IV
M
ira por la ventanilla del tren que está parando y piensa. Piensa en el pasado y en el futuro, en la luz, neblinosa por las fumarolas, contra la que se recortan los perfiles de las bayonetas, en el barro absorbente de las trincheras. Eso es el pasado. Y piensa en las líneas paralelas del andén y la fila de vagones, que convergen hacia la boca de la estación, que por el contraste entre la penumbra de los andenes y la luz brillante del exterior parece una especie de puerta mística, de paso a una vida superior.
Eso es el futuro, pero no tiene nada de sobrenatural. Salvo que se entienda por sobrenatural la voluntad humana, capaz de remover las gigantescas piedras que obstruyen el camino de la libertad.
Con su maletita de cartón en la mano, Jarkov toma una puerta mucho más modesta, la que da a las calles de París, y camina por ellas sin esfuerzo siguiendo el plano que ha memorizado, sin necesidad de concentrarse, mientras en su cabeza dan vueltas las imágenes del futuro y del pasado.
Luego sucumbe al encanto de la ciudad de tejados negros y, durante unos minutos, contempla las casas desconocidas, los bulevares sólo entrevistos en las páginas de Zola, el lugar de los sueños.
Todavía puede hacerlo. Sabe que mientras no haya establecido el primer contacto será un ciudadano anónimo, un transeúnte que pasea ocioso por las avenidas. Luego, cuando haya conocido a sus camaradas, será un hombre con una misión.
Los momentos que preceden a aquel en que las luces se van atenuando y el telón se alza están cargados de una electricidad tangible, que parece venir del roce del raso contra las pieles, de la excitante proximidad de los cuerpos que pronto se verán envueltos en la oscuridad y la música.
Durante esos instantes, Marina sentía que le brillaban los ojos. La recorría una emoción intensa, la emoción inigualable de la expectativa, vieja como la noche de los tiempos.
Todo viene de ahí. Todo está hecho con el mismo bambú de las remotas embarcaciones que por primera vez se lanzaron al mar a luchar contra el viento, sin un propósito definido, sin más certeza que la de que tenía que haber algo más allá del horizonte, siempre más allá del horizonte, siempre al otro lado.
Las luces se apagaron, el telón se alzó, pero, antes de que la música empezara a sonar, Marina se había hundido en su propia noche de los tiempos.
El final del verano de 1914 había traído, para los demás, la vuelta a la rutina de una vida marcada por las noticias de una guerra extranjera, como antes lo había estado por las más próximas de una guerra africana, pero para ella no había habido retorno a una rutina perdida en las penumbras de un pasado tan inmediato en el tiempo como remoto en la memoria.
Para ella ya no había más que el vértigo de Jaime Alcoriza, desde el último día del mes, cuando apagó los fuegos de agosto con el fuego de fuegos. Desde el primer día del más allá de la línea invisible.
Ya no había más que el vértigo. Cuando estaba tocando el piano, deslizaba las manos sobre las teclas, manos de autómata desconectadas de unos oídos que oían otras músicas del recuerdo, y se veía con los amigos de Jaime Alcoriza, que la llamaban ya por su nombre. Subía dos octavas y se veía entre los brazos de Jaime Alcoriza, rodando sobre el lecho de dimensiones imposibles, descendía a los graves y oía la voz de Jaime, apasionada, especulando sobre el futuro como especulaba sobre granos, telas y municiones.
La orquesta acometió un estruendoso tutti y los recuerdos se volatilizaron. En el escenario, Fausto y Margarita se amaban apasionadamente al compás de la música de Gounod. Marina se miró las manos. ¿Eran las mismas manos? No volvió la cabeza para mirar a Jaime y preguntarse si era el mismo Jaime.
El mismo de los días del invierno de 1914, cuando ella caminaba por su casa escuchando el rumor de la bata de seda que Jaime le había regalado, rumor sobre su piel y sobre la alfombra. Continuaba en su casa —se había negado a aceptar su propuesta de ir a vivir con él—, pero se preguntaba por cuánto tiempo más sería posible. La casa se volvía incongruente, se llenaba de regalos caros —no quiero que me sigas haciendo regalos, es mentira, sí quiero que me sigas haciendo regalos— que destacaban sobre los muebles como extraños objetos desorientados. Su cuerpo se volvía incongruente con las ropas carísimas que de pronto llevaba, su mente se tornaba bifronte y en guerra con los conflictos que la ocupaban.
Cerró los ojos y se concentró en recordar la piel de él. Y el recuerdo la excitó y le permitió dejar de pensar en cartuchos, joyas, ganados y telas.
Desde que Jaime había aparecido, lo que era un lago sin afluentes se había convertido en un río repleto de rápidos. Había tirado por la borda toda idea relativa a la opinión ajena, la moral y la prudencia para dar paso a la locura. Y se encontraba bien.
No era por el mundo al que Jaime le estaba dando acceso. Era por él. Aquel hombre a ratos silencioso la llenaba de voces, avivaba una llama cuya existencia ella desconocía.
En los entreactos, Jaime la cogía del brazo y la llevaba de grupo en grupo por los anchos pasillos circulares. Se presentaba en correcto francés a caballeros entrados en años que alzaban las cejas al ser abordados, pero rápidamente las bajaban al verla a ella. Su compañía —la de una mujer hermosa y exótica, que distraía la atención de sus interlocutores, que les cohibía— era un instrumento más de la negociación, un arma en la guerra que Jaime libraba bajo las internacionales banderas del dinero.
De vuelta en la sala, Marina evoca las contradicciones. La música. El arte. Cerrar en una cena la compra y el transporte de una yeguada en Andalucía, con un socio en Barcelona que se muestra remiso. Demasiado riesgo, dice. La batalla del Marne ha puesto sobre la mesa el nuevo poder de los automóviles, cuando el general Gallieni ha llevado al frente 6.000 reservistas requisando los taxis de París y ha detenido la ofensiva. Hay quien ya habla del fin de la caballería como arma. Razón de más, dice Jaime, para vender los caballos ahora que todavía tienen valor. Pero el transporte tiene sus riesgos. Una guerra tiene riesgos, contesta lapidario Jaime.
Y ella escucha todo aquello en silencio. Un silencio blanco y uniforme, como de ángeles que planean sobre la nieve.
En algún momento había empezado a no estar segura de si quería librar esa guerra, pero para entonces ya era presa de las sutiles redes del sexo y la costumbre. Él la incendiaba, y el hábito de desayunar frente a él, separados apenas por una mesa y un batín, se había convertido en parte de su vida.
En el escenario, Margarita soñaba que las manos de Fausto estaban manchadas de sangre.
Marina se cubrió los ojos con las manos.
—¿Está seguro?
—Hasta donde se puede estar seguro, sí, señor.
La mirada de Jeff iba del presidente al administrador de la ayuda norteamericana y del administrador al presidente. Wilson había enfatizado la importancia de solucionar los problemas europeos de abastecimiento. Mientras el hambre impere, había dicho, los Gobiernos carecerán de cimientos firmes.
Había que reconocer que el señor Herbert Hoover había resultado excepcional en aquella tarea. Disponía de un presupuesto de más de 150 millones de dólares y los había puesto al servicio de una empresa que no sólo podía proveer de alimentos, ropa y medicamentos a los países devastados por la contienda, sino que a la vez iba a dar salida a los excedentes de los países anglosajones, desde Australia a los propios Estados Unidos y Canadá.
(En los pasillos semicirculares del teatro, Alcoriza se enfadaba: «No hay motivo para no proseguir nuestra asociación. Que el ganado ya no sea para el ejército, sino para alimentar al pueblo, nada cambia en el hecho de que es necesario». «Pero, mon ami, entienda que sus precios no son competitivos. Hoover prácticamente regala la carne americana». «¿Hoover? ¿Quién es Hoover?»).
—En cuestión de tres meses, podemos extender una red que abarque toda la Europa aliada e incluso abastezca a las potencias centrales. Siempre, desde luego, que contemos con la tolerancia activa de los Gobiernos.
—Los aliados se han declarado dispuestos a plantear un fondo común de créditos. El problema parece ser usted, amigo mío.
p(«El administrador de la ayuda americana. Es verdad que es un hombre bastante intratable, pero con esos precios...». «Yo insisto...». Pero la mano sujeta en el puño con los gemelos de oro se posaba en el hombro del hasta ayer socio privilegiado: «No, no insista, Alcoriza. Hemos hecho muy buenos negocios juntos, me atrevería a decir que nos ha ayudado, pero los tiempos cambian»).
—Entiéndalo bien, señor Hoover. —Jeff había tomado el relevo del presidente—: No es una cuestión personal. Los británicos temen que una administración de ayuda en nuestras manos condicione en alguna medida las negociaciones.
—Y no creo que estén equivocados —respondió bruscamente el hombrecillo de ceño fruncido.
—Justamente por eso es preciso aplicar una mayor dosis de diplomacia.
(«¿Ha probado usted a hablar con los alemanes?». Y Alcoriza se había retirado, al borde casi de la ofensa y el altercado. Los alemanes, que prácticamente ya sólo vivían de una dieta de remolacha forrajera. Casi era más fácil vender a los rusos).
—Es un problema de equilibrio: respaldar a los Estados evitando el hambre, respaldar el avance de las negociaciones manteniendo el control de los abastecimientos hasta que, en un futuro ojalá cercano, se restablezca el flujo normal de mercancías e intercambios.
—¿Y qué hacemos con Rusia, señor?
Jarkov llamó a la puerta del piso, con la secuencia preestablecida, y esperó paciente a que se abriera y el hombre de rostro desconocido le escrutara un segundo y, acto seguido, le franqueara el paso, no sin antes echar un vistazo a la escalera, por la que no subía nadie.
Se quedaron los dos en el pasillo, en un silencio incómodo. Al fondo se veía la luz natural de una estancia que debía de tener ventanas a la calle. En el recodo del pasillo aparecieron otras dos figuras, las de otro hombre y una mujer. Finalmente, el que había abierto se atrevió a balbucir:
—¿Camarada Jarkov?
El aludido le miró un instante con fijeza. Luego, abrió al mismo tiempo los brazos y la boca en una sonrisa.
Se abrazaron con grandes palmadas. La mujer titubeó y le tendió la mano, y el otro hombre la imitó.
—Bienvenido a París.
Le hicieron pasar a un saloncito de muebles viejos y cortinas raídas, con una mesita redonda en torno a la que apenas tenían sitio para sentarse todos. Pusieron en la mesa una botella de aguardiente.
—No bebo aguardiente, camaradas. Gracias de todos modos.
Su francés era terso e impecable. Hablaba en un tono aterciopelado y, de repente, todos se encontraron bien, pese al pequeño desconcierto de no saber qué hacer con la botella. Jarkov se apresuró a sacarles del paso:
—Vosotros bebed. Yo le echaré unas gotas a un vaso de agua para que podamos brindar con él.
Hubo risas, y vasos que salieron de una alacena a toda prisa, y entrechocar de cristales y bocas sonrientes. Hablaron un minuto del tiempo y del viaje, de la primera impresión de la ciudad, y sólo entonces Jarkov extendió las manos sobre la mesa y dio paso a la conversación que le había llevado hasta allí:
—¿Cómo están las cosas?
El que había abierto la puerta, que obviamente llevaba la voz cantante, hizo un breve resumen de la situación:
—Muy confusas, camarada. Todavía no se sabe bien lo que las potencias quieren. Se habla de castigos a Alemania, pero no acaba de estar claro si se encuentran unidos al respecto.
Jarkov sonrió apenas.
—¿Y respecto a nosotros?
Esta vez tomó la palabra el otro hombre:
—Respecto a ustedes... —vaciló y se corrigió—, quiero decir, respecto a nosotros sí que no tienen ninguna idea clara, camarada. Dicen que Clemenceau nos es muy hostil, pero los británicos y, sobre todo, Wilson, entienden parte de nuestros argumentos. Parece que discuten acerca de si deben invitarnos a la conferencia.
—¿Qué quieres decir con que entienden parte de nuestros argumentos?
—Se rumorea que Lloyd George ha llegado a decir que el antiguo régimen no ha tenido otra cosa que lo que se merece —intervino la mujer. Jarkov vio que se había ruborizado un poco al tomar la palabra y la invitó con un gesto a seguir—: Algunos de los suyos aseguran que en privado simpatiza con Trotski.
—¿Y los contrarrevolucionarios?
Los tres anfitriones de Jarkov se miraron confusos por un momento.
—¿Los contrarrevolucionarios, camarada? No sabemos nada de los contrarrevolucionarios.
El enviado de Moscú torció el gesto, lo que aumentó la tensión nerviosa de sus anfitriones.
—Aquí no paran de llegar exiliados —dijo uno de ellos—. Condesas, príncipes, generales, pero bastante tienen con sobrevivir. Aceptan toda clase de empleos, piden dinero a sus antiguas amistades... No creo que se dediquen a conspirar.
Jarkov movió lentamente la cabeza a izquierda y derecha.
—Estás muy equivocado, camarada. ¿No ves que lo que dices carece de lógica? Si tú te hallaras en el extranjero a causa de una revolución como la nuestra, estarías luchando por todos los medios para derribar al régimen que te echó, simplemente porque esa sería tu única oportunidad de volver. No os dejéis engañar. Claro que conspiran. Piden dinero para ellos, pero seguro que también para sus defensores en nuestra tierra. Sin duda, esos generales traban relación con sus compañeros de armas en Francia para que influyan en su Gobierno. Y, según me decís, no lo tienen difícil.
El comité de bienvenida de Jarkov guardó un silencio unánime de niños pillados en falta.
—No habíamos pensado en eso, camarada —confesó uno de ellos.
—Os habríais dado cuenta si os hubierais infiltrado preventivamente —respondió Jarkov. Se miró un momento la ropa—. Pero yo lo haré por vosotros. —Se cogió la solapa de la chaqueta—. Necesitaré ropa. No tiene que ser nueva, pero sí buena. Tienen que creer que soy uno de ellos.
—¿Y los rusos blancos?
Jaime Alcoriza miró de frente a su interlocutor. Era el primer momento de la conversación en que se abría algo así como una luz en medio de la tiniebla.
—¿A qué se refiere? —inquirió para tener tiempo de pensar.
El hombre vestido de frac levantó a la par las manos y las cejas, como si lo que estaba diciendo fuera una evidencia indiscutible.
—Los rusos blancos están en lucha abierta con los bolcheviques. Siguen necesitando armas, pertrechos y alimentos. Para ellos, la guerra no ha terminado.
El suave campanilleo que llamaba al público a ocupar sus asientos para el quinto acto interrumpió la agradable charla. Jaime alzó un dedo índice titubeante y lo dobló formando un puño, pensativo: —Creo que merece la pena darle vueltas a eso —dijo.
Marina se colgó con suavidad de su brazo. A la larga ópera aún le quedaban casi cuarenta minutos.
Laura y Gabriel volvieron a coincidir en un acto peculiar: un diplomático, miembro de la delegación británica, presentaba en público a un extraño personaje de origen luxemburgués que iba a disertar sobre una propuesta para someterla al juicio de los estadistas reunidos en la conferencia de paz. La rareza de la ocasión —incluso en unos días en que todo era raro porque todo era nuevo— había logrado atraer a varios representantes de la prensa internacional, seducidos por el rumor de que entre el público se encontrarían algunos invitados importantes.
Los ojos de Gabriel recorrieron la sala y no tardaron en comprobar que el rumor era cierto. Varios rostros conocidos de las delegaciones principales estaban sentados entre el público, mezclados con los periodistas y los curiosos, como si asistieran a un acto más de los muchos que París ofrecía continuamente a un público ávido de recuperar la normalidad.
Laura estaba sentada en la penúltima fila. Sus ojos ya le habían encontrado y le miraban con una especie de angustia. El resto de su cara mantenía una serenidad imperturbable.
Dudó. Caminó por la sala. Cuando llegó a su altura, ya se había decidido:
—¿Está libre?
Laura señaló el asiento a su lado con un gesto de la mano:
—Por favor —dijo suavemente.
Cortázar tomó asiento. Por unos segundos, su mente se debatió entre las contrapuestas exigencias que le reclamaban. En su interior mandó a paseo al conde de Romanones.
—Hace días que no te veo —observó en tono casual—. ¿Se te ha dado bien el trabajo?
Carta Blanca se encogió de hombros.
—Eso nunca se sabe —respondió en voz baja—. Aquí hay tanta gente que dice tantas cosas que es difícil saber qué es verdad y qué es importante.
—¿Por qué es difícil? Yo sé qué es verdad y qué es importante.
Laura volvió la cabeza para mirarle de frente. Cortázar la observó mientras, en la tribuna, el presentador carraspeaba antes de decir, en un francés teñido con el característico acento británico:
—Damas y caballeros, tengo el honor de presentarles a monsieur André Lanvin, ciudadano del gran ducado de Luxemburgo...
Un pequeño rumor acogió esas primeras palabras. Especialistas en lo no dicho, la mayoría de los oyentes entendía detrás de aquel extravagante título de nacionalidad la ausencia de otros académicos, personales o políticos.
—... que disertará sobre una cuestión económica de gran actualidad en estos momentos.
Gabriel seguía escrutando a Laura. El rostro de ella se tiñó levemente de rojo antes de apartar la vista.
Cortázar la imitó. Un movimiento en un extremo de la sala le hizo mirar en esa dirección. Christoph von Klettemberg también había venido a la conferencia.
Entretanto, el luxemburgués había dado comienzo a su intervención. En esos momentos se explayaba en ditirámbicos agradecimientos a su presentador, «Mister James Powell, honorable miembro de la academia británica». El aludido sonreía débilmente entre rituales inclinaciones de cabeza.
Pocos minutos después de escuchar las primeras manifestaciones del conferenciante, Cortázar dejó de escuchar. Tardó en darse cuenta de que no estaba perdido en sus pensamientos. No pensaba en nada.
Miró a Laura. Ella estaba mirándolo también, con los ojos muy abiertos.
—... por eso considero que la oportunidad de establecer un salario máximo para las actividades económicas retribuidas...
La vibración del aire se estaba volviendo insoportable. Cortázar miró su propia mano en el brazal del asiento, a pocos centímetros de la de Laura.
Un coro de murmullos estaba empezando a llenar la sala. Se oían expresiones como «inaudito» o «lunático».
La mano se posó sobre la mano.
—Creo que deberíamos irnos.
Laura asintió nerviosamente.
A trancas y barrancas, la conferencia tocó a su fin. Mientras se abría el turno de preguntas, Christoph von Klettemberg se desplazó sin llamar la atención hasta sentarse junto a un inglés bastante calvo, de grandes cejas y poblado bigote. Se dirigió a él en su propio idioma:
—Permítame que me presente, señor. Soy Christoph von Klettemberg, ex coronel de la guardia imperial austríaca.
El inglés expresó su sorpresa con un cauto alzamiento de cejas.
—¿En qué puedo servirle, caballero?
—Deseo hablarle de forma extraoficial —Christoph subrayó cuidadosamente el término— sobre las circunstancias de mi país. No sé si sabe...
El inglés levantó una mano con la palma extendida hacia él.
—Señor, no me parece...
—Insisto en que se trata de algo extraoficial, señor. De una petición de un caballero a otro. Espero que mi condición de vencido no me someta a la ofensa de no ser escuchado. Yo no soy un senador romano, pero usted es sin duda más que un jefe galo.
Inesperadamente, la alusión a la primera vez en que se había pronunciado el terrible «ay de los vencidos» causó efecto en el hombre. Su rostro adoptó una gravedad intensa y sus ojos expresaron con claridad que la petición había sido atendida. Dos breves palabras lo ratificaron:
—Le escucho.
—Se lo agradezco mucho —dijo Christoph—. Sólo quiero pedirle que ejerza su influencia para que se muestre, aunque sólo sea eso, respeto por la historia. Mi país ha quedado convertido por las revoluciones del año pasado en un mero residuo de lo que fue, pero su capital sigue siendo un templo de la cultura. Y en esa capital hoy se pasa hambre, las que fueron provincias de mi propio país se niegan a vendernos los productos que antes nos abastecían. La rotura de un cristal es una tragedia porque no se encuentra con qué repararlo y las casas carecen de medios para calentarse.
—Supongo que sabe que se está discutiendo la posibilidad de enviarles ayuda.
—Sé que se está discutiendo, pero si no se otorga pronto, ¿a quién llegará? ¿A los supervivientes? ¿Sabe que en una manifestación cayó muerto un caballo de la policía y media hora después su esqueleto estaba tirado, limpio, en mitad de la calle? ¿Sabe que las mujeres de la burguesía se prostituyen para subsistir?
El rostro del inglés adquirió de pronto una terrible severidad. Alrededor, los otros asistentes empezaban a atender a la vehemente conversación en voz baja que tenía lugar cerca de ellos, pero eso no parecía molestar a sus protagonistas.
—No sé si es usted consciente de que su país fue uno de los causantes de esta catástrofe —replicó el inglés—. Supongo que comprende la dificultad suplementaria que eso supone para su causa.
Klettemberg hizo un gesto de impaciencia. Su mano derecha se crispó en el aire.
—¿Cree que no lo sé? Lo hemos pagado con el precio más alto: la desaparición. No se nos concede derecho de audiencia ni existe una comisión específica que se ocupe de nosotros, como sí lo hace de otras zonas que fueron parte de nuestro Estado. Todo lo que pedimos es que se salven las vidas de la gente. Que se reconozca que hemos renunciado a nuestro pasado, a nuestra existencia, a nuestro ser. —El coronel de ulanos alzó la cabeza y proyectó la mandíbula hacia delante, presa de un temblor incontenible—. Que se condene a quienes fuimos, pero no a quienes no hicieron más que obedecer nuestras decisiones equivocadas.
El inglés no contestó. Contemplaba con gesto impresionado a aquel hombre que acudía a humillarse ante él, tratando de encarnar siglos de historia en un juicio perdido de antemano.
—¿Representa usted a su Gobierno? —preguntó al fin.
—No, señor. Trabajo para él, pero no lo represento. Si lo representase, me pegaría un tiro antes que mendigar en su nombre.
El inglés se quedó pensativo.
—Transmitiré lo que me ha dicho. No puedo prometerle más.
Christoph se puso en pie de golpe, como impulsado por el alivio de haber concluido la conversación.
—No le pido otra cosa.
Entrechocó los tacones al tiempo que daba una recia cabezada y se marchó con paso vacilante, como si en vez de hablar hubiera estado bebiendo, como si las palabras hubieran contenido alcohol de quemar.
De costado, el inglés apoyó un brazo en el respaldo de su asiento y se quedó mirándolo mientras se iba. Apenas sí vio llegar al compatriota que le preguntó:
—¿Qué le ha parecido ese lunático, Keynes?
El primer asesor económico de la delegación británica alzó la vista hacia su paisano. Tardó unos instantes en comprender que se refería al conferenciante.
—Interesante —dijo con voz neutra—. Aunque dudo que nunca consiga que le hagan caso.
—Es una propuesta disparatada.
—Oh, no —replicó vivamente el economista—. Es mucho más que eso: es disolvente. Ataca a la codicia en sus raíces. Jamás le escucharán.
El coche verde apareció en un garaje de las afueras y resultó realmente ser un Bentley. Como siempre le ocurría en esos casos, Retier se asombró una vez más de cómo casi todos los seres humanos dicen haber visto lo que están convencidos de haber visto cuando realmente no han podido verlo. El Bentley de brillante tapicería de cuero era tan inglés como un lord de Kent y llevaba el volante a la derecha pese a que todo el mundo lo hubiera visto a la izquierda, salvo el testigo que lo había identificado indicando hasta la marca.
El descubrimiento se había debido, como él había previsto desde un principio, a uno de los taxistas de París, uno de esos profesionales para los que un automóvil de un modelo tan nuevo resulta un auténtico faro para la mirada. El taxista no sólo había visto el coche, sino también cómo el propietario lo metía en el garaje, y ahora estaba sentado frente al comisario y, como suele ocurrir en tales circunstancias, se arrepentía de haber acudido a la policía.
—Haga el favor de tranquilizarse —imploraba Retier.
Pero era inútil. Sentado en una silla de madera que no dejaba de crujir, lo que evidenciaba la inquietud de su ocupante y los ponía aún más nerviosos a ambos, el taxista palpaba de forma incesante la cintilla de su gorra, como si se estuviera cerciorando de todas y cada una de sus puntadas. Con las manos enlazadas sobre la mesa, el comisario repitió su pregunta:
—Descríbame al hombre que encerró el coche.
—Ya le he dicho que llevaba ropa de viaje...
—Ya lo sé. Me interesa la ropa de viaje. Cada detalle. Todo.
—Llevaba un abrigo de cuero, guantes, casco y gafas.
—¿Y debajo?
—¿Cómo que debajo?
—¿También llevaba pantalones de cuero? ¿Botas?
El taxista miró al policía como si estuviera tratando con un demente.
—Claro que no —dijo.
—Y bien, ¿qué llevaba debajo?
—No me fijé. Sólo vi que llevaba unos zapatos negros muy brillantes.
—Antes ha declarado usted que al salir del garaje se quitó el casco.
—Sí, señor.
—¿Y bien?
—No se dio la vuelta. Sólo pude ver que era muy rubio.
—¿Por qué no le siguió?
Los ojos del taxista se abrieron unos milímetros más.
—Porque en el parte que ustedes habían repartido decían que ese hombre era sospechoso de asesinato. ¡Cómo se me iba a ocurrir seguirle!
La parte racional del comisario tuvo que admitir que era un argumento muy juicioso. Siempre le habían molestado los detectives aficionados. Ahora lamentaba no tener delante a uno.
—¿Le han tomado la filiación? —inquirió al funcionario que levantaba acta mecanográfica.
—Sí, señor comisario.
—Pues que se vaya. Ya le llamaremos si nos hace falta.
El hombre se levantó con tanto ímpetu que la silla gritó de alivio. Salió de la estancia poniéndose la gorra.
También Retier se levantó. Se acercó a la ventana y miró al río. —Señor comisario...
Se volvió. Délou estaba en la puerta.
—Los datos de la propiedad del garaje.
—Venga.
—Pertenece a un antiguo cochero que lo alquila por días.
—¿Y a quién, esta vez?
Délou inclinó la cabeza hacia un costado.
—No es muy amigo de los papeles. Le bastó con coger el dinero y entregar la llave de la cochera.
—Pero se la daría a alguien, ¿no?
—Eso sí... —Délou sacó una libreta del bolsillo y hojeó en ella—. Varón, más de 1,75 metros de estatura, fuerte, acento extranjero.
—¿Extranjero de dónde?
—El cochero es incapaz de determinarlo.
—Supongo que estará con el dibujante.
Délou asintió.
—Cuando esté listo el retrato, que hagan copias de imprenta y las repartan a todos los agentes responsables de las delegaciones y a los que custodian las estaciones de ferrocarril.
—Llevará un tiempo.
El comisario miró al inspector con expresión rabiosa.
—No tenemos nada mejor que hacer —escupió.
Mientras el mundo seguía rodando, Laura y Gabriel rodaban sobre la cama de un hotel, en una ceremonia sin palabras en la que los jadeos y las exclamaciones ahogadas sustituían un lenguaje que no había tenido tiempo de crecer entre ellos. Mientras el sol perseguía el ocaso, las manos de Gabriel perseguían todos los rincones de Laura en busca de nuevas exclamaciones, a la luz que entraba por las cortinas corridas y que iba cambiando minuto a minuto las tonalidades de su piel. Mientras los trenes se vaciaban en las cuatro estaciones de la ciudad, Laura dejaba exhausto al hombre que había causado una tormenta eléctrica en su vida. Aunque fuera una tormenta de verano. Aunque luego el cielo pudiera quedar tan despejado como si nunca hubiera llovido.