16
Se dejó arrastrar al Prado como un niño de seis años que va por primera vez al colegio. Rosario echó mano de sus habilidades como pedagoga para explicar dos mil años de arte cristiano a una cepa de la encina más coriácea de los montes extremeños. Medianoche no había visto más cuadros que los lienzos tiznados de la iglesia de Montepalomas o las litografías enmarcadas, llenas de cagadas de mosca, de «paisajes naturales» muy refinados que decoraban las casas: el cono helado del Aneto o los golfos azules de la Costa del Sol. Ése había sido su único bautismo en la pintura.
En el Frente Popular, Rosario impartió clases de alfabetización como voluntaria, por la noche y los fines de semana, a adultos e incluso a ancianos a los que había que enseñar a coger el lápiz, pero que se obstinaban, había que verlos, con los dedos entumecidos, deformados por el pico y la artritis, a trazar letras temblorosas. Así que ofrecer un poco de cultura a su amante era para ella como un juego, una parte del placer. ¡Se lo explicó todo en un día!
Aprovecha el trayecto para darle un curso relámpago de historia del arte. En cuanto lo recoge en el metro de la Puerta de Alcalá, la tenaz Rosario ataca los orígenes mágicos del arte con las pinturas rupestres. «Imagen y magia son la misma palabra, ¿no?». Medianoche se limita a asentir. No tiene la más mínima idea de lo que es una pintura «rupestre». Sin embargo, piensa en su tía abuela Ruperta, a quien siempre besaba con repulsión por el ojo izquierdo que tiene tuerto. Siente un escalofrío a pesar de los cuarenta grados que hace ese tórrido mes de septiembre. Una entrada bochornosa en el otoño que lo hace sudar en abundancia durante el trayecto. En una larga caminata desde la Puerta de Alcalá a lo largo del ostentoso paseo de la Castellana, salpicado de monumentos que le encantan: Neptuno, Colón, Cibeles.
Desde el primer día en que descubrió aquellos colosos de piedra, los hizo suyos. Se le figuraron como los guardianes y el alma de la ciudad. Espíritus tutelares alrededor de los que giraba el torrente de vida madrileña sin desviarse. Estrellas, puntos de irradiación en el tejido celeste de Madrid.
Pero también eran supervivientes, a los que quiso como se quiere a un tío abuelo cuando Rosario le explicó que la República los había salvado. Los protegieron cuidadosamente de los bombardeos durante el asedio cubriéndolos con sacos de tierra, de manera que la fuente de la Cibeles fue rebautizada en aquellos tiempos en que todo cambiaba de manos, de nombre, de maestro y de destino, como la plaza de la Linda tapada. En adelante, la Linda, impúdicamente destapada en su carro, ofreció sus senos blancos al claro sol y al agua que brotaba como disparos de fuego de las pezuñas febriles de su cuadriga.
Desde la Cibeles hasta la estatua de Neptuno, Rosario ha hecho desfilar diez siglos de arte cristiano. Cuando llegan al Prado, ante la estatua de Velázquez, el tema del Renacimiento italiano ya está bastante introducido.
—¿Y éste también es italiano? —pregunta Medianoche.
—¿Éste? Míralo bien. Con esas pantorrillas hermosas y ese mostacho de mosquetero, es el más español de todos los pintores y el más grande de los españoles.
—No más grande que Cervantes.
—Casi.
—¡Nadie es más grande que Cervantes!
—¡No seas tonto! ¡No te lo tomes así, que parece que haya insultado a tu madre!
En realidad, sí era como si hubiera insultado a su madre ya que, para Medianoche, El Quijote era EL LIBRO, como para los cristianos la Biblia. No tenía rival. Su unicidad era absolutamente irrefutable: era el único volumen que poseyó su familia.
Ni a su madre, tan beata en su juventud como cualquier buena mujer nacida antes del nuevo siglo, se le hubiera pasado por la cabeza tener una Biblia en casa. No, nadie leía las santas escrituras en el hogar, pero, de vez en cuando, la madre, menos iletrada que el padre, les leía en voz alta, con esfuerzo, a modo de distracción, un capítulo de aquel loco caballero, interrumpiendo la lectura para reírse con discreción. Y, entonces, como si la imagen se fijara, los niños veían a la perfección al viejo chiflado saltar con el culo y los huevos al aire o, incluso, escupir la dentadura después de que las gentes de la duquesa lo molieran a palos.
Reírse de culos y golpes es algo habitual, pues el hombre es malvado por naturaleza; pero Cervantes tiene la habilidad de conseguir que nos riamos de la víctima sin por ello dejar de quererla. ¡Eso es reírse con buena intención! Encontrar a la víctima grotesca como para morirse de risa, pero también triste como para derramar lágrimas. Y el pequeño Medianoche lloró la muerte de Alonso Quijano, el Bueno.
Sí, tanta risotada no impidió que lo embargara la melancolía de los últimos instantes del héroe. Y por la noche se llevaba, bajo las bastas sábanas de tela, un pedazo del alma de ese caballero con la que no se había secado más que lágrimas de risa hasta las últimas páginas del venerable volumen en que la muerte estampaba su lacre rojo. Medianoche, como todos los analfabetos y semianalfabetos de la península, que eran como mínimo el noventa por ciento de los españoles, había comido más Quijote que hostias. Llevaba El Quijote en su interior, como la carne de Cristo. El Quijote era él.
¡Cuánta frialdad geométrica! La fachada del palacio del Prado, con su frontispicio dórico, sus columnas macizas y su guarnición de estatuas de una palidez lunar emboscadas en sus hornacinas, lo atemorizaban. Empapado en sudor, se encontró frente a la escalinata de entrada del museo. Y, de repente, aparece aquella fachada dura como un rostro de hielo. El joven campesino se siente como vacío de savia, petrificado también. Obtuso, sin pensar, se deja llevar por sus botas, que chirrían con comicidad porque las suelas se le despegan a lo largo de pasillos de suelos deslumbrantes.
A cada lado, los cuadros, altos como portones, lo escoltan de manera impresionante. Reconoce las natividades, las vírgenes con el niño y las crucifixiones, pero reprime un escalofrío ante la escenografía forzada de los mártires sádicamente mutilados. Aquí, un cuerpo bello agujereado por flechas, tendido hacia su verdugo como en un orgasmo; en esta meseta, una cabeza de hombre ensangrentada que te mira fijamente, y el resto es más terrible todavía. Una horda de gigantes demoníacos los espera, situada en el recodo de un cuadro.
Después de las escenas religiosas monumentales, los cuadros son más modestos, como viñetas pequeñas que recortan paisajes verdes con cielos henchidos de nubes y curiosos molinos de madera cuadrados. «Arte holandés», le dice Rosario. Pero al cabo de cinco minutos, lo llama también flamenco, sin explicarle la diferencia.
Medianoche observa con interés aquellas postales coloridas. Descubre un montón de detalles divertidos. En el umbral de una cabaña, una mujer gorda despluma una oca; el chico puede ver el plumón que envuelve sus rodillas en una aureola espumosa. Un hombre con sombrero verde sigue a su mula y la azuza con un bastón. Una pareja de comerciantes de narices bulbosas desenrolla unos tejidos brocados en unas mesas altas en las que se refleja el tablero pulido del suelo, mientras que por la ventana abierta asoma el mar. Y, después, escenas de taberna con jugadores de dados, fumadores de pipa y perros minúsculos que se revuelcan por debajo de las mesas.
Medianoche piensa para sus adentros que la taberna es universal, que es menester que el hombre beba y se relacione con el prójimo. Pero en esas pinturas todo se ve muy peripuesto. Parecen fotografías. No huele a nada. Los efluvios del tabaco y la cerveza han debido de quedarse atrapados bajo la capa de barniz. Muestran una humanidad sin olores. ¡Borracheras falsas, comerciantes falsos y holandeses o flamencos falsos, vete tú a saber! Por supuesto, están dibujados a la perfección, lo que no quita que resulten artificiales, simulados, en los que no puede creer ni un instante.
Medianoche se habría dado por satisfecho si se hubieran quedado en Holanda, pero Rosario lo lleva a ver a la fuerza la pintura española. ¡Un ataque por sorpresa! ¡Unos frailes, una retahíla de frailes, más encordelados y arrebujados que los penitentes en Semana Santa, los asaltan de repente como ‘bandoleros’ en el camino! Sobre todos esos cuadros oscuros destacan unos rostros blancos y diáfanos como bombillas eléctricas. ‘Sol y sombra’.
—No es que me guste demasiado Zurbarán, pero nadie mejor que él ha sabido pintar las órdenes religiosas —le explica Rosario.
—No me gustan los colores oscuros, ni en las camisas ni en las sotanas —masculla Medianoche—. Larguémonos de aquí antes de que nos llenemos de piojos franciscanos.
Definitivamente, en ese museo que Rosario tanto aprecia no hay nada para él. Precioso, precioso es el adjetivo que una y otra vez acude a sus labios maquillados y que le dibuja un mohín rojo en forma de fresa.
Todo es demasiado precioso para lo rústico que es él, ni siquiera es capaz de admirar el prodigio que llevó a cabo la República durante el asedio de Madrid al salvar esos tesoros. La mayor parte de esos cuadros fueron protegidos con sabiduría en Valencia y en Ginebra. Las Meninas y las flamencas de pezones rosas fueron escoltadas por carreteras en las que los bombardeos eran intensos por parte de la línea del frente, que se desplazaba sin cesar. Y es que el Frente Popular había nombrado a un famoso director en 1936: ¡ni más ni menos que a Pablo Picasso!
‘¡Basta!’ Ya estaba harto de aquellas galerías por las que se avanzaba a paso de tortuga, haciendo una pausa ante cada cuadro, como si fuera humanamente posible verlo todo. Aquello era una invasión de imágenes, colores, chorros de pintura, ahora mezclada, desbordada, diluida en su pobre cerebro.
Del todo aturdido, Medianoche sólo ha retenido el retrato de Arturito. Sí, ha reconocido a la perfección los ojos azorados y la cabeza alargada en forma de espadaña de Arturito, el tonto de Montepalomas, en un cuadro de un pintor que Rosario llama El Greco. La misma mirada vidriosa, como dilatada por las lágrimas, por el efecto de lupa de las mismas, elevada al cielo. Al cielo donde unos ángeles, ridículamente peinados a cepillo, entrelazan sus miembros lívidos en un juicio final confuso.
En el pueblo, Arturito no pasaba la mayor parte del tiempo en compañía de los ángeles, sino de los borrachines del café Pacheco. Cada mañana, el padre lo dejaba allí y se iba a trabajar. Era un viudo que trabajaba muy duro diez horas al día en las minas de plata. Y no tenía otra manera mejor de dejar bajo vigilancia al pobre discapacitado.
Con trece años cumplidos, el chaval sólo se expresaba mediante gruñidos. Su vocabulario se reducía a una sola palabra: ‘guapa’, que repetía poniendo cara de cordero degollado cuando pasaba Paola. Paola era la dueña y una mujer hermosa que, para no engañarnos, se lo tenía muy creído.
Arturito la adoraba, la seguía como a su sombra, se aplicaba en imitar cada uno de sus gestos. Era como un juego. Todo el mundo lo tomaba por un juego, pero, para él, era más serio que el ritual de la eucaristía. Arturito no tenía paciencia para quedarse quieto en misa y se abalanzaba sobre los reclinatorios dándoles patadas. Allí no podía mantenerse sosegado ni diez minutos, mientras que sí podía seguir religiosamente los gestos de Paola con la barbilla levantada, el cuello estirado como si fuera un muelle, con cada músculo de su cuerpo listo para ceñirse al ritmo de la bella mujer. ‘¡Guapa! ¡Guapa!’.
La dueña le había endosado un trapo, y Arturito se pasaba el santo día limpiando las mesas como un maníaco, sin esperar siquiera a que los clientes las dejaran libres. «¡Por Dios, Paolita, quítame a este retrasado del medio! ¡No hay modo de que me pueda acabar el café!».
No, Paola no debería haber dejado que aquel idiota imitara sus gestos todo el rato como un vil mono. No tendría que haberlo hecho. Y tampoco debería haberse reído cuando la advertían. Y sólo Dios sabe las veces que se lo habían advertido. Eso le hubiera evitado acabar acribillada a cuchillazos en la cocina. Se lo habían avisado: «Prudencia, hija. Cuando pones de beber, el tonto también imita que sirve un vaso, cuando cortas un plato de jamón, él coge el cuchillo y blande la hoja por un plato vacío: zas, zas… No sabes lo que puede pasarle por la cabeza. En tu lugar, yo no me fiaría».
Sin embargo, ella no desconfió de Arturito. Ni un minuto. Se partía de risa, la inocente. «Pero ¡si el chaval me hace compañía! ¡Si es un bendito! Mira cómo mueve la cabeza cuando canto. Mi Arturito sigue el ritmo. Tiene alma de músico. Con sólo verlo, entran ganas de cantar».
No sabemos qué le pasó por la cabeza a Arturito, pero algo le pasó. No hay duda de que le pasó. Y Paola se desangró. Completamente. Gota a gota, como un cerdo en Navidad. Con la diferencia de que ella no chilló durante horas. La puerta de la cocina estaba cerrada y, por desgracia, era el momento de la siesta, cuando sólo las moscas revolotean alrededor de las botellas. Al final, el tonto no era tan tonto como parecía.
Medianoche piensa en la muerte de Paola al contemplar el retrato de Arturito en el Prado. Experimenta un sentimiento indescriptible, entre gris sucio y gris acero, del color de los cielos del pintor toledano.
De acuerdo, es verdad que Medianoche no se entera de nada, pero ahora se da cuenta de que el tal Greco no está a la altura de los otros campeones del pincel. Lleva dos horas deambulando por el museo y considera que ya puede apreciar la diferencia. ¡Y he aquí que se asombra ante tanta torpeza! ¡Dibuja cuerpos mal hechos, engendros extraños! ¡Cuadros poblados de vástagos de consanguíneos! Este pintor no tiene la menor idea de cuáles son las proporciones de un hijo de Adán, bienvenido al mundo, según las leyes de la santa naturaleza.
Medianoche quisiera huir de aquel ejército de ectoplasmas oblongos, descoloridos, tránsfugas de cementerio. Fantasmas. ¡Tristes! ¡Tristes! Como el recuerdo de una bella mujer apuñalada por un chiquillo.
Ya no ve los cuadros desfilar uno tras otro como si los divisara desde un tren, sólo ve cómo los castaños de Indias asoman por las altas ventanas del museo, unos castaños de Indias que lo llaman estremeciéndose dulcemente como un susurro verde. «¡Ay! ¡Qué bueno sería reencontrarse bajo su caricia, bajo la palma tranquilizadora de las ramas de la Castellana! ¡Rápido, cueste lo que cueste, tomemos la salida!».
Rosario expresa su contrariedad en voz baja para no montar un escándalo. «Tienes menos paciencia que un crío. Incluso unos niños de preescolar mostrarían más interés. ¿Cómo es que estás cansado? ¿Puedes explicarme por qué el hecho de recrearse la vista puede cansarte? El arte, la belleza, ¿lo entiendes? Es oxígeno, es vida. Nunca deberíamos tener suficiente. ¡Por Dios, no me digas que la santa vida te cansa!».
Las botas de Medianoche chirrían por los pasillos de mármol. Al cabo de cinco minutos habrán alcanzado la salida, y él sólo se llevará de la visita al museo más abatimiento y una forma nueva de vergüenza, la del cerdo al que le han arrojado perlas y que todo el mundo ha visto que no ha sabido apreciarlas. ¿De quién es la culpa?
Pero no será así, sino de otra manera, pues aún tiene que cruzar la última sala. Una sala tenebrosa, con paredes inundadas de negro, llena de monstruos y brujas: la casa de los horrores de las ferias.
Están todos, no falta ni uno. Y sus brazos descarnados lo agarran al paso, le retuercen la nuca con brutalidad, lo fuerzan a mirar. ¡Aquí! Envueltas en sus mortajas, viejas desdentadas sorben sopa en un rincón de la chimenea mientras que unos asnos lascivos pisan a unos hombres sumidos en el sueño, pero he aquí que él, el demoníaco macho cabrío, dirige el baile a golpes de batuta, con sus cuernos gigantescos alzados y retorcidos en el aquelarre. ¡Oh! Un conjunto de pordioseros andrajosos, patizambos, malintencionados, vejestorios, paletos, paganos desde tiempo inmemorial, con cabezas planas como calabazas, vientres vacíos, ávidos… y corazones donde se hunde la mandrágora del miedo. La única que demuestra no tener miedo es una niña de negro que los observa sentada muy recta en su sillita de paja, prudente. Ni asomo de miedo. La chiquilla mira el Mal de frente como saben hacerlo los niños.
¡El Mal está en todas partes! La condena nocturna, irremediable, sin el menor vislumbre de esperanza.
El mundo alrededor de Medianoche no es más que un vasto campo sembrado de cadáveres cosidos en sus mortajas que una mujer recorre a grandes zancadas, envuelta en unos harapos grises. ¿Es una mujer? ¡No es cierto! Es sólo una presencia, un esbozo de ser, pero está sola, de pie en medio de los yacentes, como sacos de yeso esparcidos por el suelo. Polvo… La forma humana disuelta en la muerte. Ella gana siempre, todas las veces: la muerte.
Medianoche ralentiza el paso y su mirada se detiene como si una llamada irreprimible surgiera de aquellas escenas extrañas. No se trata de entender de pintura o no, ya no se trata de pintura ni de arte. Sino del horror en estado puro. Eso no sólo se ve, también se siente, se oye, como el vuelo pesado de un ave nocturna sobre su cabeza.
El chico se reencuentra con sus terrores de infancia, con las noches de invierno en las que las tinieblas pegajosas de la sierra se adherían a la ventana de la habitación y el fantasma del tío Juan de Noche, escapado de los cuentos populares, erraba por las calles. También se reencuentra con sus compañeros de los campos de trabajo, con la masa gris de los eternos condenados apelotonados unos contra otros, dándose calor como cucarachas. Aquí no hay decoro, ninguna hipocresía. Sólo la verdad de los hombres desnuda hasta la médula.
¡Por fin aparecen desenmascarados los frailes cautelosos de Zurbarán! Demonios, esqueletos que esconden bajo la sotana sus tibias espeluznantes. Desenmascarados esos asesinos uniformados que ametrallan a los condenados con la camisa abierta contra el muro de los cementerios.
Este pintor lo sabía todo de los hombres y del Mal que los devora, de la peste negra del Mal, que se propaga de un cuadro a otro, que extiende su depravación sin otra ley que el miedo y la locura.
Ante tanta negrura, las pupilas de Medianoche se dilatan y su corazón late en sordina, pero, de repente, se detiene, como por sorpresa, delante de un perro. Ni siquiera es un perro entero, sino sólo una cabeza. Una cabeza minúscula en el ángulo de un cuadro vacío gigantesco. Un horizonte de polvo, muros de arena, muros que se mueven, del color de la meseta castellana. El perro se ahoga entre los muros de la desesperación.
A su alrededor ha desaparecido todo, incluso el perro será engullido. Muy pronto. Pero por ahora sigue vivo. En el instante que el pintor ha fijado fatídicamente. El perro aúlla con todo su ser en el silencio. ¡Oh! El animal se cuida de ladrar, valiente chucho, con la boca cerrada y el hocico levantado. Sin embargo, su ojo, con el cristalino helado como un estanque, hace un llamamiento. No al cielo. La inmensidad del cielo está por entero en la mancha luminosa de ese ojo. El perro llama, y Medianoche puede oírlo.
—Pero ¿qué haces aquí plantado delante de este cuadro en el que no hay nada? —le pregunta Rosario—. El perro, de Goya, es el menos interesante. Todo el mundo lo pasa de largo. Sólo tú te paras. Parece que sólo te guste lo feo. Me metes prisa para salir, y tú vas y te quedas boquiabierto ante estos horrores. Estoy segura de que lo haces a propósito.
Rosario le tira de la manga para sacarlo de aquella contemplación estúpida y lo conduce al pasillo. Medianoche no sabe que se trata de las pinturas negras, las llamadas de la Quinta del Sordo, la última casa de Goya en España. No sabe quién es Goya, piensa que se trata del propietario del animal. No se arriesga a preguntárselo a Rosario, está demasiado enfadada con él. Medianoche sale de allí con la imagen de ese perro semihundido.