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El viejo contempla el paisaje por la ventana del autocar, pero, por mucho que se fije, ya no reconoce nada. El rastro de la antigua carretera ha desaparecido y, como una herida prodigiosa en la montaña, la nueva vía se abre paso entre dos paredes de color óxido, rayadas de estratos geológicos. La ordenación del territorio ha cortado impecablemente el monte bajo silvestre, lugares olvidados por el hombre por los que nadie pasaba antes, excepto el pastor y su rebaño.
En Belroca, el conductor anuncia una parada de quince minutos. El viejo baja con Ramón para vaciar la vejiga y echar un trago. Se olvida de hacerse el ciego. ¿Acaso le preocupa a alguien? Los pasajeros son buena gente que no estaría dispuesta a quejarse del perro; Ramón se ha comportado como un auténtico santo.
En el bar El Frenazo pide una cerveza, un bocadillo de calamares y una botella de agua. Vacía la mitad de la botella en el bebedor que saca de la bolsa. Y mientras Ramón lame contento el agua helada, el viejo se lía el primer cigarrillo del viaje a la espera de que le preparen el bocadillo.
El bar conserva el frescor de los antiguos cafés sin aire acondicionado en la penumbra de las contraventanas cerradas. Dentro, todo el mundo fuma. Acomodado en una mesa al fondo, el viejo tiene la impresión de ver las cosas a través de un cristal empañado. Se puede palpar la densidad del aire, sólo removido por las palas del ventilador de techo que fustigan los cúmulos de humo como las aspas de un molino de miniatura. Por las cuentas de madera de la cortina de la entrada refulgen los rayos de luz, salpicando la penumbra como el polvo de oro en el fango.
La televisión retransmite el tour de Francia. Los comentarios de la clientela resuenan, eufóricos, ante aquellos sacrificados de tendones hinchados, aquellos pobres afanosos en maillots llenos de publicidad que salvan el puerto del Tourmalet a pedaladas. Y si un viajero acepta el atrevimiento de beberse un trago a la salud de Indurain, enseguida se le trata como a un cliente habitual.
Al viejo, el ciclismo le importa un comino; nunca en la vida se ha subido a una bicicleta, es tan incapaz al manillar como al volante. Tiene fobia a las ruedas. No se fía; ni siquiera ha hecho el esfuerzo de intentarlo. Le bastan los pies para llegar allá adonde Ramón pueda llegar.
Una camarera policromada con una melena rosa y malva sorprendente, que le recuerda a una cacatúa, una chica exóticamente moderna, le pone el bocadillo delante: media barra de pan. Por el lateral abierto sobresalen unos gruesos calamares a la romana que todavía crepitan. El viejo entreabre el pan y, con los dedos, de uñas amarillentas, coge un aro rebozado, que está ardiendo, y se lo lanza a Ramón. A continuación, otro, y otro más. El perro atrapa el calamar al vuelo y lo devora en un santiamén, con los labios colgantes y el hocico en punta a modo de interrogación; el glotón reclama el siguiente y presiona con la pata la rodilla de su amo si los calamares tardan en llegar.
—¡Ya basta, querido, ya no hay más! Más tarde te daré pienso.
Contento, el viejo muerde con hambre el bocadillo vacío.
La camarera malva se acerca con el ceño fruncido y las plumas desplegadas. Una perla de plata clavada en la narina le brilla ferozmente en la pequeña nariz arrugada.
—¿Tan repugnantes son mis calamares que se los da de comer al perro?
—¡Al contrario! ¡Están tan ricos que se los doy a esta criatura! No es un perro cualquiera.
—¡Ah! Claro, ya decía yo que parecía un buen chucho, pero sin pedigrí.
—¡No sé qué es eso! Pero con pedigrí o con lo que quieras, se llama Ramón y es mi compañero, para que lo sepas. Mi semejante.
La chica se aleja encogiéndose de hombros; es verdad, esos dos se parecen, tienen la misma sonrisa idiota en sus caras de acelga.
El conductor, acodado en la barra, pide la cuenta dirigiéndose a la concurrencia, es la señal de que se van. El viejo agarra su bolsa y sube al autocar, que, por fin, lo deja en Castilblanco a las tres de la tarde.
No hay transporte para recorrer los doce kilómetros que separan Castilblanco de Fuente del Fresno, pero el mecánico hace las veces de taxista. Es lo que el dueño del bar La Siberia le ha dicho. Que espere un instante, que lo va a llamar para ver si está disponible. Vale, el taxi llegará en media hora. Mientras, el viejo saborea una cerveza fría vigilando la calle por la ventana hasta que ve llegar un Ford gris que aparca a la sombra de un toldo de palma. Un joven sombrío, con camiseta y pantalón negro, gorra echada hacia atrás y el mentón oscurecido de barba, baja del coche dando un portazo. Se parece al ángel de la muerte.
Un ángel que sabe hacer negocios. De acuerdo, acepta la carrera hasta Fuente del Fresno a pesar de ser la hora de la siesta y de que tenga que cambiar una junta de culata antes de que acabe el día. Después de enumerar los sacrificios que se dispone a hacer, el taxista aficionado informa de la tarifa al viejo, quien la considera desorbitante, pero no trata de discutirla. ¿De qué serviría? En adelante, ¿qué seguirá teniendo valor? Hay que pagar, pagar, sea la cantidad que sea. Es el precio de regresar a su tierra.
Se ponen en marcha cuando las cigarras chicharrean en el sopor de la tarde. La carretera comarcal, no más ancha que un camino, se eleva suavemente a la sombra de los altos pinares. A través de las ramas, una brisa ligera insufla un frescor inusual en verano en esta región. El viejo no reconoce la comarca del Fresno. ¿Dónde están los alcornoques y los olivos?
—¡Hijo, con tanto pino, esto ya no parece Extremadura, cualquiera diría que estamos en la Costa Brava!
El ángel negro sonríe por la estupefacción de su pasajero.
—Usted no es de aquí. Pero no se equivoca, ahora esto parece el Mediterráneo. Y eso que la comarca se llama La Siberia. Antiguamente, antes de la construcción de los pantanos, te morías de frío en estas montañas. Espere a ver el embalse cuando estemos en la otra vertiente del puerto: un mar turquesa hasta donde alcanza la vista. Los que veranean en Cataluña no tienen nada que envidiarnos. Después de la llegada del agua, las colinas que se quemaron se reforestaron con pino marítimo que crece en menos de dos años y que reporta un dineral. Bueno, al propietario por supuesto. Todas estas hectáreas siguen perteneciendo a dos o tres caciques. De todas maneras, el verde es bueno para el turismo.
—¿Ah, sí? ¿Hay turistas?
—Sí, bueno, no muchos. Algunos burgueses de Madrid que se han construido chalets en las alturas. Pero, sobre todo, lo que hay aquí son cazadores y pescadores que se hospedan en el hostal o alquilan casas del pueblo cuando vienen con la familia. ¿Dónde se queda en Fresno? ¿Va al mismo pueblo?
—Sí, déjame en el hostal que me acabas de decir.
—Buena o mala, no tiene elección. Para alojarse sólo hay ese hostal de cazadores y algunas habitaciones en casas particulares, pero para eso tendrá que preguntar allí mismo. ¿Viene por una boda o por un entierro?
—A mi edad, llueven más bien los entierros, pero esta vez no, ni por lo uno ni por lo otro.
La extraña sonrisa se congela de nuevo en el rostro del viejo, que niega con la cabeza al ver desfilar el rigor geométrico de los pinos, plantados a intervalos milimétricos. Ya no pronunciará una palabra más hasta llegar al pueblo.
Tampoco puede acariciar a Ramón y murmurarle: «Mira, ésta es mi tierra, de aquí vengo. Cuando era pequeño corría por este camino, guardaba las cabras debajo de este alcornoque, me bañaba desnudo en la poza de agua que formaba el arroyo por debajo del puente».
Ese camino ya no existe, ya no hay alcornoques, ni arroyo, sólo pinos en posición de firmes que lo han cubierto todo, que lo han uniformizado todo, pinos exógenos, importados, que han devorado con su peste verde la comarca de la jara y el olivo. ¿Por qué ha decidido regresar? Lo ha evitado durante sesenta años.
Nada le habría hecho volver al pueblo.
Su madre murió en 1946, dos años antes de que él saliera de la cárcel. La mujer no hablaba con nadie, odiaba a todo el mundo, vecinos y familiares, después de que denunciaran a sus hijos. Al poco tiempo, el gobierno emprendió la construcción de los pantanos en el centro de España, una buena parte de La Siberia quedó sumergida y Montepalomas, borrado del mapa.
El viejo había visto las fotos en los periódicos, las casas desocupadas, las puertas y las ventanas cargadas en camiones, las fachadas saqueadas, que se mantenían con tristeza en pie como ruinas prematuras. Había visto al ministro hacer girar simbólicamente la rueda de la compuerta de la entrada de agua.
Sabía que las aguas del Guadiana lo habían cubierto todo y que la carretera no lo llevaría más allá de Fuente del Fresno, antaño una pedanía dependiente de Montepalomas y ahora, un pueblo engrosado con los habitantes del pueblo sumergido.
Por mucho que hubiera visto las imágenes en blanco y negro de los periódicos de la época… ¿qué era lo que había visto en realidad? Nada. Un pueblucho saqueado, ahogado. El fin del mundo. Un pueblucho cualquiera. Las imágenes en papel siguen siendo las imágenes de los otros. No espera ver lo que ve cuando, de pronto, al tomar una curva, atisba la nueva Fuente del Fresno.
¡Qué conmoción! Un gran cuerpo blanco recostado en la ladera de la montaña, invadida de tejas y balcones de hormigón, con una nube de edificios de dos y tres pisos, calles empinadas y pavimentadas con cemento que relucen desde lejos, como torrentes. Una población irreconocible allí donde antaño sólo se erguían la capilla de san Roque y una fuente en la que abrevaban las mulas.
En Semana Santa se subía la ladera en ‘romería’ desde la capilla de Fuente del Fresno. Ese día olía a espino, a chuletas a la brasa que se devoraban sobre la hierba y al agua de colonia de los días de fiesta.
Ahora, en las praderas a las que antaño se iba a bailar por Pascua, se yergue una población de quinientos habitantes. Es como si el cortejo alegre de la ‘romería’ se hubiese olvidado de regresar.
El pinar se dispersa a medida que se acerca a las casas. A la derecha, por el hueco que se abre de repente, el viejo divisa un mar azul, cruelmente azul. Allí donde antes se levantaba el viejo pueblo de Montepalomas. Ríe de forma convulsiva. No tenía más remedio que volver allí, al único sitio, al hogar de su infancia.
«Vuelvo a casa de mi madre». De pronto se da cuenta de que esa simple frase le había rondado la cabeza durante todo el viaje e incluso antes de salir, justo después de haber leído la carta de Nuria. Una frase que lo había acompañado noche y día en los campos de concentración, que lo había ayudado a vivir. Lo liberaron, pero la infancia murió con su madre; y la edad adulta le había grabado, por siempre jamás, en su semblante de campesino, el rictus de los borrachos y los mártires.
En la plaza, el campanario de la iglesia desafía al del ayuntamiento. Cada uno con su carillón en una jaula de hierro forjado en unas construcciones casi idénticas. El taxista dobla en una callejuela y deposita al viejo ante un edificio de tres plantas sin balcones, escaso en ventanas, y una fachada que, cual pancarta, anuncia en letras rojas una inscripción monumental: HOSTAL DE LOS CAZADORES.
Antes de entrar, el viejo deja mear al perro contra un mojón; las ganas que él mismo tiene de orinar lo hacen sufrir, pero no se atrevería a hacerlo a pleno día ni aunque se ocultase tras el andamio del edificio en obras que los albañiles han abandonado en su momento de descanso. A esas horas de la tarde, todo el mundo sestea sin vergüenza y ni un alma podría ver al viejo bajarse la bragueta. Vacila unos segundos y, al final, se decide a empujar la puerta.
No hay nadie en la recepción, un vestíbulo exiguo abarrotado de un revoltijo de bibelots de cerámica, jarras, jarrones y platos en las paredes que refulgen con suavidad como luciérnagas en la penumbra.
El viejo llama con una voz incómoda que resuena extrañamente en el silencio:
—¿Se puede?
Una puerta se entreabre en un pasillo oscuro por el que aparece un hombre gordo en camiseta interior y con un teléfono móvil pegado a la oreja.
—¡Te dejo, que hay alguien en recepción! —grita el dueño del hostal, mientras toma asiento detrás del mostrador de madera.
Ronda la cincuentena, de aspecto lívido, pelirrojo, con una frente recesiva y unas pupilas inquietas que parecen mirar siempre alrededor o hacia otro lado, más allá del interlocutor.
—Claro que se puede, buenos días —le responde seco—. ¿Qué desea?
—¿Tiene habitación para esta noche?
El hombre clava la mirada en el perro y esboza un mohín de desdén, los pliegues de la papada se le escalonan como volantes en el cuello. Parece un rinoceronte.
—Me queda una con la ducha en el rellano, son tres mil pesetas. El perro puede dormir en el patio.
—¿En el patio? No, no. Le pago cuatro mil y me deja que lo meta en la habitación. Le aseguro que este perro no tiene más pulgas que usted y yo juntos.
—¡Eso me da igual! —exclama el dueño del hostal—. Estoy acostumbrado a los perros. Como ha podido comprobar, el establecimiento se llama Hostal de los cazadores. Los cazadores en las habitaciones, los perros en el patio; así funciona desde hace treinta años, no tiene por qué cambiar ahora.
El viejo toma la llave a regañadientes y le entrega el carnet de identidad.
—¿Carabajal? —pregunta el hospedero—. Es un apellido de por aquí. ¿Tiene familia en la zona?
—No, ya no me queda nadie. Éramos de Montepalomas. Todo el mundo se fue cuando el pantano.
—Era lo mejor que se podía hacer. Quien no esté contento que se vaya. Y si la habitación no es de su agrado, no está obligado a quedársela, me devuelve la llave y adiós muy buenas.
—No, está bien, me da igual.
El viejo sostiene la llave en el hueco de la palma de la mano, que suda en contacto con el metal, y pregunta por el cuarto de baño. El dueño lo guía por un pasillo estrecho que él mismo obstruye con su volumen. Abre una puerta que da a un patio inundado de sol, con el suelo de tierra tan liso como el cemento. Ni una hierba, ni una maceta de flores, ni una planta; únicamente, por detrás de una portalada de hierro macizo, unas vistas a la montaña y al monte bajo calcinado. Sólo hay un viejo todoterreno cubierto de polvo aparcado contra la pared al fondo del patio. A la derecha, el hombre le señala una portezuela de madera flanqueada por un lavabo.