, durante muchas décadas, seguirá siendo numéricamente inferior a la alemana. Pero, volviendo a la cuestión rusa...
—A la participación rusa —subrayó Orlando.
—A la participación rusa, gracias —cortó Clemenceau—. Ya somos suficientes en esta sala. Otro huésped...
—Podríamos invitarlos al plenario —interrumpió Wilson—. No hay ningún motivo para ampliar el consejo de los cuatro.
—Me alegro de que al menos coincidamos en esto —se apresuró a decir Clemenceau—. Aun así, el motivo de fondo sigue siendo el mismo: no compartimos valores ni objetivos con esos señores.
—Me sorprende que eso lo diga el líder de la izquierda parlamentaria. ..
—Pues no debería sorprenderle. Nosotros...
El inglés alzó un dedo, que interrumpió al instante el discurso del anciano. Vio cómo sus ojos brillaban.
—¿Y si adoptamos una postura intermedia?
—¿Le importaría explicarse?
—Preparemos una reunión en terreno neutral. Enviemos algún representante. De este modo, podríamos anticipar cuáles serían las posturas de Rusia en caso de ser invitada.
—Es una idea...
Unos nudillos discretos tocaron la puerta de la sala y, no sin irritación, el francés volvió a interrumpir su discurso. Los cuatro gobernantes se volvieron hacia la puerta ornada con dorados, por cuya abertura se asomaba el joven congresista Payne:
—Les ruego me disculpen la intromisión, caballeros. —Se volvió hacia Wilson—: Señor presidente, el coronel House le ruega que le conceda unos minutos.
Wilson alzó la mandíbula para echar un vistazo a sus colegas a través de las gafas. Apoyó las manos en los brazales del sillón y se incorporó.
—Con su permiso, señores.
No alcanzó a escuchar la exclamación obscena que resonó en la sala una vez que la hubo abandonado.
Jarkov miró con disgusto las mangas raídas de su chaqueta. Todos los trajes se desgastaban por el mismo sitio, por los puños oscuros que se volvían pálidos en la parte interior, antes de comenzar a deshilacharse.
El estremecimiento que le produjo darse cuenta de lo que estaba pensando fue tal que lo detuvo en medio de la calle. ¿Desde cuándo le importaban a él los puños de los trajes? Miró a su alrededor como si lo observasen, sin ser consciente de que nadie lo mira a uno por muy culpable que se sienta, y reanudó el paso.
Tatiana —la princesa ya era Tatiana, y Jarkov se decía que avanzaba en su trabajo, y también se decía que avanzaba pero no en su trabajo— ya no le llamaba señor Tretkin, ni siquiera le llamaba Vladimir: ahora Vladimir era Volodia y ella era Tatiana, y el muy diminutivo Volodia se sorprendía de cómo era capaz de sacar partido a un vestuario obviamente limitado, y estar siempre hermosa y distinguida.
Jarkov llegó a la casa de sus camaradas y casi no la reconoció. Subió las escaleras en un estado de semiensoñación, perdido en pensamientos indefinibles. Llamó a la puerta con los nudillos, marcando la secuencia acordada —nunca llevaba llave, «una llave es de un sido concreto y arrastra la pregunta “de dónde es esta llave” cuando te están interrogando»— y esperó, vigilante, con el rostro vuelto hacia la escalera.
—Pasa, camarada.
Sus hombres en París lo estaban esperando, nerviosos y serios. Le llamó la atención su seriedad. Le pareció que la mujer lo miraba de arriba abajo, que reconvenía su apariencia burguesa.
—He conseguido averiguar más cosas —dijo mientras se quitaba la chaqueta.
Los otros intercambiaron una mirada. No parecían interesados en lo que tuviera que decirles. Jarkov se puso en guardia:
—¿Qué pasa? —preguntó.
El mayor de los otros respondió:
—Ha llegado un mensaje de Moscú.
Jarkov sintió una especie de estupor en la nuca. Movió inconscientemente la cabeza para liberarse de él.
—¿Y bien?
—Las potencias han remitido una invitación al Gobierno soviético para mantener una reunión secreta en la Isla de los Príncipes. Moscú pregunta por qué no nos habíamos enterado.
El estupor dio paso a un fuego que amenazaba con quemarle la nuca. Aún no había terminado de pronunciar la respuesta cuando se dio cuenta de que era estúpida:
—Tienen que comprender que no es tarea fácil acceder a...
Se interrumpió. Sus tres camaradas le miraban con una expresión imposible de malinterpretar. No queremos excusas, camarada, decía esa expresión. Sabemos qué no es tarea fácil. Por si había quedado alguna duda, el más alto habló:
—Moscú quiere saber qué información has obtenido de tu relación con los contrarrevolucionarios. Nos pregunta si no era mejor el plan inicialmente considerado de acceder al personal funcionario que trabaja en la secretaría de la conferencia.
Jarkov no preguntó cómo sabía Moscú que él frecuentaba a los contrarrevolucionarios. Las instrucciones establecían que sólo él sabía lo que hacían todos, así que ellos no tenían por qué saber lo que hacía él. Por consiguiente, habían recibido órdenes de averiguarlo.
—La información que Moscú nos ha dado puede abrir muchas puertas aquí —divagó.
—El mensaje que hemos recibido no era muy amable —contestó la mujer.
—¿Puedes enseñármelo?
—Ya ha sido destruido, camarada, conforme a las normas —dijo el segundo de ellos con cierta sorpresa.
Jarkov titubeó. Estaba cometiendo errores groseros en su relación con sus camaradas. No debían notar que las circunstancias lo habían desbordado. Que el río lo llevaba sin control.
—Estoy a punto de conseguir una información importante —afirmó, y volvió a maldecir su torpeza por precipitarse catarata abajo.
Los revolucionarios franceses se miraron. Ninguno parecía querer hablar. Por fin, el más alto de ellos lo hizo:
—Confiamos en ti, camarada.
Jarkov pensó que nunca, ni siquiera en sus propias conversaciones con los emigrados, había oído una frase tan falsa.
Los pasos de Jeff sobre las baldosas ajedrezadas engrosaban un rumor de hormiguero. Un hormiguero blanco, con ese blanco de antesala del cielo que da a los hospitales su doble condición de remanso de paz y hábitat del miedo.
Los pasillos están llenos de camas, llenas de un sufrimiento amortiguado que transmite al neófito la impresión de tormenta recién terminada. Ya no se oyen los gritos que sin duda se oyeron cuando los transportes de heridos llegaban, todos los ocupantes de los lechos son ya convalecientes o moribundos, gentes cuyas carnes están empezando a dejar de sufrir, o ya no sufren.
Por eso los únicos lamentos que se oyen son como gemidos de niño, en su mayoría inconscientes, y en los ojos de los que aguardan la curación ya ha renacido la curiosidad, y miran con interés al hombre alto de traje oscuro que pasa entre ellos con evidente asombro, con la expresión de quien sabe lo que espera, pero es incapaz de imaginarlo.
Una larga costumbre de estar muy ocupados hace que ningún miembro del personal, ni enfermeras ni médicos ni soldados dedicados a tareas auxiliares —Jeff no tarda en darse cuenta de que muchos de ellos son heridos leves o, tal vez, otros graves ya casi curados—, se vuelva a su paso ni le pregunte qué busca. De ese modo recorre las salas, en las que reina un quedo rumor de voces apagadas, hasta llegar a uno de los grandes pasillos que sirven de arterias al edificio.
Monique Brizac está bajo la bóveda central, en el punto en que se cruzan los corredores eje. Está fijándose en unas hojas que va pasando a tiempos regulares, lleva el pelo recogido bajo una cofia blanca y viste un uniforme de enfermera que deja al descubierto sus tobillos, uno de esos vestidos que la necesidad ha impuesto —en los peores momentos de la guerra, a las enfermeras les era imposible moverse lo bastante deprisa con las faldas largas, que los hombres pisaban al correr y que, además, arrastraban el polvo y los gérmenes de sala en sala— y que ahora empiezan a convertirse en moda, en un mundo ansioso de novedad y disfrute.
Jeff contempla el rostro maduro de la mujer, que el pelo recogido aún resalta más. Lamenta interrumpirla, pero ha venido a hacerlo.
—Madame Brizac...
La enfermera levanta la vista, y en sus rasgos se plasma la sorpresa.
—¡Jeff! —exclama, en voz no muy alta—. Creí que no hablaba en serio cuando dijo que quería visitar el hospital.
—Pues ya ve que se equivocaba.
Sus ojos la recorren sin querer. Y ella es demasiado experimentada para no darse cuenta:
—¿Le gusta mi uniforme? Paso mucho más tiempo con él que con el vestido que me vio la otra noche.
—Le aseguro que ambos le sientan espléndidamente.
—Le agradezco que haya venido; no recibimos a menudo visitas de personas de tanta relevancia.
—No diga eso.
—¿Quiere que le enseñe el hospital?
Jeff asiente, y caminan juntos por el pasillo mientras ella le indica la distribución de las distintas alas. Él se fija en todos los detalles: en el reloj diminuto que cuelga de una cinta roja sobre su pecho, en los puños blancos de su camisa, en los rizos que escapan del pelo recogido detrás de las orejas.
—Esta es la peor parte —dice ella.
Están entrando a una sala grande de la que sale un coro de ruidos inarticulados y, por primera vez desde que ha llegado, Jeff deja de pensar en Monique y mira con espanto a aquellos hombres que emiten esos ruidos mientras sus cuerpos se estremecen con lo que parece una serie continua de convulsiones, de mayor o menor envergadura. Otros se retuercen suavemente, cubiertos de vendas por cuyos bordes asoman eccemas espantosos. Por entre las camas circulan enfermeras que aplican a los heridos lo que, a todas luces, no son remedios, sino alivios.
—¿Qué...?
—Gases —interrumpe Monique la pregunta.
Jeff no dice nada. Con los dientes apretados, recorre la sala en un silencio que a él mismo le parece religioso. Se detiene delante de algunas camas, no por curiosidad, sino porque percibe la necesidad de expresar de algún modo su respeto. Al pie de una de ellas, se le hiela la sangre cuando se da cuenta de que, por entre las vendas que apenas dejan un resquicio a la luz, unos ojos sufrientes le miran.
La sala tiene puertas a ambos extremos, y la abandonan por el contrario a aquel por donde entraron. Apenas han llegado a una distancia suficiente como para que los heridos no oigan su conversación, Jeff se para en seco. Está turbado, pero no sólo por lo que acaba de ver.
—Monique, ¿sabe usted que, desde que llegamos, las autoridades francesas han intentado que el presidente visitara los campos de batalla y él no ha querido?
El rostro de la enfermera se endurece. Un brote de indignación se expresa en un instante de rubor y desaparece tal como ha llegado. Con la voz contenida, dice:
—¿Eso cree usted, Jeff? ¿Cree que le he enseñado lo que le he enseñado para que influya sobre sus superiores? ¿Tengo que recordarle que yo no le he pedido que viniera?
Jeff levanta las manos:
—No me malinterprete, Monique. El otro día, en la cena, usted pedía una solución inteligente, lejos de las venganzas y los castigos, lo mismo que propugna el señor Wilson. ¿No se da cuenta de que cualquier persona que haya visto esto se sentirá imbuida del deseo de venganza y de castigo? ¿De que el castigo es lo único aceptable?
Los ojos de Monique brillan cuando responde:
—Sigo pensando lo mismo que dije la otra noche, Jeff. Pero lo pienso desde el conocimiento, no desde la ignorancia. Quiero que esto no se repita, pero no quiero que esto se olvide. Porque, si se olvida, las futuras decisiones tampoco serán inteligentes.
El congresista americano guarda silencio. Le asombra la conciencia que tiene esa mujer del filo sutil por el que se mueven. Le asombra y le avergüenza. Tiene la sensación de que no todos los que le rodean, en el trabajo diario de la paz, se encuentran tan próximos a la vida.
—Las cosas no van bien —dice, casi sin tener completa conciencia de que lo está diciendo—. Tenemos problemas, aquí y en casa.
La enfermera entrecierra los ojos.
—¿Necesita alguna clase de ayuda por mi parte, Jeff?
—Creo que sí.
—Diga qué le hace falta.
—Buenos oficios. —El levanta la vista hacia las bóvedas del hospital—. A veces no es fácil ablandar a su gran líder.
—No me puede pedir que yo lo intente —replica ella, parpadeando.
—No pretendo tal cosa. Pero la falta de confianza es terrible. Tenemos la sensación de que no nos creen.
Monique arruga el entrecejo. ¿Existe el espécimen que está viendo? ¿Existe el ser humano que vive convencido de la sinceridad de sus superiores? ¿De que la verdad viaja en su equipaje? Cuando contesta, su voz es muy suave:
—A lo mejor tienen que ser más convincentes, Jeff.
El congresista transmite en su rostro una inmensa decepción.
—Le ruego me disculpe —dice—. Tal vez me he equivocado al venir a verla.
Da una cabezada, gira sobre sí mismo. Monique Brizac lo ve recorrer los pasillos por los que llegó, perderse entre las sombras del edificio enorme. Se dice que ha logrado sorprenderla, pero no del todo. Pasados esos años de destrucción, ya nada es capaz de sorprenderla del todo. Ni siquiera la estampa de un creyente en un mundo asolado por el descreimiento.
La copa de coñac no es la misma, pero lo parece, piensa Gabriel. En cambio, el hombre que la sujeta es el mismo, pero no lo parece. Ha enflaquecido aún más desde la última vez que se vieron y su rostro está más marcado de arrugas, como si toda la piel sobrante fuera colgándose de los pocos soportes que le quedan. Sus ojos todavía son más sombríos y Gabriel cree distinguir en ellos una dureza pétrea que jamás les había conocido.
Han convertido en un ritual ir al mismo café del primer día y pedir lo mismo e intercambiar los pequeños relatos de sus progresos que la discreción les permite. No hablan de sus vidas personales, y por eso Christoph von Klettemberg ignora que Gabriel Cortázar ha vivido una experiencia fugaz con una mujer a la que ha golpeado en las entrañas. En algún momento Gabriel piensa en decírselo, pero se da cuenta de que el austríaco recibiría el relato con un cabeceo ausente.
—¿Cómo van las cosas?
Ya no saben quién ha formulado la pregunta recurrente, como casi no saben quién la contesta. El destino de los perdedores a la ruleta se asemeja más que el de los ganadores.
—Van como es previsible. Nadie quiere escuchar a quien no tiene dinero para pagar.
Los dos beben. Christoph le señala con un gesto de la copa:
—A ti te irá mejor, ¿no?
Gabriel ríe entre dientes.
—Nadie quiere escuchar a quien ha estado mirando el espectáculo.
Christoph mece lentamente la cabeza, como si sopesara los argumentos.
—Es verdad que mientras nosotros nos matábamos vosotros hacíais negocio.
—Y es verdad que vosotros tuvisteis la culpa de esta carnicería —contesta secamente Cortázar—. No juegues con los argumentos, Christoph. No vas a conseguir que te tomen en serio si haces esto.
El austríaco bebe en silencio. Luego dice:
—Perdóname. La falta de costumbre de que me den con todas las puertas en las narices me vuelve maleducado.
Vuelve a beber. Cortázar ya se ha dado cuenta de que vacía la copa muy deprisa. Eso también tiene que ver con sus ojeras y sus arrugas.
—¿Noticias de casa? —pregunta.
—Bueno, nos hemos convertido en un país muy viajero —dice el oficial de ulanos—. Los altos cargos de la administración ya no tienen pasaporte, porque nacieron en Hungría, Galitzia o Eslovaquia, así que hacen las maletas y se van a sus países de origen. Los soldados regresan a Viena para desmovilizarse y, una vez allí, tampoco saben de dónde son. Así que dan vueltas por los barrios, hasta que un día se suben a un tren y desaparecen. No sabemos ni quiénes ni cuántos somos. —Hace una pausa, baja la vista y Gabriel comprende que va a decir algo que le afecta. Algo que de verdad responde a la pregunta que él le hacía al hablar de su casa—: Mi familia ha enviado a Suiza a mi hermana pequeña. Para evitar la desnutrición.
Gabriel sabe que existen programas de la Cruz Roja y el Gobierno americano que están facilitando esos traslados de niños. Pero no suponía que la familia Klettemberg fuera a necesitarlos. Christoph interpreta su silencio:
—Aristocracia terrateniente, amigo mío. El producto de los siglos. Ahora las tierras están fuera de las fronteras de lo que podemos llamar mi país. Así que no tenemos más que nuestras deudas, la casa familiar que ya no podemos mantener y que no podemos vender porque nadie puede comprarla, y la vieja red de contactos que hace que me envíen a mí a esta tarea en vez de a alguien que pudiera ser más leal al nuevo Gobierno. ¿Sabías que los ingleses ofrecen bailes en el Majestic todos los sábados?
Cortázar asiente:
—He comprado a precio de oro una entrada para el próximo.
—Pues yo soy perfecto para acudir a ellos. Todo el mundo habla conmigo, las mujeres bailan... Luego se enteran de dónde vengo y se imaginan a qué vengo, y entonces me encuentro charlando con los camareros. Por cierto que tienen una conversación impresionante. Son soldados ingleses, en su mayoría, porque los británicos no se fían de nadie en su propio hotel. Como no coincidimos en el frente oriental, me miran con cierta camaradería.
—No te quejes. A mí me hacen bastante poco caso.
Por primera vez, en los ojos de Klettemberg aparece una expresión divertida.
—Querido, el siglo XX no se ha hecho para nosotros. ¿Qué te parece si regresamos al XVI?
—Ni hablar —responde enseguida Cortázar—. Con la suerte que tengo, seguro que me embarcan en la Invencible.