7
Esopo

LA SOMBRA GRIS se escurrió a lo largo del borde de piedra, encaminándose a su guarida, lloriqueando por el fracaso y la amarga desilusión… pues las Palabras habían fallado.

El sol sesgado del atardecer dibujó una cara, una cabeza y un cuerpo indistintos y lóbregos, como la niebla matinal que se levanta de un abismo.

El sendero se interrumpió de pronto, y la sombra se detuvo, sorprendida, recostándose contra el muro de piedra. Pues la guarida había desaparecido. ¡El sendero se interrumpía antes de llegar a la guarida!

Dio media vuelta, como un látigo restallante, y miró por encima del valle. El río había cambiado. Corría más cerca de los riscos que anteriormente. Había un nido de golondrinas en la pared de piedra, donde nunca había habido uno.

La sombra se endureció, y sobre sus orejas se alzaron unos tentáculos que examinaron el aire.

¡Había vida! El olor de la vida flotaba débilmente en aquella atmósfera; de las hondonadas venía una sensación de vida.

La sombra se movió, enderezándose, y se arrastró a lo largo del camino de piedra.

La guarida había desaparecido, y el río era distinto, y había un nido de golondrinas en la roca.

La sombra se estremeció, babeando mentalmente.

Las Palabras habían resultado exactas, no habían fallado. Éste era un mundo distinto.

Un mundo distinto, de muy diversos modos. Un mundo tan pleno de vida que ésta zumbaba en el aire. Vida quizá que no podía correr muy rápidamente, ni esconderse con mucha eficacia.

El lobo y el oso se encontraron bajo el roble gigantesco y se pusieron a charlar.

—He oído —dijo el lobo— que siguen las muertes.

El oso lanzó un gruñido.

—Unas muertes muy raras, hermano. Muertes que no dan de comer.

—Muertes simbólicas —dijo el lobo.

El oso sacudió la cabeza.

—No hay muertes simbólicas. Esta nueva psicología que enseñan los perros exagera un poco. Cuando se mata a alguien, es por hambre o por odio. No me verás matar a alguien que no voy a comer —se apresuró a aclarar sus palabras—: No es que mate a alguien. Lo sabes bien, hermano.

—Claro que no —dijo el lobo.

El oso cerró los ojitos, los abrió y parpadeó.

—Es cierto que de vez en cuando doy vuelta a una piedra y lamo una hormiga o dos.

—No creo que los perros llamen a eso matar —dijo el lobo gravemente—. Los insectos no son lo mismo que los animales y los pájaros. Nadie nos dijo nunca que no matáramos insectos.

—En eso te equivocas —dijo el oso—. Los Cánones lo dicen muy claramente. No debes destruir la vida. No debes privar a nadie de la vida.

—Sí, imagino que así será —admitió el lobo santurronamente—. Imagino que en eso tienes razón. Pero los perros tampoco hacen muchos remilgos con los insectos. Pues sabrás que están tratando de obtener un polvo mejor contra las pulgas. ¿Y para qué sirve un polvo contra las pulgas, pregunto? Pues para matar pulgas. Para eso. Y las pulgas son vida. Las pulgas son seres vivos.

El oso lanzó un manotazo a una mosquita verde que le pasó zumbando por la nariz.

—Voy a bajar al puesto de comidas —dijo el lobo—. Quizá quieras venir conmigo.

—No tengo hambre —dijo el oso—. Y además es demasiado temprano. No es hora todavía de comer.

El lobo se pasó la lengua por el hocico.

—A veces caigo por allí como casualmente y el webster encargado del puesto me da algo extra.

—Está estudiándote —dijo el oso—. No te va a dar más comida por nada. Se trae algo escondido. No confío en los websters.

—Éste es bueno —declaró el lobo—. Se encarga del puesto de comida sin necesidad. Cualquier robot podría ocupar su lugar. Pero él mismo pidió el trabajo. Estaba cansado de ir de un lado a otro sin tener nada que hacer. Y ahí, en el puesto, se ríe y habla como cualquiera de nosotros.

El oso resopló.

—Uno de los perros me dijo que Jenkins asegura que no se llaman websters. Dice que no son websters, que son hombres.

—¿Y qué son los hombres?

—Bueno, te lo estaba diciendo. Es lo que dice Jenkins…

—Jenkins —afirmó el lobo— está tan viejo que lo confunde todo. Recuerda demasiadas cosas. Debe de tener mil años.

—Siete mil —dijo el oso—. Los perros están preparando una gran fiesta de cumpleaños. Le van a regalar un cuerpo nuevo. El viejo está muy gastado. Cada dos o tres meses va al taller de reparaciones —movió de un lado a otro la cabeza con aire de sabiduría—. Y al fin y al cabo, lobo, los perros han hecho mucho por nosotros. Han instalado esos puestos de comidas, y nos han enviado médicos robots, y otras cosas. El año pasado, por ejemplo, me dolían terriblemente los dientes y…

—Pero los puestos de comidas podrían ser mejores —interrumpió el lobo—. Dicen que esas pastas son lo mismo que carne, que tienen el mismo valor alimenticio y todo, pero no saben a carne.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó el oso.

El balbuceo del lobo duró una fracción de segundo.

—Porque… porque me lo dijo mi abuelo. Era un viejo sinvergüenza, mi abuelo. Se conseguía algún venado de cuando en cuando. Me dijo cómo sabía la carne. Pero en aquel tiempo no había tantos guardias como hoy.

El oso cerró los ojos y volvió a abrirlos.

—A veces me pregunto a qué sabrá el pescado. Hay un banco de truchas allá abajo en el arroyo del Pino. He estado observándolas. Es fácil cazar de un zarpazo un par de ellas… Claro que nunca lo he hecho —añadió rápidamente.

—Claro que no —dijo el lobo.

Un mundo, y después otro, unidos como los eslabones de una cadena. Un mundo que le pisaba los talones a otro. Un mundo hoy, otro mañana. Y ayer es mañana, y mañana, pasado.

Aunque no había pasado. Sólo ese recuerdo fantasmal que flotaba como un ser nocturno en la sombra de la mente. No había pasado real. No había cuadros pintados en el muro del tiempo. No había filmes que uno pudiese hacer retroceder para ver cómo había sido antes.

Joshua se incorporó, sacudiéndose, se sentó y se rascó una pulga. Ichabod estaba sentado a la mesa, muy tieso, tamborileando mentalmente los dedos.

—Es definitivo —dijo el robot—. No hay nada que hacer. No podemos viajar al pasado.

—No —dijo Joshua.

—Pero —dijo Ichabod— sabemos dónde están los duendes.

—Sí —dijo Joshua—. Sabemos dónde están los duendes. Y quizá podamos llegar a ellos. Sabemos qué camino hay que tomar.

Había un camino abierto, pero el otro estaba cerrado. No cerrado en realidad, pues nunca había existido el tal camino. Pues no había pasado, nunca lo hubo, no había cuartos para él. Donde debía estar el pasado, había otro mundo.

Como dos perros, cada uno de los cuales sigue las huellas del otro. Un perro sale y otro perro entra. Como una larga, interminable fila de bolillas de cojinete que corren por un surco, tocándose casi, pero no del todo. Como los eslabones de una cadena infinita que corre sobre una rueda de billones de billones de dientes.

—Estamos retrasados —dijo Ichabod mirando el reloj—. Tenemos que prepararnos para la fiesta de Jenkins.

Joshua volvió a sacudirse.

—Sí, supongo que sí. Un gran día para Jenkins, Ichabod. Piénsalo un poco, siete mil años…

—Tengo todo preparado —dijo Ichabod orgullosamente—. Me he ilustrado esta mañana. Pero tú deberías peinarte un poco. Tienes el pelo todo revuelto.

—Siete mil años —dijo Joshua—. No me gustaría vivir tanto.

Siete mil años y siete mil mundos, cada uno de los cuales sigue las huellas de los otros. Aunque era más que eso. Un mundo por día. Trescientas sesenta y cinco veces siete mil. O quizás un mundo por minuto. O quizás un mundo por segundo. Un segundo es tiempo suficiente para separar dos mundos. Trescientas sesenta y cinco veces siete mil veinticuatro veces sesenta veces sesenta…

Tiempo suficiente, y final. Pues no había pasado. No era posible retroceder. No era posible retroceder y observar las cosas de que hablaba Jenkins… Las cosas que podían ser ciertas o sólo recuerdos deformados por siete mil años. No era posible volver y verificar las nebulosas leyendas en que se hablaba de una casa y una familia de websters y una cúpula cerrada de nada que se alzaba entre unos montes, del otro lado del mar.

Ichabod se acercó con un peine y un cepillo y Joshua se apartó.

—Vamos, quieto —dijo Ichabod—. No te haré daño.

—La vez pasada —dijo Joshua— casi me despellejas vivo. Ten cuidado con los granos.

El lobo había entrado en el puesto esperando recibir una ración extra, pero no le habían dado nada y era demasiado educado para pedir. Ahora estaba sentado, con la peluda cola entre las patas, observando cómo Peter trabajaba en una varita con un cuchillo.

Una ardilla, que había bajado de las ramas del árbol más próximo, descansaba en el hombro de Peter.

—¿Qué tienes ahí? —preguntó la ardilla.

—Una vara, para arrojarla.

—Cualquier vara sirve para eso —dijo el lobo—. No necesitas una vara especial. Basta con que tomes una cualquiera y la tires.

—Esto es algo nuevo —dijo Peter—. Algo que he pensado. Aunque no sé realmente qué es.

—¿No tiene nombre? —preguntó la ardilla.

—No todavía —dijo Peter—. Tengo que buscarle uno.

—Pero —insistió el lobo— puedes tirar cualquier vara. La que más te guste.

—No tan lejos —dijo Peter—. No con tanta fuerza.

Peter hizo girar la varita entre los dedos, apreciando su lisura y redondez, alzándola y mirándola de punta para asegurarse de que era bien recta.

—No la voy a tirar con la mano —dijo Peter—. La voy a tirar con otra vara y una cuerda.

Se inclinó y recogió el objeto apoyado contra un árbol.

—Lo que no me imagino —dijo la ardilla— es para qué quieres tirar la vara.

—No sé —dijo Peter—. Es una especie de juego.

—Vosotros los websters —dijo el lobo— sois animales muy raros. A veces me pregunto si tenéis sentido común.

—Puedes darle con esto a lo que quieras —dijo Peter—. Basta con que la vara sea recta y la cuerda resistente. No puedes usar cualquier vara, tienes que buscar y buscar…

—Enséñame —dijo la ardilla.

—Así —dijo Peter alzando la rama de nogal—. Es dura, como veis. Y flexible. Se dobla y vuelve a su forma primitiva. En esta cuerda que une las dos puntas apoyo la vara que voy a arrojar. Y luego tiro así de la cuerda…

—Dijiste que puedes darle a cualquier cosa —dijo el lobo—. Enséñanos.

—¿A qué queréis que le dé? —dijo Peter—. Elegid algo…

La ardilla apuntó excitada:

—A ese petirrojo que está en el árbol.

Peter alzó rápidamente las manos, tiró de la cuerda y la rama se arqueó. La vara silbó en el aire. El petirrojo cayó del árbol como una lluvia de plumas. Golpeó el suelo con un ruido blando y grave, y se quedó allí, boca arriba, diminuto, desamparado, con unas garras recogidas que apuntaban a las copas de los árboles. La sangre que le brotó del pico fue a manchar la hoja en que apoyaba la cabeza.

La ardilla se endureció en el hombro de Peter, y el lobo se puso de pie. Había calma en el aire; la calma de las hojas inmóviles, de las nubes que flotaban en el mediodía azul.

El horror hizo temblar la voz de la ardilla.

—¡Lo mataste! ¡Está muerto! ¡Lo mataste!

Peter protestó inmovilizado por el miedo.

—No sabía. Nunca traté de acertarle a algo vivo. Apuntaba sólo a las cosas.

—Pero lo mataste. Y no se debe matar.

—Ya sé —dijo Peter—. Ya sé que no. Pero me dijiste que le acertara. Me lo enseñaste. Me…

—Nunca dije que lo mataras —chilló la ardilla—. Pensé que ibas a golpearlo, nada más. Que lo asustarías. Era tan gordo y tímido…

—Te dije que la vara salía con fuerza.

El webster parecía clavado en el suelo.

Lejos y con fuerza, pensó. Lejos y con fuerza… y rápido.

—Tranquilízate, compañero —dijo la suave voz del lobo—. Ya sabemos que no lo hiciste a propósito. Que quede entre los tres. Nunca diremos una palabra.

La ardilla saltó del hombro de Peter y chilló desde la rama de un árbol.

—Yo voy a contarlo. Se lo diré a Jenkins.

El lobo lanzó un gruñido con ojos enrojecidos por la cólera.

—Sucia charlatana. Cuentera tramposa.

—Lo contaré —chilló la ardilla—. Esperad y veréis. Se lo voy a decir a Jenkins.

Subió zigzagueando por el árbol, corrió por una rama y saltó a otro árbol vecino.

El lobo se movió rápidamente.

—Espera —dijo Peter, cortante.

—No podrá ir de árbol en árbol —dijo el lobo—. Tendrá que bajar para cruzar la pradera. No tienes por qué preocuparte.

—No —dijo Peter—. No más muertes. Una basta y sobra.

—Lo va a contar, lo sabes.

Peter movió la cabeza de arriba abajo.

—Sí, lo sé.

—Puedo impedírselo —dijo el lobo.

—Alguien te verá e irá a denunciarte —dijo Peter—. No, no quiero que lo hagas.

—Entonces, escapemos —dijo el lobo—. Conozco un lugar donde podrías esconderte. Nunca te encontrarán, ni aunque te busquen mil años.

—No podría —dijo Peter—. Hay ojos en los bosques. Demasiados. Dirían dónde estoy. Ha pasado esa época en que uno podía esconderse.

—Creo que tienes razón —dijo lentamente el lobo—. Sí, creo que tienes razón.

Dio media vuelta y clavó la vista en el petirrojo.

—¿Qué te parece si eliminamos las pruebas?

—¿Las pruebas…?

—Sí, eso mismo.

El lobo se adelantó rápidamente y bajó la cabeza. Se oyó un crujido. El lobo se lamió los bigotes, se sentó y se envolvió los pies con la cola.

—Tú y yo nos entendemos —dijo—. Sí, señor, estoy seguro. Somos muy parecidos.

Una pluma acusadora se le había pegado en la punta de la nariz.

El cuerpo era una joya.

Un martillazo no podía abollarlo, y no se oxidaría nunca. Y tenía un número inimaginable de aparatos.

Era el regalo de cumpleaños de Jenkins. El grabado en el pecho decía: A Jenkins, de los perros.

Pero nunca lo usaré, se dijo Jenkins. Es demasiado hermoso para mí, demasiado adorno para un robot tan viejo como yo. Me sentiría fuera de lugar en una cosa como ésta.

Se balanceó lentamente hacia adelante y hacia atrás en la silla mecedora, escuchando el murmullo del viento en los aleros.

Tienen buenas intenciones, pensó. Y no quisiera lastimarlos de ningún modo. Tendré que ponérmelo por lo menos una vez, aunque sea para aparentar. Para complacer a los perros. No estaría bien que no me lo pusiese. Trabajaron mucho. Pero no lo usaré todos los días. Sólo en las grandes ocasiones.

Quizás en el picnic de los Webster. Quisiera tener buena apariencia en ese picnic. Es muy importante. Día en que todos los Webster del mundo, todos los que todavía viven, se dan cita. Y quieren que yo también vaya. Ah, sí, siempre quieren que vaya. Pues yo soy un robot Webster. Sí, señor, siempre lo he sido y siempre lo seré.

Dejó caer la cabeza y balbuceó unas palabras que fueron como un susurro en el cuarto. Palabras que él y el cuarto recordaban. Palabras de hacía mucho tiempo.

La mecedora crujió y el ruido se confundió con la existencia de ese cuarto teñido de tiempo. Se confundió con el viento en los aleros y los gruñidos del cañón de la chimenea.

Fuego, pensó Jenkins. Hace mucho que no encendemos el fuego. A los hombres les gustaba el fuego. Les gustaba sentarse ante él e imaginar escenas en las llamas. Y soñar…

Pero los sueños de los hombres, se dijo Jenkins, se han ido. Se han ido a Júpiter y están enterrados en Ginebra, y a veces brotan muy débilmente en los Webster de hoy.

El pasado, dijo, el pasado es demasiado para mí. Y me ha inutilizado. Tengo tanto que recordar… tanto que las cosas que hay que hacer son siempre menos importantes. Estoy viviendo en el pasado, y así no se puede vivir.

Pues Joshua dice que el pasado no existe, y Joshua debe de tener razón. De todos los perros debe de ser el más enterado. Pues se ha esforzado por retroceder en el tiempo y verificar las cosas que le he dicho. Cree que me falla el cerebro, y que al contar viejas historias de robots, mitad verdad, mitad fantasía, me dejo llevar por la imaginación.

No lo admitirá públicamente, pero es lo que el sinvergüenza cree. Piensa que no me doy cuenta.

No puede engañarme, dijo Jenkins con una risita. Ninguno de ellos puede engañarme. Los conozco desde que empezaron a cambiar. Sé muy bien con qué música bailan. Le ayudé a Bruce Webster con el primero de ellos. Oí sus primeras palabras. Y si ellos olvidaron, yo no… ni una palabra, ni un gesto.

Quizás es natural que hayan olvidado. Han hecho grandes cosas. He tratado de no molestarlos, y es mejor así. Eso me dijo Jon Webster aquella noche. Por eso Jon Webster hizo lo que había que hacer para cerrar la ciudad de Ginebra. Pues fue Jon Webster. Tuvo que haber sido él. No pudo haber sido otro.

Jon pensó que encerraba a la raza humana y dejaba en libertad a los perros. Pero olvidó algo. Oh, sí, pensó Jenkins, olvidó algo. Olvidó a su propio hijo, y a la pequeña banda armada de arcos y flechas que había salido aquella mañana a jugar a los hombres de las cavernas… y a las mujeres de las cavernas.

Y el juego, pensó Jenkins, se convirtió en algo tristemente real que duró mil años. Hasta que los descubrimos y los trajimos de vuelta a casa. De vuelta a la casa de los Webster, de vuelta al lugar donde empezó todo.

Jenkins juntó las manos en el regazo, inclinó la cabeza y la balanceó lentamente. La mecedora crujía y el viento corría por los aleros y en alguna parte se golpeó una ventana. La garganta de la chimenea hablaba huecamente, hablaba de otros seres y otros días, y otros vientos.

El pasado, pensó Jenkins, no tiene pies ni cabeza. Es algo que se atraviesa en el camino, cuando hay tanto que hacer. Tantos problemas que aún esperan solución.

La superpoblación, por ejemplo. Hemos pensado mucho en eso, lo hemos discutido hasta hartarnos. Demasiados conejos, pues los zorros y lobos no pueden perseguirlos. Demasiados ciervos, pues los leones y lobos no deben matarlos. Demasiadas marmotas, demasiados gatos, demasiados ratones. Demasiadas ardillas, demasiados puercos espines, demasiados osos.

Suprímase la valla de las muertes violentas y se tendrá un número excesivo de vidas. Cúrense las enfermedades y las lesiones con un servicio médico de rápidos robots y habrá desaparecido otra valla.

El hombre se había encargado de eso. Sí, el hombre se había encargado de eso. El hombre mataba todas las cosas que se le cruzaban en el camino. Ya fuesen otros hombres u otros animales.

El hombre nunca había concebido una gran sociedad animal, nunca había soñado con que las marmotas y los coatíes y los osos recorriesen juntos el camino de la vida, haciendo planes comunes, ayudándose mutuamente, dejando de lado toda diferencia natural.

Pero los perros sí. Los perros lo habían hecho.

Como en los cuentos infantiles de la antigüedad, pensó Jenkins. Como en la historia del león y el cordero que dormían juntos. Como en las películas de Walt Disney. Pero esas películas nunca habían parecido reales, pues estaban basadas en la filosofía humana.

La puerta se abrió con un crujido y se oyó el ruido de unos pasos. Jenkins se volvió en su silla.

—Hola, Joshua —dijo—. Hola, Ichabod. ¿Por qué no entráis? Estaba meciéndome y pensando.

—Pasábamos —dijo Joshua— y vimos luz.

—Pensaba en las luces —dijo Jenkins—. Pensaba en la noche (hace ya quinientos años) en que Jon Webster llegó de Ginebra. Era el primer hombre que venía aquí desde hacía siglos. Y estaba arriba, acostado, y todos los perros dormían y yo miraba por la ventana, más allá del río. Y no había luces. Ninguna luz. Sólo una gran oscuridad. Y yo estaba allí recordando los días con luces, y preguntándome si las luces volverían.

—Hay luces ahora —dijo Joshua con suavidad—. Hay luces en todo el mundo esta noche. Aun en las cuevas y guaridas.

—Sí, ya sé —dijo Jenkins—. Aún más que antes.

Ichabod se acercó al brillante cuerpo metálico que se alzaba en un rincón, extendió una mano y golpeó la armadura, casi tiernamente.

—Los perros han sido muy amables —dijo Jenkins— al regalarme el cuerpo. Pero no era necesario. Con unos pocos parches aquí y allá, éste hubiese servido aún.

—Pero te queremos —dijo Joshua—, y es lo menos que podíamos hacer. Hemos tratado de hacer otras cosas por ti, pero nunca nos dejaste. Queríamos construirte una nueva casa, moderna, con las comodidades más recientes.

Jenkins sacudió la cabeza.

—Hubiese sido inútil, pues yo no la habría ocupado. Pues veréis, mi hogar es esta casa. Siempre lo ha sido. Reparadla como mi cuerpo, y seré feliz con ella.

—Pero aquí estás solo.

—No, no lo estoy —dijo Jenkins—. La casa está repleta de gente.

—¿Repleta? —preguntó Joshua.

—Gente que he conocido.

—¡Pero qué cuerpo! —dijo Ichabod—. Me gustaría probármelo.

—¡Ichabod! —aulló Joshua—. Ven aquí. Quita las manos de ese cuerpo.

—Deja hacer a los jóvenes —dijo Jenkins—. Si viene por aquí en algún momento en que no esté muy ocupado…

—No —dijo Joshua.

Una rama golpeó el alero y tamborileó en la ventana. Se oyó el ruido de una teja y el viento corrió por el techo con pasos rápidos y traviesos.

—Me alegra que hayas venido —dijo Jenkins—. Quería hablarte —se balanceó un rato y la mecedora crujió—. No viviré eternamente. Nunca creí que llegaría a los siete mil años.

—Con el cuerpo nuevo —dijo Joshua— vivirás tres veces siete mil años.

Jenkins sacudió la cabeza.

—No es el cuerpo lo que me preocupa, sino el cerebro. Está bien hecho, como para durar mucho, pero no eternamente. Alguna vez algo andará mal, y el cerebro se hará pedazos —en el silencio de la habitación sonó otra vez el crujido de la mecedora—. Y eso será la muerte. Me habrá llegado el fin… Y está bien que así sea. Serví, sí, en otro tiempo.

—Te necesitaremos siempre —dijo Joshua con voz muy suave—. No podremos seguir sin ti.

Pero Jenkins continuó como si no hubiese oído.

—Quiero hablarte de los Webster. Quiero hablarte de ellos. Quiero que entiendas.

—Trataré —dijo Joshua.

—Vosotros los perros los llamáis websters, y está bien —dijo Jenkins—. Hubo una familia que se llamaba así. Y fueron los que os hicieron eso tan magnífico.

—¿Hicieron qué? —preguntó Joshua.

Jenkins hizo girar la silla y dejó de balancearse.

—Me olvido —murmuró—. Me olvido tan fácilmente. Lo confundo todo.

—Estabas hablando de algo magnífico que nos hicieron los websters.

—Ah, sí —dijo Jenkins—. Sí. Tienes que vigilarlos. Tienes que cuidarlos y vigilarlos. Especialmente tienes que vigilarlos.

Se balanceó suavemente y los pensamientos fluyeron por su cerebro, pensamientos espaciados por el crujido de la silla mecedora.

Casi lo dices, pensó. Casi estropeas el sueño.

Pero me acordé a tiempo. Sí, Jon Webster, me paré a tiempo. No me traicioné, Jon Webster.

No le dije a Joshua que los perros fueron una vez mascotas del hombre, que los hombres los llevaron al lugar que ahora ocupan. Pues los perros no deben saberlo. Tienen que mantener erguida la cabeza. Tienen que proseguir su labor. Los viejos cuentos han desaparecido, y es mejor así. Aunque me gustaría decirlo. El Señor sabe que me gustaría. Ponerlos en guardia contra algo. Decirles cómo arrancamos de raíz las viejas ideas a los cavernícolas que trajimos de Europa. Cómo les hicimos olvidar todo lo que sabían. Cómo les borramos todo recuerdo de armas. Cómo les enseñamos la paz y el amor.

Y cómo debemos vigilarlos para impedir que un día vuelvan esas tendencias… el viejo modo de pensar de los hombres.

—Pero dijiste… —insistió Joshua.

Jenkins negó con una mano.

—No era nada, Joshua. Estoy un poco chocho. A veces se me nubla el cerebro y digo cosas sin sentido. Pienso tanto en el pasado… y tú dices que no hay pasado.

Ichabod se sentó en el suelo y miró a Jenkins.

—Seguro que no lo hay —dijo—. Lo verificamos todo. De cuarenta modos, y todos los factores lo confirman. No hay pasado.

—No hay ningún cuarto —dijo Joshua—. Uno viaja hacia atrás por la línea del tiempo y no encuentra el pasado, sino otro mundo, otro paréntesis de conciencia. La Tierra puede ser la misma, con los mismos árboles, ríos y colinas, pero no es el mundo que conocemos. Como ha tenido una vida distinta, se ha desarrollado también de un modo distinto. El segundo que está detrás de nosotros no es realmente el segundo que queda atrás, sino otro segundo, un sector totalmente independiente de tiempo. Vivimos siempre en el mismo segundo. Nos movemos en el interior del paréntesis formado por ese segundo, esa minúscula parcela de tiempo que nos ha sido asignada.

—El modo en que medimos el tiempo es un grave error —dijo Ichabod—. Nos impide pensar en su esencia. Pensamos continuamente que atravesamos el tiempo, pero no es así. Nos movemos con el tiempo. Decimos: ha pasado otro segundo, otro minuto, otra hora, otro día, cuando, en realidad, el segundo, el minuto, la hora no han pasado nunca. Fueron siempre los mismos. Se han movido, nada más, y nosotros nos movimos con ellos.

Jenkins hizo un signo afirmativo.

—Comprendo. Como una madera que flota en un río. Se mueve con el río. Y a lo largo de la orilla cambian las escenas, pero el agua es siempre la misma.

—Podría explicarse así —admitió Joshua—. Pero el tiempo es una corriente rígida, y los mundos diferentes están más fijos en el tiempo que la madera en el río.

—¿Y los duendes viven en esos otros mundos?

Joshua movió afirmativamente la cabeza.

—Estoy seguro.

—Y ahora —dijo Jenkins— imagino que tratas de descubrir cómo llegar a esos mundos.

Joshua se rascó suavemente una pulga.

—Eso es —dijo Ichabod—. Necesitamos espacio.

—Pero los duendes…

—Los duendes pueden no ocupar todos los mundos —dijo Joshua—. Puede haber mundos vacíos. Los necesitamos. Si no encontramos espacio, nos veremos en aprietos. La superpoblación traerá consigo una ola de crímenes. Y esa ola nos haría retroceder al punto de partida.

—Ya hay algunos crímenes —dijo Jenkins. Joshua frunció el entrecejo y echó hacia atrás las orejas—. Crímenes raros. Muertos que nadie devora. Sin sangre. Como si cayeran redondos. Nuestros técnicos médicos están enloquecidos. Nada malo. No hay motivo para esas muertes.

—Pero ocurren —dijo Ichabod. Joshua se inclinó hacia adelante y bajó la voz.

—Temo, Jenkins… temo que…

—No hay nada que temer.

—Sí, me lo dijo Angus. Temo que uno de los duendes… que uno de los duendes haya atravesado el muro.

Una ráfaga sopló en el interior de la chimenea y jugueteó en los aleros. Otra ráfaga ululó en algún rincón cercano y oscuro. Y el miedo vino y corrió subrepticia y pesadamente por el techo de tejas, hacia arriba y hacia abajo.

Jenkins se estremeció, y se puso rígido, luchando contra otro estremecimiento. Cuando habló lo hizo con una voz áspera.

—Nadie ha visto un duende.

—Los duendes no se pueden ver.

—No —dijo Jenkins—. No se pueden ver.

Eso era lo que decía el hombre. Los fantasmas no se ven, pero uno siente que están ahí. Pues el grifo del agua sigue goteando a pesar de que uno lo ha cerrado bien. Y unos dedos arañan la puerta, y los perros aúllan a algo en la noche, y no quedan huellas en la nieve.

Y unos dedos arañaron la puerta…

Joshua se puso de pie y se endureció; la estatua de un perro: la pata levantada, la boca entreabierta como en el comienzo de un gruñido.

Los arañazos volvieron a oírse.

—Abre la puerta —le dijo Jenkins a Ichabod—. Alguien quiere entrar.

Ichabod atravesó el silencio de la habitación. La puerta crujió bajo sus dedos. Mientras la abría, la ardilla entró de un salto, como un rayo gris, y fue a posarse en el regazo de Jenkins.

—¿Qué ocurre, ardilla? —dijo Jenkins.

Joshua se sentó otra vez y cerró la boca. Ichabod mostraba una tonta sonrisa metálica.

—Lo vi —chilló la ardilla—. Vi cómo mataba al petirrojo. Con una vara. Y las plumas volaron. Y había sangre en la hoja.

—Calma —dijo Jenkins, suavemente—. No te apresures y explícame bien. Estás demasiado excitada. Viste que alguien mataba al petirrojo.

La ardilla tomó aliento. Le rechinaban los dientes.

—Fue Peter —dijo.

—¿Peter?

—Peter, el webster.

—¿Dices que con una vara?

—La arrojó con otra vara. Había unido las puntas con una cuerda, tiró de la cuerda y la vara se dobló…

—Ya lo sé —dijo Jenkins—. Ya lo sé.

—¡Ya lo sabes! —gritó la ardilla—. ¿Lo sabes todo?

—Sí —dijo Jenkins—. Lo sé todo. Era un arco y una flecha.

Y había algo en su voz que hizo que los otros tres guardaran silencio. La habitación pareció más grande y vacía, y el tamborileo de la rama en los vidrios venía ahora de muy lejos, era como una voz hueca y dura que se quejaba sin esperanza.

—¿Un arco y una flecha? —preguntó Joshua al fin—. ¿Qué son un arco y una flecha?

¿Qué es eso, por cierto?, pensó Jenkins.

¿Qué son un arco y una flecha?

Es el comienzo del fin. Es el sendero ventoso que crece hasta convertirse en el camino huracanado de la guerra.

Es un juguete y un arma, y el triunfo de la habilidad del hombre.

Es el símbolo de un modo de vivir.

Y es una línea en una canción de cuna.

¿Quién mató al petirrojo? Yo, dijo el gorrión. Con mi arco y mi flecha, yo maté al petirrojo.

Y era algo olvidado. Y algo vuelto a aprender.

Era lo que había estado temiendo.

Jenkins se enderezó en su silla y se incorporó lentamente.

—Ichabod —dijo—, necesito tu ayuda.

—Muy bien —dijo Ichabod—. Lo que tú quieras.

—El cuerpo —dijo Jenkins—. Quiero ponerme el cuerpo nuevo. Tendrás que atornillar la caja del cerebro y…

Ichabod afirmó con la cabeza.

—Sé cómo se hace, Jenkins.

—¿Qué pasa, Jenkins? —preguntó Joshua con una voz afinada por el miedo—. ¿Qué vas a hacer?

—Voy a ver a los mutantes —dijo Jenkins lentamente—. Después de tantos años voy a pedirles ayuda.

La sombra descendió furtivamente por la colina, evitando los claros iluminados por la luna. Su cuerpo brillaba a la luz, y no quería que lo viesen. No debía estropear la caza a aquellos que lo seguirían.

Pues vendrían otros. No vendrían atropellándose, como en un alud, por supuesto, sino con mucho orden. Uno cada vez, y bien separados entre sí para que la vida que poblaba este mundo asombroso no se alarmase.

Una vez que cundiera la alarma, el fin estaría próximo.

La sombra se acurrucó en la oscuridad, apretándose contra el suelo, y sondeó la noche con nervios tensos y contraídos. Separó las distintas sensaciones y las catalogó en su cerebro, afilado como un cuchillo, clasificándolas con cuidado.

Y conocía algunas, y otras eran un misterio, y otras una sospecha. Pero había una que lo aterrorizaba.

Se apretó aún más contra el suelo y alzó la fea cabeza, recta y chata, y cerró sus sentidos a los estímulos de la noche, concentrándose en lo que estaba subiendo por la colina.

Eran dos y distintos. Un gruñido le nació en la mente, y le burbujeó en la garganta, y el cuerpo tenue se le puso en tensión ante lo que era mitad esperanza y mitad terror desconocido.

Se alzó del suelo y flotó colina abajo, tratando solapadamente de interceptar el camino de los dos que subían.

Jenkins era joven otra vez, joven y fuerte y ligero, ligero de cuerpo y de mente. Ligero para caminar entre las colinas nocturnas, barridas por el viento. Ligero para oír la charla de las hojas y el soñoliento piar de los pájaros… y más aún.

Sí, mucho más, reconoció.

El cuerpo era una joya. Un martillazo no podía abollarlo, y no se oxidaría nunca. Pero eso no era todo.

Nunca me figuré que un cuerpo nuevo representase tantas diferencias, pensó. No me daba cuenta de lo estropeado y gastado que estaba el cuerpo viejo. No era muy bueno realmente, aunque en aquellos días no se podía hacer nada mejor. La técnica es algo maravilloso. Cuántas posibilidades encierra.

Habían sido los robots, por supuesto. Los robots salvajes. Los perros les habían pedido que hiciesen el cuerpo. No los trataban mucho. No los molestaban tampoco. Pero los robots no interferían en los asuntos de los demás, no eran entrometidos.

Un conejo se movía en su madriguera… y Jenkins lo sabía. Un coatí hacía un paseo nocturno. Y Jenkins también lo sabía. Percibía claramente la encendida curiosidad que animaba el cerebro del animal, detrás de aquellos ojos que lo miraban desde el macizo de arbustos. Y a la izquierda, encogido bajo un árbol, dormía un oso, y soñaba, soñaba glotonamente con un panal de miel, y los peces del arroyo y las hormigas bajo una piedra.

Era sorprendente, pero natural. Tan natural como levantar un pie para dar un paso, tan natural como oír. Pero esto no era oír, ni ver. Ni siquiera imaginar. Pues Jenkins sabía con una certeza fría e indiscutible que el conejo estaba en su madriguera, y el coatí entre los arbustos, y el oso bajo un árbol, durmiendo y soñando.

Y como éste, pensó, son los cuerpos de los robots salvajes. Pues es indudable que si pueden fabricar uno para mí pueden también fabricarlo para ellos.

Habían andado mucho, en siete mil años; tanto como los perros desde el éxodo del hombre. Pero no les prestamos atención, y era natural que así fuese. Los robots seguían su camino y los perros el suyo, y ninguno de ellos se preocupaba ni se interesaba por lo que hacía el otro. Mientras los robots construían naves del espacio y se lanzaban hacia las estrellas, mientras trabajaban con la matemática y la mecánica, los perros se ocupaban de los animales, forjaban la hermandad de las criaturas salvajes y las criaturas perseguidas en los días del hombre… Escuchaban a los duendes, e intentaban sondear los abismos del tiempo para descubrir que no había tiempo.

Y ciertamente, si los robots habían adelantado tanto, los mutantes tenían que haber ido más lejos. Y me escucharán, tendrán que escucharme, pues les traigo un problema que les concierne directamente. Los mutantes son hombres; a pesar de todo son los hijos del hombre. No pueden tener ya ningún rencor, pues el recuerdo del hombre es hoy sólo polvo que se lleva el viento, un murmullo de hojas en un día de verano… y nada más.

Por otra parte no los he molestado durante siete mil años. En realidad no los molesté nunca. Joe era amigo mío, o todo lo amigo que puede ser un mutante. Hablaba conmigo en épocas en que no quería hablar con los hombres. Me escucharán, me dirán qué debo hacer, y no se reirán de mí.

Pues esto no es nada risible. Se trata sólo de un arco y una flecha, pero no es risible. Pudo haberlo sido en otro tiempo, pero la historia destruyó la comicidad de muchas cosas. Si el arco es un chiste, también lo es entonces la bomba atómica y lo mismo el polvo pestífero que barrió ciudades enteras, y lo mismo el cohete sibilante que se eleva y cae a quince mil kilómetros de distancia matando a un millón de personas.

Aunque ahora ya no hay un millón de personas. Sólo unos pocos centenares, aproximadamente, que viven en casas construidas por los perros cuando éstos sabían aún qué eran los seres humanos, y conocían la relación que los unía a ellos, y los consideraban dioses. Creían, sí, que los hombres eran dioses, y contaban viejas historias delante del fuego, en las noches invernales, y se preparaban para el día en que el hombre volviese y dijera, golpeándoles amigablemente la cabeza: «Bien hecho, sirviente bueno y fiel».

Y eso no era correcto, dijo Jenkins, caminando a grandes zancadas colina abajo. No era correcto de ningún modo. Pues los hombres no merecían esa adoración, no merecían la divinidad. El Señor sabe que los quise bien. Aún los quiero, pero no por su condición de hombres, sino por el valor de algunos.

No estaba bien que los perros hubiesen construido casas para el hombre. Pues estaban comportándose mejor que el hombre. Así que borré todo recuerdo de estos seres, lenta y trabajosamente. Durante muchos años suprimí las leyendas y nublé los recuerdos, y ahora llaman websters a los hombres y creen que eso es lo que son.

Me pregunto si hice bien. Me siento a veces como un traidor, y paso muchas noches amargas en mi mecedora cuando el mundo duerme y el viento gime en las tejas. Pues quizá no tenía derecho. Quizá a los Webster no les hubiese gustado. Pues ése fue el sello que me impusieron y que conservo aún: que para siempre siga preguntándome, cuando hago algo, si a ellos, los Webster, les gustaría.

Pero ahora sé que no me he equivocado. El arco y la flecha lo demuestran. Alguna vez pensé que el hombre pudo haberse equivocado de ruta, que en algún momento del salvajismo oscuro que fue su iniciación y su cuna, pudo haber dado un mal paso, pudo haber tomado el mal camino. Pero veo ahora que no fue así. Hay un solo y único camino para el hombre: el camino del arco y la flecha.

Hice lo que pude. El Señor lo sabe.

Cuando rodeamos a los vagabundos y los trajimos a casa, a la casa de los Webster, les quité las armas, no sólo de las manos, sino también de las mentes. Reedité los libros que podían ser reeditados y quemé el resto. Les enseñé otra vez a leer y cantar y pensar. Y en los libros no había huellas de guerra o armas, ni de odio o historia. Pues la historia es odio. Nada de batallas, hechos heroicos o trompetas. Pero fue tiempo perdido, se dijo Jenkins. Sé ahora que fue tiempo perdido. Pues un hombre inventará necesariamente el arco y la flecha, no importa lo que hagas.

Había descendido la mayor de las colinas y había cruzado el arroyo que corría serpenteando hacia el río. Y ahora subía otra vez, en medio de la oscuridad, por la colina de los acantilados.

Se oían unos leves susurros, y el cuerpo nuevo le decía a la mente que eran ratones, ratones que se escurrían por sus túneles, bajo la hierba. Y durante un instante sintió la pequeña felicidad de los ratoncitos traviesos; los pequeños pensamientos informes y blandos de los felices ratoncitos.

Una comadreja se irguió un momento en un tronco caído, y en la mente del animal había maldad, maldad al pensar en los ratones, al recordar los viejos días cuando las comadrejas se alimentaban de ratones. Sed de sangre, y miedo. Miedo de lo que harían los perros si mataba a un ratón, miedo de los mil ojos que vigilaban la reaparición del crimen.

Pero un hombre había matado. Una comadreja no se atrevía a matar. Y un hombre había matado. Sin intención, quizá sin malicia. Pero había matado y los Cánones decían que no había que matar.

En el pasado otros habían matado y habían sufrido su castigo. Y el hombre tenía que ser castigado también. Pero eso no bastaba. El castigo solo no ayudaría a encontrar la respuesta. Ésta no tenía relación con un solo hombre, sino con todos los hombres, la raza entera. Pues lo que uno de ellos había hecho, podían hacerlo todos. Y no sólo podían, sino que se verían arrastrados a hacerlo, pues eran hombres, y los hombres habían matado antes, y volverían a matar.

El castillo de los mutantes se alzaba oscuramente contra el cielo. Era tan oscuro que brillaba a la luz de la luna. No se veía en él ninguna luz, como siempre. Nunca tampoco, hasta donde uno podía saberlo, se había abierto una puerta al mundo exterior. Y los mutantes habían levantado esos castillos por todo el mundo, y se habían metido dentro, y ése había sido el fin. Se habían entrometido antes en los asuntos de los hombres, habían librado una especie de guerra burlona contra la raza humana, y cuando ésta desapareció, ellos también desaparecieron.

Jenkins había llegado al pie de los anchos escalones de piedra que subían hasta la puerta, y se detuvo. Con la cabeza echada hacia atrás, miró el edificio que se alzaba hacia el cielo.

Supongo que Joe ha muerto, se dijo a sí mismo. Joe era un longevo, pero no inmortal. No iba a vivir siempre. Y sería raro encontrarse con otro mutante y saber que no era Joe.

Comenzó a subir por los escalones, muy lentamente, con los resortes tensos, esperando la primera señal de humor burlón que caería sobre él.

Pero nada ocurrió.

Subió los escalones, se detuvo ante la puerta, y buscó algo con que pudiera anunciar a los mutantes su llegada.

Pero no había campanilla. Ni timbre. Ni aldaba. La puerta era lisa, con un simple pestillo. Y nada más.

Titubeando, alzó un puño y golpeó, varias veces. Luego esperó. No hubo respuesta. La puerta seguía en silencio, e inmóvil.

Golpeó otra vez, más fuerte. No respondió nadie. Lenta, cautelosamente, alargó una mano, tomó el pestillo y lo apretó con un dedo. El pestillo cedió, la puerta se abrió de par en par, y Jenkins entró en el castillo.

—No sabes lo que dices —dijo el lobo—. Haré que vengan y me vean. Y luego echaré a correr. Los dejaré con la lengua afuera, te lo aseguro.

Peter negó con la cabeza.

—Puedes hacerlo así si quieres y quizá esté bien para ti. Pero no para mí. Los websters nunca huyen.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó el lobo implacable—. Hablas sólo por ti mismo. Ningún webster ha tenido que huir hasta ahora, pero cómo sabes…

—Oh, cállate —dijo Peter.

Siguieron subiendo en silencio por el sendero de piedra.

—Alguien nos sigue el rastro —dijo el lobo.

—¿Estás imaginando cosas? —dijo Peter—. ¿Qué puede seguirnos?

—No sé, pero…

—¿Hueles algo?

—Bueno, no.

—¿Oyes algo o ves algo?

—No, nada, pero…

—Entonces nadie nos sigue —declaró Peter—. En estos tiempos nadie sigue el rastro a nadie.

La luz de la luna se filtraba entre las copas de los árboles, transformando la floresta en un paisaje moteado de negro y plata. Del valle del río venían las apagadas voces de unos patos en una discusión de medianoche. Una brisa suave corría por la colina, arrastrando consigo un poco de niebla.

Peter se detuvo. El arco se le había enganchado en un matorral. Mientras sacaba el arco se le cayeron algunas flechas.

—Será mejor que inventes algo para llevar esas cosas —gruñó el lobo—. Se te enganchan continuamente y se te caen y…

—He estado pensándolo —dijo Peter—. Quizá una especie de saco para echarme a la espalda.

Siguieron colina arriba.

—¿Qué vas a hacer cuando llegues a la casa de los Webster? —preguntó el lobo.

—Veré a Jenkins —dijo Peter—. Le contaré lo que he hecho.

—Ya se lo habrá contado la ardilla.

—Pero quizá se lo contó mal. Quizá no le describió exactamente los hechos. La ardilla estaba excitada.

—Y con pensamientos torcidos también —dijo el lobo.

Cruzaron un claro iluminado por la luna y entraron en un oscuro sendero.

—Me estoy poniendo nervioso —dijo el lobo—. Voy a regresar. Lo que quieres hacer es una locura. Había decidido acompañarte, pero…

—Regresa, entonces —dijo Peter con amargura—. Yo no estoy nervioso, yo…

Se volvió rápidamente, con los pelos de punta.

Algo estaba mal. Algo en el aire, en su mente. Una rara y perturbadora sensación de peligro, y, más que de peligro, de una cosa que le corría por la espalda con un millón de pies puntiagudos.

—¡Lobo! —gritó—. ¡Lobo!

Un matorral se agitó violentamente y Peter echó a correr. Esquivó un arbusto y se detuvo. Alzó el arco y con un solo movimiento sacó una flecha y la apoyó en la cuerda.

El lobo estaba tendido en el suelo, mitad en la sombra y mitad a la luz de la luna. El hocico recogido dejaba ver las encías. Una pata se agitaba aún débilmente.

Sobre el cuerpo del lobo se alzaba una forma. Una forma, nada más. Una forma que babeaba y gruñía, una corriente de irritado sonido que entraba en el cerebro de Peter. El viento movió la rama de un árbol, la luz de la luna se filtró entre las hojas y Peter vio el contorno de la cara: un contorno débil, como líneas de tiza, semiborradas, en una pizarra polvorienta. Un rostro de calavera, con una boca que emitía un maullido, ojos hendidos, y orejas cubiertas de tentáculos.

El arco zumbó y la flecha se hundió en la cara, se hundió y pasó al otro lado, cayendo al suelo. Y la cara siguió allí, maullando.

Otra flecha se apoyó en la cuerda y ésta se tendió hacia atrás, muy atrás, casi hasta la oreja de Peter. Era una flecha impulsada por la fuerza de un nogal bien estacionado; por el odio, el temor y la repugnancia del hombre que tiraba de la cuerda.

La flecha chocó contra las líneas borrosas de la cara, se detuvo, tembló y cayó al suelo.

Otra flecha, y la cuerda tendida. Más atrás esta vez. Más atrás en busca de fuerza para matar eso que no moría cuando lo atravesaba una flecha. Eso que sólo retardaba el movimiento de la flecha que temblaba y pasaba al otro lado.

Más y más. Y de pronto ocurrió.

El arco se quebró en dos.

Durante un instante Peter se quedó inmóvil, con el arma inútil colgada de una mano y la flecha inútil en la otra, mirando a unos pocos pasos aquella sombra horrorosa junto al cuerpo gris del lobo.

Y no tuvo miedo. Ningún temor, aunque ya no pudiese recurrir al arma. Sólo un odio inflamado que le sacudía y una voz que le golpeaba el cerebro con un solo grito:

¡Mata! ¡Mata! ¡Mata!

Arrojó el arco a un costado y se adelantó con las manos plegadas, como garras diminutas.

La sombra retrocedió. Retrocedió hundida de pronto en un agua de terror que le entraba en el cerebro, terror y horror ante el odio encendido con que se adelantaba aquel ser. Un odio que se apoderaba de él y le retorcía las entrañas. Un miedo y un horror que nunca había conocido antes. Miedo, horror, y una resignación perturbadora. Pero también había aquí algo nuevo. Había aquí una tortura que caía como latigazos lastimándole los nervios, que le quemaba la mente.

Era el odio.

La sombra gimió, gimió y maulló retrocediendo y buscando con frenéticas manos mentales los símbolos de la huida en su confuso cerebro.

El viejo cuarto estaba vacío, vacío y lleno de ecos. Era un cuarto que recogía el rechinar de la puerta y lo llevaba a apagadas lejanías y lo devolvía como un grito. Un cuarto cubierto por el polvo del abandono, con el silencio reflexivo de siglos sin objeto.

Jenkins, inmóvil, con el pestillo en la mano, sondeó delicadamente con la maquinaria nueva que era su cuerpo los rincones y las cámaras oscuras. No había más que silencio, polvo y oscuridad. Ni el más leve temblor de un residuo de pensamiento, ni huellas en el suelo, ni huellas digitales en la mesa.

Una vieja canción, una canción, increíblemente vieja… una canción que ya era vieja cuando lo habían forjado, se alzó de algún rincón de su cerebro. Y le sorprendió que estuviese todavía allí, que la hubiese conocido alguna vez, y se angustió ante el torbellino de siglos que había conjurado, con el recuerdo de las casas blancas y ordenadas que se habían alzado en un millón de colinas, ante el pensamiento de los hombres que habían amado sus hectáreas y se habían paseado por ellas con tranquila seguridad de propietarios.

Anita ya no vive aquí.

Es tonto, se dijo Jenkins. Es tonto que la cancioncita absurda de una raza desaparecida se me aparezca ahora y me angustie. Es tonto.

Anita ya no vive aquí.

¿Quién mató al petirrojo? Yo, dijo el gorrión…

Cerró la puerta y cruzó el cuarto.

Muebles cubiertos de polvo todavía esperaban al hombre que no había vuelto. Aparatos y herramientas cubiertos de polvo descansaban sobre las mesas. Hileras de libros cubiertos de polvo llenaban la biblioteca maciza.

Se han ido, dijo Jenkins, hablándose a sí mismo. Y nadie conoce la hora o la causa. Ni tampoco cuándo volverán. Se escabulleron en la noche y no dijeron a nadie que se iban. Y aun ahora, algunas veces, se reirán entre dientes al pensar que creemos que todavía están aquí, se reirán al pensar que estamos esperando que salgan.

Había otras puertas, y Jenkins se encaminó hacia una de ellas, y con la mano en el pestillo reflexionó sobre la futilidad de abrirla, la futilidad de continuar buscando. Como este cuarto, viejo y vacío, serían los otros.

Apretó el pestillo con el pulgar y la puerta se abrió. Se sintió una oleada de calor, pero no había otro cuarto. Más allá de la puerta se extendía un desierto, un desierto amarillo hasta un horizonte calcinado por un enorme sol azul.

Una criatura que podía ser un lagarto, pero que era otra cosa, se deslizó por las arenas como un rayo de luz, emitiendo un fantástico silbido.

Jenkins cerró ruidosamente la puerta, con el cuerpo y la mente helados.

Un desierto. Un desierto, y algo que se deslizaba por la arena. No otro cuarto, no un vestíbulo, ni siquiera un porche, sino un desierto.

Y el sol era azul, azul y ardiente.

Lenta, cautelosamente, abrió otra vez la puerta, primero una rendija, luego un poco más.

El desierto seguía allí.

Jenkins cerró otra vez, rápidamente, y se apoyó de espaldas en la puerta, como si fuera necesaria toda la fuerza de su cuerpo metálico para impedir que el desierto entrase en la habitación, para evitar las implicaciones de la puerta y el desierto.

Eran inteligentes, se dijo. Inteligentes y de gran rapidez mental. Demasiado rápidos y demasiado inteligentes, comparados con los hombres comunes. Nunca sabremos hasta qué punto eran inteligentes. Pero sé ahora que no habíamos llegado a imaginar cuánto lo eran.

El cuarto es sólo la antesala de otros mundos, un pasillo que cruza espacios insospechables y llega a otros planetas que giran alrededor de soles desconocidos. Un camino para dejar esta tierra sin salir de ella. Un camino para atravesar el vacío sin cruzar el umbral.

Había otras puertas. Jenkins las miró fijamente y sacudió la cabeza.

Lentamente, cruzó la habitación dirigiéndose hacia la puerta de entrada. Con cuidado, no queriendo quebrar el silencio de la polvorienta habitación, levantó el pestillo, abrió la puerta, y se encontró otra vez en el mundo familiar. El mundo de la luna y las estrellas, de la niebla del río entre las colinas, de las copas de los árboles que se hablaban unas a otras.

Los ratones corrían todavía por sus senderos en la hierba, con felices pensamientos ratoniles que apenas eran pensamientos. Un búho meditaba en una rama sus criminales reflexiones.

Tan cerca aún, pensó Jenkins. Tan cerca aún de la vieja sed de sangre, el odio carnicero. Pero estamos ofreciéndoles un comienzo superior al que tuvo el hombre. Aunque probablemente otro comienzo no hubiese representado para la humanidad ninguna diferencia.

Y aquí están otra vez: la vieja codicia criminal del hombre, el anhelo de ser distintos y más fuertes, de imponer su voluntad de dominio mediante invenciones. Invenciones que dan al brazo una fuerza que no tiene ningún otro brazo o garra, gracias a las cuales los dientes penetran a mayor profundidad que cualquier colmillo y es posible atravesar distancias que no están al alcance de la mano.

Pensé que podía obtener ayuda. Por eso vine aquí. Y no hay ayuda.

Ninguna ayuda. Pues los mutantes eran los únicos hombres que hubiesen podido ayudarlo, y habían desaparecido.

Depende ahora de ti, dijo Jenkins bajando las escaleras. La humanidad depende de ti. Tienes que detenerlos de algún modo. No puedes permitirles que se metan en el trabajo de los perros. No puedes permitirles que vuelvan a transformar la Tierra en un mundo de flechas y arcos.

Atravesó la sombría arboleda del valle y sintió el aroma de las hojas marchitas del otoño sobre el verde de las plantas nuevas. Y aquello era algo, se dijo, que no había conocido antes.

Su cuerpo anterior carecía del sentido del olfato.

Olfato, mejor vista, y la sensación de conocer los pensamientos ajenos, leer el pensamiento de los coatíes, sospechar los pensamientos de los ratones, sentir el crimen en los cerebros de los búhos y las comadrejas.

Y algo más. Un odio débil que traía el viento, un extraño grito de terror.

Pasó como una centella por su cerebro e hizo que se detuviera. En seguida echó a correr, colina arriba, no como pudiera correr un hombre entre las sombras, sino como corre un robot que ve en la oscuridad, y con la fuerza de un cuerpo metálico que no conoce el cansancio de los pulmones ni la falta de aliento.

Odio, y un odio semejante sólo podía nacer en cierta criatura.

La sensación creció y se ahondó mientras subía corriendo por el sendero. Su mente gemía amedrentada por lo que podía encontrar.

Llegó a un grupo de arbustos y se detuvo de pronto.

El hombre se adelantaba con los dedos crispados como garras, y a un lado, en la hierba, yacía el arco roto. El cuerpo gris del lobo estaba tendido, mitad en la oscuridad y mitad a la luz de la luna, y una cosa sombría que era mitad luz, mitad sombra, se alejaba del lobo. Se la veía, pero nunca claramente, como la criatura fantasmal de un sueño.

—¡Peter! —gritó Jenkins, pero las palabras no le brotaron de la boca.

Pues sintió el terror que dominaba la mente de aquella criatura apenas visible, un terror que se abría paso a través del odio del hombre que se adelantaba hacia la babeante burbuja de sombra. Era un terror agazapado y una necesidad imperiosa, la necesidad de encontrar, de recordar.

El hombre alcanzaba casi a la sombra, caminando muy tieso y erguido, un hombre con un cuerpo diminuto y puños ridículos, y coraje. Coraje, pensó Jenkins, como para desafiar al mismo infierno, como para lanzarse de cabeza a los abismos y gritarle una broma obscena y fantástica al guardián de los condenados.

De pronto la criatura encontró, encontró lo que buscaba, supo qué tenía que hacer. Jenkins sintió la marea de alivio que inundaba a la criatura, escuchó aquello, en parte palabras, en parte símbolos, en parte pensamientos. Como un encantamiento, como una fórmula mágica, pero no del todo. Un ejercicio mental, un pensamiento que gobernaba el cuerpo. Eso era quizá.

Pues dio resultado.

La criatura desapareció, salió del mundo.

No dejó rastros. No quedaron ni las vibraciones de su ser. Como si nunca hubiese existido.

¿Y lo que había dicho? ¿Lo que había pensado? Era algo así, algo así…

Jenkins dio un salto, estremeciéndose. Estaba grabado en su mente, y él lo recordaba, recordaba las palabras y el pensamiento, y la inflexión correcta. Pero no debía usarlo, debía olvidarlo, debía mantenerlo oculto.

Pues había dado resultado con aquel duende. Y daría resultado con él mismo.

El hombre había dado media vuelta, y ahora estaba allí, débil, con las manos caídas, con los ojos clavados en Jenkins.

En la mancha blanca de la cara se le movieron los labios:

—Tú… tú…

—Soy Jenkins —dijo el robot—. Éste es mi cuerpo nuevo.

—Había algo ahí.

—Era un duende —dijo Jenkins—. Joshua me dijo que uno había atravesado la pared.

—Mató al lobo —dijo Peter.

Jenkins afirmó con la cabeza.

—Sí, mató al lobo. Y a muchos más. Es el causante de todas esas muertes últimas.

—Y yo lo maté —dijo Peter—. Lo maté… o lo alejé… o algo.

—Lo asustaste y se marchó —dijo Jenkins—. Eras más fuerte que él. Te temía. Lo asustaste y volvió a su mundo.

—Podía haberlo matado —dijo Peter—. Pero la cuerda se rompió.

—La próxima vez harás cuerdas más fuertes. Te mostraré cómo. Y le pondrás una punta de acero a tu flecha.

—¿A mi qué?

—A tu flecha. La vara que se arroja es una flecha. La otra vara con la cuerda se llama arco. Todo junto es un arco y una flecha.

Los hombros de Peter se doblaron hacia adelante.

—Entonces esto ya se conocía. No he sido el primero.

Jenkins sacudió la cabeza.

—No, no fuiste el primero.

Jenkins se adelantó por la hierba y puso una mano en el hombro de Peter.

—Ven a casa conmigo, Peter.

Peter negó con la cabeza.

—No. Me quedaré aquí con el lobo hasta el alba. Y luego llamaré a sus amigos y lo enterraremos —alzó la vista y miró de frente a Jenkins—. Era un gran amigo mío, Jenkins. Un gran amigo.

—Sí, lo creo —dijo Jenkins—. Pero irás al picnic.

—Oh, sí —dijo Peter—. Iré al picnic. El picnic de los websters. Dentro de una semana.

—Así es —dijo Jenkins muy lentamente, pesando las palabras—. Así es. Te veré allí.

Dio media vuelta y se alejó, despacio, colina arriba.

Peter se sentó junto al lobo muerto, esperando el alba. Una o dos veces alzó una mano para frotarse las mejillas.

Estaban sentados en semicírculo y escuchaban con atención a Jenkins.

—Escuchad bien —dijo Jenkins—. Esto es muy importante. Tenéis que prestar atención, pensar de veras y no separaros de las cosas que veis aquí: las cestas, el arco, las flechas, y lo demás.

Una de las jóvenes lanzó una risita.

—¿Es un juego nuevo, Jenkins?

—Sí —dijo Jenkins—, o algo parecido. Quizá sea eso… un juego nuevo. Y muy excitante. Realmente excitante.

Alguien dijo:

—Jenkins siempre inventa juegos nuevos para el picnic de los websters.

—Atended —dijo Jenkins—. Tenéis que mirarme y tratar de imaginar lo que estoy pensando.

—Es un juego de adivinanzas —dijo la muchacha de la risita—. Me gustan mucho las adivinanzas.

Jenkins dio a su boca la forma de una sonrisa.

—Tienes razón —dijo—. Eso es, exactamente. Un juego de adivinanzas. Bueno, si ahora prestáis atención y me miráis…

—Yo quería probar estos arcos y flechas —dijo uno de los hombres—. Cuando esto termine los probaremos, ¿no es cierto, Jenkins?

—Sí —dijo Jenkins pacientemente—. Cuando esto termine los probaremos.

Cerró los ojos e hizo que su mente tocara a todos, uno a uno, y sintió la expectación estremecida de las mentes que se abrían a la suya, y los dedos mentales que le sondeaban el cerebro.

—Más fuerte —pensó Jenkins—. ¡Más fuerte! ¡Más fuerte!

Sintió que un temblor le sacudía el cerebro y lo hizo rápidamente a un lado. No era hipnotismo, tampoco telepatía, pero no lo podía hacer mejor. Un acercamiento, una unión de mentes… un juego.

Con lentitud, con cuidado, sacó a la superficie el símbolo escondido, las palabras, el pensamiento y la inflexión. Y luego los introdujo en su mente, como si estuviese hablándole a un niño, tratando de enseñarle el tono exacto, el modo de mover los labios, la lengua.

Los dejó allí un momento, y sintió que las otras mentes lo tocaban. Y entonces lo pensó abiertamente, como lo había hecho la criatura.

Y no ocurrió nada. Absolutamente nada. Nada cambió en su mente. Ninguna sensación de caída, ningún vértigo. Nada.

De modo que había fracasado. No había más que hacer. El juego había concluido.

Abrió los ojos y la colina era la misma. El sol brillaba aún, y el cielo era un huevo de petirrojo.

Inmóvil, tieso, en silencio, sintió que los otros lo miraban.

Todo era como antes.

Excepto…

Había una margarita donde antes asomaba una florecilla roja de té. A un lado se extendía una pradera. Y antes de cerrar los ojos no había praderas.

—¿Eso es todo? —preguntó la joven de la risita, claramente desilusionada.

—Eso es todo —dijo Jenkins.

—Ahora podremos probar los arcos y flechas —dijo uno de los jóvenes.

—Sí —dijo Jenkins—, pero tened cuidado. No os apuntéis entre vosotros. Es peligroso. Peter os enseñará.

—Desempaquetaremos el almuerzo —dijo una de las mujeres—. ¿Has traído tu cesta, Jenkins?

—Sí —dijo Jenkins—. La tiene Esther. La tenía en sus brazos mientras jugábamos.

—Magnífico —dijo la mujer—. Nos sorprendes todos los años con las cosas que traes.

Y se sorprenderán este año, pensó Jenkins. Se sorprenderán al ver los paquetes de semillas, bien clasificadas.

Pues necesitaremos semillas. Semillas para nuevos jardines y nuevas huertas. Y arcos y flechas para obtener carne. Y lanzas y cuchillos para el pescado.

Ahora comenzaba a ver otras cosas que eran distintas. La inclinación de un arbusto en los límites del prado. Y una curva nueva en el río.

Jenkins, tranquilamente sentado al sol, escuchaba los gritos de los hombres y jóvenes que probaban los arcos, y las conversaciones de las mujeres mientras extendían los manteles y desempaquetaban los almuerzos.

Tendré que decirlo pronto, pensó. Tendré que advertirles que no malgasten la comida, que no la devoren de una sola vez. Pues necesitaremos esa comida para mantenernos un día o dos hasta que encontremos plantas comestibles, peces y frutas.

Sí, muy pronto tendré que llamarlos y anunciarles la novedad. Decirles que dependen de ellos mismos. Explicarles por qué. Animarles a que sigan adelante y hagan lo que más desean. Pues éste es un mundo nuevo.

Prevenirlos contra los duendes.

Aunque esto es menos importante. El hombre tiene sus métodos propios para estos casos. Métodos un tanto rudos. Y que aplica a cualquier cosa que se le cruce en el camino.

Jenkins suspiró.

El Señor ampare a los duendes, dijo.