24

El canto de los pájaros nace antes que la luz. Éstos cubren el cielo, gorjean locamente, emiten gritos de vida, gritos de guerra. Silbidos y trinos. ¡Trinos! ¡Gorjeos! ¡Pizzicatos y melodías de locura! El crescendo aflautado de los ruiseñores.

El día se levanta con el saludo límpido de las aves. Ya despunta por el este, oculto tras la montaña; enseguida bañará de un fluido lechoso el cuerpo del hombre que duerme vestido en la cama sin deshacer. Medianoche sólo se ha quitado los zapatos, los ha dejado en las baldosas de color sangre de toro, dos objetos amorfos recubiertos de una capa arenosa, como dos patatas recién arrancadas.

Siente un dolor punzante en la parte superior del muslo; el viejo se da la vuelta, quejumbroso, para recostarse del otro lado antes de despertarse del todo. La espiral de la libreta que lleva en el bolsillo se le ha clavado en la piel marchita.

Estaba ahí. Siempre ha estado ahí, la minúscula libreta cantante de doble voz que se ha nutrido de dos escrituras que el tiempo ha decolorado: la elegante, la afilada, la de astas y palos altos, y la torpe, la de redondeces temblorosas, la quebrada. Hace mucho tiempo que Medianoche no ha pasado las páginas cuadriculadas. No le hace falta. Le basta con saber que la lleva pegada a la piel, pegada al cuerpo.

La libreta canta. Cantan los sonetos de Góngora a través de la voz juvenil de Andrés: ¡cabellos de mujer, labios, cuellos palpitantes, milagrosamente preservados, vivos! Cantan los tangos de antes de 1936, plagados de lluvia, de pena, de traición, de pebetas inolvidables, de viajeros sin destino. Cambalache, Tiempo viejo, Mi china se fue. Las melodías que se escuchaban en aquella época y que el joven Medianoche se aplicaba en transcribir al final del día con un lápiz no más largo que su dedo meñique pero que tenía que hacer durar.

El siglo veinte XX tararea sus lamentos en las hojas amarillentas de la libreta de un prisionero.

Las cárceles se han evaporado con sus carceleros. Muchas generaciones ya han poblado los nichos de las paredes de los cementerios, padres e hijos enterrados en esos cajones superpuestos, amigos o enemigos, condenados a la gran concordia del silencio. Como en el poema de Góngora, no queda nada, todo se fue «en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada». Nada, menos la libreta. ¡Y canta!

La muerte se llama Nada. ¡Nada! No hay nada que aprender sobre ella, ninguna lección que sacar, ni a los veinte ni a los ochenta años. La muerte no existe, pero el pensamiento de la muerte es una lepra que infecta la existencia. Que ulcera. Que perfora. Que mutila.

Medianoche ha resistido a la llamada engañosa del pantano. El salto a la eternidad, la tentación de lo trágico. Esa mentira. Medianoche se estremece de asco. Ahora que ha escapado al espejismo sabe, por fin, que agotada, debilitada, amenazada, reducida a un aliento imperceptible, sólo ella existe, sólo ella es verdad: la vida.

Lo sabe. Lo ve todo a plena luz, el pasado y el presente, como si fuera inmortal, como si tuviera mil años. Sabe que en el momento exacto en que lo apuntaron con un arma, Mediodía sonrió, de repente feliz de que Medianoche no hubiera ido. Y con el mentón levantado en un último desafío, aquella barbilla prominente del cabezota más revoltoso de la comarca le dijo a la muerte: «¡Jódete! ¡Te crees que me tienes, hija de la gran puta, pero, no! No tendrás a tu hombre, sino sólo la mitad».

Un cuerpo joven idéntico al suyo se desplomó en la hierba pelada del campo y unos hombros parecidos a los suyos temblaron por última vez bajo la metralla. La camiseta interior de color índigo se tiñó de pronto de rojo para que Medianoche viviera y Mediodía sobreviviera en él.

El viejo se ata las botas con dificultad, después recoge sus cosas para meterlas en la bolsa de viaje. Debajo del lavabo encuentra el paquete de pienso del perro todavía lleno. Da un paso atrás, la bolsa se ha destripado y bulle de hormigas. La coge con repulsión y la tira a la basura junto con las colillas del cenicero.

El dueño del hostal se sorprende al verlo partir, sobre todo a esas horas tan tempranas y después del escándalo que montó cuando regresó en plena noche. ¡El abuelo debía de estar borracho como una cuba! Lo oyeron chocar contra las paredes del pasillo, más entonado que los cazadores después de una buena jornada. Menos mal que el viejo tarambana no tropezó en un escalón y no hubo que llevarlo al hospital de Cáceres.

El dueño del hostal entorna los ojos ribeteados de rojo sin hacerle preguntas. Curiosamente, en el frescor de la mañana, los rasgos de su cara parecen más dulces, como reblandecidos por el sueño. El tipo se ha cortado afeitándose y los papeles de liar cigarrillos pegados en los cortes le dan un aire cómico, como una gaviota peculiar con el mentón erizado de plumas blancas. Medianoche deja la llave en el mostrador y paga la cuenta de sus pernoctaciones.

—Espere —le dice el pelirrojo—, no se vaya.

Desaparece en el patio y vuelve enseguida con el bebedero en la mano.

—Se olvida de esto. Tome, le servirá para otro perro.

—No habrá otro.

Y se va. Deja tras de sí el bebedero de plástico, que se queda estúpidamente plantado en el mostrador, entre platos decorativos de cerámica. ¡Que todo vaya a parar a la basura! El bebedero y el pienso infestado de hormigas.

Se va. La vida discurre por sus arterias viejas mientras baja la calle regada por el frescor matinal hasta el bar de Tomás. La vida. La vida que siente latir a cada paso, buena y dulce.

En la plaza, tres empleados municipales cantan un fandango alegre mientras pintan las farolas de un verde intenso, del color de la hierba húmeda del sotobosque, un verde penetrante como una ortiga. Un joven con una gorra y encaramado en una escalera desliza el pincel por la parte superior del poste haciendo un gesto sutil con la muñeca, mientras que un hombre y una mujer agachados pintan la base con pinceladas suaves y largas. Se devuelven la copla, se turnan, se replican. En un mismo vuelo, la mano y la canción.

¡Hay que ser un poco tonto para haberse colocado los tres en la misma farola! Si trabajaran de forma individual, avanzarían más rápido en su tarea, podrían separarse, pintar cada uno en silencio. Pero no, se han juntado como los pájaros en las ramas y cantan.

Los hombres se buscan, se olisquean como los animales, se unen, se casan con las mismas cantinelas, se aman.

El viejo piensa en Nuria y, de repente, le da miedo encontrarse con su casa vacía. Pero eso no pasará, ella estará allí. Lo verá avanzar por el polvo del camino. Lo habrá esperado todos estos días en casa de una vecina. Sabe que regresará. Lo está esperando.

Medianoche nunca tuvo tiempo de querer a la pobre Nuria, sólo tenía a Ramón, sólo ha tenido a Ramón. Pero Ramón ya no está.

Medianoche ya no quiere celebrar a los muertos, su cuerpo se ha decantado demasiado de su lado, imantado por su llamada. Con todo, he aquí que se endereza, echa los hombros hacia atrás y levanta la barbilla; querría andar recto, como ese patriarca de sombrero de fieltro que camina con paso marcial en su dirección, echando orgullosamente los pies hacia delante con las puntas separadas. Tan gallardo como el nonagenario de un anuncio. Le gustaría parecerse a él, entonces, sí, Nuria lo reconocería.

—Necesito un taxi para ir a Castilblanco —dice el viejo a la camarera que está limpiando las sillas de la terraza.

Es nueva, tiene el pelo claro y la mirada inquieta, nunca la había visto. ¿Dónde estará la chica morena que tiene la misma sonrisa que Rosario? La desconocida le responde con un acento indefinible que va a preguntárselo al dueño.

El enorme Tomás se acerca y sus pasos hacen temblar el suelo.

—¿Un taxi? Ya lo ha encontrado, lo llevará mi hija. Es un servicio que sólo ofrezco a los clientes, pero que quede entre nosotros, ¿me entiende?

—Por supuesto.

—Mi hija, Aurora, lo llevará en mi coche —dice el dueño, bajando la voz—. Voy a buscarla, lo acercará a Castilblanco en quince minutos y a mitad de precio que un profesional.

El viejo sube a la furgoneta de Casa Tomás junto a la chica morena con la sonrisa de Rosario. Al ver sus brazos al volante, delgados pero firmes, piensa en la guapa miliciana conduciendo su camión cargado de tropas femeninas durante el asedio a Madrid. Nunca vio conducir a Rosario, excepto en las fotos que le hizo Andrés. Pero de pronto la vuelve a ver, está presente, viva, a su lado. Con su boca encarnada, charlatana, como si le hubieran dado cuerda. Su voz huele a frambuesa, es dulce y acidulada a la vez. «Sí, cada voz tiene un olor», piensa Medianoche. Y a él le gustaría que la suya oliera a madera seca de olivo.

La hija de Tomás estudia en Madrid y echa una mano en el bar durante las vacaciones. El resto del tiempo tiene contratada a una joven rumana. Exactamente, la que Medianoche ha visto esta mañana. «La vida no es un camino de rosas para esa pobre gente. ¿No le parece? Lo dejan todo, dejan su mundo atrás, su idioma. ¡Y con qué velocidad aprenden español!». La joven rumana sólo ha tardado tres meses en hablar como una nativa. Bueno, casi. «Y, además, son muy trabajadores. ¡Y con mi padre ni le cuento! ¡Con él, los gandules no duran ni dos días!».

¿Incluso en los pueblos hay inmigrantes? El viejo pensaba que ése era un privilegio de las grandes ciudades. «¡Ya lo creo! Familias enteras han venido de Europa del Este o de Sudamérica atraídas por el boom de la construcción. Parece que le haga gracia, señor, que no se lo crea. Ahora me dirá que no son las grúas las que desfiguran el cielo del pueblo; pues no se equivoque. Aquí también se construye, se repara, se rehabilita y se necesitan brazos, vengan de donde vengan. España se ha convertido en un país de inmigración. ¡Cuando pienso en mis tíos, que emigraron en los años sesenta a Francia o a Argentina para no morirse de hambre en su tierra…! Es increíble, ¿verdad?».

«Pues sí, el mundo al revés —piensa el viejo—. Como en los sueños».

El coche entra en el puente de la presa. Fuente del Fresno se queda aferrado a la falda de la colina con sus inmigrantes rumanos y sus antiguos fascistas, con sus chiquillos de atávicas orejas de soplillo, con su Hostal de los cazadores y su dueño sospechoso.

Las montañas vibran suavemente con la luz de la mañana y forman círculos verdes en el agua. En el embalse se refleja el bosque como en un espejo. Aurora baja la ventanilla. «¡Respire el olor a eucaliptus! Con este aroma llenamos los pulmones de vida silvestre. ¡Si supiera cuánto lo echo de menos en mi habitación de Madrid! ¡No hay nada más bonito que este paisaje!».

La inocente no sabe que tiene justo la misma edad que ese paisaje, que el rostro de su tierra natal no es más que una máscara impuesta por la historia, que los eucaliptus vienen de Australia y que esos pinos tan altos son especies comunes de litoral.

El panorama la pone lírica, como si la obligara a hacer cumplidos. Y he aquí que la chica prosigue con su runrún alegre de guía turística. «Esta comarca, llamada La pequeña Siberia, es una reserva natural. Pueden verse unas especies increíbles de pájaros. ¡Oh! Para mí este pantano es como un lago encantado, sobre todo cuando me enteré de que dentro hay un pueblo sumergido. Un año de gran sequía, creo que fue en 1990, yo aún era pequeña, el nivel de las aguas bajó tanto que se podía ver sobresalir la cruz del campanario».

Medianoche apenas la escucha. Él sólo conoce el otro lado del espejo. Bajo las aguas están las imágenes. Está la Magdalena penitente que se sacaba en Semana Santa, la pecadora arrodillada, con los brazos cubiertos de paños bordados por las muchachas núbiles. Está la luna llena que iluminaba la procesión del silencio de un Viernes Santo glacial, mientras los niños tiritaban ante los nazarenos encapuchados. Hay una columna romana en la esquina de la calle Cantarranas y la calle del Lagar llamada el Encuentro, porque allí era donde la procesión de los hombres y la de las mujeres se cruzaban el Domingo de Resurrección y la imagen de la Virgen se unía a la de Cristo como si se celebrara una boda pagana. Está la forja del tío Mateo, con su yunque, del que brotaban constelaciones. Está, debajo del manto de la chimenea, el banco de piedra donde se acurrucaba la abuela para calentarse los pies. Están, en una cesta de mimbre, las muñecas de trapo de la pequeña Nuria, unas muñecas blandas con trenzas de lana y una sonrisa temblorosa trazada con una punta de carbón. Ella las llamaba sus monas de trapo; en realidad, unos bonitos esperpentos que los demoníacos gemelos lanzaron al fuego para divertirse, para ver las muecas que ponían las monas en las llamas, parecidas a las que hizo la hermanita cuando descubrió el crimen. Bajo las aguas yacen las imágenes y también un perro sin pedigrí.

Un rabilargo azul recorta el cielo hasta la frondosidad de los alcornoques. El coche ya ha salido del pinar. Ahora el paisaje es campo, los pastos de suelo esquistoso extienden hasta el infinito sus encinas solitarias de follaje de bronce y ondulan exhalando un olor a jara tan embriagador como el de la goma arábiga. Edénicos matorrales chorreantes de resina, como una compañera de miseria, que sólo agarra donde nada crece.

Castilblanco aparece por encima de una falla de la vieja meseta. Del castillo blanco no queda ni rastro, sólo un pueblo de ‘mala muerte’. Un cruce. Dos carreteras nacionales que dibujan una cruz fatídica cuyos brazos conectan Castilla y Andalucía, Extremadura y Portugal. Un pueblucho de mala fama, una tierra de salvajes que ha pasado a la historia porque durante la huelga de 1931 sus habitantes lincharon a unos guardias civiles.

¿Y aquí quién lo sabe? ¿Quién quiere saberlo? La joven Aurora seguro que no.

El pan de este pueblo tiene mucha fama, declara la joven conductora. Hay dos panaderos que amasan todavía a la antigua, dominan el arte de hacer pan, la memoria del gesto que se ha conservado como un tesoro.

A los cuatro guardias civiles que enviaron para reprimir la huelga de los jornaleros los mataron con sus propias manos. Obreros que sólo contaban con sus brazos para trabajar, hombres máquina, buenos braceros para desbrozar la tierra y segar el trigo. La cohorte famélica avanzó hacia los hombres armados. El sol se reflejaba en sus tricornios de piel charolados como en una chapa de hojalata. La muerte brillaba por encima de sus cabezas. Nadie reconoció su deslumbramiento hasta que el capitán disparó.

Un hombre se desploma en la calle del Calvario, un campesino del que nadie recordará el nombre y que sólo existió en la fracción de segundo en el que una bala le atravesó el corazón. Entonces, se convirtió en el huelguista fusilado, y todas las Erinias desenfrenadas, fustigadas por la sangre brillante derramada en la arena, se abalanzaron sobre los guardias en una implacable zarabanda de muerte.

Estrangulamientos, barrigas reventadas, cabezas destrozadas a pedradas.

Un pan famoso, denso y redondo, el pan de los viejos tiempos con la corteza tan lisa que parece de cera.

Dos mujeres bailaron por encima de los cadáveres después de haber desollado los cuerpos. Con las uñas, con sus uñas negras de tierra, les arrancaron las orejas, les desgarraron los labios, les sacaron los ojos…

De una miga firme como la carne.

La sangre de los guardias civiles contra la del huelguista fusilado. Porque matar cerdos sí que sabían. Dos o tres para mantener a la bestia. A hachazos a través del uniforme. ¡A brazo partido, que brote la sangre! ¡La sangre! «Porque les gusta el olor», decía Andrés.

Un pan embebido en sangre. Que se mastica con lentitud para que el insípido sabor a humanidad perdure más en la boca.

No encontraron a los culpables. Cuando la justicia preguntó los nombres, la respuesta fue invariablemente «‘todo el pueblo’», como en Fuenteovejuna, de Lope de Vega. ‘El pueblo entero’, que, al igual que en la obra, cuatro siglos antes, bailó al son de las panderetas sobre los cadáveres del poder feudal.

«El mejor pan de la comarca», asegura Aurora. Comprará unos cuantos para el restaurante, así el viaje le resultará doblemente útil.

El pasajero no ha sido muy locuaz, pero Aurora ya se había acostumbrado a aquel anciano después de haberle servido la cena durante cinco días. Cree conocer a los de su especie: medio sordos y medio mudos.

—El autobús a Talavera para en la plaza del ayuntamiento. Sale uno a las diez, sólo tendrá que esperar media hora. ¿Va a visitar a la familia?

—Ya no me queda. Están todos muertos o desaparecidos.

—Pero ¿acaso no es lo mismo?

—¡Qué va! Los muertos se han ido en paz, los desaparecidos, no.

Medianoche se da cuenta de que Aurora no lo entiende. Ya ha hablado demasiado y sería incapaz de explicar el enorme vacío que ha dejado un único nombre: Ramón.

—Así que, ¿ya no le queda nadie?

—Sí, sí. Mi hermana. Me está esperando.

—Entonces, la querrá mucho.

El viejo mira a la tierna Aurora que tiene la gracia de una joven miliciana del 36 y le sonríe con su boca desgarrada.

Su corazón se abre y sonríe.