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¿Acaso su madre lo encontró colgado en su habitación porque Manuel había comprendido que nunca sería ingeniero, sino obrero, hijo de obrero y nieto de braceros, malditos desde tiempo inmemorial? ¿Acaso el joven se suicidó por culpa de los libros?

Al principio, Pura sólo pudo distinguir unos pies. Dos pies colgando a un metro del suelo que le llamaron la atención. Sobre todo, porque pertenecían a un cuerpo robusto y masculino, y ese cuerpo, que llegados a este punto habría que llamar cadáver, era el de su único hijo.

La madre se apropió de todo el dolor. Su esposa, la madre. Asumió ese papel como si se cubriera con una manta muy abrigada en una noche helada y no tuviera intención de quitársela. Por nada del mundo. En aquel momento, Pura no era más que la viva imagen de la madre eterna que llora la muerte de un hijo, la reencarnación de todas las pietà, de todas las mater dolorosa, en un ama de casa con mandil de flores. El sufrimiento hecho madre.

La madre, una madre que aún no era una vieja. Sólo tenía cincuenta años, la misma edad de la Virgen cuando clavaron a Jesús en dos palos de madera.

Lo abrazó por la cintura. A su hijo. Le estrechó frenéticamente las piernas rígidas. «¡No! ¡Es imposible! ¡Hijo de mi carne! ¡Manuel!».

En aquel momento, la visión de un calcetín agujereado que dejaba al descubierto con inocencia y ridiculez la carne rosa del talón le desgarró el alma sin saber por qué. Un abultamiento, redondo y rosado, que parecía un rábano y que, como un rábano, lo enterrarían.

La madre estrechaba la muerte del hijo mientras el padre volvía a casa a duras penas por el camino de la Media Legua tras salir de la fábrica. Los eucaliptos temblaban salpicados por la escarcha presente en el aire helado de enero. Dos kilómetros polares. El frío era tan hiriente que Medianoche sentía que los dedos se le entumecían en el asa metálica de la fiambrera. Llevaba una fiambrera blanca de hierro casi vacía, pero por nada del mundo habría desechado las dos patatas que le habían sobrado del guiso de cordero. La comida no se tira. Seguro que había cerrado mal la tapa, pues a cada paso que daba ésta tañía en el crepúsculo como una campana.

Llegó a casa tarde. Demasiado tarde, siempre demasiado tarde, a una casa en estado de efervescencia, con la policía, el médico, las vecinas, a las que había que espantar como a moscas inoportunas, y los gritos de su mujer. El cadáver estaba tendido en la cama.

El padre lo vio y no lo reconoció. No podía ser su hijo, su Manolito, con aquella cara tumefacta, completamente violeta, con la lengua colgando como la de un cerdo en el mostrador de una carnicería. Ése era otro, era la máscara del horror, el rostro de todos los torturados estrangulados en la cárcel y desnucados por el tornillo del ‘garrote vil’.

En ese mismo momento, el inspector no consideró necesario ordenar la autopsia, pero al día siguiente regresó para interrogarlos en profundidad.

Tuvo que renunciar a sonsacar una palabra al padre. El hombre se limitaba a clavar en el policía unos ojos inexpresivos. Del todo desconcertado, seguro que era un deficiente mental, con aquella cara torcida. Lo mejor sería interrogar a la madre. A ella, la cháchara se le daba bien. Bastaría con poner en marcha el mecanismo y nada la detendría.

La víctima, ¿verdad?, decía el policía; quizá hubiera expresado su proyecto unos días antes, quizá hubiera dado a entender alguna cosa o, mejor aún, quizá la madre había encontrado una carta…

—No, señor inspector, mi Manolo no ha dejado ninguna carta. Compruébelo usted mismo, todas sus cosas están ahí, en la cómoda. ¿Dice usted proyecto? ¿Qué proyecto? ¿Se puede llamar proyecto a la desgracia de quitarse la vida, de desesperar a unos padres? Seguro que no. No, señor. Se equivoca, si me permite que se lo diga. Le aseguro que se equivoca: mi hijo no era en absoluto un mujeriego. De verdad que no. Jamás le hemos conocido una novia, jamás ha vuelto por la noche con perfume de mujer en la camisa. ¡El olfato de una madre no falla! ¡Y tampoco era un marica! ¡Por el amor de Dios! ¡Adónde quiere ir usted a parar! ¡Que Dios nos perdone! ¡Somos honrados! ¡En nuestra familia nunca ha habido de eso! Amigos tampoco tenía muchos, los justos, y no los veía demasiado fuera de la obra. No le gustaba salir con ellos a emborracharse ni para otros vicios. Mi pobre hijo no tenía ninguno. No tenía amigos, es verdad, pero así no corría el riesgo de ir con malas compañías, ¿no le parece? Más vale estar solo que mal acompañado. ¿Que qué le reconcomía? ¡Y cómo quiere que lo sepa! ¡Diablos! Seguro que el mismo Satanás se lo ha llevado como presa. ¡Maldita sea! Y, ahora, dígame, ¿y si el cura, don Esteban, se negara a enterrarlo cristianamente? ¿Eh? No me escucha, claro, el entierro no es cosa suya. Pero que no vengan a mí a decirme que ha perdido el alma, pues le aseguro que en este mismo instante en que le hablo mi Manuel está ya en el paraíso. ¡Claro que está allí, tan claro como que lo estoy viendo a usted! ¡Ay! Ni siquiera me di cuenta de que estaba enfermo. ¿Cómo iba a saberlo? Parecía sano como una manzana. El doctor de la policlínica que ha firmado el certificado de defunción ha hablado de depresión, o de melancolía. Algo raro. Como de un oscurecimiento del cerebro. Ha dicho que es una enfermedad. Que deberíamos haberlo tratado. Los médicos ven enfermedades por todas partes. A ver qué piensa usted: ¿quedarse los domingos tumbado en la cama mirando las musarañas en vez de irse a bailar con los jóvenes de su edad es una enfermedad mental? ¡Nadie se suicida por pasarse el domingo sin hacer nada! ¿A que no? En mi familia nunca ha habido locos, que yo sepa, ni maricones, con el debido respeto. Hombres que se codeen con la botella, de ésos sí. ¿Y en qué honrada familia no los hay? Borrachos y buscapleitos en unas cuantas generaciones, ésa es la verdad, no lo voy a negar. Pero locos, jamás.

Pero ¡el padre sí que lo sabía! Por supuesto que lo sabía. Y, no, el joven con las vértebras rotas no formaba parte de la triste cohorte de los locos, sino de la de los valientes. Medianoche sí que lo entendía. Se imaginaba el cúmulo de rabia que Manuel había tenido que vencer en lo más profundo de su ser para dar aquel paso. El acto, el milagro del acto.

Medianoche comprendía a su hijo y lo admiraba. En secreto. ¿Por qué aquella admiración por el suicida, por el jovencísimo suicida? A pesar del horror, de la consternación, Medianoche envidiaba su valor de caballero. La insolencia del gesto. El chico tenía muchos años por delante, décadas de vigor se le ofrecían en el futuro. Miles de alboradas despreocupadas y de músculos flexibles, con los sentidos en alerta y una verga como el bastón de mando de un ‘alcalde’. ¡Miles de noches de amor lo aguardaban y a él le importaba un bledo!

Manuel se había atrevido a dilapidar el bien más preciado, como se quema el papel moneda ante la ley. La rabia impotente del suicida se volvió contra él y a la vez se transformó en poder. Milagrosamente. A quien desea la muerte todo le parece posible. El joven se adelantó a la llamada, tomó la muerte al asalto, como en una barricada.

Pobre, pobre chico, tan joven, asfixiado por las trombas polvorientas de la desesperación. ¡Pobre perro de Goya! El padre había traspasado al hijo el relevo de la desgracia, pero Manuel le había plantado cara. Medianoche leía en su muerte como en un libro abierto. Por fin sabía quién era Manuel y quién era él, el antiguo prisionero que nunca tuvo el valor de huir, el ‘rojillo’, un pobre necio condenado al silencio, y se avergonzaba de ello.

Durante los días, las semanas que siguieron, el padre y la madre se evitaban, se esquivaban la mirada. Pura se limitaba a observarlo a hurtadillas mientras ponía la mesa y él estaba postrado frente al televisor, derrengado en un sillón con los reposabrazos decorados con los tapetes que ella misma había bordado. Miradas furtivas para culpabilizarlo de la dimensión del desastre.

Era mejor tener la tele encendida permanentemente para no sentir la pesada carga del silencio que se interpuso con brutalidad entre los dos y que nada, ni nadie, podía mover. Era como si temieran hacer el más mínimo gesto, horrorizados por su torpeza, como si hubieran roto, sin darse cuenta, un objeto precioso e irremplazable.

A partir de aquel día, ambos entraron en la vejez. Pura permanecía de pie en la cocina con los brazos caídos y el pecho colgando en un sostén ya demasiado grande. Estupefacta.

Había perdido el apetito y, con él, una buena parte de su persona. Se había convertido en otra, en una insomne de ojos abotargados cuyo lagrimal siempre supuraba. Toda su animosidad, toda su acritud congénita se desmoronó. Se tragó su propia bilis.

Con todo y con eso, con el tiempo, volvió a ser ella misma, ganó grasa en las caderas y se le avinagró el carácter. La manera de ser siempre recupera el control a pesar de los palos del destino. Al cabo de un año, Manolito no era más que una habitación a guisa de mausoleo a la que Pura daba lustre a fondo el primer lunes de cada mes, regocijándose en silencio de no volver a encontrar el desorden de otras veces.

Medianoche, por su parte, conservó la habitación del muchacho, una habitación atemporal e inaccesible, en lo más profundo de su ser. Su hijo muerto había penetrado en su alma, por fin se habían reencontrado, unido, como pasó con el otro, el gemelo.

Manuel sólo vivía en su recuerdo. Si el viejo dejase de pensar en él, sería como si nunca hubiera existido. El linaje de los Carabajal se extinguiría, y se dijo a sí mismo que cuando él también muriera, ya nadie lo recordaría.