V


Excmo. Sr. Conde de Romanones

Presidente del Consejo de Ministros

Castellana, 3

Madrid

 

Excmo. Sr. Presidente:

Los trabajos de la conferencia progresan, sin que se adviertan no obstante signos que justifiquen el optimismo en cuanto a nuestros intereses.

En lo que a la propia conferencia se refiere, los informes recogidos permiten intuir dos cosas: la paulatina concentración de las decisiones en los Estados más poderosos —como no podía ser de otra manera, si se me permite la valoración— y una clara división entre ellos relacionada con las posiciones de principio que mantiene el presidente Wilson y las posturas, mucho más regidas por la economía y el poder político, que mantienen sus interlocutores francés, inglés y, en menor medida, italiano.

Por poner un ejemplo, que se ha convertido en una piedra de toque de la reunión, el presidente vive obsesionado con la creación de una Sociedad de Naciones que tendría, supuestamente, la finalidad de prevenir y evitar nuevos conflictos bélicos. Según hemos podido saber, supedita a esto muchos otros objetivos, lo que irrita a los aliados europeos, más inclinados a la contabilidad de pérdidas y ganancias.

No debe esto engañarnos respecto a los beneficios que, de hecho, están obteniendo los Estados Unidos, y pasamos con esto a referirnos, ahora sí, a nuestros intereses. La ayuda americana, que sin duda está permitiendo superar una crisis alimentaria de gran importancia, está aligerando sus excedentes y permitiéndoles alcanzar una importante posición en el mercado que no tenían antes de la guerra. Entretanto, nosotros luchamos con los precios que ofrecemos, de los que nadie quiere hablar en París. Es preciso que el Gobierno presione a la baja sobre los productores si queremos volver a vender a este lado de nuestras fronteras.

Debo mencionar un asunto que me preocupa en los últimos días, y es que entre los centenares de agentes oficiales, lunáticos, defensores de causas perdidas y simples vividores se nos ha informado de la presencia en París de uno de nuestros más connotados especuladores, Jaime Alcoriza. Es innegable que los contactos de este individuo, bien conocido de las autoridades españolas, pueden permitirle interferir en las actividades del abajo firmante, constreñidas por la imposibilidad de acceder a determinadas esferas en las que él se mueve sin impedimento alguno (...).

 

 

A

Jeff Payne empezaba a intrigarle la profusión de cenas oficiales, recepciones de lujo e incluso bailes que acompañaban todo el devenir de la conferencia. No era que él se considerase ningún puritano, no tenía ninguna actitud condenatoria hacia lo que veía a su alrededor: simplemente, observaba con entomológico interés lo que le parecía una insólita explosión primaveral en medio del invierno. Se contaban historias increíbles: delegados que escribían a sus esposas en la lejana patria instándoles a no reunirse con ellos, correrías nocturnas del personal subalterno sin distinción de sexo, e incluso rumores y más que rumores acerca de algunos de los políticos más destacados.

A la mortandad sucedía la vida. Y en medio de esa vida, aquella multitud de trasterrados que ocupaba los hoteles de la ciudad dedicaba las horas del día a planes económicos y diseños políticos, trazado de fronteras y discusiones protocolarias, repartos de países y personas y viejos resquemores entre antiguos aliados; y las noches, a una loca confraternización interclasista.

Las primeras reuniones le habían resultado impresionantes. Enormes salas repletas de sillas en las que se sentaban los grandes del mundo y los que, como él, eran sus consejeros. Largos parlamentos que los secretarios de actas anotaban no sólo para una indeterminada posteridad, sino para el recuerdo a corto plazo de cada decisión tomada.

Y, al final del día, las cenas oficiales. A consecuencia de la grata costumbre de alternar en la mesa las personas de distinto sexo, Jeff estaba esa noche flanqueado por la esposa de un delegado sudafricano y una representante de la Cruz Roja francesa, una mujer madura de expresión serena que de inmediato le impresionó.

Pero, sobre todo, estaba cerca de uno de los grandes.

En diagonal a su izquierda, a una distancia de cuatro asientos desde el comensal de enfrente, se sentaba esa noche Clemenceau. El primer ministro de Francia, que a esas alturas encarnaba en su ser todos los caracteres de lo legendario, hacía honor a su propia leyenda: anciano —Jeff calculó las fechas para llegar a la conclusión de que ya tenía 78 años—, recio, rechoncho, el hombre que durante su actividad política había sido bautizado como «el Tigre» seguía pareciéndolo; su gran mostacho blanco, que le ocultaba por completo la boca, apenas distraía un segundo la atención de los ojos gélidos. Como otros profesionales de su ramo, había desarrollado la capacidad de parecer sonriente cuando no lo estaba, pero Jeff sabía por Wilson que cuando deseaba mostrarse feroz podía parecerlo realmente.

En la mesa era un comensal fabuloso: atento con las damas que le flanqueaban, conversador, simpático... Sus manos enguantadas permanentemente para ocultar el molesto eccema que le perseguía le asemejaban, en su continuo y agitado movimiento, a un prestidigitador en una fiesta de sociedad. Parecía que de pronto iba a sacar del bolsillo un pañuelo blanco engarzado a otro rojo engarzado a otro negro.

—¿Verdad que París es fascinante?

La dama sudafricana estaba requiriendo su atención y Jeff apartó la vista del redondo rostro del viejo político para encarar la tez, singularmente morena, de su acompañante.

—Sin duda.

—Me atrevo a decírselo a usted porque también viene de fuera de Europa. Aquí son tan propensos a tratarnos como provincianos...

Jeff tuvo un reflejo de arrogancia al ver comparado su país con lo que para él no era más que una colonia. Le costó reprimirlo.

—Tal vez sea una buena ocasión para que descubran que no tienen motivos —respondió secamente.

La dama sonrió de oreja a oreja y volvió a su plato, y Jeff aprovechó la oportunidad para volver al suyo. Al girar la cabeza, vio que su otra compañera de mesa sonreía con suavidad, pero optó por no prestarle demasiada atención.

En diagonal a él, Clemenceau continuaba desgranando su infinita capacidad de ser el centro de las conversaciones. Con absoluto desprecio a su edad, gesticulaba con energía para apoyar cada uno de sus asertos y daba la impresión de estar produciéndolos constantemente.

—Pero, monsieur, no puede usted propugnar en serio la superioridad de la fuerza como elemento de negociación.

La que así hablaba era uno de los personajes más sorprendentes de la conferencia: Francés Stevenson, la secretaria personal y reconocida amante del primer ministro británico, Lloyd George. Inteligente, eficaz, poco agraciada, Stevenson había venido a París en posesión de la Orden del Imperio Británico y de plenos poderes sobre la secretaría del primer ministro, y asistía a los actos oficiales en una posición no menos oficial que si hubiera sido la legítima esposa del inglés, como demostraba el hecho de que en ese momento estuviera sentada a la derecha de otro de los grandes de la reunión. Sin duda, el sentido de la moral pública de Jeff no podía aprobarlo, pero su sentido de la curiosidad le impedía condenarlo sin apurar el goce de la experiencia.

—... mi querida señora —estaba diciendo Clemenceau—, después de muchos años de experiencia, he sacado la conclusión de que la fuerza es aceptable. —Señaló su plato con el cuchillo—: ¿Por qué está aquí este pollo? Porque no fue lo bastante fuerte como para oponer resistencia a los que querían matarlo. ¡Y yo me alegro!

Una tempestad de carcajadas respondió a la broma. Francés Stevenson se limitó a parpadear. Jeff parpadeó a su vez, como en un espejo.

—Es un hombre impresionante —murmuró, sin darse cuenta de que lo hacía.

—Sí que lo es. —La voz grave que sonó a su derecha era la de la responsable de Cruz Roja.

Jeff se volvió a mirarla. Era una mujer en la frontera de la juventud. Tenía los ojos oscuros, la belleza asentada y la mirada seria y apacible. Su piel estaba en ese límite en el que la sonrisa deja huellas que todavía no pueden llamarse arrugas.

—¿Le conoce usted en persona? —preguntó Jeff.

—He coincidido muchas veces con él.

—Parece temible.

La mujer lanzó una seca risa.

—Lo es. Pero cuando se le ha visto en los momentos de angustia se le perdona todo.

El congresista sintió interés por su compañera de mesa, lo que ella registró con una media sonrisa. Sin necesidad de que Jeff preguntara, se inclinó hacia él para decirle:

—En 1914, los alemanes estuvieron a punto de llegar a París y se debatió la posibilidad de que el Gobierno dejara la ciudad. ¿Sabe lo que contestó él? Que tenían razón, que en París estaban demasiado lejos del frente.

Payne volvió a mirar al anciano con renovada admiración. Había oído ya un montón de historias acerca del Tigre, pero cada una que se añadía aumentaba su tamaño mitológico.

—¿Ya estaba usted aquí? —preguntó a su compañera.

—Sí. Soy francesa. Me incorporé a la Cruz Roja incluso antes de que se entablase la primera batalla.

—Espero que sea capaz de disculparme, no pude retener su nombre cuando nos presentaron al comienzo de la cena.

Dos mínimas arruguitas se adivinaron a ambos lados de la boca de la dama. No llegaron a ser una sonrisa.

—Monique Brizac, señor Payne.

Jeff sintió una punzada de vergüenza ante la delicada manera de transmitirle que le había pillado en falta. Pensaba atropelladamente cómo reparar el error cuando madame Brizac continuó:

—Debe de tratar usted con mucha gente estos días, señor Payne, y en general en su trabajo.

Esta vez fue él el que sonrió ante tanta elegancia.

—Tratar con demasiada gente hace perder el sentido de los encuentros importantes —respondió.

Le agradó ver que ahora sí había logrado provocar una sonrisa abierta en su interlocutora. Una hermosa sonrisa serena.

—Es muy amable por su parte.

—Espero que me dé usted ocasión de demostrarle que soy más sincero que amable.

Un ruido de gentes en movimiento les advirtió de que, mientras hablaban, alguien había dado a los comensales la señal protocolaria de que la cena había terminado. Jeff se apresuró a levantarse para retirar la silla de su acompañante, que agradeció el gesto con una breve cabezada. Cuando estuvo de pie a su lado, él observó por vez primera que era una mujer alta, casi de su estatura, y que llevaba un vestido de noche de color vino que marcaba unas formas inalteradas por la madurez. Monique Brizac echó atrás la cabeza y dijo:

—¿Le parece que tendremos esa ocasión durante el café?

 

Junto a la ventana, la silueta de Laura apenas se movía, como si cada centímetro de su piel desnuda se concentrara en absorber la luz dubitativa del amanecer. Desde su rincón, Gabriel siguió la línea de su nariz y de sus labios, el repunte ingrávido del pecho, las tensas curvas cóncava y convexa del vientre y del muslo. Disfrutó del instante y no se movió, porque los momentos en que todo está bien son escasos y frágiles, y cualquier decisión puede romperlos.

Aún sentía a Laura en todos los músculos. Cerraba los ojos y notaba su peso y su calor recién despegados, los múltiples latidos de su cuerpo en la piel. Se quedó adormecido. Cuando una vez más abrió los ojos, la silueta había desaparecido, la magia luchaba por permanecer.

Se incorporó con un suspiro. Laura estaba sentada a la mesa que había a los pies de la cama, y escribía. Se había puesto una bata y recogido el pelo. Apoyado en los codos, Gabriel se entregó a la contemplación unos segundos más. Luego, su propia voz rompió el hechizo:

—Hola, Venus.

Laura volvió la cabeza, cucando los ojos. Ahora era él quien tenía el sol a la espalda. Levantó el brazo para hacer visera y contempló unos segundos el cuerpo desnudo de Gabriel.

—Bonita vestimenta matinal —comentó.

—La que tú llevabas hace un momento tampoco estaba mal.

Laura sonrió.

—Eres un mirón.

—Pero uno selecto.

Se situó detrás de ella y la abrazó. Se entregó al tacto de la seda que envolvía a Laura contra su piel desnuda y a la excitación que lo acompañó. Laura se echó a reír.

—¿Dónde está tu pudor? Esa ropa que no llevas te oculta muy mal.

—Mi pudor lo perdí una noche en las aguas de un río y no tengo nada que ocultar.

—Las aguas de un río, ¿eh? ¿Y con quién te estabas bañando?

—Di más bien con quiénes.

—Sinvergüenza.

Lo apartó suavemente sin dejar de reír y se dirigió al pequeño pasillo que daba a la puerta de la habitación. Por debajo de ella un botones había metido, como siempre, el periódico de la mañana junto con el correo. Incluía un ejemplar de la prensa española de dos días antes.

Cuando Laura volvió a cerrar la puerta, Gabriel ya estaba medio vestido. Le dedicó una mirada fugaz:

—Eso está mejor.

—Hay opiniones. ¿Trae algo de interés tu medio de vida?

—Déjame que lo vea.

—No empieces por la crónica de teatro, por favor.

Laura se limitó a responder con un mohín despreciativo. Sus ojos recorrían las páginas de política con la rapidez y precisión de un largo entrenamiento.

—Leo: «El presidente del Consejo haría bien en prestar atención a la inquietud creciente que se observa no sólo a su izquierda, sino a su derecha. Los rumores apuntan a que tanto entre obreros como entre entorchados hay descontentos, y el rango de estos últimos no sería bajo, según nos dicen».

Gabriel requirió el periódico con un ademán. Laura se lo pasó y observó la expresión de su rostro mientras leía.

—Rango no bajo —dijo cuando él concluyó su lectura.

Él se limitó a asentir. Le devolvió el periódico y Laura siguió leyendo:

—«Entretanto, continúan los cierres de sociedades anónimas constituidas para abastecer las necesidades de los bandos en conflicto y, por tanto, el número de obreros que pierden su trabajo y deambulan por las calles en busca de empleo».

Alzó la vista. Cortázar estaba serio y concentrado, con una expresión que no le conocía. Parpadeó y volvió la cabeza al ver que se había interrumpido:

—Sigue —pidió.

—«La violenta desinflación está afectando también a los bancos que habían respaldado las inversiones en el extranjero y mucho nos tememos que algunas entidades muy comprometidas...».

Gabriel se puso en pie de un salto. Laura parpadeó, pensativa. Durante los diez días que llevaban juntos —diez días que habían visto la creación de la comisión de la Sociedad de Naciones y la disputa en torno a la invitación o no a la nueva Rusia para que participara en la conferencia, diez días en los que todo lo que ocurría pasaba alrededor de ellos o con ellos, pero no entre ellos—, había visto otras veces esos repentinos ensimismamientos ante ciertas noticias, tan impropios de una profesión como la suya. Ahora estaba volviéndolo a ver. Gabriel había ido junto a la ventana y miraba por ella con las manos en los bolsillos y el ceño fruncido. Arriesgó un pequeño experimento:

—Me gustaría saber qué tiene que decir...

Mencionó el nombre de un importante financiero internacional, antes de comentar que tal vez fuera a verlo esa semana. Gabriel se volvió como picado por un escorpión:

—¿Tienes acceso a él?

Laura le contempló con rostro sombrío.

—¿No acabo de decirte que voy a verlo?

—¿Puedo acompañarte?

Laura se levantó de la cama, con una ancha sonrisa en el rostro. Se le acercó, extendió el brazo con un largo índice en vanguardia y lo posó en la punta de su nariz.

—No. —Se dio la vuelta, sin darle oportunidad de responder—. Voy a vestirme.

Desapareció en el cuarto de baño y los ojos de Gabriel recorrieron mecánicamente la habitación. Se detuvieron en el escritorio. Los papeles que Laura había estado escribiendo no estaban. Se acercó y abrió con sigilo el cajón central.

Unas cuartillas escritas con letra nerviosa, pero clara. Una declaración de inteligencia y resignación:

«Nunca el hombre al que miro es sino la máscara de algo. Otra vez me ha vuelto a ocurrir. Y es tan cansado...».

 

La puerta saltó de sus goznes con un estampido de astillas nacientes. Los dos gendarmes uniformados irrumpieron primero en la habitación, seguidos por un apacible comisario.

Allí no había nadie. Una cama desecha, un ropero vacío, trabajo de registro por delante para ver si el rubio se había dejado olvidado algo.

—Cuidado con lo que tocáis —advirtió Retier por rutina.

En el piso de abajo, uno de los agentes interrogaba al asustado propietario de la pensión. Sí, un hombre rubio se había alojado en ese cuarto. Una sola noche. No, no le había llamado la atención por nada.

La tarea de enseñar el retrato en las inmediaciones de la cochera en la que apareció el Bentley había dado sus frutos. Un coche así tenía que haberlo visto alguien. Mucha gente había visto a su conductor. Pero para nadie significaba nada en particular.

—Comisario...

Retier se volvió. Uno de los agentes le mostraba algo en un pañuelo.

—¿Qué es?

—Un botón de uniforme.

Se apresuró a coger el pañuelo. Un uniforme era una joya, puesto que cada país tiene su uniforme. Se acercó a la cara el botón niquelado.

Llevaba un águila en relieve. Un águila bicéfala, con cada una de sus cabezas coronada y una corona común y más grande por encima de ambas. El escudo de los zares.

—Un ruso blanco —murmuró Retier.

Al menos, ya sabía por dónde empezar a buscar.

 

Jarkov entró al local nocturno vestido con un discreto esmoquin usado, que cumplía la doble función de resultar barato y de parecer tan gastado como lo estaba la ropa de los demás ocupantes de las mesas. Se había peinado adecuadamente, se había afeitado con un esmero que sólo empleaba en las ocasiones imprescindibles y había preparado con sus camaradas un pasado de médico en San Petersburgo que habría de ser esa noche su disfraz y su escudo.

La sala estaba llena de emigrados. Por un lento proceso de expansión, habían llegado ya a expulsar del local a la gran mayoría de los visitantes nativos, y desde las mesas ya sólo llegaban voces que hablaban ruso. Sin duda había algún que otro francés, incluso, en esos días, voces venidas de otras nacionalidades, pero el local se había convertido insensiblemente en un club nacional.

Jarkov tomó asiento y sonrió a los ocupantes de la mesa más próxima. Había elegido una estrategia que consistía en mostrar una satisfacción tan expansiva que sugiriese a los habituales que se trataba de un recién llegado, de alguien contento de haber escapado de la patria ocupada, y esperaba que eso provocara su curiosidad.

Cuando el camarero se acercó, Jarkov lo saludó con una expresión coloquial rusa y sólo al darse cuenta de que era un camarero francés pasó a pedir en ese idioma. En la mesa de al lado, que ocupaban dos hombres y una mujer, un señor de apretado cabello negro y perilla del mismo color se inclinó hacia él:

—Entiende un poco de ruso, pero no tanto como para eso —dijo en su lengua.

Jarkov se dio la vuelta con expresión feliz.

—¡Compatriotas! —exclamó—. ¿Llevan mucho tiempo en París?

—Casi un año. ¿Acaba usted de llegar?

El rostro de Jarkov se tiñó de un aire sombrío.

—Logré salir hace apenas unos días.

El caballero que aún no había hablado se sumó entonces a la conversación:

—¡Cómo! ¿Viene usted directamente de Rusia? ¿Qué puede contarnos? ¿Cómo están las cosas en Moscú?

—Horribles, me temo. Menos mal que las grandes potencias pondrán fin a todo esto en breve plazo.

El hombre del pelo negrísimo se echó atrás en su asiento.

—Oh, no lo crea. —Su voz no ocultaba un tono de gran indignación—. Esos políticos sin principios hasta están planteándose invitar a los bolcheviques a la conferencia. ¿Sabe lo que se ha atrevido a decir en público un delegado británico? Que el dinero tiene demasiada influencia en el mundo, que la conclusión lógica es el comunismo. Esto es lo que dicen esos círculos en los que usted confía.

La dama que los acompañaba —una mujer de unos treinta años, que resultaba singular por la total ausencia de joyas en su atuendo— posó una mano sobre el brazo izquierdo del excitado interlocutor.

—Alexéi, en lugar de reñir a este caballero y destruir tan pronto sus ilusiones, harías bien en invitarle a compartir nuestra mesa. —Levantó la cabeza para dirigir una encantadora sonrisa a Jarkov—. Salvo que esté esperando a alguien.

La satisfacción de este no fue fingida:

—En absoluto, madame. Todavía no conozco a nadie aquí y le agradezco mucho su invitación. —Se levantó de su mesa a tiempo de que el camarero, que ya se acercaba, advirtiera el cambio. Tomó la copa que le traían y la alzó enseguida en un brindis—: Por el retorno.

Bebieron y sonrieron, y se sintieron ingenuamente unidos en una comunidad sin referentes. Jarkov, que apenas se había mojado los labios, disimuló su aversión al vodka y se apresuró a impedir que la conversación decayera:

—Es verdad que sus palabras han sido un jarro de agua fría. Yo esperaba con toda sinceridad que los vencedores de la guerra acabaran la tarea iniciada.

El segundo caballero se inclinó sobre la mesa.

—No seamos derrotistas. Es verdad que no estamos solos. En el propio Gobierno británico...

—No harán nada —interrumpió el hombre de pelo negro.

—Alexéi, por favor... —terció la dama.

—En el propio Gobierno británico hay gente que sí ve con claridad las cosas —prosiguió impertérrito el optimista—. El Ministro de la Guerra, Churchill, es un feroz antibolchevique. Él sí es partidario de la intervención abierta, de que apoyen a nuestros guerreros.

—¿Y qué? ¿Sabes lo que Lloyd George opina de él?

Jarkov sentía deseos de intervenir, pero se fijó en que la dama no le quitaba los ojos de encima. Respetaba mucho los ojos de las mujeres: veían más que la media de los hombres. Decidió seguir escuchando sin intervenir.

—... no nos van a ayudar por la más antigua de las razones: dinero. No tienen dinero con el que puedan sostener un ejército. Y estamos muy lejos. ¿Qué les importa Rusia cuando todavía no han resuelto qué hacer con Alemania?

—¿No le gusta el vodka, señor...?

La pregunta de la dama sorprendió a Jarkov con los dedos en la misma posición en que habían estado los últimos cinco minutos: acariciando el vaso de vodka sin levantarlo de la mesa. Calentando el vodka. Resistió el impulso de retirar la mano y el mucho más necio de llevarse el vaso a la boca y apurarlo:

—Me gusta, pero no puedo permitírmelo, madame. Soy cirujano y valoro mucho la calidad de mi pulso. Y disculpe que no me haya presentado: Vladimir Tretkin, de Petersburgo. Mis respetos.

La respuesta provocó un «oh» generalizado y una catarata de presentaciones. Los caballeros se pusieron en pie uno tras otro y anunciaron sus nombres y dignidades: un príncipe, un conde y una princesa, sin otra relación que la amistad entre ellos, en lo que a los apellidos se refería. Lo que no se dijera podía ser otra cosa.

Los apellidos ya decían bastante. Nobleza menor, príncipes de provincias venidos a menos. A Jarkov le pareció normal. De otro modo no habría podido acercarse tan fácilmente a ellos.

Comprobó que su recién adquirida personalidad de profesional burgués funcionaba en la mesa, pero se repitió que le era preciso tener cuidado con los clarividentes ojos de las mujeres.

Tanto más cuanto que ahora los ojos de la mujer se fijaban aún más en él, por razones bien obvias: toda aquella banda de terratenientes no eran en París sino unos inútiles en busca de amigos a los que sablear. Un profesional, y más aún de la medicina, podía ejercer su trabajo en cualquier parte, y eso le convertía en alguien muy interesante. Jarkov sonrió para sus adentros: incluso en el exilio, la revolución daba sus frutos interclasistas; la nobleza ya no desdeñaba a la burguesía.

—La piedra de toque estará en que inviten a una delegación —estaba diciendo Alexéi—. Entonces habremos perdido nuestra última esperanza.

—Confiemos en que eso no ocurra —respondió Jarkov.

—De todos modos —el otro hombre, que respondía al nombre de Iván, bajó la voz en tono confidencial—, no estamos indefensos. El almirante Kolchak cuenta con nuestros mejores generales, con superioridad numérica en el Norte y... con personas en todos los lugares precisos, incluyendo aquí.

El hombre de pelo negro y la mujer volvieron al unísono el rostro hacia él:

—Iván, por favor.

Había sido una orden, un correctivo, y Jarkov tuvo la impresión de que por vez primera se estaba acercando. Adoptó el tono más inocente que pudo para decir:

—Es a él al que debieran invitar a París.

—No lo descarte.

—¡Iván!

El aludido bajó la cabeza y Jarkov comprendió que la puerta que se había empezado a abrir se estaba cerrando. Decidió arriesgarse a meter el pie:

—Señores. —Su voz había cambiado, se había vuelto gruesa y severa. Su rostro estaba serio hasta la náusea—. Si consideran que no deben hablar en mi presencia, será mejor que me vaya.

Hizo ademán de ponerse en pie. Antes de que lo lograra, la mano de la princesa se había posado sobre la suya, apoyada en la mesa. Era cálida, y extremadamente suave.

—Doctor, se lo ruego. —La mano presionaba con fuerza—. No malinterprete nuestras palabras. Confiamos en usted.

—No comprendo, entonces...

—A veces Iván habla demasiado alto —intervino el hombre de pelo negro—. Las paredes oyen, y nos consta que vienen espías a los lugares en que nos reunimos. Tan sólo le reprochamos que hable tan alto.

Estáis bien informados, pensó con sarcasmo Jarkov. Aunque de nada os sirve.

—Lo lamento —dijo Iván—. Es verdad que a veces pierdo el control de mi voz.

La mano de la princesa aún no se había desprendido de la suya. Jarkov se esforzó en sentir rechazo. Estrategias tan viejas como el mundo, tácticas repugnantes de mentes degeneradas. Pero no le fue fácil.

—En ese caso...

—Por favor —insistió la princesa.

Jarkov volvió a sentarse, titubeante. Hasta que se hubo acomodado por completo, la presión de la mano no cedió. Alzó la vista a tiempo de ver una sonrisa esplendorosa y agradecida.

—Verá, doctor... —Alexéi parecía buscar las palabras—, no podemos decir que sepamos nada, porque no lo sabemos, pero tenemos la certeza de que un agente nuestro está moviéndose por París. Corren rumores...

Le contó, y Jarkov tuvo la oportunidad de mostrarse realmente interesado y prestar atención a lo que le estaban diciendo, pese a los ojos de la princesa fijos en él, pese a sentir que tenía que extremar las alertas, pese a advertir que no era distinto de los demás humanos y que la firmeza de sus convicciones le proporcionaba un escudo ancho y fuerte, pero en modo alguno invulnerable.

 

Mientras circulaban por el salón enorme, con las tazas de café entre el pulgar y el índice de la mano derecha y el plato reposando sobre la izquierda, la atención de Jeff fue reduciendo insensiblemente su ámbito desde el gran arco con el que sus ojos y sus oídos trataban de atrapar y anotar la presencia de todos los grandes de este mundo hasta la reposada conversación que estaba manteniendo con Monique Brizac. Se daba perfecta cuenta de que ese momento de la cena estaba reservado en el protocolo para el intercambio entre las personas con las que no se había tenido ocasión de conversar durante la cena, para el insensible y educado cambio de parejas, para buscar el contacto con aquellos a los que el destino siempre mantenía alejados. Pero la conversación era demasiado interesante como para desaprovecharla: —... cuando se ha trabajado con hombres destruidos, con cuerpos rotos de los que se han escapado la alegría, la dignidad, la esperanza, no es fácil pensar en cosas como lo justo y lo injusto. Yo prefiero pensar en lo evitable y lo inevitable. Y me gustaría evitar a toda costa que esto se repitiera.

Jeff asintió despacio. El café se había helado en su taza. Lo cambió por otro al paso de un sirviente con una bandeja.

—La entiendo, pero ¿no cree que, si no se hace justicia, es precisamente cuando se repetirá? La impunidad engendra más violencia.

—Las circunstancias engendran violencia, Jeff. Usted puede encerrar a un hombre por robar una tienda, pero, si cuando sale no tiene trabajo y sí tres hijos que alimentar, volverá a robar, si es que lo hizo por ellos y no por codicia. La tarea de los gobernantes, la tarea de esta conferencia, debe ser evitar que se vuelvan a dar las circunstancias.

Durante unos segundos, Jeíf guardó silencio. Pensaba intensamente. Sentía frío en la palma de la mano. El café había vuelto a helarse.

De pronto, una risa alegre, camarina, le sacó de su ensimismamiento. Monique Brizac se reía, y su rostro alegre parecía más joven y más bello.

—Cómo se nota que no ha pasado usted una guerra, Jeff.

—¿Por qué me dice eso?

—Dos cafés seguidos desperdiciados. Traiga usted aquí.

Ante la expresión sorprendida de Jeff, Monique le quitó la taza de las manos y la apuró de un sorbo, fría. El congresista americano estuvo a punto de gritar por el sobresalto.

—Ustedes vienen a discutir de cosas que no conocen —dijo con voz rotunda la hermosa mujer madura—. No conocen la escasez, no conocen el miedo, no conocen apenas el dolor. Eso les lleva a defender posturas más morales que prácticas, más silogísticas que inteligentes. ¿A que nunca había visto a alguien en una cena de gala beberse un café frío? Esto es moral. Mucho más que el concepto de premio y de castigo.

Estupefacto, Jeff se quedó mirando a la mujer, sin saber qué responder. Monique dejó la taza de café vacía en uno de los veladores próximos y salió en su ayuda:

—¿En qué estaba pensando antes, Jeff?

Él parpadeó como si despertara. Sentía un gran embarazo y confusión.

—¿Antes?

—Antes de que le quitara su café helado.

Jeff sintió que se ruborizaba. Se lanzó a recoger el cable que Monique le había lanzado:

—En un miembro de la delegación inglesa, un profesor de Oxford, creo. Dice cosas parecidas a las que usted opina. Dice que es mejor invertir en hacer una zanja y luego volver a cubrirla que tener a los hombres desempleados. Que una persona que trabaja y percibe un salario contribuye a un país incluso con ese trabajo inútil, pero un desempleado no hace más que hundir la economía. Más o menos eso.

—Tiene mucha razón.

—Contradice la lógica.

—¿Qué lógica, Jeff? ¿La que nos ha llevado a la ruina? ¿La lógica que manda tirar los cafés cuando se quedan fríos?

Un militar de pelo canoso y profundas entradas se acercó a Monique, la saludó en francés, la cogió por el brazo y la apartó de allí, y Jeff se quedó solo en mitad de la sala.

 

A la salida del banquete, un hombre se empeñaba en tender octavillas a los que abandonaban la reunión. Iba inadecuadamente vestido para el frío, con un abrigo fino y un cuello de camisa desbocado, y no llevaba guantes. Al pasar junto a él, las señoras apartaban el cuerpo y los caballeros extendían el brazo para protegerlas. Alguno de ellos acompañaba el gesto con una mueca encolerizada que no prometía nada bueno.

En un momento dado, un súbito alboroto anunció la salida de alguien importante y el hombrecito de las octavillas se arrebujó el abrigo como quien se ajusta una coraza. Caminó varios pasos hasta interponerse entre los que salían y los vehículos negros que esperaban.

Sólo fue una fracción de segundo, pero tuvo enfrente a Clemenceau. El corazón le dio un vuelco, pensó que aquella era su oportunidad y se lanzó hacia él.

—¡Señor primer ministro! ¡Señor primer ministro!

La bofetada del guardaespaldas lo derribó con tanta eficacia que no supo muy bien cómo había ocurrido. Lo único que fue capaz de percibir fueron las espaldas del grupo que se alejaba y sus propios papeles esparcidos por toda la acera como desordenadas baldosas blancas.

Sin prestar atención más que a su causa, el hombrecito se lanzó a cuatro patas a recopilar las hojitas que empezaban a levantar el vuelo. Un tropel de invitados que salía detrás del primer ministro las pisoteó y a punto estuvo de pisotearlo a él también. Voces indignadas le reclamaban que se levantara, que dejara ya de obstruir el paso.

Volvió la cabeza y vio una pantorrilla de mujer, un pie con un zapato sujeto al tobillo por una cintita. Se quedó mirándolo como hipnotizado.

—¿Quiere hacer el favor de apartarse?

Levantó la vista para posarla en una dama joven, en apariencia sin compañía. Dirigió una última ojeada a sus papeles dispersos, pero la educación triunfó sobre el deber.

—Le pido mil perdones —dijo, incorporándose y echándose a un lado.

Un golpe de viento alborotó los copos de papel caídos y André Lanvin pensó que no valía la pena recogerlos. ¿Qué era lo que había dicho aquel rey español? No podía luchar contra los elementos.

Estaba a punto de dar media vuelta para marcharse cuando, como si se tratara de un monumento al esfuerzo hecho, la estampa de un hombre que leía su octavilla apareció ante sus ojos. Se trataba de un caballero de mediana edad, ropa burguesa: no era uno de los comensales del banquete acabado. Leía con expresión reconcentrada, y sólo al terminar levantó la vista y le miró.

—¿Quién ha escrito esto? —preguntó.

André Lanvin no supo interpretar si el tono era de curiosidad o de reconvención. A pesar del frío, abombó el pecho.

—He sido yo, señor.

El rostro del lector se relajó bajo el ala escueta del sombrero hongo.

—Pues es usted un genio, caballero. —Se descubrió con la mano izquierda mientras le tendía la derecha—. Le felicito. ¿Me permite que me presente?