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¡Qué buenos momentos pasó en casa de su amigo Valeriano! Desde Montepalomas, Medianoche no había conocido semejante felicidad. Pero todo lo bueno se acaba, y la maldad de los hombres siempre está al acecho. Los moradores del número 45 de la calle Galileo empezaron a mirar de reojo y con desconfianza al nuevo ocupante de la portería, su portería. Consideraban, todos, incluso los arrendatarios, que el cuartucho del conserje era de su propiedad. Los más virulentos eran los listos que ni siquiera pagaban un duro de alquiler, los que se habían instalado sin contrato y sin vergüenza en los edificios expropiados a los republicanos.

Las pintas de Medianoche, de mandíbula prognata poblada de una barba negra incipiente y la cara demacrada, olían a diez kilómetros a la redonda a gitano o a comunista, a ladrón o a expresidiario. El primero en lanzar su conspiración contra la portería fue don Rigoberto, el vendedor de colchones del último piso, un beato y un sabelotodo engreído de su fortuna, aunque abrumado por un cáncer de próstata y sus cuatro hijas casaderas. A Valeriano, que conocía la vida personal de cada uno de los residentes, le habría gustado compadecerlo si no lo hubiera despreciado tanto. Y he aquí que un domingo por la mañana, don Rigoberto no aguantó más. Pescó a los dos amigos en el vestíbulo del inmueble justo cuando salían a tomar café a la Gran Vía.

Don Rigoberto se expresaba con tono pedante simulando sacudirse de la solapa del abrigo la ceniza invisible de su puro. Con sus cuatro pelos relucientes de brillantina y peinados hacia atrás sobre un cráneo rosado y unos ojos agudos, su manera de mover la cabeza hacia delante con sacudidas acompasadas lo hacía parecer un pájaro carpintero, o un notario, o el secretario de un cardenal, o un burócrata desalmado cualquiera conminado a mantener el orden y las buenas costumbres. Un pájaro autómata.

Don Rigoberto resumió los hechos tan nítidamente como la notificación de un ujier. El susodicho Valeriano había sido contratado para garantizar la limpieza y el buen funcionamiento del inmueble a cambio de lo que recibía un salario y techo. «Ahora bien, usted ha introducido en este apacible inmueble, sito en el número cuarenta y cinco de la calle Galileo, a un individuo cuyo aspecto no deja presagiar nada honrado. ¡Acaso no ha escuchado todo el mundo las blasfemas palabrotas que se pronuncian detrás de la puerta de la portería! Le recuerdo que no tiene derecho a alojar a quien usted quiera y que el cuarto en el que vive es para un único ocupante. En este inmueble burgués, la gitanería nunca ha entrado, ni la suciedad. ¡Y ahora están por todas partes! ¡Y eso ya es el colmo! Desde la llegada de dicho individuo, unos efluvios molestos ascienden por el hueco de la escalera. Puede que los bichos ya estén subiendo por las paredes y, a continuación, lo harán por el cuero cabelludo de las familias residentes. Las cuestiones morales se ven duplicadas por un problema crucial de higiene y, lo que es peor, de salud pública».

Por mucho que camuflara su saña en la madeja de su retórica de tecnócrata del Opus Dei, el colchonero se mantenía cortés pero intransigente. Si dicho individuo no abandonaba el edificio en veinticuatro horas, informaría a la guardia civil. Valeriano podía darle las gracias, don Rigoberto había sido bastante honesto al advertirlo, con la probidad del comerciante que siempre se ajusta al presupuesto.

La indignación virtuosa de don Colchón no impidió que los dos amigos bajasen por la calle Princesa hasta la plaza de España y subieran por la Gran Vía para tomarse el carajillo de anís de los domingos en la plaza de Callao mientras veían pasar a las jovencitas. Era el momento de tomar una decisión.

El joven extremeño nunca fue particularmente espabilado, pero en toda su vida se había sentido tan incapaz como en esa tesitura. Caminaba con la cabeza gacha, las manos hundidas en los bolsillos, limitándose a repetir como si hablara consigo mismo: «No pasa nada. Después de todo, si nos tenemos que ir, pues nos vamos». Hablar por hablar, en realidad, porque no tenía la más mínima idea de adónde podía ir.

Una voz interior le susurraba: «Da igual». Lo que no significaba que fuera a encontrar un refugio tan cómodo como aquél ni un amigo tan generoso como Valeriano, sino que, mientras estuviera vivo, todo daría igual. Todas las existencias tienen la misma importancia y valor, siempre y cuando ningún dios contemple su desgraciada creación. En los momentos de desesperación, Medianoche evitaba siempre el yo, y regresaba al nosotros. Decía «nos vamos», «ya veremos». Cada vez que se ponía en marcha, muy a su pesar, se aferraba a su sombra.

Medianoche observa a las palomas hurgar entre las cáscaras de pipas que la gente ha escupido en el suelo. Cada uno encuentra su pitanza y su guarida como puede. «Dios proveerá», solía repetir su madre. Y la buena mujer tenía razón. Dios, o más bien la naturaleza, provee a quienes han sabido permanecer vivos. El ateo en que se ha convertido el chico no tiene otra convicción: se necesita inconsciencia y tenacidad y, sobre todo, fuerza viva, fuerza bruta, para sobrevivir.

Y sobrevivirá. El sol alegre de los primeros días de marzo hace que el mármol de las mesas reluzca como un espejo mágico. Una dulzura nueva flota en el aire y anuncia la primavera. Dos mujeres con sombrero de campana pasan por delante de ellos, con el abrigo abierto sobre unas blusas de muselina blanca. Dinastías honorables de la Castellana que llevan a sus hijos a escuelas católicas, que no dejaron de pavonearse en abril de 1939 cuando los nacionales entraron en Madrid, hijas generosas de buena familia que han dado el día libre al chófer ese domingo por la mañana para martillear con sus finos tacones los populares adoquines de Callao.

Toda la juventud de Madrid desfila ante la terraza del café en el que los dos hombres, con sus gorras de obrero echadas hacia atrás y las camisas desabrochadas, estiran las piernas saboreando el carajillo. Al cabo de un rato, Valeriano se levanta para ir a comprar tabaco en un quiosco. Una anciana desdentada, con un pañuelo negro en la cabeza, atiende el puesto. Sus ojillos maliciosos te desmenuzan, te taladran como tornillos en la madera. Se diría que parece una bruja libidinosa entre la carne rosada de las niñas pijas de las revistas suspendidas con pinzas delante de él, como una guardia de honor. Valeriano pide diez Celtas, un lujo que sólo se permite el domingo; entre semana se lía los cigarrillos con papel de arroz. Tabaco de picadura que compra en paquetes, nada de ir recogiendo colillas, como hace el pobre diablo de Medianoche. A veces se avergüenza cuando lo ve recoger con disimulo colillas de debajo de las mesas de las cafeterías. Valeriano cuenta cinco Celtas, los coloca en su pitillera y envuelve los otros cinco en papel de periódico para ofrecérselos a su amigo.

—No te ofendas, hombre, y acéptalos. Ahora vamos a Vallecas.

Bajan en la boca de metro de la parada de Puerta del Sol, a contracorriente de la muchedumbre que se apresura por las escaleras. El domingo, la gente de los barrios de la periferia se dirige al centro de la capital para pasear en familia hasta el parque del Retiro o para pasar el rato entre los puestos del Rastro. ¡Zapatos de segunda mano, abrigos remendados, recortados, zurcidos, da igual! Cada uno se ha vestido con sus mejores galas y luce aspecto de domingo.

Los dos hombres toman la dirección del Puente de Vallecas y suben a un vagón casi vacío. Medianoche se limita a seguir a su compañero como un sonámbulo. Valeriano es el único que sabe a qué desheredado rincón de Vallecas lo arrastra, a qué puerta desconocida llamará. Presume de conocer tan bien Madrid como el inmueble de la calle Galileo. Mejor que las termitas conocen las vigas que roen con paciencia, día tras día.

Pasan la tarde corriendo de una dirección a otra por barrios obreros de calles medio agujereadas, como bocas a las que les faltan unos cuantos dientes. El metro acaba donde empiezan los suburbios. Hay que bordear los muros de las fábricas, esquivar los caminos fangosos sin ralentizar el paso. Pero a Medianoche le cuesta seguir el ritmo infernal de su compañero. No tiene ni las piernas largas de acero templado del gallego ni, sobre todo, el hábito de caminar libre por el bosque urbano. Aunque sus extremidades son firmes a pesar de los años de encarcelamiento y por su corta edad, Medianoche nota que ha desaprendido a caminar. A caminar en el sentido estricto de la palabra. No a desplazarse, sino a ser plenamente dueño de su cuerpo. Un cuerpo ya sin trabas que devore con libertad el espacio. Tendrá que volver a aprender.

A pequeños pasos irregulares, con unos andares como los de una anciana con la que la artrosis se ha ensañado en las rodillas, Medianoche sigue la melena cobriza de su amigo, tan danzante, tan despreocupada como la llama de una antorcha. Eso también lo tendrá que recuperar, el andar deportivo de la libertad.

Valeriano sube las escaleras de madera carcomida en busca de algún conocido, un compañero de armas, un sindicalista o un gallego como él. Medianoche no lo sabe. No es preguntón por naturaleza y se limita a esperar en la calle el tiempo suficiente para liarse un cigarrillo y refugiarse en los portales como puede de la fina lluvia que empieza a caer.

El aire apesta al gasoil que expelen los autobuses mal regulados. Todo el barrio huele a humo, no al humo azulado, agradable, que Medianoche veía elevarse en el pueblo como un canto de alegría, con aquel olor a fuego de leña, sino a miasmas de hollín húmedo y a productos químicos, la respiración amarga de las fábricas que exhalan los altos hornos.

Al cabo de un momento, Valeriano regresa a la carrera y con cara sombría.

—Éste no habría sabido dónde meterte. Ya acoge a un primo y su mujer acaba de dar a luz a otro hijo.

Después de dos intentos infructuosos más, Valeriano deja estallar su mal humor:

—¡Menuda panda de cabrones! ¡Me cago en la madre que los parió!

—¡Tranquilo, hombre! ¡Tranquilízate!

—¿Que me tranquilice? ¡Me cago en su piojoso camastro y en su puta madre! ¡Están todos acojonados! ¡Hay que joderse! Dicen que tienen la casa llena y que ni siquiera disponen de dos metros cuadrados libres de suelo para poner un colchón. Excusas… La verdad es que se mueren de miedo con la sola idea de alojar a un expresidiario. ¡Todos! ¡Por muchos que sean! Por mucho que les diga que has sido liberado, que estás en regla, que tu situación es perfectamente legal. ¡No sirve de nada!

Medianoche lo escucha en silencio, se limita a negar con la cabeza mientras le da una calada más fuerte al cigarrillo que sujeta entre el pulgar y el índice.

—En Vallecas ocurre lo que en todas partes —prosigue Valeriano—, como el régimen no se fía de este barrio con fama de revolucionario, los chivatazos son el pan de cada día, cualquier relación con los perdedores es sospechosa. Imagínate que incluso los curas se aprovechan de la confesión para que los niños cuenten a qué se dedican sus padres… Mira, acabo de enterarme de que en el segundo piso de este edificio, justo debajo de mi amigo Ángel, la semana pasada pillaron a un tipo. Encontraron en su casa una bandera republicana y una foto de Negrín. Su mujer se lo había contado al cura bajo secreto de confesión. ¡Y el cabrón se lo sopló todo a la ‘guardia civil’!

Medianoche escucha sin decir ni mu, concentrado en dar golpecitos con cuidado al ascua del cigarrillo. No puede compartir la indignación de Valeriano. Por supuesto, también profiere palabrotas contra los curas que se han pasado al servicio de los torturadores, pero es absolutamente incapaz de culpar a los que le cierran las puertas. Esa pobre gente se niega a arriesgar su vida por un perfecto desconocido. No se siente con derecho a condenarlos.

No siente ira, sólo hambre. Sí, empieza a notar esas contracciones tan familiares. La llamada imperiosa del estómago. Desde hace diez años sólo ha conocido esa sensación. Lo más normal en su condición de paria, de miserable. Lo único que ahora lo deslumbra es ese lujo supremo que se le ofrece en adelante, el oxígeno con el que se deja embriagar hasta el embrutecimiento: la libertad.

A las cuatro de la tarde, bajo el chaparrón, como dos lobos ávidos y empapados, los amigos entran en una bodega de la calle Albufera. Bajan rápidamente las escaleras grasientas en una semioscuridad poblada de sombras que se mueven deformadas por la iluminación turbia de las farolas de gas. Un olor a salmuera, a tabaco negro y barriles de roble se les agarra a la garganta. No se trata de un antro de ‘bandoleros’, no, sino de clientes que juegan al ‘tute’ casi a tientas. Los obreros conocen mejor sus cartas que las letras del alfabeto. Valeriano estrecha la mano del dueño, José, un viejo conocido, y pide dos chatos de vino blanco con un plato de morcilla frita.

Se sientan a la única mesa que queda libre, justo al lado de la puerta de entrada. La tormenta cae con más fuerza, la tromba de agua golpea ahora los cristales de las ventanas. Medio borrosas por la neblina del aguacero, unas siluetas con los sombreros empapados corren apresuradas contra las paredes, como fugitivos.

Mientras pinchan de buena gana en el plato que comparten, Valeriano señala con la barbilla un edificio de tres pisos al otro lado de la calle.

—Si te quedas en Vallecas, camarada, no te atrevas a pedir trabajo en ese sitio.

En la fachada, en letras negras sobre un fondo amarillo, una inscripción descolorida reza: MI GORRA, FÁBRICA DE SOMBREROS.

—¿Por qué? ¿Qué es?

Valeriano prosigue en voz baja:

—Un antro de hijos de puta y la mejor trampa que han podido montar para engañar a cualquier don nadie. Esa antigua fábrica alberga en estos momentos un puesto de control del trabajo. Los más ingenuos piensan que se trata de una oficina de colocación y acuden allí a buscar una oferta de empleo. Los obreros reciben un permiso de la policía para poder trabajar, siempre que pasen por un registro exhaustivo. ¡No se les escapa una, esas hienas tienen un olfato infalible! El que huele a sospechoso entra de nuevo en chirona en un santiamén. ¡Ándate con ojo, amigo! No te metas en la boca del lobo.

—¡El cabrón de tu padre!

De repente, una voz ronca lanza un grito estridente que resuena en el establecimiento. Medianoche se da la vuelta sobresaltado, a la vez que una carcajada enorme hace tambalear la mesa contigua. Alguien grita.

—¡Sigue! ¡Hazlo hablar! Paquito, bendita criatura, ¿qué nos tienes que contar?

En la otra punta de la barra, un loro magnífico de color perla con una cola roja plegada como un abanico preside una jaula. El ave resopla, gira la cabeza sucesivamente, a la izquierda, a la derecha, como para medir a los clientes por encima de una nube de humo espesa, y he aquí que lanza un atronador: «‘¡Todo por la patria!’».

¡El pájaro es fascista!

Valeriano se parte de risa con los demás, con ganas, a mandíbula batiente. Medianoche no sale de su asombro. Le lanza una mirada desconfiada, y Valeriano se inclina hacia él por encima de la mesa. Sigue sonriendo, pero baja la voz hasta susurrar:

—El dueño es de los nuestros. Es un enlace del mismo grupo al que pertenezco yo. Tuvo la suerte de no entrar en chirona, aunque podrían haberlo metido por culpa de un loro delator. No éste, claro, sino otro.

—¿Otro loro?

—¡Ni te lo imaginas! Este loro que ves aquí es un usurpador. Sí, un impostor, un farsante o un doble, como quieras llamarlo. Ha ocupado el sitio del verdadero.

En ese momento, un arranque de ¡vivas! los hace darse la vuelta. El ambiente en la sala se ha vuelto frenético, los clientes golpean el suelo al compás, repiquetean en las mesas con los culos de los vasos, riéndose a carcajadas. El loro acaba de entonar el himno de la falange: Cara al sol.

—Déjalo que cante —dice Valeriano—. Paquito ha salvado el pellejo de su amo, así que, que cante. Imagínate, en el treinta y seis José tenía otro loro, idéntico. De la misma especie, con el mismo plumaje, incluso la misma cola llena de plumas rojas, sólo que el anterior era republicano e incluso más anarquista que Bakunin. ¡Ésa fue su desgracia! El antiguo Paquito, también se llamaba Paquito, cantaba ¡Ay, Carmela! y chillaba «‘¡No pasarán!’». Cuando cayó Madrid, José tuvo la idea de deshacerse de ese testigo que llamaba tanto la atención. Una mañana embarcó al animal en su camioneta y se fue al campo, cerca de Majadahonda. Una vez en la pineda, José abrió la jaula: «¡Hala, Paquito, ya eres libre, lárgate!». ¿Tú crees que el animalillo apreció el gesto? En absoluto. Paquito lo miraba fijamente con sus ojos redondos sin soltar las garras de los barrotes de la jaula mientras parloteaba: «¡A las barricadas! ¡A las barricadas!». Era imposible hacerlo salir. José lo atrapó poniéndole el puño para que posara las patas en él, como tenía por costumbre, y, con cuidado, lo colocó en la rama de un árbol, como una cacatúa libre en una selva tropical. Pero fue en vano. En cuanto regresó a la camioneta y puso una mano en la puerta, el ave maldita se posó en su hombro chillando con desesperación: «¡Me cago en Dios!». De una bofetada, José lo hizo rodar por la hierba. El loro volvió a la carga aleteando con obstinación, como una mosca revoloteando en la carne. ¡Aúpa! En el hombro derecho. ¡Aúpa! En el izquierdo. Por encima de su cabeza oía un aleteo como el de un ventilador. Y José, venga a hacer el molinete con los brazos mientras insultaba al loro. Hombre y ave se enzarzaron en uno de los duelos de insultos más obscenos que la lengua castellana haya podido alumbrar. Al final, José consiguió meterse en el vehículo y arrancar a toda velocidad, pero el pájaro infernal siguió sobrevolando la camioneta. Aquello era inaguantable. En el primer pueblo tendría con qué alborotar a toda la población y a la ‘guardia civil’. Entonces, José aparcó en la orilla de un río, un rincón salvaje, un hueco sombreado con rocas reverdecidas de musgo. Nada más salir del vehículo gritó «¡Paquito, ven aquí!» y, enseguida, el pájaro se posó en su hombro como si no se hubiera dado cuenta de la trampa. Se oyó el crujido de un cuello. Tierno y delicado, menudo, como la muñeca de un recién nacido, pero que produce un ruido seco, un estrépito desagradable de todas sus vertebras. A José le costó mucho tiempo borrar ese ruido de la mente. Eso no impidió que el mismo día recorriera todas las pajarerías de Madrid para localizar al doble de Paquito. Acabó por encontrar el mismo loro gris de Gabón, pero con una educación distinta, un espécimen bien criado. Éste había pertenecido a una anciana beata que se gastaba un dineral en velas cada año en el mes de María para transformar su apartamento de tres habitaciones en una capilla ardiente de la Virgen. A la mujer la encontraron muerta de un ataque al corazón entre la cera fundida. El loro dio la alerta desgañitándose con todas sus fuerzas en cuanto se inició el incendio: «¡Hosanna! ¡Hosanna a Dios en las alturas!». El pájaro era tan ingenioso como creyente. No podemos culparlo, él no es el responsable de su adoctrinamiento. Después de todo, este loro feligrés merecería llamarse Salvador por haber salvado sus plumas y el pellejo de mi amigo José, uno de los mejores milicianos del frente de Madrid. Mira, ahora vas a comprobar lo valiente que es.

Valeriano hace una señal en dirección a la barra, donde José llena unas cañas. Medianoche no llega a detectar detrás de aquella cara inyectada en sangre, de ojos juntos y unas cejas de punta que le confieren un aspecto de jabalí listo para cargar, el más mínimo indicio de bondad o de simple humanidad. El hombre planta las cervezas ante los albañiles de gorra polvorienta y se acerca a la mesa de los dos amigos chupeteando un palillo. Mientras Valeriano le explica la situación en voz baja, José lo escucha sin mirar al vagabundo, al sin techo, al campesino al que los años de cárcel no le han borrado el olor a establo. Apenas responde con monosílabos o con un gesto de la cabeza, limitándose a hurgarse con el palillo y con esmero las profundidades de una muela picada.

Medianoche no dice nada, se siente incómodo consigo mismo, avergonzado por ser un lastre, lo siente más que nada por Valeriano, que ha apartado a José para hablarle. Medianoche sólo capta fragmentos de la conversación. Su amigo está defendiendo su causa, contándole los años de sufrimiento en prisión. No añade nada. Todo fue mucho más atroz aún; las palabras de los demás siempre quedarán por debajo de lo que sufrió. Aun así, Medianoche se avergüenza de inspirar lástima.

Le gustaría levantarse e irse, decirle a Valeriano «¡ya basta!, ¡ya basta de que te rebajes a mendigar por mí!, ¡ya basta de humillarse ante ese tío!». El dueño rompe el palillo con parsimonia y lo echa al cenicero.

Medianoche piensa en el cuello del loro.

Ese hombre ha matado con sus propias manos, ha sentido bajo su presión el latido cálido de un ser vivo. Medianoche lo observa con una repulsión que no deja de sorprenderlo. ¿Cómo es que el hecho de haberle retorcido el cuello al loro le parece de repente tan monstruoso, mientras que las decenas de franquistas que seguramente ese tío se cargó durante el asedio a Madrid las estima, al contrario, acciones justas e incluso heroicas? En ningún caso los ve como crímenes. Al estrangulador de loros lo considera un estrangulador de niños. Y de un hombre semejante no puede esperar ayuda.

De todas formas, el bodeguero responde a la solicitud de Valeriano con una risa malsonante, en perfecto desacuerdo con su breve: «Lo siento, me es imposible». Valeriano se queda estupefacto.

—¿Imposible? Explícamelo.

El otro lanza una mirada hacia la sala y bajando la voz todavía un poco más se excusa:

—Intenta comprenderme, camarada. Me vigilan de nuevo, creo que me han colado a dos soplones. Lo tengo mal para alojar a tu protegido en la trastienda.

Medianoche nota que los nervios le laten, nota una tensión ínfima en el ojo, un tic que le tira del párpado superior. Es el primero en levantarse y en lanzar dos pesetas encima de la mesa. En la calle, la lluvia ha cesado y un sol blanco como una hostia se deja ver en el cielo oscuro. Las aceras relucen, tan pálidas y limpias como planchas de chapa.

—¡Bah! ¡Incluso él! —se limita a exclamar Valeriano, mientras se abotona el abrigo—. ¡José, no! ¡De José nunca me lo hubiera esperado!

Medianoche sonríe. ¡Para qué explicárselo! El pobre Valeriano no ha aprendido tanto como él en los barracones de los campos. De todas formas, el chico no pasó por allí para aprender eso, eso son cosas que algunos ya saben de toda la vida. Pero Valeriano, como Andrés, estaba hecho de la pasta de los idealistas y mantenía la esperanza en el hombre. Para él estaban la buena y la mala moneda, la mala sería en adelante la que llevaba la odiosa efigie y la inscripción: ‘Franco, caudillo de España’.

Por su parte, Medianoche no siente ningún escrúpulo al notar la tibieza del dinero en la palma de la mano. Sabe que cada hombre, como las monedas, tiene una doble cara y que, en las tinieblas de su mano cerrada, no hay ni cara ni cruz. La actitud de José trastorna profundamente a Valeriano, aunque no haga ningún comentario y se limite a mordisquearse el mostacho. Ese silencio es mucho peor que la ira. Siente vergüenza. Después de un mes, Medianoche ha acabado conociéndolo.

Suben la calle apretando el paso, como si huyeran, sin prestar atención a los charcos en los que se mojan los zapatos. De repente, Valeriano se para en seco, agarra a Medianoche por el brazo y exclama:

—¡Graciano! ¡Graciano nunca se negará a ayudar a un hermano! ¡No! ¡Claro que no! Además, es extremeño, como tú, pero de un poco más al sur, de Zafra. ¿Cómo es que no he pensado en él antes? ¡Es un tipo formidable! Ya lo verás. Y hablo con conocimiento de causa, él me escondió durante los primeros meses de mi fuga. Vive en el centro. ¿Vamos?

—Como tú quieras —le responde Medianoche, como queriéndole decir: «Te lanzas de cabeza a una nueva decepción, camarada, todavía te hervirá más la sangre, pero tú mismo, si tú quieres…».

—¡Por el amor de Dios! ¡Cualquiera diría que no estás angustiado!

—Siempre me han dicho que tenía la cabeza dura y la sangre espesa. Dame fuego, tenemos tiempo de fumarnos un cigarrillo antes de llegar a la parada.

Medianoche haría bien en preocuparse, pero es Valeriano el que se muestra inquieto en su lugar. ¿Y si no encuentra a nadie que lo acoja? Tiene el dinero justo para pagarse tres o cuatro noches en la más mísera de las pensiones. ¿Y después? Después, será el fin del mundo, y no quiere hacer el esfuerzo de imaginárselo. Ese vacío de futuro no le interesa nada. La plataforma sobre la que se sostiene tan plácidamente como los hombres de la Antigüedad sobre la tierra plana la atisba ahora como un precipicio en los confines de su universo.

No, no hay nada que perturbe al joven de la sonrisa extraña grabada en la cara. No confía en los hombres. Sabe que los buenos y los malos no son especies diferentes, sino que cada uno es un buen tipo o un hijo de puta alternativamente, incluso varias veces al día. Basta con llegar en el momento oportuno y aceptarlo. Medianoche mira los rasgos crispados de su amigo. Valeriano sufre por el hombre, por el elevado concepto que tiene del hombre. Está condenado a vivir a la espera y a que lo decepcionen siempre.

Los dos amigos caminan en silencio, unidos por el arabesco azul del humo de los cigarrillos. Silenciosa tras el diluvio, la calle contiene la respiración antes de ponerse de nuevo a vibrar al ritmo de los vivos. Medianoche sólo oye el chirrido de las suelas agujereadas de sus zapatos en el suelo mojado.

En el cruce de Vasares, las obras públicas los obligan a cambiar de acera. Unas barreras de hierro dispuestas a lo largo de una zanja les obstruyen el paso. Están reparando las canalizaciones de agua que quedaron destrozadas por los bombardeos.

Medianoche entorna los ojos por culpa de un deslumbramiento extraño. La barrera mojada brilla como un pasamanos de fuego tocado por un rayo de sol. El metal resplandece perlado de miles de gotas ávidas de luz que la difractan en carbúnculos multicolores como los destellos de una vidriera. Un espectáculo digno del esplendor de una ópera.

Pero Medianoche no posee, en lo más profundo de sus recuerdos, ni el más mínimo decorado de ópera, ni lámparas de araña, ni pastorales pintadas en lienzos, ni una orquesta cuyas notas órficas se eleven del foso para aureolar de una gracia estremecedora, visible, palpable, la cabellera impregnada de luz de la diva. No, frente al esplendor de las gotas centelleantes, sujetas como por arte de magia en un destello de eternidad, listas para descolgarse de la barra de hierro y volver a la nada, Medianoche sólo ha conservado un único recuerdo, uno sólo, pero más preciado que el Don Giovanni que Andrés no volverá a entonar, más ardiente que la Norma que Mila no volverá a cantar en el Palau de la Música de Barcelona, el chico no guarda en su cabeza de joven pueblerino más que la imagen del día de Reyes de su pueblo, o mejor dicho, de la noche de Reyes y de los farolillos toscos y multicolores que los niños enarbolaban en la punta de un palo por las callejuelas, llamando a las puertas para pedir el aguinaldo. El resplandor de las candelas encendidas que iluminaban con destellos rojos y azules las fachadas oscuras.

Todas las noches de Reyes de su infancia se mecen en el centro de cada gota de lluvia de una barrera oxidada en el barrio obrero de Vallecas. Medianoche contempla fascinado la retahíla de perlas líquidas, tiene la sensación extraña de que una puerta se ha entreabierto en el pasillo ciego del tiempo y que, en ese instante suspendido, ve con los ojos de su hermano, Mediodía, los farolillos de la fiesta, como si hubiera intercambiado su conciencia con la del otro.

Su última noche de Reyes fue la de 1937. En la plaza de la iglesia el ‘leño’ se extinguía. La hoguera había ardido durante diez días. Un hermoso tronco de encina que los hermanos habían llevado del Monte Agudo en la carreta del padre, según dictaba la tradición. Toda la juventud del pueblo solía seguir el cortejo a pie, cantando ‘villancicos’ y canciones de taberna. Por el camino se empinaba mucho el codo. La bota de vino pasaba de mano en mano y lanzaba hasta el fondo del gaznate largos chorros de clarete, cobrizo como las piedras. Pero aquel invierno, la mayor parte de los hombres válidos estaba en el frente, sólo quedaban mujeres, viejos y menores de dieciocho años. Alfredo, el zapatero, que sustituía al alcalde, que había partido a la guerra, empapó un trapo en queroseno para encender el tronco gigante que exorcizaba todos los demonios de la última Navidad de la guerra. Ya se sabía que sería la última.

—¡Maldita sea! ¿Qué haces ahí plantado con la gorra en las manos?

La pregunta de Valeriano lo despierta de repente. Es verdad que el tontaina de Medianoche se había quitado la gorra y quedado quieto como si por delante de él estuviera pasando un cortejo fúnebre.

—Una imagen me ha atravesado el pensamiento.

—Amigo, no necesitamos imágenes. Necesitamos ideas. Y espero que la de ir a casa de Graciano sea una de las buenas, aunque a ti no se te vea muy preocupado.

—¿Qué puedo temer? —responde Medianoche—. Lo peor ya ha pasado. Ya hemos pasado al otro lado de las alambradas, ¿no?

Después, con un gesto inesperado, casi como una caricia, agarra la muñeca derecha de Valeriano para ver la hora. Ya son las seis de la tarde, en un momento anochecerá. No ha tenido un reloj en su vida. El reloj de muñeca es un lujo. Un regalo de ricos que se ofrece a los hijos de buena familia cuando cumplen la mayoría de edad. El día en que él cumplió veintiún años su madre le hizo llegar a la cárcel un par de alpargatas nuevas.

¡Qué contento se puso! Llevaba dos años con las mismas abarcas confeccionadas con trozos de neumático. Pero eso no le hizo sentirse mayor de edad. Mayor de edad, es decir, libre. Un hombre libre a quien nadie tuviera que ordenarle nada, un hombre caminando sin trabas.

Sin embargo, sí que lo habían considerado un hombre lo suficientemente adulto como para meterlo en la cárcel a los diecisiete años y medio. Sí, un adulto, como el burro que el peón caminero carga de sacos de piedras, como el cerdo que se engorda con paciencia para degollarlo en Navidad.

Medianoche no sintió miedo en el camión. ¡Qué podría pasarle! Que lo juzgaran, que lo condenaran, que lo mataran. Lo peor había ocurrido ya. Después de eso, qué más podía pasarle. Todo le daba igual. Él había muerto con su gemelo.