II

 

U

no más de los trenes innumerables que inundaban París llegó desde Madrid a la gare d’Austerlitz pocos días más tarde. De él bajó una multitud que cubrió los andenes durante unos minutos mientras desaguaba hacia los coches de punto que esperaban a la salida.

Entre los ríos de gente, un hombre alto y enjuto braceaba con determinación. Vestía botines charolados, pantalón negro estrecho, chaleco negro muy entallado a un cuerpo fuerte en el que no había ni un rastro de grasa, levita negra y un abrigo abierto, largo, del mismo color, que ondeaba a su paso. Las manos apretadas iban envueltas en guantes negros de piel fina, esgrimía un bastón con empuñadura de plata y llevaba cubierta la cabeza por un bombín. Las únicas notas de color en sus ropas negras de vampiro diurno eran los puños y el cuello blanquísimos de su camisa, la leontina del reloj de bolsillo que cruzaba su vientre sin tocarlo y su propio rostro, de palidez extrema.

Detrás de él caminaba una mujer esbelta de porte elegante, vestido malva y sombrero a la moda de aquel final de década. Caminaba despacio, y si saltaba a la vista que acompañaba al hombre enjuto de paso veloz era porque seguía, con una precisión de imposible casualidad, la estela que él iba abriendo entre la gente.

Cerraba la comitiva un mozo de cuerda que empujaba un carrito, asfixiado por el peso de dos grandes baúles-ropero claveteados.

El hombre de negro que encabezaba la procesión ya había estado antes en París. Había estado en todas las grandes capitales de la Europa en guerra, y precisamente al calor de la guerra. Sabía lo que era viajar en trenes que eludían los frentes y sorteaban el riesgo de las batallas para llegar allá donde el dinero tenía su origen, por precario que fuera su destino.

Jaime Alcoriza recordaba bien el verano de 1914. La excitación, que los periódicos recogían, que había incendiado las ciudades de Europa, el calor estival convertido en ardor bélico.

Aquella velada en el casino de Madrid, en plena canícula guerrera. Las palabras de Giménez-Riesco:

—... un aficionado a los negocios, comparado contigo, amigo mío. ¿Cómo van tus empresas en este momento de incertidumbre?

—Te he dicho muchas veces que yo no tengo empresas. No soy más que un modesto inversionista. Por lo demás, no veo por ningún sitio esa incertidumbre de la que hablas.

—Por Dios, Jaime. —Un hombre más joven que los otros intervino en la conversación. Todo en él parecía más nuevo que en los demás: la piel, el pelo, el frac inmaculado—. Los ejércitos han empezado ya a batirse en Europa. Estamos en guerra.

—Nosotros, no.

—No me vengas con el cuento de la neutralidad. Ya has leído lo que piensa Romanones.

Madrid entero hablaba del artículo «Neutralidades que matan», que el líder de la oposición liberal había publicado casi al unísono de la declaración gubernamental de neutralidad y el estallido de las hostilidades. Alcoriza soltó una breve risa.

—Romanones no se cree la mitad de lo que ha escrito. Sabe igual que Dato que no tenemos ni un ejército digno de tal nombre ni una armada ni una economía que los respalde. Tan sólo trata de sacar tajada.

El primer interlocutor había fruncido ligeramente el ceño. Parecía incomodado por las palabras de Alcoriza.

—No sé por qué hablas siempre con tanta crudeza de nuestras circunstancias. Este país ha dado muestras en el pasado...

—En el pasado no, en la historia —cortó Jaime—. Pero eso no quiere decir que siempre tenga que ser así.

Un silencio acogió la promesa implícita en las palabras. Un camarero pasaba en ese momento con una bandeja y Jaime se detuvo para coger una copa de frío vino blanco y crear ambiente. Dejó que Giménez-Riesco reanudara el hilo:

—¿Por qué dices que no ves incertidumbre?

—Porque los acontecimientos son muy previsibles. Dato no intervendrá. Y tendremos motivos para convertirnos en el almacén de provisiones de Europa.

Giménez-Riesco frunció el ceño.

—No sé si...

—Te olvidas de que seguramente la guerra será corta y de que Dato puede caer mañana —terció el más joven.

—Tanta más razón para darnos prisa. Para comprar cosechas de antemano. Y ganado de monta y de boca.

—¿Comprar cosechas de antemano? Pero si las cosechas no fueran buenas...

—Se compensarán sobradamente por el precio que unos y otros pagarán por ellas.

Todos contemplaron a Jaime con cierta perplejidad.

—¿Unos y otros? —dijo Giménez-Riesco—. ¿Es que vas a...?

Parecía que habían pasado cien años en vez de cuatro y medio. Jaime Alcoriza levantó el bastón con gesto imperativo para llamar un fiacre, que se acercó al punto con el presentimiento de un cliente importante.

Bonjour, monsieur.

El mozo y el chófer se las vieron y se las desearon para cargar los dos baúles metálicos, a los que el sol arrancaba implacable reflejos de plata que los cegaban. Jaime abrió la portezuela y se apartó, galante, para que su compañera subiera al vehículo.

Marina Galván también había estado antes en París, antes incluso de conocer a Jaime Alcoriza. Allí había estudiado música, antes de que la vida cambiara de ruta. Antes de que tuviera que dedicarse a dar clases de piano durante horas para mantenerse. Antes de todo.

Mientras subía al fiacre, sus ojos se posaron por unos segundos en la cadenita del reloj de él y su mente la devolvió a la primera vez que vio aquel artefacto. Jaime lo había sacado del bolsillo a los pocos minutos de estar entre las copas de aquella fiesta, en la que ella se aburría, para acercarse como si la conociera desde siempre, decirle «creo que ya llevamos bastante tiempo aquí» e invitarla acto seguido a cenar en Lhardy. La tapa del reloj se había abierto y vuelto a cerrar, sin que le diera tiempo a ver la hora, y él la había empujado suavemente por el codo sin permitirle mostrarse remisa, mantener siquiera una ficción de resistencia.

Podía repetir en la memoria cada instante de aquella cena, mientras él desgranaba sobre los manteles un vano abecedario de su vida que parecía más destinado a sí mismo que a ella, un muestrario de tarjetas de visita destinadas a no convencer a nadie, por cuanto no es posible convencer a alguien de lo que ya está convencido.

El mundo se abocaba a la posibilidad de legar el olvido a las generaciones venideras, decía en su memoria la voz de Alcoriza; no dejaba de ser significativo que los políticos europeos hubieran tenido que recurrir al noble arte del magnicidio para prender la mecha del futuro.

Ahora es el momento de los que se mueven en silencio y hablan en susurros, había dicho, enigmático, inclinándose hacia ella sobre la mesa, y sólo entonces Marina había sentido el escalofrío premonitorio que alerta de un peligro innominado.

Se le secaba la saliva en la boca al recordar aquellas frases frías, aquellos juicios hechos como desde la altura de una torre elevada, aquellas arrogancias que la devolvían a su precaria atalaya en un rincón del escenario.

Me va a decir ahora que se aproxima el fin del mundo, había bromeado de manera forzada, y él había contestado, súbitamente serio: no, más bien creo que vamos a cruzar las puertas del paraíso.

Mientras París pasaba por el cuadrado de la portezuela, revolviendo en ella todos los pasados de su pasado, recordó aquel segundo encuentro, días después de Lhardy.

Le había llegado un billete, cuidadosamente plegado y sellado, en el que Jaime Alcoriza la invitaba formalmente a acompañarle a la actuación de cierto cuarteto de cuerda en el Casino de Madrid. En el mismo billete, Alcoriza se disculpaba de antemano por lo que calificaba de la escasa pericia que cabía esperar de los ejecutantes, pero la llegada de agosto hacía difícil encontrar espectáculos de calidad.

No tan difícil, pensó Marina entonces, como encontrar en mi armario un vestido adecuado para ir al Casino y que no sea el mismo de la otra vez. Y una vez más, la rabia la acometió. Cualquiera de sus alumnas tenía un guardarropa capaz de hundir el suelo de su casa y no sólo no hubieran apreciado la impericia del cuarteto de cuerda, sino que no lo hubieran podido distinguir de la banda de música municipal. Decidió escribir a Alcoriza pretextando una súbita indisposición. Decidió contener su furia indómita apretando los dientes. Decidió que iría a toda costa.

Había conseguido salir del paso, en lo que al vestuario se refería, apelando a una dosis de imaginación. Se había peinado con un moño relativamente suelto, que dejaba caer sobre sus ojos dos semicírculos de pelo negro como dos visillos; sabía que eso le daba un aire misterioso y sugerente. Se había anudado a la cintura un echarpe rojo que atraía las miradas y esperaba tener la virtud de distraer la atención de Alcoriza. Había cambiado el escote desnudo de la otra vez por una gargantilla de diminutos rubíes.

La sonrisa de Jaime al recogerla fue un premio para ella, por cuanto expresó de un solo golpe su conciencia de todos los trucos empleados y su satisfecha aprobación. A modo de respuesta al desafío, le había ofrecido el brazo con ese aire posesivo de los hombres seguros de sí mismos y sus preocupaciones se habían acallado de manera insensata y suicida.

El cuarteto de cuerda era realmente malo, pero había bastado una mirada y el cruce de saludos inicial entre Jaime y sus muchos conocidos, para tener conciencia de que no había entre el público demasiadas personas capaces de advertirlo. De hecho, reinaba en el ambiente una impaciencia obvia, la expectativa del momento siguiente al final del concierto. No se podía entender de otro modo la afluencia de gente.

Mientras el cuarteto de cuerda rascaba, impío, sus instrumentos, Marina no pudo dejar de pensar en la diferencia esencial que había entre tenerlo todo y no tener nada. Un pensamiento que le producía una explicable irritación intelectual, por obvio, necio y, sobre todo, impertinente. Un pensamiento que amargaba el disfrute.

Los amables aplausos la sacaron de sus ensoñaciones. La ejecución —en todos los sentidos de la palabra— había concluido, y Marina observó a los circundantes levantarse con contenido apresuramiento, intercambiar sonrisas, ofrecer la mano a las señoras. Alzó la vista por un momento hacia sus fracasados compañeros músicos, que recogían sus cosas en silencio y con la cabeza gacha, ignorados por todos. Fue, sin saber por qué, como despedirse de ellos.

La masa pasó a un salón donde les esperaban refrescos y bebidas, en el que continuaba la ceremonia de los saludos mientras empezaban a formarse corrillos. Marina tuvo un instante de pánico al pensar que pudiera producirse la tradicional separación entre mujeres y hombres, y se quedara en manos de una docena de damas desconocidas o, peor aún, tal vez de alguna madre de sus discípulas.

Pero Jaime Alcoriza no tenía semejante intención. Había ido allí a exhibirla, y Marina se encontró saludando con suaves cabezadas a señores entrados en años que se inclinaban con sorprendente vivacidad a besar su mano.

—Nuestro amigo Alcoriza, siempre tan connaiseur —declamó un caballero con la coronilla unida a la frente por un reluciente cortafuegos—. ¿No vas a presentarme a tu acompañante?

—La señorita Galván, el señor Giménez-Riesco —presentó Jaime—. Uno de nuestros ilustres industriales.

—Un aficionado a los negocios, comparado contigo, amigo mío. ¿Cómo van tus empresas en este momento de incertidumbre?

—Te he dicho muchas veces que yo no tengo empresas. No soy más que un modesto inversionista.

Y habían empezado a hablar de la guerra, de Romanones, de las oportunidades que el conflicto ofrecía a los neutrales, mientras Marina escuchaba en silencio, ensimismada, reclamada de vez en cuando por las cortesías habituales:

—Sin duda, estamos aburriendo a la señorita.

—En absoluto.

Más bien están asqueándome, había pensado ella, pero naturalmente sin decirlo. Luego siguieron hablando de cosechas pagadas a precio de oro, de ganados criados para el gran matadero internacional, hasta que Marina dejó que sus pensamientos desaparecieran mientras contemplaba los techos de la sala, adornados igual que los de un palacio. Cuando bajó la vista, Jaime le sonreía.

—No puedo creer que realmente la hayamos aburrido —dijo.

—No lo han hecho.

—Y, sin embargo, parece dispersa.

Marina esbozó una sonrisa.

—Trato de guardar un prudente silencio.

—Eso sí me molesta. ¿Por qué?

—Tal vez mis opiniones no tuvieran... buen acomodo aquí.

—Pruebe.

Marina negó con la cabeza.

—¿Quiere que la lleve a casa?

—No.

Jaime sonrió de nuevo.

—Entonces, acompáñeme. Le presentaré a algunas personas más.

La cogió suavemente de la mano y se detuvo al percibir, sorprendido, que la mano se resistía.

—¿Ocurre algo?

—Si es verdad que es un buen inversionista, debe cuidar dónde invierte.

La sonrisa de Jaime Alcoriza se ensanchó, divertida, antes de dar paso a una expresión de súbita seriedad.

—Nunca me he equivocado al invertir, Marina. ¿Y usted?

—Tengo poca experiencia en inversiones y en apuestas.

—¿Y me permitirá que la aconseje?

Parecía que hubieran pasado cien años en vez de cuatro y medio. Cien años de viajes y dinero, de tratos y dinero, de manejos oscuros y dinero. Cien años de ir a la ópera de Berlín mientras él negociaba el abastecimiento de un millón de cartuchos de máuser a 40 céntimos por unidad. Cien años de visitas a la National Gallery mientras en Whitehall le compraban a Jaime 2.000 terneras de 130 kilos a 2,40 pesetas el kilo. Cien años de asistir a ballets en París mientras Jaime vendía 10.000 fusiles de contrabando a 90 pesetas por unidad, de comprar cosechas de cereal mientras iban y venían los Gobiernos, de enviar cargamentos de carbón mientras los mineros se ponían en huelga y el combustible escaseaba en Madrid, de pagar a diputados en Cortes para que Romanones no lograra aprobar su proyecto de impuesto especial sobre los beneficios de guerra. Cien años desde que había desviado uno de los penúltimos cargamentos de munición para que las ametralladoras barrieran las calles de Madrid y reventaran la huelga general.

A lo largo de esos cien años, de esos cuatro años, Jaime jamás había estado preocupado. Había surcado todas las líneas férreas de Europa como si la guerra existiera tan sólo en los periódicos, mientras ella tenía cada vez más joyas y él atesoraba cada vez más poder, mientras lo recibían en los ministerios y lo invitaban a cenar en los palacios de la nobleza, en los últimos tiempos en su compañía. A partir de un momento (¿había sido la segunda cosecha de cereal o el primer cargamento de fusiles?), ya nadie le había formulado preguntas incómodas y las anchas sonrisas habían remplazado las miradas altaneras de antaño.

Ahora Jaime estaba preocupado. El cochero aún había recibido una muy dadivosa propina, el hotel aún era el mejor de París, porque Jaime daba una importancia extrema a la expresión visible de su riqueza, pero las cenas en los palacios habían disminuido. Ya no había mercados para sus bienes de inversión.

Marina se sentía como en una de esas caricaturas de la prensa satírica. Caballeros vestidos de frac traficaban con barcos y cañones encima de un tenderete de verdulero, y de los bolsillos del pantalón asomaban billetes de varias naciones, mientras al otro lado generales cada vez más esqueléticos, con uniformes llenos de remiendos, mendigaban descuentos.

¿Qué lugar era el suyo en la caricatura? Conforme los días...

—¿En qué piensas?

Era obvio que su expresión ensimismada había superado los límites de lo habitual. Se volvió hacia Jaime, que regresaba del mostrador de recepción palpándose los bolsillos de la chaqueta, en un tic deplorable que se le había vuelto cada vez más frecuente, como si en todo contacto humano corriera el riesgo de ser expoliado de cuanto llevara encima, y sonrió falsamente tranquilizadora:

—Trataba de acordarme de la primera vez que me trajiste aquí.

Jaime enarcó las cejas.

—¿Ya no te acuerdas? Francamente, creía haberte causado una mayor impresión.

—No es fácil recordar cuando las impresiones fuertes se superponen.

Jaime compuso una mueca satisfecha que para ella fue una nueva señal de tranquilidad temporal. Qué fácil se le había vuelto calmarlo. Qué triste y rutinario era todo.

—¿Vamos?

El botones de rojo esperaba con su portamaletas, en el que los baúles parecían canarios de plata encerrados en una jaula de oro. Lo siguieron en silencio por el pasillo cubierto de alfombras hasta el moderno ascensor de madera noble, que arrancó con una sacudida una vez que el botones cerró la verja exterior y la doble puerta acristalada.

Un amor es como un barco en un puerto, pensó absurdamente Marina, mientras veía sus rostros reflejados en los cristales, separados por los marcos de madera. Al llegar a su planta, las dos hojas se abrieron en direcciones opuestas, como un barco cuando zarpa rumbo a alta mar.

 

A la misma hora, en el vestíbulo del Hotel Eduardo VII se estaba produciendo un pequeño incidente. En primer lugar, un hombre bajito de vestimenta insignificante, que revelaba a todas luces su baja extracción, se había permitido entrar al hotel, en un lamentable descuido del portero uniformado. Aunque el empleado se había precipitado en pos de él, había sido imposible evitar que todas las miradas de los caballeros y damas presentes se volvieran al unísono ante la súbita aparición. Los gestos del portero con claras intenciones expulsatorias no lograron más que agravar la deplorable impresión causada.

Sin embargo, esa intrusión fue el menor de los inconvenientes, puesto que no se produjo en cualquier circunstancia, sino en el momento en que estaba registrándose un nutrido grupo de miembros de la delegación italiana en la conferencia de paz. El impertinente individuo se había apresurado a meterse entre ellos y, dadas las ropas de viaje de los recién llegados, había logrado camuflarse bastante bien, ya que no cabía esperar de las fuerzas disuasorias del establecimiento que se arriesgaran a confundir a un vulgar ciudadano con un delegado diplomático de una potencia vencedora.

Aquella circunstancia hubiera podido hacer imposible la identificación del intruso de no ser porque este, lejos de tratar de pasar inadvertido, se había abierto paso directamente hasta el segundo jefe de la delegación, el ministro de exteriores Sonnino, y le había dicho sin más preámbulos que le era imprescindible hablar con él. Contra todo pronóstico, el antiguo presidente del consejo de ministros italiano se había vuelto con suma tranquilidad para preguntarle de qué se trataba, y él se lo habría expuesto si en ese momento el portero, auxiliado por un recepcionista y un botones de corta edad, no le hubiera puesto las manos encima para apartarlo con violencia del distinguido huésped, mientras un segundo recepcionista se deshacía en excusas en tres idiomas ante el político italiano. El intruso no había tenido tiempo más que de presentarse: André Lanvin, de nacionalidad luxemburguesa.

El espontáneo fue conducido a las oficinas del establecimiento, donde el personal le registró sin encontrar en su poder otra cosa que algunos folletos, impresos con muy mala calidad, en los que se planteaba a la opinión pública lo que sus redactores calificaban de «algunas exigencias de tipo económico a los negociadores de la paz». Se le retuvo durante varias horas, mientras llegaban los inspectores de la Sûreté con un arsenal de medios técnicos y el propósito de aclarar como fuera aquella incidencia. Se le tomaron huellas dactiloscópicas, se cotejó la lista fotográfica principal de anarquistas, espías y demás enemigos del Estado y, cuando todo aquel aparato arrojó un resultado negativo, se le interrogó sobre sus intenciones, que hasta ese momento no se le había permitido exponer, a pesar de su claro deseo de hacerlo.

El luxemburgués declaró entonces que se hallaba en París para promover una petición a las grandes potencias de que, puesto que en las negociaciones que iban a emprender tendrían que aflorar inevitablemente cuestiones económicas, considerasen la posibilidad de establecer un salario máximo, a imagen y semejanza del salario mínimo que ya recogían las legislaciones de, por ejemplo, Australia y Nueva Zelanda. Al preguntársele acerca de su propio interés en tal medida, el luxemburgués declaró con énfasis que todo cuanto iba en interés de la humanidad iba en interés suyo.

Una vez comprobado que se trataba de un loco inofensivo, Lanvin fue puesto en manos del personal del hotel, que tras una severa admonición, en la que no faltaron serias amenazas físicas, lo echó a la calle sin ceremonia alguna. De hecho, la ausencia de ceremonia fue tal que el activista acabó en la acera trastabillando para no perder por completo el equilibrio.

En su trastabillar, fue a dar contra un caballero que, frente al hotel, contemplaba la estampa imponente del edificio de la ópera de París, situado al final de la calle. Se trataba de un hombre alto de pelo claro que se apoyaba en un bastón de paseo. Ante la agresión, el caballero se dio la vuelta mientras lanzaba al aire el bastón y lo empuñaba al vuelo por su centro.

—¿Se puede saber qué está haciendo? —preguntó en un digno francés.

La valla constituida por el transeúnte había servido al luxemburgués para recuperar el apoyo y la vertical. Se llevó la mano al sombrero —sólo para comprobar que no lo llevaba: se le había caído con el empujón— y murmuró, mientras recorría con la vista el suelo en busca de la prenda:

—Le pido mil perdones. No ha sido voluntad mía interrumpir el tráfico de este modo.

—¿Ah, no? ¿Y de quién ha sido voluntad, entonces?

—De los caballeros que me acaban de echar del hotel.

—Algún motivo habrán tenido. Le ruego que se mantenga lejos de mí.

Lanvin movió la cabeza de un lado a otro, como si sopesara los motivos, mientras se agachaba para coger por fin su sombrero:

—No le digo que no hayan tenido motivos, desde su perspectiva, pero yo también tenía los míos. Y no justificaban echarme. Una petición a los delegados de la conferencia...

Lanvin empezó de nuevo a hablar y, como le ocurría siempre que exponía su caso, se dejó llevar por su propia verborrea. En cuestión de segundos, había explicado a su inesperado interlocutor que se trataba de un asunto importante para las delegaciones, que debía buscar el modo de hacerlo llegar a sus manos. Es más...

Para su propia sorpresa, el transeúnte se había quedado en pie y prestado atención. Aquel hombre explicaba, con un magnetismo personal envidiable y una sencillez digna de mejor causa, cuestiones económicas que normalmente sólo se discutían en círculos académicos. Y coronaba sus razonamientos con propuestas políticas que habrían estremecido a cualquier parlamento occidental.

El transeúnte pertenecía a esos círculos académicos —aunque no fueran los de la economía, sino los de la historia— y no estaba lejos del parlamento de su país, aunque no fuera uno de sus miembros. Se llamaba James Powell, enseñaba en la Universidad de Cambridge y era uno de los cuatrocientos miembros de la delegación británica.

Aunque no se encontrara en modo alguno en sus publicaciones —todo académico sabe qué es publicable y qué debe ser estrictamente confinado a un cajón—, el concepto de azar en la historia ocupaba un espacio importante en su tarea investigadora. Una y otra vez ocurría en momentos decisivos que un batallón extraviado topara con las avanzadillas de un ejército que lanzaba una ofensiva secreta o que un despacho urgente fuera a parar a manos equivocadas porque su destinatario se hallaba en esos momentos en un burdel del África tropical. De esos instantes en que la historia circulaba en zigzag se derivaban imprevistas catástrofes que torcían el rumbo trazado por los apóstoles de la causa y el efecto, por los creyentes en el análisis y la trazabilidad de los acontecimientos.

Ahora, Powell se veía ratificado en sus especulaciones por lo que, en esos momentos, cabía calificar como un azar menor. Un hombre que buscaba la forma de acceder a las delegaciones había llegado a ellas cuando, precisamente, acababan de expulsarlo de sus cercanías.

Es más, no lo sabía. Lanvin hablaba de esa manera porque había convertido su discurso en una parte tan central de su ser que le salía sólo con abrir la boca. Estaba convencido de que su idea debía compartirse con todo aquel que pudiera aprovecharla y aquel caballero parecía gozar de la suficiente posición social como para poder convertirse a su vez en mensajero de su buena nueva.

Aun así, no había llegado a un punto de acaloramiento tal que no pudiera contenerse. En un momento dado, interrumpió su firme perorata y se inclinó en una media reverencia:

—Pero le estoy aturdiendo a usted. Discúlpeme. Ha sido a causa de los nervios. —Se volvió y señaló con ambos brazos la puerta del Hotel Eduardo VII—. Me han echado a la calle de tal modo...

—No tiene usted por qué pedir disculpas —dijo Powell—. Es más, creo que sus palabras han caído en oídos adecuados. Soy miembro de la delegación británica en la conferencia de paz.

El chorro de palabras del luxemburgués frenó de golpe. Contempló con la boca abierta a Powell.

—Seguramente se burla usted de mí —balbuceó.

—En absoluto, amigo mío. ¿Quiere que le enseñe mis credenciales?

Una especie de calambre pareció recorrer a Lanvin.

—Por favor, por favor —dijo, escandalizado—. Confío en su palabra. Es que... —sus manos esbozaron gestos carentes de contenido— que esto haya podido... Yo...

El inglés sonrió de oreja a oreja.

—Señor...

—Lanvin, señor, André Lanvin, ciudadano del Gran Ducado de Luxemburgo.

—Señor Lanvin, le aseguro que sé mejor que nadie el papel que el azar es capaz de representar en la vida. ¿Le parece que explotemos el azar y compartamos un café en uno de estos viejos locales?

 


Excmo. Sr. Conde de Romanones

Presidente del Consejo de Ministros

Castellana, 3

Madrid

 

Excmo. Sr. Presidente:

En cumplimiento de las instrucciones recibidas, el abajo firmante remite por la presente primer informe acerca de la situación en los prolegómenos de la Conferencia de Paz de París, a la que asiste como investigador confidencial en nombre de nuestro Gobierno.

Convendrá tal vez empezar este informe por una descripción de las circunstancias en que hemos encontrado la ciudad sede de la conferencia. Existe escasez de productos básicos para la mayoría de la población y, en cuanto se sale de las calles del centro, se hace muy patente el estado de angustiosa necesidad que ha seguido al esfuerzo de la guerra. En contraste con esto, los hoteles que acogen a las delegaciones y los restaurantes que estas frecuentan no carecen de nada, las joyerías y boutiques de lujo continúan abiertas, podría pensarse que la ciudad quiere ofrecer a los visitantes la impresión de un retorno de la vida anterior a la contienda.

La llegada de los grandes dignatarios ha tenido lugar en unas condiciones apoteósicas, sobre todo en lo que se refiere al presidente Wilson. Es obvio que existe una gran simpatía popular hacia él y una no pequeña expectativa, cosas ambas de las que el Gobierno francés se aprovecha exhibiéndose de manera impúdica junto al mandatario norteamericano, aprovechando su estatus de país anfitrión.

Sin embargo, la popularidad del presidente resulta engañosa en lo que a las relaciones entre las potencias se refiere. Este enviado ha podido presenciar ya en varias ocasiones indignadas disputas en locales públicos entre soldados franceses y norteamericanos, que con facilidad se enzarzan en discusiones sobre la importancia relativa de cada cual en la resolución del conflicto. La población francesa ha sufrido cuatro años de privaciones y dolorosas pérdidas, y soporta mal la arrogancia con la que los soldados de la potencia ultramarina presumen de haber sido ellos y nada más que ellos quienes han inclinado la balanza. Que esto sea cierto no tiene por qué contribuir necesariamente a que se acepte mejor. Las conversaciones mantenidas por este enviado en los niveles inferiores de las delegaciones ponen de manifiesto que este estado de ánimo no es exclusivo de los soldados, sino que también tiene presencia entre los diplomáticos y muy singularmente entre los generales, siempre celosos de sus victorias.

Similar es el caso de la relación entre las potencias europeas vencedoras. Gran Bretaña ha enviado a París una delegación imperial, que ocupa cinco hoteles en las inmediaciones del Arco de Triunfo y cuenta entre sus miembros con representantes de todos sus dominios, desde Australia a Sudáfrica, pasando por Canadá. Con independencia de sus propios problemas internos (los dominios reclaman el reconocimiento de su peso específico en la victoria), no cabe duda de que este despliegue persigue el propósito de hacer una demostración de poder. Al mismo tiempo, los británicos, con su proverbial habilidad, han conseguido tener varias delegaciones en la conferencia, desde el momento en que a los representantes de los dominios se les da trato de jefes de Gobierno y, aunque no participen de las reuniones restringidas, tienen voz en el plenario.

A nadie se le escapa que, a pesar de los enormes problemas políticos puestos sobre la mesa de las potencias, los intereses económicos representan aquí un papel sobresaliente. La economía continental está destruida y los Gobiernos tienen que preocuparse por cuestiones de mera subsistencia mientras deciden el destino del mundo. Es indudable que esto influirá en la marcha de las conversaciones. Por medios diplomáticos circula el rumor, que este representante no ha podido comprobar, de que la delegación norteamericana atribuye intenciones vengativas a las potencias continentales, pero el abajo firmante considera más probable que las medidas que finalmente se aprueben vayan más encaminadas al saqueo económico de los derrotados que a una presunta intención de castigo.

En estas circunstancias, no pueden apreciarse todavía elementos que sean favorables a la posición de España. La mitad de lo que fueron nuestros mercados de guerra ha quedado cerrada por la derrota, que los ha convertido en insolventes, y la otra mitad parece volver su atención hacia el reciente aliado ultramarino.

De las investigaciones hechas hasta el momento se desprende que no será fácil avanzar mucho más en la defensa de nuestros intereses dentro de los límites de la misión. En consecuencia, solicito de VE. permiso para ir, en caso necesario, más allá de esos límites, renunciando si es preciso a la protección diplomática bajo la estricta responsabilidad del abajo firmante (...).