VIII

 

E

l 4 de febrero, la República Socialista Federativa Soviética de Rusia hizo pública la noticia de que había sido invitada por las potencias a mantener una reunión secreta. La declaración vino acompañada de un rechazo altivo y humillante, al que por los canales diplomáticos habituales se sumó una oferta de negociación territorial que dejó perplejos a los autores de la invitación.

No era lo único que no habían calculado. La ruptura del secreto diplomático, al que los autores de la invitación estaban acostumbrados desde hacía más de treinta años, llevó a la opinión pública la demostración de una doble moral por parte aliada que se tradujo en ardientes reproches hacia los vencedores de la contienda.

Los exiliados rusos se manifestaron por las calles de París. Se sentían traicionados por quienes habían considerado sus aliados naturales, se sentían inseguros en la que habían creído su tierra de asilo, se sentían perdidos.

El comisario Retier no se sentía mucho mejor. Delante de él, el prefecto recorría el despacho a zancadas, alterado e hirsuto, mientras desfogaba su frustración por el conocido procedimiento de abroncar a un subordinado. El propio Retier lo había practicado muchas veces. Sabía cómo se hacía, incluso sabía lo inútil que era. Era lo único que le ayudaba a soportarlo cuando estaba en el lado cerrado de la mesa.

—¡No tiene usted ni idea de política, Retier! ¡Desconoce los principios más elementales de la diplomacia!

Retier se abstuvo de contestar que el prefecto no era más que un funcionario como él y que tampoco le pagaban por entender de política.

—¡Cómo se le ocurre ordenar una redada en la comunidad de exiliados! ¡Tenía que haberme consultado antes!

Retier se abstuvo de contestar que, en tal caso, el prefecto le habría animado a hacerla, que le habría insistido en la necesidad de obtener resultados, porque desconocía por completo las intenciones de la República Soviética.

—¡Al menos, habrá encontrado algo!

Retier se abstuvo de contestar que no.

—¿Va a quedarse mirándome pasmado toda la tarde?

El comisario admitió que, por fin, había llegado su turno. Traía muy preparado lo que pensaba decir:

—Exijo hablar de forma continuada con un representante del Deuxième Bureau. No puedo dirigir una investigación mientras se me oculta información crucial y se acosa en plena calle a mis agentes.

—Ya le he dicho en otra ocasión que el Deuxième Bureau queda fuera de sus atribuciones.

—Entonces, le ruego que nombre a otro oficial responsable del caso.

Retier disfrutó con perversidad de la expresión perpleja del prefecto.

—¿Cómo ha dicho?

—No voy a dirigir una investigación con implicaciones de alta política si no se me hace partícipe de esas implicaciones. Ahora mismo, en esa redada, podría haber encontrado cosas cuyo significado no puedo interpretar. Así no hay manera de trabajar.

El comisario no pudo evitar un ramalazo de incredulidad al ver la reacción del prefecto: se había puesto rojo. No podía valorar si de vergüenza o de indignación, pero supuso que no tardaría en averiguarlo.

El prefecto se puso de pie y Retier lo imitó con la certeza de que el farol había salido mal e iba a ser suspendido de funciones. Pero el hombre se limitó a dar vueltas por el despacho, con las manos a la espalda.

—¿Qué ha descubierto en la redada? —preguntó al fin.

Retier tragó saliva.

—Nada relevante. Muchos de ellos hacen negocios de supervivencia, otros trafican con personajes oscuros en beneficio de ese Gobierno fantasmagórico que tienen en Arjángelsk y todos esperan que la conferencia de paz los devuelva a sus palacios. Pero ninguno de los interrogados sabía una palabra de nuestro hombre... u hombres.

El prefecto seguía caminando. Se detuvo delante de la ventana.

—Seguirá usted adelante con la investigación —dijo, con el rostro velado por la luz.

Había una nueva autoridad en su voz, y Retier no sólo comprendió enseguida que había llegado el momento de ceder, sino también que ese era el final de su entrevista.

—Como usted ordene —asintió, incorporándose.

Se encaminó hacia la salida, pero la voz del prefecto volvió a detenerle cuando ya tenía la mano en el pomo de la puerta.

—Respecto a su petición, siento mucho lo que voy a decirle, pero nadie tiene atribuciones sobre el Deuxième Bureau. Informa directamente al primer ministro.

La mano de Retier apretó el pomo de latón sobredorado. Al prefecto tenía que haberle costado hacer en voz alta semejante confesión. Tragó saliva antes de contestar:

—Gracias, señor.

—La guerra ha terminado, pero todavía estamos en guerra. —En realidad, el hombre parecía estar hablando consigo mismo—. Y la guerra destruye las leyes y el orden y la vida. Ellos sólo obedecen a las leyes de guerra.

 

El origen de todas las cosas suele ser el azar.

Tenía las partituras desparramadas sobre la mesa y trataba en vano de estudiarlas. El bosque de tresillos y semifusas, por lo general tan claro, estaba hoy embrollado como si las notas se hubieran desprendido de sus alambres en el pentagrama para caer en un saco ruidoso y lleno de mezcolanzas. El origen de las cosas suele ser el azar, y luego evolucionan por caminos por los que creemos estar conduciéndolas.

Marina apoyó el codo en la mesa y dejó caer la frente sobre la muñeca. Movió suavemente la cabeza, como negándose algo a sí misma, y volvió a mirar las notas. Desistió, chasqueando la lengua.

No podía concentrarse en las partituras. Y sabía por qué. El sonido de la música había sido sustituido por el ruido de la atracción.

Conocía ese ruido. Lo había oído al menos otras tres veces en su vida, la última de ellas hacía cuatro años, en el casino de Madrid.

Ahora volvía a oírlo. Un sonido en su interior como la voz de un ser vivo hablándole, llenándola de ecos. Unos ecos se imponían a otros sonidos.

Miró las partituras. Hacía meses que las notas de Jaime perdían fuerza, convertidas en un lánguido da capo tocado por un intérprete atacado de abulia.

El sonido que ahora escuchaba era, en cambio, como una melodía juguetona, una variación musical flamígera, viva. La melodía que había que entonar y bailar.

Lamentó no tener un piano en ese momento. Habría podido deslizar los dedos por el teclado, darle forma a la melodía. Que no obstante sonaba, independiente, firme.

Sus pensamientos siguieron su rumbo, su melodía ascendente, cerró los ojos durante unos segundos y los dejó alcanzar un crescendo. Un crescendo poblado de imágenes prohibidas y alucinaciones.

Pero Marina Galván sabía que, al abrir los ojos, las alucinaciones desaparecen. Se esfuman tanto más cuanto mayor tiempo se mantienen abiertos.

La música dio paso al sentido práctico. Un encuentro casual. Un baile. Un nombre. Pero ningún sitio donde buscar. Ningún hotel en el que encontrar a un compatriota desconocido que podía estar o no en los aledaños de ese magma volcánico que removía París en esos días, un español que podía haber pasado por el Majestic durante una noche de diversión en el curso de un viaje, o vivir en París o estar dispuesto a pasar una larga temporada allí.

Apoyó la mano en el teléfono interior y estuvo a punto de llamar a recepción y preguntar si allí se alojaba alguien con ese nombre, como un disparo al viento. Luego pensó en lo absurdo que eso podía resultar y se dijo que había hecho ya muchas cosas absurdas en su vida y que no pensaba añadir otra más. Una de las cosas más sorprendentes del paso del tiempo es que ya no se hacen cosas que antes se hicieron con naturalidad. No se repite lo repetible, sino lo repetido.

Volvió a sus partituras, aunque sabía que la música estaba en otro espacio.

Justo detrás de sus ojos cerrados.

 

El reservado del restaurante era angosto y feo como la camareta de un oficial naval, en absoluta desproporción al precio que Cortázar estaba pagando por él, y la catadura de su interlocutor tampoco permitía, a la altura ya del café y el postre, esperar nada bueno de la inversión.

—No hay margen. —El hombre cuarentón, de rostro curtido, manos curtidas, piel curtida en todos los sentidos imaginables, agitó con violencia el largo fósforo de madera para extinguirlo—. Yo les comprendo a ustedes, pero ustedes no nos comprenden a nosotros.

Cortázar contempló sin responder la profunda calada que dio al puro y esperó entrecerrando los ojos la nube de humo que le seguiría. Era de esos hombres que le echan a uno el humo a la cara, no por ofender, sino por inercia, por el puro sentido de la superioridad que acompaña los tratos entre desiguales.

—Ustedes tienen dificultades. Cómo no: llevan cuatro años vendiendo muy caro un producto que ni siquiera tenía que ser bueno. Muchos de sus compatriotas han hecho con eso fortunas considerables. —Levantó ambas manos con las palmas abiertas, como un cura que fuera a consagrar—. Es comprensible. Yo también lo hubiera hecho. El curso de la guerra era el que era, todavía podía durar. Pero no previeron la descompensación que iban a traer consigo los Estados Unidos.

Todo el mundo le daba lecciones. Cortázar empezaba a desesperar ante su situación de hombre atado a un saco de lecciones. Se sentaba a una mesa y enseguida la mesa se convertía en un pupitre.

—Y ni siquiera me estoy refiriendo al aspecto militar del asunto —proseguía su más reciente maestro, un negociante de breve carrera, enriquecido con el sufrimiento ajeno, que se movía en la angosta camareta del restaurante barato como si estuviera en un reservado del Ritz—. Me refiero al aspecto económico. Los americanos han traído muchos más cerdos que soldados, muchas más vacas que cañones. ¿Quién va a comprarles cerdos a ustedes? Los precios del mercado se han hundido.

Cortázar se entregó mentalmente a divagaciones en torno a los cerdos. Se sintió obligado a defender su postura:

—Todo eso es verdad. Pero también lo es que le estoy ofreciendo unas condiciones...

—El margen, amigo mío, el margen —le interrumpió—. La esencia del negocio es el margen. —Señaló con el índice su propio pecho—. Lo que yo me llevo. El negocio que usted me ofrece lo reduce. Ese compatriota suyo tan elegante que anda por ahí gastando el poco dinero que le queda me está ofreciendo más y, aun así, no lo quiero...

Alcoriza. Cortázar se dio cuenta de que Alcoriza estaba apareciendo en sus propias cuentas muchas más veces de lo debido.

Durante unos segundos —pocos—, su mente derivó hacia Marina Galván y luego se dijo con cierta irritación que ese pensamiento también estaba relacionado con Alcoriza.

Entretanto, el hombre del puro había seguido hablando y él se había perdido sus últimas palabras.

—Pero yo le ofrezco garantías que otros no pueden ofrecerle. Mi Gobierno...

—Los Gobiernos son quisquillosos. Muy buenas condiciones, sí, garantías, sí, pero burocracias, papeles y lentitud.

Cortázar pensó que era el momento de lanzar un triunfo sobre la mesa:

—Estoy autorizado a hacer las transacciones directamente. Sin papeles, sin testigos, sin intermediarios.

—Ya. —El hombre no parecía en absoluto convencido—. Le creo, no piense que no le creo. Pero no es verdad. Usted puede aceptar mi dinero, transferirlo a su Gobierno. Eso es fácil, es bonito. Pero luego son sus burócratas los que van a reunir la mercancía, meterla en un tren, tramitar los permisos de salida. Dos semanas como mínimo. Al ritmo que va el mundo, dentro de dos semanas puede haber un acuerdo entre las potencias que nos lo estropee todo. No. Las condiciones de los demás siguen siendo mejores que las suyas.

Se inclinó sobre la mesa, Cortázar supuso que para impartirle otra lección magistral y se armó de paciencia:

—El problema siempre va a ser el mismo, señor Cortázar. Usted ha venido hasta aquí porque su Gobierno, que ha vivido muy bien durante unos años de bonanza, ahora tiene miedo de que se le desplomen los tenderetes y la gente se le eche a la calle pidiendo pan. Yo lo entiendo. Su paisano el pudiente busca nuevos clientes porque pensó que la gallina de los huevos de oro no se moriría nunca, y la han fusilado en un armisticio. —De pronto se echó a reír, encantado con su propio juego de palabras—. Pero yo quiero lo que tenían ustedes hasta hace dos días: dinero. Y los americanos me lo dan a ganar con mucho más margen que el que dejan ustedes. El problema siempre es el margen. ¿Comprende?

 

Mientras esperaba el tren de Zürich, Jarkov pasó revista a sus propios actos en los pocos días que llevaba en París. Le parecieron al mismo tiempo un prodigio de velocidad y de estupidez. Le asombró la manera en que en tan poco tiempo había podido ganarse la confianza de la princesa y sus amigos y había conseguido perder la suya propia. Se dijo que eran tiempos de velocidad, que mucho más había construido la República Socialista Federativa Soviética en apenas un año. Que, sólo en ese sentido, él estaba a la altura de quienes lo habían enviado allí.

Los mismos que ahora reclamaban su regreso. Al volver a la casa por la noche, después de la redada, había encontrado reunida a la célula. Han llegado más órdenes de Moscú, le habían dicho, sombríos. Tienes que regresar inmediatamente.

En sus caras no había visto tristeza ni preocupación, sino desengaño. Le hubiera gustado decirse a sí mismo que era desengaño por los resultados, pero sabía que era con él con quien se encontraban decepcionados. Su primer contacto directo con los responsables del partido en Moscú había terminado en ese fraude que era él, Jarkov, el hombre de hierro, el hombre en que los camaradas habían puesto su fe.

Levantó la vista hacia el cielo nublado de París. Luego la bajó a las vías del tren, que estaba a punto de entrar en la estación. La fijó en el disco brillante de la cabecera de la locomotora, que se acercaba con ritmo invariable, entre esporádicos chillidos de frenos. Empezaba a llover, y durante unos segundos larguísimos, mientras las primeras gotitas caían sobre su cara, vio acercarse el tren como si avanzara derecho hacia él, como si se hubiera bajado a la vía y ya no estuviera en el andén, como si las columnas de vapor que de pronto salieron a ambos lados con estrépito de géiser le estuvieran gritando a él, avisándolo de un peligro inminente, de un vehículo negro que lo arrollaba mientras los viajeros prorrumpían histéricos en exclamaciones de sorpresa y espanto, y los ferroviarios corrían enloquecidos, y acudían las asistencias, y de todas maneras no había nada que hacer.

 

—Voy a marcharme, Jeff.

El presidente Wilson nunca hablaba en términos de discusión, sino de anuncio, y Jeff supo que estaba escuchando una decisión ya tomada. Con la que, en todo caso, no estaba de acuerdo. Guardó silencio y los ojillos inteligentes del mandatario le sonrieron.

—No le parece bien, ¿verdad?

—Ya que me lo pregunta, no, señor presidente.

—Lo suponía. Lo comparto, incluso. Pero en manos de Lodge el Congreso está obstaculizando nuestros pasos. Mi presencia se ha hecho necesaria.

Henry Cabot Lodge se había convertido en un dolor de cabeza, por emplear una expresión conforme a las elementales reglas de la urbanidad. Su termómetro político había medido que la temperatura de ebullición del programa de Wilson estaba en sus 14 puntos para la paz y había decidido oponerse a ellos como forma de quemar su candidatura a la reelección al año siguiente. Desde ese momento, la Sociedad de Naciones se había convertido en su bestia negra, y sobre esa bestia negra aspiraba tal vez a poner los cimientos de una tradición política. Y, desde luego, de una presidencia.

—Tampoco aquí las cosas están fáciles...

—No, no lo están —respondió el presidente. Jeff no pasó por alto la pausa que transcurrió—. Pero supongo que el coronel House podrá hacerse cargo de ellas.

A Jeff tampoco eso le parecía bien, pero se guardó de decirlo. Aquel hombre de aire ratonil seguía siendo el hombre de confianza del presidente; él no tenía nada en su contra, pero no lo consideraba adversario para los dos primeros ministros de Gran Bretaña y Francia. A su pesar, Jeff pensó que nadie lo era, que el propio Wilson tenía serias dificultades para controlar a los dos viejos tigres de la política. A veces era demasiado... profesoral, sincero, ¿idealista?

Se avergonzó de lo que estaba pensando.

—Estaré fuera poco más de un mes —estaba diciendo el presidente—. Y a la vuelta, supongo —se rascó, pensativo, una ceja—, tendrá lugar el verdadero nudo de este drama.

—¿Alemania?

—Alemania es el nombre que el drama tiene esta vez y quizá no sea la última vez que lo tenga, pero el drama tiene un nombre mayor, y es poder e interés. A mi vuelta nos vamos a enfrentar con el problema de decidir quién manda en el futuro. Yo tengo la obligación de que seamos nosotros, pero he hecho cuestión de honor de que los pequeños no queden triturados en el proceso. A veces mis colegas no entienden esto.

—Una amiga mía —tanteó Jeff— dice que tal vez no sepamos cuánto han sufrido ellos.

—¿Monique Brizac?

Jeff se estremeció involuntariamente mientras sufría un acceso de rubor. Wilson rió entre dientes.

—No, no estoy haciendo que le sigan, puede estar tranquilo. Es sólo que han llegado a mis oídos las gestiones que usted le pidió que hiciera. —Levantó una mano para interrumpirle, antes de que pudiera alegar alguna excusa—. No se defienda. Mi obligación es estar informado y lo estoy, eso es todo. Sus movimientos no afectan en nada mi confianza en usted. —Guardó silencio unos instantes—. Y sí, sí sé lo que han sufrido. Pero no voy a permitir que eso afecte a mi capacidad de juicio. Cuando llegamos aquí, en diciembre, Clemenceau me tenía preparada una gira por los frentes de guerra. Me negué a ir. El quería que viera la destrucción y la muerte, para que el mes que viene —subrayó las palabras—, cuando se discuta la cuestión de las reparaciones, yo esté más predispuesto a castigar a los responsables de lo que ya lo estoy. Y hubiera tenido éxito, porque soy tan humano como lo es él, tan influenciable como lo es él. Por eso no fui. Necesito tener la cabeza fría. Y me cuesta. Bastante me cuesta. —Hizo una nueva pausa y giró sobre sí mismo como si hubiera olvidado algún sitio al que tuviera que ir, antes de volverse hacia Jeff y decir, sonriente—: Ya me estoy perdiendo en peroratas. No me extraña que digan lo que dicen de mí.

Jeff se echó a reír.

—Espero que Cabot Lodge no esté diciendo lo mismo —contestó.

—Yo no lo espero —replicó Wilson con una carcajada—. Más bien, tengo la certeza de que me estará esperando en el puerto de Nueva York con una camisa de fuerza.

 

—Entonces, ¿es o no cierto que se está produciendo un ajuste de cuentas entre servicios de inteligencia?

El portavoz ministerial francés ignoró la pregunta de Gurrea. Sin mover una guía del bigote, concedió la palabra a un corresponsal sueco.

Mientras esperaban a que el intérprete del ministerio descifrara los pausados y guturales sonidos del nórdico, los periodistas iniciaron entre sus filas aquello que más podía temer un político en una conferencia de prensa: un rumor. El representante ministerial dejó de estar impávido y paseó la vista de un lado a otro de la sala.

—¿Es cierto o no? —se oyó gritar desde otro extremo.

No era fácil saber si se trataba de una acción concertada o simplemente de que los periodistas habían olido la sangre y se lanzaban en pos de la presa. Un tercer periodista interpeló, también sin pedir la palabra:

—¿Es esa la razón por la que el presidente de los Estados Unidos regresa a América?

Ese fue el instante en el que el portavoz ministerial cometió el error fatal, ese que todo ser humano comete una vez en su carrera. Airado, sin saber del todo si más por las continuas interrupciones que por la oprobiosa suposición de que la República Francesa no pudiera hacerse cargo de la seguridad de un huésped extranjero, respondió en tono altivo:

—Por supuesto que no. Las dos cosas no están relacionadas.

No hizo falta más. Un rumor que decía «entonces es cierto» recorrió la sala como una cucaracha asustada, haciendo saltar de sus asientos a los corresponsales. Unos se lanzaron a hacer más preguntas mientras otros corrían a los teléfonos pensando que, al fin, tenían una noticia jugosa que ofrecer a sus lectores. El portavoz recogió apresurado sus papeles mientras murmuraba que el encuentro se daba por concluido, y todo se sumió en la confusión.

Laura Sastre no se movió de su silla. Sabía de sobra que ella y Gurrea eran los causantes de todo aquel alboroto, y la supuesta revelación de que allí había un fondo de verdad no bastaba para impresionarla. Vio salir a todos sus compañeros, que esta vez, presa del entusiasmo por la noticia, no le prestaban la menor atención, y se quedó sola en la estancia durante unos minutos.

Hacía unas horas que le había llegado un telegrama del periódico: los gastos de su estancia eran demasiado elevados. Stop. O buscaba la forma de reducirlos o sería preciso renunciar a su presencia allí.

Renunciar a París. Había cometido el error de enseñarle a Gurrea el telegrama y el periodista había respondido sin un instante de titubeo que él podía costear una habitación común.

Dada su reciente alianza, Laura se había abstenido de decirle que antes que compartir la cama con él dormiría bajo los puentes del Sena y que prefería las manos de los vagabundos a sus manos babosas.

Estaba agotada. Se levantó y salió entre las sillas revueltas al vestíbulo del que también habían desaparecido ya todos sus colegas, en busca de una cabina de teléfono. Caminó por los largos pasillos invadida por esa soledad que sólo se siente en un país extranjero, cuando las cosas se tuercen.

Conocía muy bien la soledad. Era una compañera que la seguía como una sombra, de la que trataba de escapar entre el jolgorio de los compañeros de profesión, entre la tribu móvil de los plumillas. Pero hacía mucho tiempo que la había visto detrás de sus colegas, sombra de sombras, y de poco le había servido saber, en ese instante, que no la perseguía por ser mujer.

Era fácil confundirla con la muerte, por su condición de perseguidora, pero no tenía nada que ver con ella porque, precisamente, la soledad perseguía de por vida.

Metió las manos en los bolsillos de la gabardina y salió a la calle. La ciudad bullía de locos que rondaban la periferia de la conferencia, sin que fuera sencillo distinguirlos de los cuerdos. La semana anterior, un pinche vietnamita del Hotel Ritz que respondía al exótico nombre de Ho Chi Minh había abordado durante una comida a dos delegados para entregarles un documento en el que reclamaba la independencia de su país de Francia. Su nombre no saldría en los libros de historia, pensó Laura, como probablemente tampoco se publicaría mañana la noticia del ajuste de cuentas entre los servicios de inteligencia. La censura de guerra seguía vigente y los corresponsales ya habían visto en más de una ocasión cómo sus despachos telegráficos eran destruidos y sus comunicaciones telefónicas se cortaban.

Caminó por la calle siempre húmeda de lluvia o de niebla y recordó las aceras mojadas de la noche de la cena con Gabriel, su conversación tan esclarecedora como inútil, y sintió el dolor de estar preocupada por él, en esa hora de soledad, cuando los callejones se habían vuelto amenazantes para los hombres con una misión.

 

«Cualquier decisión al respecto debe ser tomada en París». La frase retumbaba en los oídos del ministro inglés mientras el coche recorría las embarradas carreteras francesas. Wilson estaba a punto de embarcar hacia América y eso significaba el aplazamiento de cualquier medida. Sacó el reloj de bolsillo y lo consultó con impaciencia.

—¿No puede ir más deprisa?

El chófer miró un segundo por el retrovisor, maldijo silenciosamente el reparto de papeles de la humanidad que hacía de los unos amos y de otros los criados y apretó el pedal. El Renault retembló como si cada una de sus piezas fuera a esparcirse por la carretera y el eje Dion-Bouton de la suspensión dio muestras de haber superado con creces sus capacidades. Tanto el chófer como el pasajero brincaron en el coche.

Al pasajero no le importaba nada, pero, tratando de encajarse entre el asiento y el volante, el chófer apretaba los dientes. Cada accidente del terreno —y la mal pavimentada y enfangada pista estaba llena de ellos— se trasladaba a sus manos, que se veían forzadas a hacer constantes correcciones en el rumbo para mantenerse dentro de las rodaduras. Pronto, el giro de las manos a derecha e izquierda empezó a adoptar las dimensiones de una locura.

En una de las curvas menos reforzadas, la tensión de la inercia superó el agarre de los finos cauchos de las ruedas. El coche derrapó y se salió de la carretera durante unos metros. Mientras el conductor luchaba por devolverlo al lugar correcto, una rama de árbol se cruzó en el camino del parabrisas.

Los frenos chirriaron mientras los cristales se rajaban, trazando caprichosos ríos en su superficie. El motor se paró.

Del asiento trasero llegó una maldición atronadora e indescifrable.

—¿Se encuentra bien, señor? —acertó a preguntar el chófer.

—¡Me encuentro muy bien, pero tenemos que llegar a París! ¡Vuelva a la carretera!

Nadie escuchó la silenciosa maldición del chófer, tan atronadora e indescifrable como la de un señor.

 

La reunión del Consejo Supremo tocaba a su fin cuando el ministro inglés la interrumpió. El presidente Wilson acababa de despedirse de sus interlocutores cuando aquel individuo de aspecto feroz, ropas en estado indescriptible y rostro polvoriento cerró la puerta a sus espaldas.

Wilson enarcó las cejas. Antes de que nadie pudiera provocar un estallido, el secretario del Foreign Office, que representaba en la reunión a Lloyd George, se puso en pie de un salto:

—Señor presidente —exclamó, y carraspeó—, ya conoce al Secretario de Guerra de nuestro Gobierno, mister Winston Churchill.

—Lamento profundamente la intromisión, señor presidente —dijo Churchill—. Pero es preciso que hablemos de la situación rusa.

—¿De la situación rusa? —repitió incrédulo Wilson.

—Sí, señor. Creo que es muy urgente acabar con la política titubeante que hemos venido manteniendo. Y ha de hacerse antes de que se vaya.

Wilson intercambió una mirada con los presentes. Estaba perplejo. ¿Quién se había creído que era aquel individuo? Recurrió por segunda vez a la estrategia de ganar tiempo mientras aclaraba su posición:

—¿Qué quiere decir, señor mío?

—Que no podemos seguir manteniendo una estrategia de intervención a medias. Nuestras tropas en Rusia están hartas de una lucha carente de expectativas. Debemos tomar una decisión.

Wilson echó la cabeza atrás para enfocar a su interlocutor con sus pequeñas gafas redondas. Repasó mentalmente el asunto al que se refería el ministro inglés. Los aliados habían enviado fuerzas expedicionarias en apoyo de los rebeldes blancos, pero la realidad era que no contaban con los medios necesarios para una labor que rebasara, desde el punto de vista militar, lo meramente testimonial. Él era uno de los responsables de esa política. Miró furioso a Churchill. Sus labios, por lo general apretados, parecían estarlo más que nunca.

—No le niego que las tropas destacadas en Rusia no estén consiguiendo gran cosa —concedió—, pero no se me ocurre qué más pueden hacer en medio de aquel desbarajuste.

—Las tropas no pueden hacer nada, señor presidente, somos nosotros los que hemos de hacerlo. —El joven ministro dio una palmada sobre una mesa próxima que sobresaltó a todos los presentes—. Somos nosotros los que debemos tomar la decisión política de intervenir. La que estamos retrasando desde hace semanas. La que nos arrepentiremos de no haber tomado.

Apenas había terminado de decirlo cuando comprendió que se había excedido. Había acusado a un gobernante en ejercicio de tener menos decisión política que él, que a su lado no era más que un subordinado. Era tarde. No le sorprendió que Wilson moviera la cabeza y dijera:

—No estamos de acuerdo, caballero.

—Señor presidente...

Wilson alzó una mano para detenerle.

—Esto no es una cuestión que pueda dilucidarse de pie mientras uno espera un tren, como es mi caso. Ni en una discusión entre subalternos. Lo discutiré con su primer ministro. —Se volvió a los presentes—. Buenos días, señores.

Salió, orgulloso, seguido de sus cercanos colaboradores, mientras uno de ellos se apresuraba a rescatar el sombrero de copa posado hacía rato en un velador. Apenas había cruzado el umbral cuando Churchill le oyó decir:

—Esto es inaudito.

Era innegable que la ciudad bullía de locos que rondaban la periferia de la conferencia, sin que fuera sencillo distinguirlos de los cuerdos.