8
El modo más simple

ARCHIE, EL PEQUEÑO coatí renegado, se agazapó en la falda de la colina, tratando de cazar una de esas cosas huidizas y diminutas que corrían por el pasto. Rufus, el robot de Archie, trataba de hablarle, pero el coatí estaba demasiado ocupado y no le prestaba atención.

Homer hizo algo que ningún perro había hecho hasta entonces. Cruzó el río y se metió en el campamento de los robots salvajes. Sentía miedo, pues no se podía saber qué harían los robots cuando lo viesen. Pero su preocupación era mayor que su miedo, de modo que no vaciló.

En lo hondo de un nido secreto, las hormigas soñaban y proyectaban un mundo incomprensible. Y luchaban con la esperanza de que ocurriera lo mejor, encaminándose a una meta que ningún perro, ningún robot ni ningún hombre podrían entender.

En Ginebra, Jon Webster se acercaba a los diez mil años de animación suspendida y dormía profundamente. En la calle, afuera, una brisa ociosa arrastraba las hojas que susurraban sobre el pavimento, pero nadie las veía ni las oía.

Jenkins cruzó la colina sin mirar ni a la derecha ni a la izquierda, pues había allí muchas cosas que no deseaba ver. Había un árbol que se alzaba en el sitio donde en otro mundo crecía un árbol similar. Llevaba ese suelo en el cerebro, y en él había un billón de pisadas impresas a lo largo de diez mil años.

Y si uno escuchaba con atención, podía oírse una risa que resonaba a lo largo de las edades… la risa sardónica de un hombre llamado Joe.

Archie logró cazar al fin una de aquellas cosas escurridizas y cerró con fuerza la garra. Alzó luego la garra con cuidado, la abrió, y la cosa estaba allí, corriendo locamente, tratando de escapar.

—Archie —dijo Rufus—, no me estás escuchando.

La cosa escurridiza se metió en la piel de Archie y le subió por el antebrazo.

—Quizá sea una pulga —dijo Archie. Se sentó y se rascó el vientre—. Una nueva especie. Aunque espero que no. La especie conocida ya era bastante mala.

—No estás escuchando —dijo Rufus.

—Estoy ocupado —dijo Archie—. La hierba está llena de estas cositas. Quiero averiguar qué son.

—Me voy, Archie.

—¿Te qué?

—Me voy —dijo Rufus—. Me voy al Edificio.

—Estás loco —dijo Archie—. No puedes hacerme eso. Desvarías un poco desde que te caíste en aquel hormiguero.

—He recibido la llamada —dijo Rufus—. Me voy.

—He sido bueno contigo —dijo el coatí—. Nunca te di demasiado trabajo. Has sido para mí más un compañero que un robot. Te he tratado siempre como a un animal.

Rufus sacudió la cabeza porfiadamente.

—No puedes hacerme quedar. He recibido la llamada y tengo que irme.

—Ya sabes que no podría conseguir otro robot —continuó Archie—. Me quitaron mi número y me escapé. Soy un desertor, y tú lo sabes. Sabes que no podré conseguir otro robot. Los guardias me vigilan.

Rufus guardó silencio, inmóvil.

—Te necesito —dijo Archie—. Tienes que quedarte y ayudarme. No puedo acercarme a ninguno de los puestos de comida, pues los guardias caerían sobre mí y me llevarían de vuelta a la casa de los Webster. Tienes que ayudarme a cavar una madriguera. Se acerca el invierno y la voy a necesitar. No tendrá luz ni calor, pero la necesitaré. Y tú tienes que…

Rufus había dado media vuelta y estaba alejándose colina abajo, hacia el río. Hacia el río… hacia la sombra oscura que se alzaba en el lejano horizonte.

Archie se agazapó de espaldas al viento que le rizaba el pelo y le enrollaba la cola alrededor de los pies. En el viento había algo helado, algo helado que una hora antes no existía. Y ese hielo no tenía relación con la temperatura, sino con otras cosas.

Sus ojos, de cuentas brillantes, recorrieron la colina. No había huellas de Rufus.

Sin comida, sin madriguera, sin robot. Perseguido por los guardias. Devorado por las pulgas.

Y el Edificio, una mancha que se alzaba contra las colinas más lejanas, al otro lado del río.

Cien años antes, decían los Archivos, el Edificio no era más grande que la casa de los Webster.

Pero había crecido desde entonces… y no se completaba nunca. Al principio había cubierto una hectárea. Luego más de un kilómetro cuadrado. Ahora era una ciudad. Y crecía aún, extendiéndose y elevándose.

Una mancha contra las colinas y un nebuloso terror para los pequeños y supersticiosos habitantes del bosque. Una palabra que inmovilizaba de miedo a crías y cachorros.

Pues en el Edificio reinaba el mal… el mal de lo desconocido, un mal presentido e imaginado antes que visto u olido. Un mal que se adivinaba especialmente de noche, cuando se apagaban las luces y el viento gemía en la boca de las madrigueras, y los otros animales dormían y uno despertaba y escuchaba los latidos de esa otra cosa que cantaba entre los mundos.

Archie parpadeó al sol otoñal y se rascó furtivamente un costado.

Quizás algún día, se dijo, alguien encontrará un modo de librarse de las pulgas. Algo para rascarse la piel y que las aleje. O un modo de razonar con ellas, llegar a ellas y hablarles. Quizá podría instalárselas en una reserva, donde se les daría de comer y no molestarían a otros animales. O algo parecido.

Por ahora no había mucho que hacer. A veces el robot se encargaba de pescarlas. Aunque el robot sacaba a veces más pelos que pulgas. Otras, uno se revolcaba por la arena o el polvo. O se tiraba al río y ahogaba a algunas… bueno, no las ahogaba en realidad. Uno sólo se las sacaba de encima, y si algunas se ahogaban era porque tenían mala suerte.

A veces las pescaba el robot… pero ahora no había robot.

Sin robot para eliminar las pulgas.

Sin robot para conseguir comida.

Pero, recordó Archie, había un árbol de bayas a orillas del río, y la escarcha de la noche anterior quizá no había tocado los frutos. Se pasó la lengua por el hocico pensando en las bayas. Y había un campo de maíz, junto a la colina. Si uno se apresuraba, no perdía tiempo, y lograba no ser visto, podía conseguirse una espiga. Y en el peor de los casos, siempre podría recurrir a las raíces, las bellotas, y las uvas silvestres que crecían en el banco de arena.

Que Rufus se vaya, si quiere, murmuró Archie para sí mismo. Que los perros se guarden sus puestos de comida. Que los guardias sigan vigilando.

Iba a vivir su propia vida. Comería fruta y raíces, y se metería a hurtadillas en los campos de maíz, como habían hecho sus antecesores.

Viviría como habían vivido los otros coatíes antes que apareciesen los perros con esa idea de la Hermandad de las Bestias. Como habían vivido los animales antes que pudiesen hablar con palabras, antes que pudiesen leer los libros que les prestaban los perros, antes que hubiese robots para que sirviesen de manos, antes que hubiese luz y calefacción en las madrigueras.

Sí, y antes que hubiese una lotería que le dijese a uno si se quedaba en la Tierra o se iba a otro mundo.

Los perros, recordó Archie, habían tratado de mostrarse persuasivos acerca de esto, razonables y suaves. Algunos animales, habían dicho, tenían que ir a otros mundos, o habría demasiados animales en la Tierra. La Tierra no era bastante grande para contener a todos. Y una lotería, señalaron, era lo mejor para decidir quién debía irse.

Y al fin y al cabo, habían dicho, los otros mundos eran muy similares a la Tierra. Pues eran nada más que extensiones de la Tierra. Otros mundos que seguían las huellas de la Tierra. No eran exactamente iguales, quizá, pero sí bastante parecidos. Sólo unas pocas diferencias mínimas. Quizá ningún árbol donde aquí había un árbol. Quizás un roble donde aquí había un castaño. Quizás un manantial de agua fresca donde aquí no había ningún manantial.

Quizá, le habían dicho a Homer con un entusiasmo creciente, el mundo que le había tocado era mucho mejor que la Tierra.

Archie se acurrucó contra la colina, sintiendo el sol tibio del otoño que se escurría entre el frío del viento. Pensó en las bayas negras. Quizá eran blandas y pulposas, y algunas, quizá, habían caído al suelo. Podía comer las que estaban caídas, y luego subir al árbol y recoger algunas más, y luego bajar y comer las que se habían desprendido mientras estaba en el árbol.

Podía comerlas y sostenerlas entre las patas y hasta pasárselas por el rostro. Hasta podía revolcarse en ellas.

Vio otra vez, de reojo, las cositas que se deslizaban por la hierba. Como hormigas, pensó, sólo que no eran hormigas. Por lo menos no como las hormigas que había visto otras veces.

Pulgas quizá. Una nueva especie de pulgas.

Extendió una pata y cazó una. Sintió cómo le corría por la palma. Abrió la garra, la vio correr, y volvió a cerrar la garra.

Se llevó la garra a la oreja y escuchó.

¡La cosita que había cazado hacía ruido!

El campamento de los robots salvajes no era exactamente como Homer se lo había imaginado. No había edificios. Sólo rampas y tres naves del espacio y una docena de robots que trabajaban en una de las naves.

Aunque si se pensaba bien, se dijo Homer, uno tendría que saber que en un campamento de robots no había edificios. Pues los robots no necesitaban refugios, y eso eran en verdad los edificios.

Homer sentía miedo, pero trató de no demostrarlo. Alzó la cola, y con la cabeza levantada y las orejas echadas hacia adelante, se acercó sin titubear al grupo de robots. Cuando llegó junto a ellos, se sentó, sacó la lengua y esperó a que alguno le dirigiera la palabra.

Pero como ninguno lo hizo, sacó fuerzas de flaqueza y les habló él mismo:

—Me llamo Homer, y represento a los perros. Si tenéis un robot jefe me gustaría hablar con él.

Los robots siguieron trabajando un minuto, y al fin uno de ellos se dio vuelta, se acercó y se agachó junto a Homer de modo que su cabeza estaba a la misma altura que la cabeza del perro. Los otros robots siguieron trabajando como si nada hubiese ocurrido.

—Me llamo Andrew —dijo el robot— y no soy lo que tú llamas un robot jefe, pues no existen semejantes títulos entre nosotros. Pero puedo hablar contigo.

—He venido a verlo a propósito del Edificio —dijo Homer.

—Imagino —dijo el robot— que estás hablando de la estructura que se alza en el nordeste. La que se ve desde aquí si te das la vuelta.

—Esa misma —dijo Homer—. Queremos saber para qué la construisteis.

—Pero nosotros no la construimos —dijo Andrew.

—Hemos visto robots que trabajan allí.

—Sí, allí trabajan robots. Pero no la construimos nosotros.

—¿Estáis ayudando a alguien? —preguntó Homer.

Andrew sacudió la cabeza.

—Algunos recibieron una llamada… una llamada para que fuesen a trabajar allí. El resto no trató de detenerlos, pues somos libres.

—¿Pero quién la construye entonces? —preguntó Homer.

—Las hormigas —dijo Andrew.

Homer abrió la boca.

—¿Las hormigas? ¿Se refiere a los insectos? ¿A los que viven en los hormigueros?

—Precisamente —dijo Andrew. Hizo correr los dedos de una mano sobre la arena y trazó algo parecido a un camino de hormigas.

—Pero no pueden construir una cosa como ésa —protestó Homer—. Son estúpidas.

—Ya no —dijo Andrew.

Homer estaba clavado en la arena, y un helado estremecimiento de terror le corría por los nervios.

—Ya no —dijo Andrew hablando para sí mismo—. Ya no son estúpidas. Hubo una vez un hombre llamado Joe…

—¿Un hombre? ¿Qué es eso? —preguntó Homer.

El robot cloqueó como si reprendiera suavemente a Homer.

—Los hombres eran animales —dijo—. Animales que caminaban en dos patas. Se parecían mucho a nosotros, pero ellos eran de carne y nosotros somos de metal.

—Se refiere sin duda a los websters —dijo Homer—. Conocemos seres parecidos, pero los llamamos websters.

El robot movió afirmativamente la cabeza, con lentitud.

—Sí, los websters pueden ser hombres. Había una familia de ellos que se llamaba así. Vivía del otro lado del río.

—Hay un lugar que se llama casa de los Webster —dijo Homer—. Se alza en la colina Webster.

—Ése es el lugar —dijo Andrew.

—La conservamos tal como era antiguamente —dijo Homer—. Es un santuario para nosotros, aunque no sabemos por qué. La recomendación ha pasado de generación en generación… hay que conservar la casa Webster.

—Los websters —dijo Andrew— fueron los que enseñaron a hablar a los perros.

Homer se endureció.

—Nadie nos enseñó a hablar. Aprendimos nosotros mismos. Desarrollamos el sentido del lenguaje en el curso de muchos años. Y enseñamos a otros animales.

Andrew, el robot, sentado en cuclillas al sol, movía afirmativamente la cabeza como siguiendo el curso de sus propios pensamientos.

—Diez mil años —dijo—. No, creo que nos acercamos a los doce mil. Once mil, quizá.

Homer esperó, y mientras esperaba sintió el peso de los años sobre las colinas… los años del río y el sol, de la arena, el viento y el cielo.

Y los años de Andrew.

—Es usted muy viejo —dijo—. ¿Puede recordar cosas tan lejanas?

—Sí —dijo Andrew—. Aunque soy uno de los últimos robots construidos por el hombre. Me hicieron unos pocos años antes que salieran para Júpiter.

Homer, silencioso, sentía un torbellino en la cabeza.

Hombre… una palabra nueva.

Un animal que caminaba en dos patas.

Un animal que había construido los robots, que había enseñado a hablar a los perros.

Y, como si adivinase el pensamiento de Homer, Andrew dijo:

—No debíais haberos apartado de nosotros. Debimos haber trabajado juntos. Trabajamos juntos una vez. Ambos habríamos ganado si hubiésemos trabajado juntos.

—Teníamos miedo de vosotros —dijo Homer—. Yo aún tengo miedo de ti.

—Sí —dijo Andrew—. Sí, supongo que sí. Supongo que Jenkins hizo que nos temierais. Jenkins era inteligente. Sabía que vosotros teníais que empezar desde el principio. Sabía que no debíais cargar con el recuerdo del hombre como un peso muerto.

Homer calló.

—Y nosotros —dijo el robot— no somos más que el recuerdo del hombre. Hacemos lo que él hacía, aunque más científicamente, pues como somos máquinas tenemos que ser científicos. Más pacientes también que el hombre, pues disponemos de mucho tiempo, y él sólo tenía unos pocos años de vida.

Andrew dibujó dos líneas en la arena, y las cruzó con otras dos. Marcó con una X el extremo superior izquierdo.

—Creerás que estoy loco —dijo—. Piensas que estoy hablando sin ton ni son.

Homer hundió las ancas en la arena.

—No sé qué pensar —dijo—. Durante todos estos años…

Andrew dibujó una O con el dedo en el cuadrado central de la figura trazada en la arena.

—Ya sé —dijo—. Durante todos estos años habéis vivido con un sueño. La idea de que los perros fueron los iniciadores. Y cuesta admitir los hechos, cuesta bastante comprenderlos. Tal vez fuese mejor que olvidases todo lo que te he dicho. Los hechos son dolorosos a veces. Un robot tiene que trabajar con ellos, pues no tiene otra cosa. No podemos soñar, ya lo sabes. Únicamente disponemos de hechos.

—Superamos hace mucho los hechos —dijo Homer—. Eso no significa que no los usemos. Pero trabajamos con otras herramientas. Escuchamos, intuimos.

—Vosotros no sois mecánicos —dijo Andrew—. Para vosotros dos y dos no son siempre cuatro. Para nosotros debe ser cuatro. Y a veces me pregunto si la tradición no nos enceguece. A veces me pregunto si dos y dos no pueden ser más o menos que cuatro.

Agachados, en silencio, miraron el río: una corriente de plata fundida que recorría a saltos una tierra coloreada.

Andrew dibujó una X en el ángulo superior derecho de la figura, una O en el espacio superior central, y una X en el espacio inferior central. Con la palma de la mano alisó la arena.

—Nunca gano —dijo—. Soy demasiado listo para mí mismo.

—Me hablaba usted de las hormigas —dijo Homer—. De que ya no eran estúpidas.

—Oh, sí —dijo Andrew—. Te hablaba de un hombre llamado Joe…

Jenkins cruzó la colina sin mirar ni a la derecha ni a la izquierda, pues había cosas que no quería ver, cosas que le golpeaban con demasiada fuerza la memoria. Había un árbol en el mismo lugar donde en otro mundo se alzaba otro árbol. En el suelo había un billón de pisadas impresas a lo largo de diez mil años.

El débil sol invernal de la tarde oscilaba allá arriba, oscilaba como una vela movida por el viento, y cuando dejaba de moverse y de oscilar, brillaba la luz de la luna, y ya no la luz del sol.

Jenkins apresuró el paso y dio media vuelta. La casa estaba allí… echada en el suelo, reclinada en la colina, como algo joven y soñoliento que se apretaba contra la madre tierra.

Jenkins dio un paso titubeante, y al moverse su cuerpo metálico resplandeció y reflejó la luz lunar que un momento antes había sido la luz del sol.

Del valle del río llegó la voz quejosa de un pájaro nocturno, y un coatí gemía en un campo de maíz junto a la colina.

Dio otro paso y rogó que la casa no se moviese… aunque sabía que no podía, pues no estaba allí. Pues ésta era una colina desierta donde nunca se había alzado una casa. Éste era otro mundo, donde esa casa no había existido.

La casa siguió allí, oscura y silenciosa, con su chimenea sin humo, sin luz en las ventanas, pero con ciertas características que no permitían el error.

Jenkins se movió lenta, cuidadosamente, temiendo que la casa desapareciese, temiendo que pudiera asustarla y que se escapase.

Pero la casa continuó en su sitio. Y había más. El árbol de la esquina había sido un álamo y ahora era un roble, como antes. En el cielo había una luna otoñal, y no un sol de invierno. La brisa soplaba del oeste, y no del norte.

Algo ha ocurrido, pensó Jenkins. Eso que ha estado creciendo en mí, y no puedo entender. ¿Una nueva habilidad? ¿O un nuevo sentido que alcanza al fin la madurez? O un poder nunca soñado.

El poder de ir de un mundo a otro a voluntad. El poder de ir a donde quiera por el camino más corto que las retorcidas líneas de la fuerza y la casualidad puedan ofrecerme.

Caminó con menos cuidado y la casa siguió allí, sin moverse, sólida y substancial.

Cruzó el patio cubierto de hierbas y se detuvo ante la puerta.

Titubeando, alargó una mano y tocó el pestillo. Y el pestillo seguía allí. No era un objeto fantasmagórico. Era algo concreto, metálico.

Alzó lentamente el pestillo y la puerta se abrió. Jenkins cruzó el umbral.

Después de cinco mil años, Jenkins volvía a su casa, a la casa de los Webster.

De modo que había habido un hombre llamado Joe. No un webster, sino un hombre. Pues un webster era un hombre. Y los perros no habían sido los primeros.

Homer estaba echado ante el fuego (un flexible montón de piel, huesos y músculos) con la cabeza apoyada en las patas. Con ojos entrecerrados miraba el fuego y las sombras, y el calor de los leños ardientes le suavizaba el pelo.

Pero en su interior veía la arena y el robot en cuclillas y las colinas aplastadas por los años.

Andrew se había agachado en la arena y había hablado mientras el sol del otoño se reflejaba en sus espaldas. Había hablado de hombres, perros y hormigas. De algo que había ocurrido cuando vivía Nathaniel. Algo muy remoto, pues Nathaniel había sido el primer perro.

Había existido un hombre llamado Joe, un mutante, un más que hombre… Joe se había preocupado por las hormigas doce mil años atrás. Se había preguntado por qué las hormigas habían progresado tanto y luego se habían detenido, por qué habían llegado aparentemente a un callejón sin salida.

El hambre, quizás, había razonado Joe… La continua necesidad de acumular comida para poder sobrevivir. Las invernadas, quizá, el estancamiento del sueño invernal. La cadena de los recuerdos se rompía, había que comenzar de nuevo. Todos los años eran un génesis para las hormigas.

De modo que (había dicho Andrew, la cabeza calva brillante bajo el sol) Joe eligió un hormiguero, y se convirtió a sí mismo en un dios que cambiaría el destino de las hormigas. Las alimentó para que no tuvieran que luchar contra el hambre. Encerró la colonia en una cúpula de vidrio e instaló un servicio de calefacción para que no tuviesen que invernar.

Y la idea dio resultado. Las hormigas comenzaron a progresar. Fabricaron carritos y fundieron minerales. Esto era por lo menos lo que se veía, pues los carritos corrían por la superficie y el humo surgía de unas diminutas chimeneas. Qué otras cosas hacían, qué otras cosas aprendían allá en lo hondo de sus túneles, era imposible saberlo.

Joe estaba loco, había dicho Andrew… y sin embargo quizá no estaba tan loco.

Pues un día destrozó la cúpula de vidrio y aplastó el hormiguero. Y luego dio media vuelta y se alejó, no preocupándose más por lo que había ocurrido con las hormigas.

Pero las hormigas se preocuparon.

La mano que había roto la cúpula, el pie que había aplastado el hormiguero habían impulsado a las hormigas por el camino de la grandeza. Las habían obligado a luchar… a luchar para conservar sus bienes, a luchar para no volver a encontrarse en un callejón sin salida.

Un puntapié en las posaderas, había dicho Andrew. Un buen puntapié. Un puntapié bien dirigido.

Doce mil años atrás, un hormiguero aplastado. Hoy, un enorme edificio que crecía continuamente. Un edificio que había llegado a tener el tamaño de una ciudad en sólo un siglo. Un edificio que ocuparía un día toda la Tierra. La Tierra, que pertenecía no a las hormigas sino a los animales.

Un edificio… Aunque se lo había llamado así desde un comienzo, no era eso exactamente. Pues un edificio era un refugio, un lugar donde protegerse de las tormentas y el frío. Las hormigas no lo necesitaban, pues tenían sus túneles.

¿Con qué propósito construirían las hormigas algo que había alcanzado en un siglo tales proporciones y que seguía creciendo? ¿Qué posible uso podían encontrarle las hormigas?

Homer hundió el hocico entre las patas y emitió un gruñido sordo.

No había modo de averiguarlo. Ante todo había que saber cómo pensaba una hormiga. Había que conocer sus proyectos y ambiciones. Había que sondear sus conocimientos.

Doce mil años de conocimiento. Doce mil años de evolución a partir de un punto ignorado.

Pero había que averiguarlo. Tenía que haber un modo.

Pues el Edificio se extendía sin cesar. Primero un kilómetro, luego diez y después cien. Cien kilómetros, y luego otros cien, y por fin el mundo.

Una retirada, pensó Homer. Tendremos que pensar en una retirada. Podemos emigrar a otros mundos, los mundos que nos siguen en la corriente del tiempo, los mundos que nos pisan los talones. Podemos dejar la Tierra a las hormigas y aún sobrará espacio para nosotros.

Pero éste es nuestro hogar. Aquí se desarrollaron los perros. Aquí enseñamos a los animales a hablar y actuar juntos. Aquí creamos la Hermandad de las Bestias.

Pues no importa quién fue el primero… el perro o el webster. Nuestro hogar está aquí. Y es nuestro tanto como de los websters. Nuestro tanto como de las hormigas.

Y hay que detener a las hormigas.

Tiene que haber un modo de detenerlas. Un modo de hablarles, de descubrir lo que quieren. Un modo de entenderse con ellas. Alguna base para negociar. Algún posible acuerdo.

Homer, inmóvil y echado ante la chimenea, escuchó los murmullos que corrían por la casa, las suaves y lejanas pisadas de los robots en sus recorridas habituales, las voces apagadas de los perros en las habitaciones del primer piso, los gruñidos de las llamas mientras devoraban los leños.

Una buena vida, murmuró Homer. Una buena vida, y una vida que creamos nosotros. Aunque Andrew dice que no. Dice que no hemos añadido una coma a la habilidad y lógica mecánicas que fueron nuestra herencia… y que, al contrario, hemos perdido mucho. Me habló de química y trató de explicarme qué era eso, pero yo no pude entender. El estudio de los elementos, me dijo, y cosas como moléculas y átomos. Y la electrónica… aunque reconoció que logramos hacer ciertas cosas sin la ayuda de esta ciencia, y con más eficacia que la que lograría el hombre con todos sus conocimientos. Uno podría estudiar electrónica durante un millón de años y nunca llegaría a esos otros mundos, no sabría que están ahí… Y nosotros lo hicimos, hicimos una cosa que para un webster es algo imposible.

Porque pensamos de otro modo que los websters. Es decir, los hombres.

Y nuestros robots. Nuestros robots no son mejores que los que nos dejaron los hombres. Unas pocas modificaciones sin importancia, unos cambios obviamente necesarios, pero ningún progreso real.

¿Pero a quién se le ocurrió soñar alguna vez con un robot mejor?

Una espiga de maíz mejor, eso sí. O un castaño mejor. O un arroz con grano de mayor tamaño. O un modo de mejorar la pasta con que reemplazamos la carne.

Pero un robot mejor… Un robot hace todo lo que queremos. ¿Para qué mejorarlo?

Y no obstante… Los robots reciben una llamada y se van a trabajar al Edificio, a construir algo que nos expulsará de la Tierra.

No lo entendemos. Naturalmente, no podemos entenderlo. Entenderíamos si conociésemos mejor a nuestros robots. Entonces podríamos evitar que los robots recibiesen la llamada, o, si la recibiesen, lograr que no la atendieran.

Y ésa, por supuesto, sería una solución. Sin el trabajo de los robots no habría Edificio. Pues las hormigas nada podrían hacer sin ayuda ajena.

Aunque quizás Andrew se equivoca, pensó. Nosotros tenemos nuestra leyenda acerca de la aparición de la Hermandad de las Bestias, y los robots salvajes tienen la suya acerca de la caída del hombre. ¿Quién puede por ahora decidir de qué parte está la verdad?

Pero en la historia de Andrew no hay contradicciones. Hubo perros y hubo robots, y cuando los hombres desaparecieron, perros y robots tomaron caminos diferentes. Nosotros nos quedamos con algunos de esos robots para que nos sirviesen como manos. Algunos robots se quedaron con nosotros, pero ningún perro se quedó con los robots.

Una tardía mosca otoñal salió zumbando de un rincón del cuarto, aturdida por el resplandor del hogar. Voló alrededor de la cabeza de Homer y se le posó en el hocico. Homer la miró fijamente y la mosca alzó las patas y sacudió las alas con insolencia. Homer sacudió una pata y la mosca voló.

Alguien golpeó la puerta.

Homer alzó la cabeza, parpadeando.

—Adelante —dijo finalmente.

Era el robot Hezekiah.

—Han cazado a Archie —dijo.

—¿Archie?

—Archie, el coatí.

—Oh, sí —dijo Homer—. El que se escapó.

—Lo tienen ahí afuera —dijo Hezekiah—. ¿Quiere verlo?

—Hazlo entrar.

Hezekiah hizo una seña con un dedo, y Archie cruzó la puerta. Tenía la piel manchada de barro y arrastraba la cola. Detrás de él caminaban dos robots guardianes.

—Trató de robar un poco de maíz —dijo uno de los guardias—. Lo rodeamos, pero nos costó que no escapara.

Homer, tiesamente sentado, clavó los ojos en Archie. Archie le devolvió la mirada.

—No me hubieran apresado nunca si Rufus se hubiese quedado conmigo —dijo Archie—. Rufus era mi robot y me habría avisado a tiempo.

—¿Y dónde está Rufus ahora?

—Recibió la llamada —dijo Archie— y se fue al Edificio.

—Dime —dijo Homer—. ¿Le ocurrió algo a Rufus antes que se marchase? ¿Algo insólito? ¿Fuera de lo común?

—Nada —dijo Archie—. Excepto que cayó en una colonia de hormigas. Era un robot bastante torpe. Siempre aturdido, confundiéndose con las cosas. Sus coordenadas no funcionaban bien. Le faltaba algún tornillo.

Algo negro y diminuto saltó de la nariz de Archie y corrió por el suelo de la habitación. La pata de Archie se adelantó como un rayo y apresó la cosita negra.

—Será mejor que no se acerque —le advirtió Hezekiah a Homer—. Este animal está soltando pulgas.

—No es una pulga —dijo Archie, resoplando de indignación—. Es otra cosa. La cacé esta tarde.

La cosita negra se deslizó entre las garras de Archie y cayó al suelo, de pie. Echó a correr, esquivó a Archie y como un rayo llegó junto a Hezekiah y comenzó a subir por la pierna del robot.

Homer se incorporó con rapidez, comprendiendo de pronto.

—¡Rápido! ¡Cazadla! ¡Cazadla! No dejéis que…

Pero la cosita había desaparecido.

Homer se sentó otra vez, con lentitud. Habló serenamente ahora, serena e implacablemente.

—Guardias —dijo—, llevaos a Hezekiah bajo custodia. No lo dejéis solo un minuto, no permitáis que se escape. Informadme de todo lo que haga.

Hezekiah retrocedió.

—Pero yo no he hecho nada…

—No —dijo Homer suavemente—, no has hecho nada, aún. Pero lo harás. Recibirás la llamada y querrás escapar e ir al Edificio. Y antes tenemos que averiguar qué te impulsa a hacerlo. Qué es y cómo funciona —dio media vuelta, mostrando los dientes con una sonrisa perruna—. Y ahora, Archie…

Pero Archie no estaba.

Había una ventana abierta. Y Archie había desaparecido.

Homer se agitó en su lecho de paja, sin poder despertar del todo, con un gruñido atravesado en la garganta.

Me estoy poniendo viejo, pensó. Pesan demasiados años sobre mí, como sobre las colinas. En otra época, cuando llamaba alguien, saltaba en seguida de la cama, todavía con un poco de paja en los pies y el pelo, ladrando con todas mis fuerzas para que oyeran los robots.

Volvieron a oírse aquellos golpes y Homer se incorporó.

—Adelante —dijo—. Basta de golpes y adelante.

Se abrió la puerta y apareció un robot, pero más grande que todos los que Homer había visto hasta entonces. Un robot brillante, alto y macizo, con un cuerpo pulido que brillaba como un fuego débil en la oscuridad. Y encaramado en uno de los hombros del robot estaba Archie, el coatí.

—Soy Jenkins —dijo el robot—. He vuelto esta noche.

Homer tragó saliva y volvió a sentarse.

—Jenkins —dijo—. Hay cuentos… leyendas… de hace mucho tiempo.

—¿Nada más que leyendas? —preguntó Jenkins.

—Nada más —dijo Homer—. Leyendas acerca de un robot que nos cuidaba. Andrew me habló de él como si lo hubiese conocido. Y se cuenta que los perros le regalaron un cuerpo maravilloso, y…

La voz de Homer bajó hasta dejar de oírse. Pues el cuerpo del robot que estaba ante él con el coatí en el hombro… no podía ser sino aquel regalo de cumpleaños.

—¿Y la casa de los Webster? —preguntó Jenkins—. ¿La cuidáis todavía?

—La cuidamos —dijo Homer—. Está como siempre. Es uno de nuestros deberes.

—¿Y los websters?

—No hay websters.

Jenkins movió afirmativamente la cabeza. Su cuerpo tan sensible ya le había dicho que allí no había websters. No había vibraciones de websters. No había pensamientos de websters en las mentes que había sondeado.

Y así debía ser.

Cruzó lentamente la habitación, con pisadas suaves como las de un gato a pesar de su peso. Y Homer sintió el afecto y la bondad de aquella criatura metálica, la protección que suponía aquella fuerza.

Jenkins se agachó junto a él.

—Estás en dificultades —dijo.

Homer lo miró fijamente.

—Las hormigas —prosiguió Jenkins—. Archie me lo dijo. Me dijo que tenéis dificultades con las hormigas.

—Fui a la casa de los Webster a esconderme —dijo Archie—. Temía que me apresaran otra vez y pensé que esa casa…

—Cállate, Archie —le dijo Jenkins—. No sabes nada de eso. Me dijiste que no sabías nada. Sólo que los perros estaban en dificultades con las hormigas —miró a Homer y añadió—: Me imagino que serán las hormigas de Joe.

—Así que usted conoció a Joe —dijo Homer—. Así que hubo un hombre llamado Joe.

Jenkins se rió entre dientes.

—Sí, se complacía en enredar las cosas. Pero era simpático a veces. Tenía el diablo en el cuerpo.

—Están construyendo —dijo Homer—. Están construyendo un edificio. Y llaman a los robots para que trabajen para ellas.

—Bueno —dijo Jenkins—. También las hormigas tienen derecho a construir edificios.

—Pero están construyendo con demasiada rapidez. Nos arrojarán de la Tierra. Otros mil años y habrán cubierto toda la superficie de la Tierra.

—¿Y no tenéis adónde ir? ¿Es eso lo que os preocupa?

—Sí, tenemos a donde ir. Sobran lugares. Todos los otros mundos. Los mundos de los duendes.

Jenkins movió la cabeza de arriba abajo, con gravedad.

—Estuve en uno de esos mundos. El primero después de éste. Llevé allí a algunos websters hace cinco mil años. Acabo de regresar. Y sé cómo te sientes. Ningún otro mundo es la casa de uno. Durante esos cinco mil años, sentí nostalgia de la Tierra, casi todos los días. Regresé a la casa de los Webster y encontré allí a Archie. Me contó lo de las hormigas, así que vine para acá. Espero no molestaros.

—Nos alegra mucho que haya vuelto —dijo Homer.

—Esas hormigas —dijo Jenkins—. Me imagino que queréis contenerlas.

Homer afirmó con la cabeza.

—Hay un modo —dijo Jenkins—. Sé que hay un modo. Los websters tenían un modo de contenerlas. Pero no puedo recordarlo. Ha pasado tanto tiempo. Y es un modo muy simple. Muy simple.

Alzó una mano y se rascó la barbilla.

—¿Qué está haciendo? —preguntó Archie.

—¿Eh?

—¿Por qué se rasca la cara de ese modo? ¿Para qué lo hace?

Jenkins dejó caer la mano.

—Es sólo una costumbre, Archie. Algo que hacían los websters. Así pensaban. Lo aprendí de ellos.

—¿Le ayuda eso a pensar?

—Bueno, quizá. Quizá no. Parecía que a los websters les ayudaba. Bueno, ¿qué haría un webster en un caso como éste? Los websters podrían ayudarnos. Sé que podrían.

—Los websters en el mundo de los duendes —dijo Homer.

Jenkins sacudió la cabeza.

—Ya no hay más websters allí.

—Pero usted dijo que se llevó a algunos.

—Sí. Pero ya no hay más ahora. He estado solo en ese mundo durante casi cuatro mil años.

—Entonces ya no hay más websters en ninguna parte. Andrew me dijo que el resto se fue a Júpiter. ¿Dónde está Júpiter, Jenkins?

—Sí, aún hay algunos —dijo Jenkins—. Algunos websters se quedaron. En Ginebra.

—No será nada fácil. Ni siquiera para un webster —dijo Homer—. Esas hormigas son listas. Archie le habrá contado lo de esa pulga que encontró.

—No era una pulga —dijo Archie.

—Sí, me lo contó —dijo Jenkins—. Me dijo que había saltado sobre Hezekiah.

—No saltó sobre él —dijo Homer—. Se metió dentro. No era una pulga. Era un robot. Un robot minúsculo. Abrió un agujero en la armadura de Hezekiah y se le metió en el cerebro. Luego cerró el agujero desde el interior.

—¿Y qué hace Hezekiah ahora?

—Nada —dijo Homer—. Pero estamos seguros de que lo hará tan pronto como ese robot de las hormigas haya terminado su trabajo. Oirá la llamada. Oirá la llamada y se irá a trabajar al Edificio.

Jenkins movió afirmativamente la cabeza.

—Se los llevan —dijo—. No pueden hacer solas ese trabajo, de modo que se apoderan de los robots —alzó otra vez la mano y volvió a rascarse la barbilla—. Me pregunto si Joe sabía lo que hacía cuando se puso a representar el papel de dios.

Pero era ridículo. Joe no podía haberlo sabido. Ni siquiera un mutante podía saber lo que ocurriría doce mil años después.

Había pasado tanto tiempo, pensó Jenkins. Habían ocurrido tantas cosas. Bruce Webster estaba comenzando a experimentar con los perros. Soñaba sólo en hacerlos hablar, pensar, para que recorrieran junto con el hombre el camino del destino. Sin imaginar siquiera que unos pocos siglos más tarde el hombre se esparciría por los cuatro vientos de la eternidad y dejaría la Tierra a los robots y los perros. Sin siquiera imaginar que hasta el nombre de esos seres sería sepultado por el polvo de los años, que la raza sería conocida por el apellido de una familia.

Y sin embargo, pensó Jenkins, ninguna familia más indicada para dejar así su nombre que la de los Webster. Puedo recordarlos como si fuera ayer. En aquellos días yo mismo me consideraba un Webster.

El Señor sabe que traté de serlo. Hice lo que pude. Cuando la raza del hombre desapareció, cuidé los perros de los Webster, y al fin llevé los últimos sobrevivientes de esa raza a otro mundo para que no estorbaran a los perros. Para que los perros pudiesen modelar a su gusto la Tierra.

Y ahora hasta estos últimos sobrevivientes habían desaparecido. Se habían ido a alguna parte, quién sabe adónde. Me gustaría saberlo. Escaparon a algún mundo de la fantasía humana. Y los hombres de Júpiter no son ni siquiera hombres, sino otra cosa. Y Ginebra está cerrada al mundo.

Aunque no puede estar más cerrada, ni más distante, que el mundo de donde vengo. Si pudiese recordar cómo dejé el mundo de los duendes y fui a casa de los Webster… entonces, quizá, podría entrar en Ginebra.

Un poder nuevo, se dijo a sí mismo. Una nueva habilidad. Algo que se ha estado desarrollando en mí, sin que yo lo supiese. Algo que cualquier hombre, cualquier robot… y hasta quizá cualquier perro… podría hacer si conociese el camino.

Aunque quizá sea mi cuerpo lo que hace posible esos viajes. Este cuerpo que los perros me regalaron cuando cumplí siete mil años. Un cuerpo que es más que un cuerpo de carne. Un cuerpo que puede penetrar en los pensamientos de un oso o los sueños de un zorro, que puede adivinar los felices pensamientos de un ratoncito que corre por la hierba.

Los deseos cumplidos. Eso puede ser. La respuesta a ese anhelo raro e ilógico de cosas que no pueden ser, o que raramente son. Pero que son en verdad posibles si uno conoce el camino, si uno puede dirigir la mente y el cuerpo de tal modo que cualquier deseo pueda cumplirse.

Paseé por las colinas mil veces, recordó. Paseé por allí porque no podía irme, porque la nostalgia era demasiado fuerte, un poco metido en mí mismo pues había allí cosas, diferencias, que no quería ver.

Caminé por allí un millón de veces y fue necesario todo ese tiempo para que el poder tomase en mí suficiente fuerza y me permitiera volver.

Pues había caído en una trampa. La palabra, el pensamiento, el concepto que me habían llevado a ese mundo servían para ir, aunque no para volver. Pero había un modo de regresar. Un modo que yo no conocía. Que todavía no conozco.

—Decía usted que hay un modo —dijo Homer.

—¿Un modo?

—Sí, un modo de detener a las hormigas.

Jenkins hizo un signo afirmativo.

—Voy a descubrirlo. Voy a Ginebra.

Jon Webster despertó.

Y esto es raro, pensó, pues yo dije para siempre.

Iba a dormir por toda la eternidad, y la eternidad no tiene fin.

Todo lo demás era niebla, y olvido, pero esto en cambio brillaba claramente en su cerebro. Para siempre, y esto no era para siempre. Una palabra le entró en la mente, como si alguien golpeara con suavidad una puerta muy lejana.

Escuchó, acostado, esos golpes, y la palabra se convirtió en dos palabras…

—Jon Webster… Jon Webster…

Una y otra vez, una, una y otra vez. Dos palabras que le golpeaban el cerebro.

—Jon Webster. Jon Webster.

—Sí —dijo el cerebro de Webster, y las palabras dejaron de oírse.

Silencio, y las nieblas del olvido. Y la picazón de los recuerdos que comenzaban a volver. Uno a uno.

Había una ciudad, y el nombre de la ciudad era Ginebra.

Unos hombres vivían en la ciudad, pero sus vidas no tenían sentido.

Los perros vivían fuera de la ciudad… en todo el mundo, fuera de la ciudad. La vida de los perros tenía sentido. Los perros alimentaban un sueño.

Sara había subido por la colina en busca de un siglo de sueños.

Y yo… yo, pensó Jon Webster, subí por la colina en busca de eternidad. Y esto no es la eternidad.

—Soy Jenkins, Jon Webster.

—Sí, Jenkins —dijo Jon Webster, y sin embargo no lo dijo, no con los labios, la garganta y el pecho, pues sentía el fluido que envolvía su cuerpo. El fluido que lo alimentaba e impedía que se deshidratara. Un fluido que le sellaba los labios, los ojos, y los oídos.

—Sí, Jenkins —dijo Webster mentalmente—. Te recuerdo. Te recuerdo ahora. Estuviste con la familia desde un principio. Nos ayudaste a educar a los perros. Seguiste con ellos cuando la familia ya no existía.

—Sigo todavía con ellos —dijo Jenkins.

—Busqué la eternidad —dijo Webster—. Cerré la ciudad y busqué la eternidad.

—Nos preguntamos muchas veces —dijo Jenkins— por qué habría cerrado Ginebra.

—Los perros —dijo la mente de Webster—. Los perros debían tener su posibilidad. El hombre había echado a perder la suya.

—Los perros se están comportando bien —dijo Jenkins.

—¿Pero la ciudad está abierta ahora?

—No, la ciudad está todavía cerrada.

—Pero tú estás aquí.

—Sí, pero soy el único que conoce el camino. Y no vendrán otros. Por lo menos durante algún tiempo.

—Tiempo —dijo Webster—. Me olvidé del tiempo. ¿Cuánto tiempo ha pasado, Jenkins?

—¿Desde que cerró la ciudad? Diez mil años, aproximadamente.

—¿Y hay otros hombres?

—Sí, pero están durmiendo.

—¿Y los robots? ¿Los robots todavía montan guardia?

—Los robots todavía montan guardia.

Webster sintió que una paz le invadía la mente. La ciudad estaba cerrada, y los últimos hombres estaban durmiendo. Los perros se estaban comportando bien, y los robots montaban guardia.

—No debiste haberme despertado —dijo—. Tendrías que haberme dejado dormir.

—Hay algo que quiero saber —dijo Jenkins—. Lo sabía en otro tiempo, pero lo he olvidado. Es algo muy simple. Muy simple y terriblemente importante.

Webster se rió en el interior de su cerebro.

—¿Qué es, Jenkins?

—Acerca de las hormigas —dijo Jenkins—. Las hormigas solían molestar al hombre. ¿Qué hacíais vosotros?

—Pero cómo, las envenenábamos.

Jenkins ahogó un grito.

—¡Las envenenaban!

—Sí —dijo Webster—, de un modo muy simple. Usábamos una base de azúcar para atraerlas. Y poníamos veneno en el azúcar, un veneno mortal para las hormigas. Pero no bastante como para matarlas en seguida. Un veneno lento, para que tuviesen tiempo de llevarlo al nido. Así matábamos a muchas, y no a dos o tres.

En la cabeza de Webster zumbó el silencio… Un silencio sin pensamientos, sin palabras.

—Jenkins —dijo—. Jenkins, ¿estás todavía ahí?

—Sí, Jon Webster, estoy aquí.

—¿Eso es todo lo que querías?

—Eso es todo.

—Puedo dormirme otra vez entonces.

—Sí, Jon Webster. Vuelve a dormirte.

Jenkins se detuvo en la cima de la colina y sintió las primeras ráfagas de los vientos invernales que cruzaban la región. Bajo sus pies, la falda que descendía hacia el río estaba atravesada por rayas blancas y negras: los esqueléticos árboles sin hojas.

Hacia el nordeste se alzaba aquella forma sombría, aquella nube de malignidad que llamaban Edificio. Algo que crecía, concebido por las hormigas, construido con un propósito y con un fin que sólo una hormiga podía conocer.

Pero había un modo de detener a las hormigas.

El modo humano.

El modo que le había explicado Jon Webster después de diez mil años de sueño. Un modo simple, sencillo, pero eficiente. Un poco de azúcar, que les gusta tanto a las hormigas, y un poco de veneno. Un veneno lento que no actúe con excesiva rapidez. El modo más simple. El veneno, pensó Jenkins.

Pero eso requería conocimientos químicos, y los perros no sabían nada de química.

Pero eso era un crimen, y ya no había crímenes.

No se mataba ni siquiera a las pulgas, y eso que los perros estaban bastante apestados de pulgas. Ni siquiera a las hormigas… y las hormigas amenazaban con arrojar de sus hogares a los animales del mundo.

No había habido un solo crimen durante cinco mil años o más. La idea del crimen había desaparecido de todas las mentes.

Y es mejor así, se dijo Jenkins. Mejor perder un mundo que caer otra vez en el crimen.

Se volvió lentamente y descendió por la colina.

Homer se sentiría desilusionado, se dijo.

Terriblemente desilusionado cuando supiera que los websters no sabían cómo tratar con las hormigas.

FIN