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El viejo regresa al bar de la competencia. Se esfuerza en tragar una ración de patatas bravas regada con clarete. Piensa en la cara de Robles, pelirrojo, como los Robles de la calle alta de Montepalomas.

La única familia de pelirrojos en toda la región, rojos como el infierno, pero más religiosos que la muerte funesta y, encima, delatores de rojos. Como una revancha de generaciones de greñas de color pimiento. Ellos denunciaron a todos los ateos y los sindicalistas del municipio y, sobre todo, a los profanadores que se cagaron en las estatuas de los santos y mancillaron el vestido de la virgen.

«¡Yo no estaba allí! Estuve toda la tarde en la forja. Pregúntenselo al tío Mateo». Los guardias civiles le dieron una buena somanta de palos. «¡Ah, claro! ¡El herrero! Ésa es tu coartada. ¡No nos hagas reír, mocoso! Ese maricón de comunista se ha ido a herrar los cascos del diablo al infierno. Lo fusilamos hace tres meses».

Al tío Mateo lo denunciaron sus vecinos, los Robles, y lo ametrallaron contra la pared de la iglesia mientras Medianoche estuvo escondido en la tinada. Ocurrió la última semana de septiembre de 1938, un año de cosechas sangrientas.

Seguramente, el dueño del hostal era el hijo o el nieto del delator, una basura transgeneracional, más fuerte que los siglos y los desastres engullidos.

Con los cuatro dientes podridos que le quedan, el viejo mastica su rencor y sus patatas. Sí, el dueño del hostal puso mala cara cuando inscribió su nombre en el registro. De pronto, el viejo se acuerda de la mirada mordaz que le lanzó cuando escribió la C de Carabajal. ¡Seguro que ha sido él! ¡Está convencido! Él le ha quitado el perro para hacerle pasar un mal rato, no tiene otra explicación. Por mucho que Ramón hubiera querido, jamás podría haber saltado por encima del portón.

Al día siguiente, el viejo va a Casa Tomás y se sienta a la misma mesa, y al día siguiente otra vez, y así toda la semana. Fuma y bebe más que come. La camarera le sirve los platos en silencio. A ese viejo extraño con cara de funeral parece que nada le guste. Pide balbuciendo con la boca torcida y la mirada perdida en el vacío. Después de cada comida, ahora toma aguardiente y pide, ¡hip!, otra ‘copita’. Se la bebe de un trago, echando la cabeza hacia atrás. No se amedrenta en beberse tres de un tirón, se limita a ordenar a la joven camarera que lo observa, con la botella de ‘orujo’ en la mano, un lacónico: «Échame».

No ha renunciado a dormir en el Hostal de los cazadores. Por nada del mundo. Si Ramón está vivo, regresará allí. Todas las noches recoge la llave de su habitación y se cruza con Robles, cuya mirada le produce arcadas, pero se contiene. Incluso le ha pagado al contado las cinco primeras noches, y cuando el dueño le pregunta que cuándo tiene intención de irse, Medianoche le responde: «Mañana, o pasado mañana, ¡qué más da!».

Por la mañana baja hasta el pantano, ahora se atreve a mirarlo de frente. El enemigo se ha camuflado debajo de ese barniz cegador. Toda la belleza del cielo y de la tierra. Medianoche camina bordeando la orilla arenosa e interrogando al agua de color turquesa, un color antaño desconocido por estas tierras calcinadas, sin ríos, que no sabían más que del hilo verdoso de un riachuelo o el agujero negro de un pozo.

Un azul como de piedra turquesa o de laguna de arrecife, un color como de isla de monos y chozas. El agua está salpicada de miríadas de estrellas que centellean formando un camino de luz hasta el centro más oscuro del embalse bajo el que todavía despuntan un campanario y algunas casas sin tejado, bajo el que verdean las tumbas del cementerio repletas de huesos esponjosos y bajo el que se abre una pista de piedras aherrumbradas de sangre.

Medianoche pasa las horas del día y de la noche entre el hostal, el bar de Tomás y el pantano. Ya no sabe qué día es, ha perdido la cuenta. Deambula sin tiempo. Los senderos escarpados le han torcido el tobillo y le cuesta más caminar, se queda antes sin aliento, se le acelera el corazón, se le desboca en las cuestas. ¡Y las subidas abundan en esta región de cabras! El viejo ha entrado en un laberinto. Lo siente. Lo sabe. Su silueta renqueante se perfila al azar de las calles, cada vez más atrofiada, cada vez más quebrada, como si el reloj del tiempo hubiera enloquecido de repente.

Si se muriera, su hermana, su única familia, no se enteraría. Medianoche se da cuenta de que se ha olvidado de Nuria. Ésta ha debido de llegar a Aldeanueva, quizá lo espere unos días en casa de alguna vecina y, finalmente, se vaya furibunda. Sí, volverá a Sevilla prometiéndose no regresar nunca. Él ganará la partida y ella no lo perdonará.

¡Maldita sea! ¡Había borrado a Nuria de su mente por completo! Volverá a tomar el tren de alta velocidad que une Madrid y Sevilla en menos tiempo de lo que él tardó la víspera en devorar un bocadillo con sus dientes flojos. La chismosa regresará al barrio de Triana, a su inexistencia con perfume de manzanilla y jarabe expectorante. El viejo la echa de nuevo de su memoria como si espantara una mosca testaruda que le perfora los tímpanos.

Esa misma noche, el viejo espera también en el patio del hostal a que las estrellas se enciendan y a que la pena suba, irremediable, como un mar de fondo. Le da la sensación de que su alma se vacía en un remolino aterrador, el de las turbinas del pantano. Por la noche, los que quedan se reencuentran en ese abismo abierto y toman conciencia de que su vida estaba en esa otra, en esa presencia desaparecida que los ha matado, simplemente despegando su sombra de la de ellos.

El patio apesta a pulpo frito, el hedor entra por la puerta de la cocina, abierta de par en par. El viejo no huele a nada, hace tiempo que ha perdido el olfato. Tampoco oirá el alboroto que sube del comedor. Los comensales se entretendrán en aquella sala llena de humo, pimplando copas de aguardiente entre servilletas manchadas y restos de conejo en salsa dispersos en los platos.

A ninguno de ellos se le ocurrirá salir al patio, donde la brisa sólo agita las hojas perfumadas de la higuera. Prefieren, tantos como son, el aliento polar del aire acondicionado y la falsa alegría de la promiscuidad.

Medianoche ni advierte ni oye la presencia de los hombres. Ni siquiera nota la tibieza del reposabrazos de plástico de su silla. Tiene frío. Se estremece. La piel de los antebrazos se le eriza, el aire nocturno se ha convertido en agua fría. El viejo está sentado en una silla de plástico preformado, así es como se ve, con las piernas separadas y la cabeza gacha, él, el viejo, sentado, mientras se va a pique.

Su cuerpo cae con un ruido seco en el pantano. Emite un breve aullido y sus patas se agitan desesperadamente, esforzándose por mantenerse a flote, pero un torbellino helado lo arrastra. El viejo retuerce el cuello como si quisiera escapar a la ola y tiene la sensación de que la boca se le llena de ese veneno nocturno. El agua se le cuela por la nariz, le penetra por la cabeza hasta el cerebro. El viejo se ahoga. Le estallan los tímpanos, la sangre le golpea las sienes y fluye a los ojos hasta enrojecerle el cristalino. Sentado en una silla de plástico, con la camisa desabotonada sobre su torso lívido y la boca deformada por la pena, el hombre se ahoga con el perro.

Si los chiquillos de Fuente del Fresno vieran al viejo de la cara desfigurada bajar hacia el pantano con esos nuevos andares que le dislocan el esqueleto, con el espinazo roto, la nuca curvada y la cabeza desplazada a la altura de los hombros, se cagarían de miedo. Creerían estar viendo al viejo Juan de Noche, el ogro de los cuentos. Pero pasan de las doce y los niños duermen.

Una luna de mejillas redondas ha salido en el cielo estrellado y chapotea como en un estanque. El viejo camina por el claro de luna azulado hasta el pantano. Los juncos, agitados por el viento, murmuran, y el agua brilla, tan negra como el forro de satén de un ataúd, suave. Los olores de la noche flotan en capas invisibles donde el acre de la resina se mezcla con el perfume del heno y el verdor de las plantas acuáticas.

La naturaleza es cómplice, la noche se calla, lo deja actuar. «Medianoche, dirígete hacia donde el pasado te llama». El silencio, como una capa que se levanta para dejar oír de vez en cuando el croar de las ranas. Con su canto ventrílocuo, ellas lo saben. Por esa maldad de la naturaleza que lo contiene todo, tanto el pasado como el futuro. Que lo sabe de antemano.

El campanario de Fuente del Fresno da la una, un solo tañido, suspendido, como si esperara un eco, y el viejo tiene la impresión de que una campana responde, amortiguada por miles de toneladas de agua.

Ya era hora. Ya era hora de que volviera.

Llega con sesenta años de retraso. En 1938 no sonó campana alguna cuando condenaron a muerte a Mediodía, su otra mitad, bautizado con el nombre de Ramón, que dejó de ser Ramón desde su más tierna infancia y que volvió a serlo al morir. Ramón Carabajal, pobre cuerpo atormentado, destrozado por la metralla.

El viejo cruza ahora el puente, iluminado por la luz pálida de las farolas, en dirección al cruce de la carretera comarcal donde un cartel indica: CASTILBLANCO: 12 KM. La carretera por la que llegó.

No hay más vida que ésta. Ni Paraíso ni Infierno. Sólo él, la montaña, el pantano y la noche. Y el vacío. Su cobardía. Ha vivido como un cobarde, pero la redención es posible. En sólo un segundo todo se puede compensar. Un instante, un destello y podrá reencontrarse con el otro, reencontrarse consigo mismo. El infinito está a un tiro de piedra.

En medio del puente, justo en el círculo de luz que le recuerda la mirilla de una atalaya, el viejo se queda paralizado y arroja su último cigarrillo al pantano. Sigue con la mirada la trayectoria del ascua, que vuela y muere en el precipicio oscuro.

Podría… Le bastaría con subir al parapeto. Podría… Se limita a calarse la visera de la gorra que el viento del pantano amenaza con arrebatarle. Su cuerpo todavía pertenece a la vida, su cuerpo espantadizo se echa atrás, se detiene, da media vuelta, rechaza la llamada del vacío. Medianoche se pasa la lengua por los labios, saben a sal y a presa seca.