6
Entretenimientos

EL CONEJO ESQUIVÓ un arbusto, y el perrito negro corrió tras él y se detuvo resbalando sobre las patas traseras. En el sendero había un lobo, y el cuerpo ensangrentado y retorcido del conejo le colgaba de la boca.

Ebenezer, inmóvil, jadeaba con la lengua fuera. Se sentía un poco débil y enfermo ante aquel espectáculo.

¡Había sido un conejo tan bonito!

En el sendero, detrás de Ebenezer, se oyeron unas pisadas, y Sombra apareció a un lado del arbusto.

El lobo paseó su mirada del perro al pequeño robot, y luego otra vez al perro. La luz amarilla del salvajismo se le apagó lentamente en los ojos.

—No debías haber hecho eso, lobo —dijo Ebenezer, suavemente—. El conejo sabía que no le haría daño y que todo era una broma. Pero corría derecho hacia ti y aprovechaste la ocasión.

—Es inútil que le hables —dijo Sombra torciendo la boca—. No entiende una palabra. Lo primero que hará, será comerte a ti.

—No mientras tú estés cerca —dijo Ebenezer—, y además me conoce. Recuerda el último invierno. Pertenece al rebaño que alimentamos.

El lobo se adelantó lenta y cautelosamente, paso a paso, hasta que entre él y el perro no hubo más de medio metro. Luego puso el conejo en el suelo y lo empujó hacia adelante con el hocico.

Sombra emitió un ruidito entrecortado.

—¡Te lo está ofreciendo!

—Ya sé —dijo Ebenezer con calma—. Ya te he dicho que me recuerda. Es el que tenía una oreja helada. Jenkins lo curó.

El perro dio un paso adelante, moviendo la cola, con el hocico levantado. El lobo se endureció un momento. Luego bajó la fea cabeza y aspiró por la nariz. Durante un segundo se frotaron los dos hocicos. En seguida el lobo retrocedió.

—Vámonos —urgió Sombra—. Tú camina delante y yo cubriré la retirada. Si el lobo intenta algo…

—No lo intentará —dijo Ebenezer—. Es amigo nuestro. Lo del conejo no es culpa suya. No comprende. Es su modo de vivir. Para él un conejo es sólo un trozo de carne.

De la misma manera, pensó, fue una vez para nosotros. Como fue para nosotros antes que el perro se echase por primera vez junto al hombre, al lado de un hogar. Y como aún fue después, durante un tiempo. Aún ahora, a veces…

Moviéndose lentamente, casi disculpándose, el lobo se adelantó otra vez y alzó el conejo sacudiendo la cola. No era precisamente un saludo, pero casi.

—¡Ya ves! —exclamó Ebenezer, y el lobo desapareció convirtiéndose en una mancha gris entre los árboles, una sombra que flotaba en el bosque.

—Se lo ha llevado —dijo Sombra—. El sucio…

—Pero me lo ofreció antes —dijo Ebenezer triunfalmente—. Sólo que tenía tanta hambre que no pudo resistirse. Ha hecho lo que un lobo nunca hizo. Durante un momento fue más que un animal.

—Se lleva los regalos —protestó Sombra.

Ebenezer sacudió la cabeza.

—Sintió vergüenza cuando se lo llevó. Ya viste que movía la cola. Trataba de explicarme… de explicarme que tenía hambre y lo necesitaba. Más que yo.

El perro miró las verdes bóvedas del bosque encantado, respiró el aroma de las hojas marchitas, el pesado perfume de las hepáticas, las sanguinarias, las anémonas y los árboles de la primavera temprana.

—Quizás algún día… —dijo.

—Sí, ya sé —dijo Sombra—. Quizás algún día los lobos se civilicen también. Y los conejos y las ardillas y los otros animales salvajes. Vosotros, los perros, desvariáis.

—No es desvarío —dijo Ebenezer—. Un sueño quizá. Los hombres amaban los sueños. Solían sentarse y pensar. Así aparecimos nosotros. Nos concibió un hombre llamado Webster. Nos cambió algunas cosas. Nos arregló las gargantas para que pudiésemos hablar. Nos proporcionó lentes para que pudiésemos leer. Nos…

—No sacaron mucho los hombres de todos sus sueños —dijo Sombra, malhumorado.

Eso, pensó Ebenezer, es una solemne verdad. Quedan pocos hombres. Sólo los mutantes recogidos en sus casas, haciendo no se sabe qué, y la pequeña colonia de hombres leales que aún viven en Ginebra. Los demás, ya hace mucho, se fueron a Júpiter. Se fueron a Júpiter y dejaron de ser hombres.

Lentamente, arrastrando la cola, Ebenezer dio media vuelta, y subió por el sendero.

Lástima, pensó. Era un conejo tan bonito. Corría tan bien. Y no estaba realmente asustado. Lo había perseguido muchas veces y sabía que todo era un juego.

Pero no podía acusar al lobo. Para un lobo un conejo no era algo divertido. Pues un lobo no apacentaba rebaños para proveerse de leche y carne, ni cultivaba trigo para elaborar bizcochos de perro.

—Tendría que decirle a Jenkins que te escapaste —gruñó el obstinado Sombra pisándole los talones—. Sabes muy bien que tendrías que estar escuchando.

Ebenezer no respondió. Lo que Sombra decía era cierto. En vez de perseguir conejos debería estar en casa de Webster escuchando… escuchando las cosas que le llegaban a uno… sonidos, y olores, y la conciencia de algo próximo. Como escuchar con la oreja pegada a la pared cosas que ocurren del otro lado. Pero estas cosas eran débiles, lejanas, y difíciles de oír. Y más difíciles, a veces, de comprender.

Es el animal que persiste en mí, pensó Ebenezer. El viejo rascador de pulgas, el triturador de huesos, el perro-topo que no me deja en paz, que me impulsa a perseguir conejos cuando debería estar escuchando, a correr por el bosque cuando debería estar leyendo los viejos libros que adornan las paredes del estudio.

Demasiada rapidez, se dijo. Hemos crecido con demasiada rapidez. Tuvimos que crecer con demasiada rapidez.

El hombre tardó miles de años en transformar sus gruñidos en rudimentos de lenguaje. Miles de años en descubrir el fuego, y muchos más en inventar la flecha y el arco… Miles de años en aprender a cultivar la tierra, miles de años en olvidar las cavernas y construir una casa.

Y los perros, sólo mil años después de aprender a hablar, fuimos dueños de nosotros mismos. A no ser, es decir, por Jenkins.

El bosque se hizo menos espeso, convirtiéndose en unos pocos robles retorcidos, desparramados por la colina como viejos achacosos que estuviesen paseándose fuera del sendero.

La casa se alzaba en lo alto de la colina, una apretada estructura que se había enraizado en la tierra y parecía aplastarse contra ella. Era tan vieja que tenía el color de las cosas del alrededor; las hierbas, las flores, los árboles, el cielo y el viento… Una casa construida por hombres que la habían amado tanto como a aquellas tierras, como ahora la amaban los perros. Construida y habitada y abandonada por una legendaria familia que había dejado una estela meteórica a través de los siglos. Hombres que habían prestado sus sombras a los cuentos narrados alrededor de los brillantes hogares en las noches tormentosas. Cuentos acerca de Bruce Webster y el primer perro, Nathaniel; de un hombre llamado Grant que había dado a Nathaniel un mensaje para que lo transmitiese a los cachorros; de otro hombre que había tratado de llegar a las estrellas y de un viejo que lo esperaba sentado en una silla de ruedas, en su jardín. Y otros cuentos acerca de los monstruosos mutantes que los perros habían vigilado durante años.

Y ahora el hombre había desaparecido, y la familia era solamente un nombre, y los perros se transmitían el mensaje tal como Grant se lo había pedido a Nathaniel.

Como si vosotros fueseis hombres, como si el perro fuese un hombre. Ésas eran las palabras que habían pasado de generación en generación durante diez siglos… Y al fin había llegado el momento.

Los perros habían hecho de la casa su hogar al desaparecer el último hombre, habían venido de los lugares más lejanos de la Tierra al lugar donde el primer perro había pronunciado la primera palabra y había leído la primera línea impresa. Habían venido a la casa de los Webster, donde un hombre, hacía mucho tiempo, había soñado con una civilización dual: hombres y perros caminando juntos a través de las edades.

—Hemos hecho lo que hemos podido —dijo Ebenezer casi como si estuviese hablándole a alguien—. Todavía estamos haciéndolo.

Del otro lado de la colina llegó el tintineo de un cencerro; luego un estallido de ladridos. Los cachorros estaban metiendo las vacas en el corral. Había llegado la hora de ordeñarlas.

El polvo de los siglos yacía en el interior de la bóveda, un polvo gris que no era un elemento extraño sino parte de la bóveda misma, la parte que había muerto con el paso de los siglos.

Jon Webster olió el acre aroma del polvo que se abría paso a través del olor del moho, y escuchó el zumbido del silencio como una canción que sonaba en el interior de su cabeza. Una pálida válvula de radio brillaba sobre el panel provisto de un interruptor, un volante y media docena de perillas.

Temeroso de perturbar el dormido silencio, Webster se adelantó lentamente, algo angustiado por el peso del tiempo que parecía descender del techo. Extendió un dedo y tocó el interruptor, como si esperara que no estuviese allí, como si tuviera que sentir la presión del metal en su dedo para saber que estaba allí.

Y estaba allí. Y también el volante, y las perillas, y la luz allá en lo alto. Y eso era todo. No había más. En aquella pequeña bóveda desnuda no había ninguna otra cosa.

Exactamente como decía el viejo mapa.

Jon Webster sacudió la cabeza, pensando. Debía haber sabido que la bóveda estaba aquí. El mapa tenía razón. El mapa recordaba. Sólo nosotros olvidamos; olvidamos, o nunca sabemos, o no nos importa. Y comprendió que esto último era la explicación más exacta. Nunca les había importado. Aunque era posible que unos pocos conociesen la existencia de la bóveda. Sólo unos pocos. Mejor así. Que no se la hubiese usado nunca, no tenía relación alguna con el secreto. Podía haber ocurrido…

Contempló fijamente el panel. Inseguro, lentamente, extendió la mano y en seguida la volvió atrás. Mejor no, se dijo, mejor no. Pues el mapa no indicaba el propósito de la bóveda, ni el funcionamiento del interruptor.

«Defensa», decía el mapa. Y eso era todo.

¡Defensa! Por supuesto, tenían que haber habido medios de defensa mil años atrás. Una defensa que nunca había sido necesaria, pero una defensa que tenía que existir, una defensa contra el peligro de la incertidumbre. Pues la hermandad de los pueblos era entonces algo inestable que cualquier acto o palabra podía echar abajo. Aun después de diez siglos de paz, el recuerdo de la guerra era algo vivo, una posibilidad siempre actual para las mentes del Comité, algo que había que prever, y para lo que había que estar preparado.

Webster, muy tieso y derecho, escuchó los latidos de la historia que resonaban en la habitación. La historia había seguido su curso y había concluido. Había llegado a un punto muerto, como una corriente de agua reducida de pronto al fútil remolino de unos pocos centenares de vidas humanas. Ahora era sólo un charco donde se habían posado las luchas y hazañas de los hombres.

Volvió a extender una mano y puso la palma sobre el muro, sintiendo el frío húmedo, la aspereza del polvo contra la piel.

Los cimientos del imperio. El subsótano del imperio. La piedra fundamental de la elevada estructura que se alzaba con una fuerza orgullosa allá en la lejana superficie. Un enorme edificio que en otros tiempos había bullido con los asuntos del sistema solar. Un imperio, no en el sentido de la conquista. Un imperio de ordenadas relaciones humanas basadas en el respeto mutuo y en la comprensión tolerante.

El asiento del gobierno humano, dotado de una fácil confianza gracias al factor psicológico de una defensa adecuada y segura. Pues tenía que haber existido esa defensa. No podía ser de otro modo. Los hombres de aquellos tiempos no se arriesgaban, no dejaban de lado ninguna posibilidad. Habían sido educados en una misma escuela, y sabían cuál era el camino.

Lentamente, Webster dio media vuelta y miró las huellas que sus pies habían dejado en el polvo. En silencio, caminando con cuidado, siguió esas huellas, salió de la bóveda y cerró la puerta maciza.

Mientras subía las escaleras, pensó: Ahora puedo escribir mi historia. He reunido ya mis notas y sé cómo continuar. Será algo brillante y exhaustivo, y resultará interesante para quien lo lea.

Pero sabía que nadie lo leería. Nadie se tomaría ese trabajo.

Durante un rato, Webster se detuvo en los anchos escalones de mármol de la fachada de su casa, mirando la calle. Una calle hermosa, se dijo, la calle más hermosa de Ginebra, con sus árboles, sus cuidados macizos de flores y las aceras brillantes gracias a los cepillos y pulidoras de los incansables robots.

La calle estaba desierta, y no era raro. Aquella mañana los robots habían terminado temprano sus tareas, y había poca gente.

En la copa de algún árbol cantó un pájaro, y la canción se confundió con el sol y las flores. Era una canción de alegría que parecía querer quebrar la ardiente garganta, una canción que saltaba y corría dichosamente.

Una calle limpia, soñolienta, y una orgullosa ciudad que había perdido su sentido. Una calle que debería estar colmada de risas de niños, murmullos de enamorados, y ancianos al sol. Una ciudad, la última ciudad de la Tierra, que debería estar llena de ruidos.

Un pájaro cantaba, y un hombre, desde unos escalones, miraba los tulipanes que cabeceaban pacíficamente movidos por la brisa fragante que corría calle abajo.

Webster se volvió hacia la puerta, la abrió, y entró en la casa.

En el cuarto había silencio y solemnidad. Parecía una catedral, con sus vidrios de colores, y sus blandas alfombras. En las viejas maderas se veía la pátina del tiempo, y en la plata y los bronces se reflejaba brevemente la luz que entraba por las estrechas ventanas. Sobre la chimenea colgaba el cuadro —de gran tamaño, de apagados colores— de una casa en una colina: una casa que se había enraizado en la tierra y aplastado contra ella con garras avarientas. De la chimenea salía humo; un humo tenue, golpeado por el viento, que atravesaba un cielo gris.

Webster cruzó la habitación y sus pasos no hicieron ruido. Las alfombras, pensó, las alfombras protegen el silencio del lugar. Randall también quería reconstruir este cuarto, pero yo no lo dejé, y me alegra. Un hombre debe conservar algo viejo; algo a lo que pueda atarse; algo que sea a la vez una herencia, un legado y una promesa.

Llegó al escritorio, movió con el dedo una llave, y la luz descendió del techo. Lentamente, se sentó en una silla y tomó un cuaderno de notas. Abrió el cuaderno y se quedó mirando la página del título:

ESTUDIO SOBRE EL DESARROLLO FUNCIONAL DE LA CIUDAD DE GINEBRA

Un título hermoso. Digno y erudito. Y un gran trabajo. Veinte años de trabajo. Veinte años de investigaciones en los viejos archivos, de lectura y comparaciones, de evaluar la autoridad y las palabras de gente desaparecida. Veinte años de escudriñar y rechazar y analizar hechos, estudiando no sólo la historia de la ciudad sino también la de los hombres. Ningún héroe, ninguna leyenda, sólo hechos.

Algo crujió. No había sido el ruido de una pisada, sino un crujido, y la sensación de que había algo allí cerca. Webster se volvió en su silla. En el borde exterior del círculo de luz del escritorio, se alzaba la figura de un robot.

—Perdón, señor —dijo el robot—, no quería molestarlo. La señorita Sara le espera en la costa.

Webster se sobresaltó ligeramente.

—¿La señorita Sara? Hace mucho que no viene por aquí.

—Sí, señor —dijo el robot—. Parece casi que estuviésemos en los viejos tiempos.

—Gracias, Oscar, por haberme avisado —dijo Webster—. Saldré en seguida. Lleva algunas bebidas.

—La señorita trajo sus propias bebidas, señor —dijo Oscar—. Un regalo del señor Ballantree.

—¡Ballantree! —exclamó Webster—. Espero que no sea veneno.

—Me he fijado, señor —dijo Oscar—. La señorita las ha estado bebiendo y todavía se encuentra bien.

Webster se incorporó, cruzó la habitación y bajó al vestíbulo. Abrió una puerta y a sus oídos llegó el ruido de las aguas. Parpadeó ante la luz de las cálidas arenas que iban de horizonte a horizonte. Las aguas se extendían ante él como una llanura azul bañada por el sol y salpicada de espumas.

La arena crujió bajo los pies de Webster mientras se adelantaba ajustando sus ojos a la luz del sol.

Sara, observó, estaba sentada en una de las brillantes sillas de lona, bajo las palmeras, y a su lado había una jarra de barro con formas de mujer.

El aire tenía un aroma salino, y la brisa que venía del agua refrescaba la playa caldeada por el sol.

La mujer oyó a Webster, se incorporó, y le esperó con las manos extendidas. Webster se apresuró, tomó las manos de la mujer, y la miró a la cara.

—Ni un minuto más vieja —dijo—. Tan hermosa como cuando te conocí.

La mujer sonrió, con los ojos brillantes.

—Y tú, Jon. Unas pocas canas en las sienes. Un poco más atractivo. Eso es todo.

Webster se rió.

—Tengo casi sesenta años, Sara. La madurez se me viene encima.

—Traje algo —le dijo Sara—. Una de las últimas obras maestras de Ballantree. Te quitará treinta años.

Webster lanzó un gruñido.

—Me sorprende que Ballantree no haya matado a media Ginebra con sus bebidas.

—Ésta es realmente buena.

Lo era. Era suave y tenía un gusto raro, dulce y metálico a la vez.

Webster acercó otra silla a la de Sara, se sentó y la miró.

—Es tan hermoso este lugar —le dijo Sara—. Lo construyó Randall, ¿no?

Webster asintió.

—Se divirtió más que con un circo. Tuve que echarlo a palos. ¡Y sus robots! Están más locos que él.

—Pero hace cosas maravillosas. Le construyó una habitación marciana a Quentin que es realmente de otro mundo.

—Ya sé —dijo Webster—. Quería construirme una cámara del espacio aquí mismo. Decía que no hay sitio mejor para meditar. Se enojó conmigo porque no se lo permití.

Webster se frotó el dorso de la mano izquierda con el pulgar derecho clavando los ojos en la niebla azul que se elevaba por encima del océano. Sara se inclinó hacia adelante, tomándole el pulgar.

—Todavía tienes las verrugas —dijo.

Webster sonrió mostrando los dientes.

—Sí. Pude habérmelas quitado, pero nunca llegué a hacerlo. Demasiadas ocupaciones, quizá. Ahora ya son parte de mí.

Sara le soltó el pulgar, y Webster volvió a frotarse distraídamente las verrugas.

—Has estado ocupado —dijo la mujer—. No te he visto mucho últimamente. ¿Cómo anda el libro?

—Listo para ser escrito —dijo Webster—. Estoy esbozando los capítulos ahora. Hoy examiné lo único que me faltaba. Tenía que estar seguro. Un lugar escondido bajo el edificio de la vieja Administración Solar. Una especie de instalación defensiva. Se empuja una palanca y…

—¿Y qué?

—No sé —dijo Webster—. Algo efectivo, supongo. Podría averiguarlo, pero me falta ánimo. En estos últimos veinte años he revuelto demasiado en el polvo.

—Pareces cansado, Jon. No tienes motivos. Tendrías que pasear un poco. ¿Quieres otra copa?

Webster sacudió la cabeza.

—No, Sara, gracias. Estoy desganado. Sara… tengo miedo.

—¿Miedo?

—Este cuarto —dijo Webster—. Ilusión. Espejos que te dan una ilusión de distancia. Abanicos que se mueven sobre una capa de sal; bombas que mueven las olas. Un sol sintético, y si no me gusta el sol no tengo más que mover una llave y tendré la luna.

—Una ilusión —dijo Sara.

—Eso es —dijo Webster—. Eso es todo lo que tenemos. Ningún trabajo real. Nada que hacer. Ningún lugar a donde ir. He trabajado veinte años, escribiré un libro, y no lo leerá nadie. Sólo necesitarían, para leerlo, un poco de tiempo, pero no se lo tomarán. No les importa. Bastaría con que vinieran a verme y me pidieran un ejemplar. Yo mismo les llevaría el libro. Me alegraría tanto que alguien quisiese leerlo… Pero irá a parar a los estantes con todos los otros libros. ¿Y qué quedará de él? Espera, te lo diré. Veinte años de trabajo, veinte años de entretenimiento, veinte años de cordura.

—Ya lo sé —dijo Sara—. Ya lo sé, Jon. Los tres últimos cuadros…

Webster levantó rápidamente los ojos.

—Pero, Sara…

La mujer sacudió la cabeza.

—No, Jon. Nadie los quiso. Son anticuados. El naturalismo ha pasado de moda. Hoy se estila el impresionismo. Borrones de color…

—Somos demasiado ricos —dijo Webster—. Tenemos demasiado. Nos dejaron todo… todo, y nada. Cuando la humanidad se fue a Júpiter, los pocos que quedaron aquí heredaron la Tierra. Y ésta era demasiado grande para ellos. No podían manejarla. Creían ser sus señores, pero eran en realidad sus esclavos. Esclavos de las cosas viejas, y angustiados por esas mismas cosas.

Sara se inclinó extendiendo una mano y tocó el brazo de Webster.

—Pobre Jon —dijo.

—No podemos escapar —dijo Webster—. Un día, alguno de nosotros tendrá que afrontar la verdad, tendrá que empezar de nuevo, desde los palotes.

—Yo…

—Sí, ¿qué pasa, Sara?

—He venido a despedirme.

—¿Despedirte?

—Voy a tomar el Sueño.

Webster se incorporó, rápidamente, horrorizado.

—¡No, Sara!

La mujer se rió, con una risa forzada.

—¿Por qué no vienes conmigo, Jon? Unos pocos siglos. Quizá al despertar todo sea diferente.

—Y sólo porque nadie quiere tus cuadros. Sólo porque…

—Por lo que has dicho. Ilusión, Jon. La conozco, la siento, y no puedo olvidarla.

—Pero el Sueño es una ilusión también.

—Ya lo sé, pero uno no sabe que es una ilusión. Te parece que es algo real. No tienes inhibiciones ni temores, salvo los que aceptas deliberadamente. Es natural, Jon… más natural que la vida. Fui al Templo y me lo explicaron todo.

—¿Y cuando te despiertas?

—Te adaptan. Te adaptan a la clase de vida, cualquiera que sea, de la época en que despiertas, cualquiera que sea. Casi como si pertenecieras a ella desde un principio. Y quizás esa vida sea mejor. ¿Quién sabe? Puede ser mejor.

—No lo será —dijo Webster, sombrío—. Y la gente que busca refugio en el Sueño no va a animarse a sí misma —Sara se hundió en su silla de lona y Webster se sintió avergonzado—. Lo siento, Sara. No me refería a ti. Ni a nadie en particular. A todos nosotros.

Las palmeras susurraban ásperamente, entrechocando sus hojas. Los charquitos de agua dejados por la marea brillaban al sol.

—No intentaré disuadirte —dijo Webster—. Lo has pensado, y sabrás lo que quieres.

Siempre le ha ocurrido lo mismo a la raza humana, pensó. Hubo un día, mil años atrás, en que un hombre pudo haber sostenido algo semejante. Pero el juwainismo terminó con todas las tontas querellas. El juwainismo terminó con muchas cosas.

—Siempre pensé —dijo Sara suavemente— que podríamos ir juntos…

Webster hizo un ademán de impaciencia.

—También eso lo hemos perdido. La raza humana lo dejó escapar. Piénsalo, hemos perdido tantas cosas. Los lazos humanos, los negocios, el trabajo, el sentido de la vida —se volvió hacia la mujer—. Si quieres regresar, Sara…

Sara sacudió la cabeza.

—No serviría, Jon. Han pasado muchos años.

Webster hizo un signo afirmativo. Era inútil discutirlo.

Sara se levantó y extendió una mano.

—Si te decides a tomar el Sueño, averigua la fecha de mi despertar. Haré que te reserven un lugar a mi lado.

—No creo que lo haga —dijo Webster.

—Muy bien. Entonces, adiós, Jon.

—Espera un segundo, Sara. No has dicho una palabra acerca de nuestro hijo. En otro tiempo lo veía a menudo, pero…

Sara se rió.

—Tom es ahora todo un hombre, Jon. Y, cosa rara… Tom…

—No lo veo desde hace mucho —dijo Webster.

—No me sorprende. Apenas viene a la ciudad. A causa de esa afición. Algo que heredó de ti, supongo. Exploraciones, en cierto modo. No sé qué otro nombre podría tener…

—Te refieres a alguna investigación nueva. Algo insólito.

—Insólito, sí; pero no una investigación. Anda por los bosques y vive por sus propios medios. Él y algunos amigos. Un saco de sal, arco y flechas… Sí, es raro —admitió Sara— pero se divierte. Asegura que está aprendiendo cosas. Y tiene buen aspecto. Como un lobo. Fuerte, delgado, y con una mirada brillante.

—Te acompañaré a la puerta —dijo Webster.

Sara sacudió la cabeza.

—No. Preferiría que no.

—Te olvidas la jarra.

—Guárdatela. No la necesito en el lugar adonde voy.

Webster se puso en la cabeza el «casco pensante» y movió el botón de la máquina de escribir.

Capítulo veintiséis, pensó, y la máquina emitió un crujido, tosió y escribió: Capítulo Veintiséis.

Durante unos instantes, Webster ordenó su mente, recordando hechos relacionados entre sí. Luego pensó otra vez. La máquina crujió, farfulló y comenzó a escribir con un tranquilo susurro:

Las máquinas siguen funcionando atendidas por los robots, como antes, y producen todo lo que antes producían.

Y los robots trabajan como es su derecho, su deber y su derecho, haciendo las cosas que se les han asignado.

Las máquinas continúan funcionando, y los robots también continúan funcionando, produciendo bienestar, como si aún existiesen hombres para disfrutarlo, como si aún existiesen millones de hombres, y no sólo cinco mil.

Y los cinco mil hombres que se quedaron o que fueron dejados aquí, se encontraron de pronto dueños y señores de un mundo destinado a millones, dueños del bienestar y los servicios públicos que sólo meses antes habían pertenecido a millones.

No hay gobierno, pero tampoco hay necesidad de gobierno, pues todos los abusos y crímenes que los gobernantes debían impedir, fueron evitados con la misma eficacia por el bienestar repentino que estos cinco mil hombres heredaron. Ningún hombre siente deseos de robar cuando puede apoderarse de lo que se le antoje sin que lo acusen de ladrón. Ningún hombre intenta privar a otro de sus bienes cuando todo el mundo es un bien al alcance de todos. La propiedad privada pasó a ser, casi de un día para otro, una frase sin sentido en un mundo donde todo sobra.

Los crímenes y la violencia fueron virtualmente eliminados hace ya mucho tiempo, y ahora que el bienestar económico ha llegado a un punto tal que la posesión de bienes materiales no puede ser causa de fricción, no hay necesidad de gobierno. No hay necesidad, realmente, de todas esas costumbres y convenciones establecidas por la sociedad humana desde su inicio. No hay necesidad de dinero, pues el intercambio ha dejado de tener sentido en un mundo en que para tener algo basta con pedirlo. Libre de presiones económicas, el hombre se libró también de presiones sociales. No es necesario ya admitir las normas y costumbres comerciales que tuvieron tanta importancia en el mundo prejoviano.

La religión, que había estado perdiendo terreno durante siglos, ha desaparecido del todo. La unidad de la familia, sostenida por la tradición y la necesidad económica de un proveedor o protector, se ha hecho pedazos. Hombres y mujeres viven juntos si así lo desean, y se separan cuando quieren. Pues no hay razones económicas, ni sociales, para que así no lo hagan.

Webster puso su mente en blanco y la máquina resopló suavemente. Levantó las manos, se quitó el casco y releyó el último párrafo de su borrador.

Esto, pensó, es la raíz de todo. Si las familias se hubiesen mantenido unidas… Si Sara y yo hubiésemos seguido juntos…

Se frotó las verrugas del dorso de la mano, preguntándose: Me gustaría saber si Tom lleva mi apellido o el de Sara. Comúnmente suelen tomar el apellido de la madre. Yo hice lo mismo, hasta que mi madre me pidió que lo cambiara. Me dijo que complacería a mi padre: a ella le daba igual. Me dijo que estaba orgullosa del nombre de mi padre, y que yo era el único hijo de él. Ella tenía otros.

Si por lo menos hubiésemos seguidos juntos. Entonces habría algo por qué vivir. Si hubiésemos seguido juntos, Sara no tomaría el Sueño, no yacería en un tanque de fluido, en animación suspendida, con la cabeza cubierta por el «casco de los sueños».

¿Qué clase de sueños habrá elegido? ¿Qué clase de vida sintética querrá vivir? Me hubiese gustado preguntárselo, pero no me atreví. Al fin y al cabo no es una de esas cosas que uno puede preguntar.

Webster extendió la mano, recogió el casco y volvió a colocárselo en la cabeza, y puso en marcha otra vez sus pensamientos. La máquina se animó de pronto:

El hombre se sintió perdido. Pero no por mucho tiempo. El hombre trató de hacer un esfuerzo. Pero no por mucho tiempo.

Pues cinco mil hombres no bastaban para continuar el trabajo abandonado por los millones que habían ido a Júpiter a vivir una nueva vida en cuerpos mejores. Esos cinco mil carecían de la capacidad mecánica necesaria, y de sueños, y de incentivos.

Y habría que contar además con los factores psicológicos. El factor psicológico de la tradición que tanto pesaba sobre la mente de los que habían quedado en la Tierra. El factor psicológico del juwainismo, que obligaba a los hombres a ser enteramente sinceros, que los forzaba a darse cuenta de la inutilidad de sus empresas. El juwainismo no dejaba lugar para el falso coraje. Y un falso coraje que ignorase la existencia de obstáculos era lo que aquellos cinco mil hombres más necesitaban.

Lo que estaban haciendo no podía compararse con lo que se había hecho antes, y al fin comprendieron que los sueños alimentados por millones de hombres superaban las posibilidades de cinco mil.

La vida era fácil. ¿Por qué preocuparse más? Había comida, y ropas, y vivienda en abundancia, y compañía humana, e hijos y entretenimientos… Todo lo que podía desearse.

El hombre dejó de luchar. Comenzó a tratar de divertirse. Los triunfos dejaron de tener validez, y la vida se transformó en un paraíso sin sentido.

Webster volvió a quitarse el casco, extendió una mano y apagó la máquina.

Si alguien, pensó, uno solo, lo leyese alguna vez, me sentiría satisfecho. Si alguien lo leyera y entendiese. Si alguien comprendiera adónde va el hombre. Podría decirlo, por supuesto. Podría ir por las casas y decírselo a todos, uno por uno. Y me entenderían, pues el juwainismo permite entender. Pero no me prestarían atención. Lo guardarían en algún rincón de la cabeza, para uso futuro, y nunca tendrían tiempo o ganas de sacarlo a la luz.

Están haciendo esas tonterías, dedicándose a esos entretenimientos sin pies ni cabeza que reemplazan hoy al trabajo. Randall, con su rebaño de enloquecidos robots, corre de un lado a otro ofreciendo remodelar las casas de sus vecinos. Ballantree se pasa las horas imaginando nuevas mezclas alcohólicas. Sí, y Jon Webster, que investigó durante veinte años para desenterrar la historia de una sola ciudad.

Una puerta crujió débilmente y Webster se volvió. El robot entró de puntillas en el cuarto.

—Sí, ¿qué pasa, Oscar?

El robot se detuvo. Una figura pálida a la media luz del cuarto crepuscular.

—Es la hora de la cena, señor. He venido a ver…

—… qué puedes hacer —dijo Webster—. Enciende el fuego.

—En seguida, señor.

Oscar cruzó la habitación y se inclinó ante la chimenea. El fuego se reflejó en su mano. Webster, reclinado en su silla, miró las llamas que devoraban la leña, escuchó sus primeros y débiles gruñidos, el murmullo de succión que emitía la garganta de la chimenea.

—Es hermoso, señor —dijo Oscar.

—¿A ti también te gusta?

—Mucho, de veras.

—Memoria ancestral —dijo Webster, gravemente—. Recuerdo de la forja donde naciste.

—¿Le parece, señor? —preguntó Oscar.

—No, Oscar. Bromeaba. Anacronismos, eso somos tú y yo. Poca gente usa hoy chimeneas. No las necesitan. Sin embargo, tienen algo, algo de limpio y cómodo.

Miró el cuadro sobre la chimenea, iluminado ahora por el fuego. Oscar vio su mirada.

—Siento lo de la señorita Sara, señor.

Webster sacudió la cabeza.

—No, Oscar. Ella lo quiso así. Es como apagar una vida y comenzar otra. Estará ahí, en el Templo, dormida durante años, y vivirá una nueva vida. Y la suya, Oscar, será una vida feliz. Pues ella así lo habrá planeado —recordó otros días en esta misma habitación—. La señorita Sara pintó este cuadro, Oscar. Le dedicó mucho tiempo, tratando con mucho cuidado de expresar lo que quería. Solía reírse de mí y decir que yo también estaba en el cuadro.

—No lo veo a usted, señor —dijo Oscar.

—No, no estoy. Y sin embargo quizá estoy. O parte de mí. Parte de ese lugar de donde vengo. Esa casa del cuadro, Oscar, es la mansión de los Webster en Norteamérica. Y yo soy un Webster. Pero estoy muy lejos de esa casa, muy lejos de los hombres que la construyeron.

—Norteamérica no está tan lejos, señor.

—No —dijo Webster—. No tan lejos en kilómetros. Pero lejos en otros sentidos.

Webster sintió el calor del fuego de la chimenea, que llegaba hasta él.

Lejos, demasiado lejos, y en el peor sentido.

El robot se movió suavemente, casi resbalando sobre la alfombra, y dejó la habitación.

Sara había dedicado mucho tiempo al cuadro, esforzándose por expresar lo que sentía.

¿Y qué sentía? Nunca se lo había preguntado a Sara, y ésta nunca se lo había dicho. Había pensado, recordó, que se trataba de la dirección del humo, golpeado por el viento; el modo en que la casa se apretaba contra la tierra, confundiéndose con hierbas y árboles, protegiéndose de la tormenta que amenazaba la región.

Pero podía ser otra cosa. Algún simbolismo. Algo que emparentaba la casa con los hombres que la habían edificado.

Webster se incorporó y se acercó a la tela, parándose junto al fuego con la cabeza erguida. Veía ahora los trazos de pincel, y el cuadro parecía menos un cuadro que cuando se lo miraba desde lejos. Cuestión de técnica probablemente. Los trazos del pincel y las sombras contribuían a crear la ilusión óptica.

Seguridad. Había seguridad en la forma y solidez de la casa. Había tenacidad en esa fusión con la tierra. Seriedad, terquedad, y una cierta frialdad de espíritu.

Sara había pasado días y días, sentada aquí, ante el visor que enfocaba la casa, dibujando con cuidado, pintando lentamente, a menudo observando sin hacer nada. Había visto perros y robots, pero no había querido ponerlos en la tela, pues sólo la casa le importaba. Una de las pocas casas campestres todavía en pie. Después de siglos y siglos de descuido y negligencia, las otras casas se habían derrumbado, habían dado paso a la maleza.

Pero había perros y robots en el cuadro. Un robot de gran tamaño, había dicho Sara, y muchos robots pequeñitos.

Webster no se había fijado… Las ocupaciones no se lo habían permitido.

Se volvió y regresó al escritorio.

Cosa rara, de veras. Perros y robots que vivían juntos. Un Webster había trabajado alguna vez con perros, tratando de que creasen una cultura propia, de que se desarrollase una civilización dual de hombres y perros.

Webster comenzó a recordar. Menudos fragmentos, recordados a medias, de leyendas que concernían a la casa de los Webster. Se hablaba de un robot llamado Jenkins que había servido a la familia desde un principio. Se hablaba de un anciano en una silla de ruedas, en su jardín, que observaba los astros esperando el regreso de un hijo que nunca había vuelto. Y de una maldición que había caído sobre la casa, una maldición por haber perdido para el mundo la filosofía de Juwain.

El visor se alzaba en un rincón del cuarto, un mueble casi olvidado, algo que apenas se usaba. No había necesidad. El mundo se había reducido a Ginebra.

Webster se incorporó, se acercó al visor, se detuvo junto a él, y pensó. Había una guía para enfocar los distintos lugares del mundo. ¿Pero dónde estaba esa guía? Seguramente en el escritorio.

Volvió al escritorio y comenzó a buscar en los cajones. Excitado ahora, escarbó furiosamente, como un perro que busca un hueso.

Jenkins, el viejo robot, se rascó la barbilla metálica con sus dedos metálicos. Era algo que acostumbraba hacer cuando se sumergía en sus pensamientos, un ademán irritante y sin sentido que procedía de su larga convivencia con la raza humana.

Volvió los ojos al perrito negro sentado en el suelo.

—Así que el lobo se mostró amable. Te ofreció un conejo.

Ebenezer se movió excitado, frotando los cuartos traseros contra el piso.

—Era uno de los que alimentamos el último invierno. La manada que se acercó a la casa y que queríamos domesticar.

—¿Reconocerías otra vez al lobo?

Ebenezer movió la cabeza afirmativamente.

—Recuerdo el olor.

Sombra golpeó con el pie en el suelo.

—Escucha, Jenkins, ¿no vas a castigarlo? Tenía que estar escuchando y se escapó. No era momento de cazar conejos.

Jenkins habló seriamente.

—Tendría que castigarte a ti, Sombra. Por tu actitud. Te hemos asignado a Ebenezer, debes ser parte de él. No eres un individuo, sino las manos de Ebenezer. Si Ebenezer tuviese manos no te necesitaría. No eres su mentor, ni su conciencia. Sólo sus manos, no lo olvides.

Sombra volvió a golpear con el pie en el suelo, rebelde.

—Me escaparé —dijo.

—Te unirás a los robots salvajes, supongo —dijo Jenkins.

Sombra hizo un signo afirmativo.

—Me recibirán con alegría. Están haciendo cosas. Necesitan toda la ayuda posible.

—Te convertirán en chatarra —le dijo Jenkins con acritud—. No tienes entrenamiento, ni ninguna habilidad especial —se volvió hacia Ebenezer—. Tenemos otros robots.

Ebenezer sacudió la cabeza.

—Sombra está muy bien. Puedo manejarlo. Nos conocemos. Me impide caer en la ociosidad; me tiene sobre ascuas.

—Magnífico —dijo Jenkins—. Entonces seguiréis juntos. Y si vuelves a cazar conejos, Ebenezer, y te encuentras otra vez con ese lobo, intenta educarlo.

Los rayos del sol poniente entraban por la ventana dando a la vieja habitación la tibieza de la tarde primaveral.

Jenkins, sentado, en silencio, escuchaba los ruidos que venían de afuera: los cencerros de las vacas, los ladridos de los cachorros, el golpe seco de un hacha que cortaba la leña.

Pobre criatura, pensó Jenkins. Corrió detrás de un conejo cuando debía estar escuchando. Demasiado lejos… demasiado rápido. Hay que vigilar eso. Hay que impedir que se derrumbe. Cuando llegue el otoño nos tomaremos una semana o dos de vacaciones y cazaremos coatíes. Les hará mucho bien.

Aunque llegará un día en que no habrá caza de coatíes, ni persecución de conejos. El día en que los perros lo hayan domesticado todo, y todas las cosas vivas piensen, hablen, y trabajen. Un sueño increíble y lejano, pero, pensó Jenkins, no más increíble y lejano que algunos sueños de los hombres.

Quizá mejor que los sueños de los hombres, pues no habrá en ellos esa crueldad y brutalidad mecánicas que la raza humana difundió por el mundo.

Una nueva civilización, un nuevo modo de pensar. Místico, quizá, y visionario. Como el del hombre en otro tiempo. Los perros sondearán los misterios que el hombre consideró fuera de época, las supersticiones sin base científica.

Cosas que aparecen en la noche. Cosas que se acercan a las casas. Los perros se incorporan y gruñen, y no hay huellas en la nieve. Y esas muertes, que los perros reciben con aullidos.

Los perros conocen muchas cosas. Las han conocido antes de poder hablar, de poder leer. Su historia no es tan antigua como la de los hombres; no son cínicos y escépticos. Creen en lo que sienten. No inventan supersticiones para satisfacer sus propios deseos, como escudos contra fenómenos invisibles.

Jenkins se volvió hacia la mesa, tomó una pluma, y se inclinó sobre el cuaderno de notas. La pluma susurró mientras escribía: «Ebenezer dice haber encontrado un lobo amable. Se recomienda al Consejo libre a Ebenezer de sus lecciones para que se ponga en contacto con el lobo».

Los lobos, musitó Jenkins, pueden ser buenos amigos. Serían excelentes exploradores. Mejores que los perros. Más ligeros, solapados. Podrían vigilar a los robots salvajes del otro lado del río y reemplazar a los perros. Podrían observar a los mutantes.

Jenkins sacudió la cabeza. No se puede creer a nadie en estos días. Los robots parecían tan honestos. Eran amables, venían a visitarnos de vez en cuando, y nos prestaban ayuda. Eran verdaderos vecinos, pero nunca se puede estar seguro. Y ahora están fabricando máquinas.

Los mutantes nunca molestaron a nadie, apenas se los ve. Pero también hay que vigilarlos. No se sabe qué diablura pueden preparar. Recuérdese lo que le hicieron al hombre. Esa trampa del juwainismo, que apareció para destruir la raza.

Los hombres. Eran dioses para nosotros, y se han ido. Nos dejaron librados a nuestros propios medios. Quedan unos pocos en Ginebra, es cierto, pero no es posible pedirles nada, no les interesamos.

Jenkins, envuelto en la luz de la tarde, pensó en los whiskys que había servido, en los vagabundos que había echado, en los días en que los Webster vivían y morían entre aquellos muros.

Y ahora… padre confesor de los perros. Diablillos diligentes y traviesos… que hacían lo que podían.

Una campanilla sonó débilmente. Jenkins se sentó muy quieto. Volvió a oírse el mismo sonido y una luz verde parpadeó en el televisor. Jenkins se incorporo, incrédulo, con los ojos clavados en la luz parpadeante.

¡Una llamada!

¡Una llamada después de casi mil años!

Se adelantó tambaleante, se dejó caer en la silla, y movió el interruptor con dedos temblorosos.

La pared de enfrente se disolvió y un hombre apareció del otro lado del escritorio. Detrás del hombre unas llamas iluminaban un cuarto de ventanales de colores.

—Tú eres Jenkins —dijo el hombre, y había algo en su cara que arrancó un grito a Jenkins.

—Usted… usted…

—Yo soy Jon Webster —dijo el hombre.

Jenkins se apoyó en la parte superior del televisor, muy tieso y erguido, temeroso de las emociones —tan poco propias de un robot— que bullían en su ser metálico.

—Le hubiese reconocido en cualquier parte —dijo Jenkins—. Tiene la misma mirada. He trabajado tanto para ustedes, los Webster. Serví bebidas, y…

—Sí, ya sé —dijo Webster—. Tu nombre ha venido con nosotros. No te hemos olvidado.

—¿Está usted en Ginebra, Jon? —Y en seguida Jenkins recordó—: Quiero decir, señor.

—No es necesario —dijo Webster—. Prefiero que me llames Jon. Sí, estoy en Ginebra. Pero me gustaría verte. Me pregunto si podría.

—¿Quiere decir venir aquí?

Webster movió afirmativamente la cabeza.

—Pero la casa está llena de perros, señor.

Webster sonrió mostrando los dientes.

—¿Los perros parlantes? —preguntó.

—Sí —dijo Jenkins—, y les gustaría verlo. Conocen toda la historia de la familia. Se reúnen de noche y se cuentan historias viejas… y… y…

—¿Qué te pasa, Jenkins?

—Me encantaría verle. ¡Me he sentido tan solo!

Dios había llegado.

Ebenezer se estremeció, acurrucándose en la oscuridad. Si Jenkins supiese que estoy aquí, pensó, me daría una buena paliza. Nos dijo que lo dejáramos solo, al menos por un rato.

Se arrastró en silencio y olfateó la puerta del estudio. ¡Y la puerta se abrió sin hacer el menor ruido!

Se echó en el suelo, y escuchó. No se oía nada, pero se sentía un aroma penetrante y raro que le erizó rápidamente la piel, en un éxtasis casi insoportable.

Miró rápidamente por encima del hombro, pero nada se movía. Jenkins estaba en la sala explicándoles a los perros cómo debían portarse, y Sombra estaba afuera, ocupado en algún asunto de robots.

Suave, cuidadosamente, Ebenezer empujó con el hocico, y la puerta se abrió un poco más. Otro empujón, y quedó medio abierta.

El hombre estaba sentado frente a la chimenea, en un sillón, cruzado de piernas, las manos juntas sobre el estomago.

Ebenezer se apretó todavía más contra el suelo, y dejó escapar, involuntariamente, un débil quejido.

Jon Webster se incorporó con rapidez.

—¿Quién anda ahí? —preguntó.

Ebenezer, helado, se apretó contra la puerta, con el corazón en la boca.

—¿Quién anda ahí? —repitió Webster, y entonces vio al perro.

Cuando volvió a hablar su voz era más suave.

—Adelante, amigo. Adelante.

Ebenezer no se movió.

Webster chasqueó los dedos.

—No te haré daño. Acércate. ¿Dónde están los otros?

Ebenezer trató de levantarse, trató de arrastrarse por el piso, pero tenía los huesos como de goma, y en vez de sangre, agua. Y el hombre estaba acercándose, a grandes pasos.

Vio cómo se inclinaba hacia él, sintió unas manos fuertes bajo su cuerpo, comprendió que lo levantaban. Y el aroma que había sentido desde la puerta —el aroma todopoderoso y divino— era más fuerte aún.

Las manos lo apretaron contra el curioso tejido artificial que el hombre llevaba en vez de piel, y una voz le cantó. No eran palabras, pero tranquilizaban.

—Así que has venido a verme —dijo luego Jon Webster—. Te escapaste y has venido a verme.

Ebenezer afirmó débilmente con la cabeza.

—No está enfadado, ¿no? No se lo va a decir a Jenkins.

Webster sacudió la cabeza.

—No, no se lo diré a Jenkins.

Se sentó, y Ebenezer se tumbó en su regazo, mirándole la cara, una cara de líneas fuertes que el resplandor de las llamas hacía más profundas.

La mano de Webster se alzó y frotó la cabeza de Ebenezer, y Ebenezer se estremeció de felicidad perruna.

—Es como volver al hogar —dijo Webster, que no le hablaba al perro—. Es como haber estado lejos, mucho, mucho tiempo, y luego volver al hogar. Ha pasado tanto tiempo que apenas se lo reconoce. Ya no se acuerda uno de los muebles, ni de los dibujos del suelo. Pero uno siente que es un sitio familiar y se alegra de haber vuelto.

—Me gusta estar aquí —dijo Ebenezer, refiriéndose al regazo de Webster; pero el hombre no lo entendió.

—Claro, es natural —dijo—. La casa es tan tuya como mía. Es más tuya, en realidad, pues te quedaste aquí y la cuidaste, y en cambio yo la había olvidado —acarició la cabeza de Ebenezer y le tiró de las orejas—. ¿Cómo te llamas? —preguntó.

—Ebenezer.

—¿Y qué haces tú, Ebenezer?

—Escucho.

—¿Escuchas?

—Sí, ése es mi trabajo. Escucho a los duendes.

—¿Y los oyes?

—A veces. No sirvo mucho para eso. Me distraigo pensando en los conejos y no presto atención.

—¿Y qué hacen los duendes?

—Muchas cosas. A veces se pasean, y otras tropiezan unos con otros. Y de vez en cuando hablan. Pero casi siempre piensan.

—Óyeme, Ebenezer, no sé cómo ubicar a esos duendes.

—No viven en ninguna parte. Por lo menos no en esta tierra.

—No entiendo.

—Es como el interior de una casa muy grande —dijo Ebenezer—, con muchos cuartos. Y puertas entre los cuartos. Y si uno está en un cuarto, puede oír lo que pasa en los otros, pero no entrar en ellos.

—Cómo no vas a poder —dijo Webster—. Basta con que abras la puerta.

—Pero no se puede abrir la puerta —dijo Ebenezer—. Ni siquiera se sabe dónde está. Se piensa que el cuarto donde uno se halla es el único cuarto de la casa, y aunque se sepa dónde está la puerta, no se la puede abrir.

—Estás hablando de dimensiones.

Ebenezer frunció el entrecejo, preocupado.

—No conozco esa palabra, dimensiones. He repetido lo que nos dice Jenkins. Nos dice que no es realmente una casa, y que no hay realmente cuartos, y que las cosas que oímos no son quizá como nosotros.

Jon asintió con un movimiento de cabeza. Así había que hacerlo. Había que facilitarles el camino. Ir despacio. No confundirlos con palabras difíciles. Darles primero la idea, y luego la terminología más científica y exacta. Además había que inventar términos nuevos. Por ahora serviría esa palabra: duendes, las cosas del otro lado de la pared que uno oye y no puede identificar: los ocupantes del cuarto de al lado.

Duendes.

Te llevarán los duendes si no prestas atención.

Así dirían los hombres. No entiendes nada. No ves nada. No experimentas nada. Muy bien, no está ahí. No existe. Es un fantasma, un aparecido, un duende.

Te llevarán los duendes si…

Es más simple así, más cómodo. ¿Miedo? Naturalmente, pero a la luz uno se olvida. Y no te acosa, ni te persigue. Conviértelo en una idea difícil, y desearás no pensar más. Conviértelo en un fantasma, un duende, y te pondrás a reír… a la luz del día.

Una lengua caliente y húmeda acarició la mejilla de Webster, y Ebenezer se retorció de placer.

—Me gusta usted —dijo Ebenezer—. Jenkins nunca me tiene así. Nadie me ha tenido así, nunca.

—Jenkins tiene mucho trabajo —dijo Webster.

—Ya lo sé —convino Ebenezer—. Escribe cosas en un cuaderno. Cosas que oímos los perros cuando escuchamos a los duendes, y cosas que debemos hacer.

—¿Has oído hablar de los Webster? —preguntó el hombre.

—Claro. Los conocemos muy bien. Usted es un Webster. Creíamos que no había más Webster.

—Sí, hay más —dijo Webster—. Ha habido uno aquí todo el tiempo. Jenkins es un Webster.

—Nunca nos lo dijo.

—No ha querido.

El fuego había disminuido, y la habitación estaba ahora en sombras. Las llamas se reflejaban débilmente en los muros y el techo.

Y había otra cosa. Unos suaves susurros, unos suaves murmullos, como si las mismas paredes estuviesen hablando. Una casa muy vieja con viejos recuerdos y mucha vida almacenada en sus paredes. Dos mil años de vida. Había sido construida para durar y había durado. Había sido construida para ser un hogar, y lo era aún: un sitio sólido que lo abrazaba a uno y lo apretaba cálida, posesivamente.

Webster oyó en el interior de su cabeza unas pisadas, unas pisadas que venían de muy lejos, pisadas que habían sido silenciadas para siempre siglos atrás. Las pisadas de los Webster. De los que le habían precedido, los que Jenkins había atendido el día de su cumpleaños, y el día de su muerte.

Historia. Había historia aquí. Historia que se agitaba en las cortinas, y que se arrastraba por el suelo y se acurrucaba en los rincones, y observaba desde los muros. Historia viva que un hombre podía sentir en los huesos y en las espaldas. El impacto de ojos muertos hacía mucho y que volvían de la noche.

Otro Webster, ¿eh? No nos gusta mucho. Un inútil. La decadencia de la sangre. No éramos así en nuestros días. Y éste es el último.

Jon Webster se agitó.

—No, no el último —dijo—. Tengo un hijo.

Bueno, eso casi ni importa. Dice que tiene un hijo. Pero no puede llegar a mucho.

Webster se puso de pie. Ebenezer cayó al suelo.

—No es cierto —exclamó Webster—. Mi hijo…

Y volvió a sentarse.

Su hijo en los bosques, con arco y flechas, jugaba, se divertía.

Un entretenimiento. Sara lo había dicho antes de subir a la colina para soñar durante doscientos años.

Un entretenimiento. No un trabajo. No un modo de vivir. No una necesidad.

Un entretenimiento.

Algo artificial. Algo que no tenía principio ni fin. Algo que podía abandonarse en cualquier momento, sin que nadie se diese cuenta.

Como preparar recetas de bebidas.

Como pintar cuadros para nadie.

Como pasearse con una tropa de robots y rogar a la gente que permita que le remodelen la casa.

Como escribir una historia que no le interesaba a nadie.

Como jugar a los indios, o a los hombres prehistóricos, o al colonizador con arcos y flechas.

Como soñar durante doscientos años para huir de una vida monótona y sin sueños.

El hombre sentado en la silla miraba la nada que se extendía ante sus ojos, la nada terrible y horrorosa que era el futuro.

Distraído, juntó las manos, y con el pulgar derecho comenzó a frotarse el dorso de la mano izquierda.

Ebenezer salió de las sombras matizadas por la luz del fuego, puso las patas en las rodillas del hombre y lo miró a la cara.

—¿Se lastimó la mano?

—¿Eh?

—¿Se lastimó la mano? Se la frota.

Webster rió brevemente.

—No. Son las verrugas.

Se las mostró al perro.

—¡Zas! ¡Verrugas! —le dijo Ebenezer—. No las quiere, ¿no es cierto?

—No —Webster titubeó—. No. Creo que no. Nunca me decidí a quitármelas.

Ebenezer pasó el hocico por el dorso de la mano de Webster.

—Ya está —anunció triunfalmente.

—¿Ya está qué?

—Mire las verrugas —invitó Ebenezer.

Un leño cayó en el fuego y Webster alzó la mano mirándosela a la luz.

Las verrugas habían desaparecido. La piel era lisa y suave.

Jenkins, de pie en la oscuridad, escuchaba el silencio, el suave y adormilado silencio que abandonaba la casa a las sombras, las pisadas olvidadas, las frases pronunciadas hacía ya mucho tiempo, las lenguas que murmuraban en las paredes y susurraban en las cortinas.

Con sólo quererlo, la noche hubiese sido semejante al día. Habría bastado con ajustar los lentes, pero el viejo robot no alteró sus ojos. Lo prefería así. Ésta era la hora de la meditación, del tiempo atesorado, cuando el presente se desvanecía y el pasado volvía a animarse.

Los otros dormían, pero Jenkins no. Pues los robots nunca dormían. Dos mil años de conciencia. Veinte siglos ininterrumpidos sin un solo momento de distracción.

Mucho tiempo, pensó Jenkins. Mucho tiempo aun para un robot. Pues cuando el hombre se fue a Júpiter la mayoría de los viejos robots fueron destruidos, fueron enviados a la muerte en beneficio de los modelos más nuevos. Los modelos más nuevos, más parecidos al hombre, de superficie más lisa, y más livianos, con un mejor lenguaje, y respuestas más rápidas.

Pero Jenkins había seguido funcionando, pues era un sirviente viejo y fiel, y la casa de los Webster no hubiese sido un hogar sin su presencia.

—Me querían —se dijo Jenkins. Y esas dos palabras lo calmaron profundamente. Era aquél un mundo donde había poca calma, un mundo donde un sirviente se había convertido en señor, y deseaba ser sirviente otra vez.

De pie, junto a la ventana, miró al otro lado del patio los grupos de robles, oscurecidos por la noche, que ocupaban la falda de la colina. Oscuridad. No había luces. En otro tiempo siempre había alguna luz. Ventanas que brillaban como faros amistosos en las tierras que se extendían más allá del río.

Pero el hombre se había ido, y no había más luces. Los robots no las necesitaban, pues podían ver en la oscuridad, como Jenkins ahora si lo hubiese deseado. Y los castillos de los mutantes eran tan oscuros de noche como temibles durante el día.

Ahora el hombre había vuelto. Un hombre. Había vuelto, pero probablemente se iría otra vez. Había dormido unas pocas noches en el dormitorio principal del segundo piso, y pronto volvería a Ginebra. Había paseado por las viejas y olvidadas hectáreas del otro lado del río y había rumiado los libros que cubrían las paredes del estudio. Y pronto volvería a irse.

Jenkins dio media vuelta. Tengo que ver cómo está. Tengo que averiguar si necesita algo. Quizá quiera una bebida, aunque temo que el whisky esté estropeado. Mil años son muchos para una botella de whisky.

El robot cruzó la habitación y una cálida paz descendió sobre él, la paz íntima de los viejos tiempos, cuando corría, feliz como un cachorro, a cumplir con sus deberes.

Mientras iba hacia la escalera canturreó, en una clave menor, una canción.

Miraría, y si Jon Webster estaba dormido, se iría en seguida, pero si no lo estaba, preguntaría entonces: «¿Está cómodo, señor? ¿Desea algo? ¿Un chocolate caliente, quizá?».

Jenkins subió los escalones de dos en dos.

Estaba trabajando otra vez para los Webster.

Jon Webster se había metido en la cama, con las almohadas apiladas en la cabecera. La cama era dura e incómoda, y el cuarto poco ventilado y sofocante, muy distinto de su dormitorio de la ciudad. Allí uno se acostaba en la orilla cubierta de hierbas de un arroyo susurrante, y veía las estrellas artificiales que brillaban en el cielo artificial. Y respiraba el aroma artificial de las lilas artificiales, flores de vida más larga que la del hombre. Aquí no murmuraba ninguna cascada oculta, ni brillaban las luciérnagas: sólo una cama y un cuarto funcionales.

Webster puso las manos abiertas sobre sus piernas, cubiertas por la manta, y flexionó los dedos, meditando.

Ebenezer había rozado apenas las verrugas, y éstas habían desaparecido. Y no había sido casualidad, sino algo intencional. No había sido un milagro, sino obra de un poder consciente. Pues los milagros a veces no se producen, y Ebenezer no había dudado un momento.

Un poder, quizá, que provenía del «cuarto de al lado». Un poder que había sido robado a los «duendes».

Imposición de las manos, poder de curación que no implicaba drogas, ni operaciones quirúrgicas, sino un cierto conocimiento, un conocimiento muy especial.

En las edades oscuras algunos hombres habían afirmado que podían curar las verrugas, comprándolas por unas monedas o cambiándolas por alguna otra cosa. O recitando fórmulas mágicas. Y a su debido tiempo, a veces, las verrugas desaparecían.

¿Estos hombres habían escuchado también a los duendes?

La puerta crujió un poco y Webster se incorporó con rapidez.

Una voz surgió de la oscuridad.

—¿Está usted cómodo, señor? ¿Desea algo?

—¿Jenkins? —dijo Webster.

—Sí, señor —respondió Jenkins.

La forma oscura entró silenciosamente.

—Sí, deseo algo —dijo Webster—. Hablar contigo —miró la figura negra y metálica que se alzaba a un lado de la cama—. Acerca de los perros —añadió.

—Trabajan tanto —dijo Jenkins—. Y les resulta difícil. Pues verá usted, no tienen a nadie. Ni un alma.

—Te tienen a ti.

Jenkins sacudió la cabeza.

—Pero yo no basto. Soy sólo… bueno, una especie de mentor. Y ellos necesitan hombres. La necesidad de hombres no ha cambiado en ellos. Durante miles de años hombres y perros vivieron juntos protegiéndose contra enemigos comunes. El perro vigilaba mientras el hombre dormía, y el hombre dividía su último trozo de pan, quedándose con hambre, para que el perro comiese.

Webster movió afirmativamente la cabeza.

—Sí, supongo que era así.

—Hablan del hombre todas las noches —dijo Jenkins—, antes de irse a la cama. Se reúnen, y uno de los más viejos cuenta alguna historia que ha pasado de boca en boca. Y los perros escuchan inmóviles con curiosidad y esperanza.

—¿Pero adónde van? ¿Qué quieren? ¿Cuáles son sus proyectos?

—Conozco uno —dijo Jenkins—. Al menos lo que puede ser la débil chispa de un mañana. Son psíquicos. Siempre lo han sido. No tienen talento para la mecánica, lo que es comprensible, pues carecen de manos. Así como los hombres fueron a la conquista de los metales, los perros irán a la conquista de los fantasmas.

—¿Los fantasmas?

—Lo que ustedes llaman fantasmas. Pero no son fantasmas. Estoy seguro. Hay algo en el cuarto de al lado. Alguna forma de vida, en otra dimensión.

—¿Quieres decir que puede haber varios planos de vida que coexisten simultáneamente en la Tierra?

—Empiezo a creerlo, señor. Tengo un cuaderno lleno de notas acerca de las cosas que han visto y oído los perros. Y hoy, después de tantos años, comienzan a tener sentido… Puedo equivocarme, señor. Ya sabe usted que no estoy preparado para esto. No he sido más que un sirviente. Otro robot me ayuda a fabricar los robots pequeños para los perros, y ahora éstos producen a sus semejantes en las fábricas cuando se necesitan algunos más.

—Pero ¿y los perros? Escuchan, y eso es todo.

—Oh no, señor. Hacen muchas cosas. Tratan de entablar amistad con los animales y vigilan a los robots salvajes y a los mutantes…

—¿Los robots salvajes? ¿Hay muchos?

Jenkins afirmó con la cabeza.

—Muchos, señor. Desparramados por todo el mundo, en campamentos. Son los que quedaron en la Tierra. Los que no tenían utilidad en Júpiter. Se han juntado y trabajan…

—Trabajan. ¿En qué?

—No lo sé, señor. Ante todo construyen máquinas. Me pregunto qué harán con todas las máquinas que tienen. En qué piensan usarlas.

—Lo mismo digo —comentó Webster.

Y con los ojos clavados en la oscuridad, pensó. Pensó en cómo los hombres, agrupados en Ginebra, habían perdido todo contacto con el mundo. Cómo no sabían nada de los perros, ni de los campamentos de robots, ni de los refugios de los temidos y odiados mutantes.

Perdimos todo contacto, pensó. Nos encerramos con llave y dejamos el mundo fuera. Nos hicimos una cuevita y nos metimos dentro… en la última ciudad del mundo. Y no sabíamos qué ocurría fuera de la ciudad. Pudimos haberlo sabido, debimos haberlo sabido, pero no nos preocupamos.

Es hora de que volvamos a intervenir.

Nos sentíamos angustiados y perdidos. Al principio intentamos hacer un esfuerzo, pero luego abandonamos.

Los pocos que habían quedado comprendieron por primera vez la grandeza de la raza; por primera vez vieron las obras realizadas por el hombre. Y trataron de continuarlas, y no pudieron, y racionalizaron. Como suele hacer el hombre con casi todas las cosas. Se engañaron a sí mismos diciéndose que los fantasmas no existían, dando a las cosas que se aparecían de noche el nombre más suave e inexpresivo que les vino a la cabeza.

No pudimos continuar las obras de los hombres, y racionalizamos. Buscamos refugio detrás de una pantalla de palabras, y el juwainismo nos ayudó. No nos faltó mucho para que adorásemos a nuestros antecesores. Queríamos glorificar a la raza humana. No podíamos continuar la obra del hombre, e intentamos entonces glorificarla, intentamos entronizar a su autor. Y lo mismo hicimos con todas las otras cosas que iban muriendo.

Nos convertimos en una raza de historiadores. Excavamos con dedos agusanados las ruinas de la raza, llevándonos al pecho, como si se tratara de una preciosa joya, el hecho más insignificante. Y ésta fue la primera parte, el entretenimiento que acabó por aburrirnos cuando comprendimos qué éramos realmente: las heces en la copa vacía de la humanidad.

Pero nos sobrepusimos. Oh, sí, nos sobrepusimos. Bastó una generación. El hombre es una criatura adaptable. ¿De modo que no podíamos construir naves del espacio? ¿De modo que no podíamos ir a las estrellas? ¿Ni resolver el enigma de la vida? ¿Y eso qué?

Éramos los herederos, teníamos un legado. Ninguna raza podía compararse a la nuestra, ni por lo que había sido, ni por lo que podía ser. Así que racionalizamos una vez más y olvidamos la gloria de la raza; pues aunque espléndida, era también pesada y humillante.

—Jenkins —dijo Webster muy serio—. Hemos malgastado diez siglos.

—No malgastado, señor —dijo Jenkins—. Ha sido un descanso, quizá. Pero ahora pueden ponerse en camino otra vez. Pueden volver a nosotros.

—¿Vosotros nos queréis?

—Los perros los necesitan —dijo Jenkins—. Y también los robots. Pues ambos no fueron nunca sino los sirvientes del hombre. Están perdidos sin vosotros. Los perros están levantando una civilización, es cierto, pero con demasiada lentitud.

—Quizá resulte una civilización mejor que la nuestra —dijo Webster—. Una civilización más eficaz. La nuestra no lo fue.

—Una civilización más bondadosa —admitió Jenkins—, pero no muy práctica. Una civilización basada en la fraternidad de los animales, en el entendimiento psíquico, y quizá en una eventual comunicación por medio de palabras. Una civilización de la mente y la inteligencia, pero no muy positiva. Sin metas reales, con una técnica limitada. Sólo una búsqueda de la verdad, y la búsqueda de la verdad nunca ha interesado mucho al hombre.

—¿Y crees que el hombre podría ayudar?

—Podría dirigirnos.

—¿Lo haría bien?

—Es difícil saberlo.

Webster, acostado en la oscuridad, se frotó las manos, de pronto sudorosas, en las mantas que le cubrían el cuerpo.

—Dime la verdad —dijo, y su voz era sombría—. El hombre podría dirigiros como tú dices. Pero el hombre podría intentar imponerse otra vez. Podría rechazar las cosas que hacen los perros como poco prácticas. Podría reunir a los robots y utilizar sus habilidades mecánicas para volver al pasado. Tanto los perros como los robots tendrían que arrodillarse ante el hombre.

—Claro —dijo Jenkins—. Ya fueron sirvientes una vez. Pero el hombre es sabio. El hombre conoce mejor las cosas.

—Gracias, Jenkins —dijo Webster—. Muchas gracias.

Cerró los ojos, y la verdad estaba escrita allí en la oscuridad.

Las huellas de sus pies se veían todavía en el piso, y el olor del polvo llenaba el aire. La lámpara de radio brillaba sobre el panel; y el interruptor, el volante y las perillas estaban esperando, esperando que no llegase el día en que se los necesitara.

Webster se detuvo en el umbral, percibiendo en la amarga sequedad del aire, la humedad de la piedra.

Defensa, pensó mirando el interruptor. Algo para apartarnos, un dispositivo para sellar un lugar contra todas las armas, imaginarias o reales, que pueda traer un enemigo hipotético.

E, indudablemente, la defensa que deja al enemigo afuera, dejará al defensor adentro. No necesariamente, claro, pero…

Cruzó el cuarto, se detuvo ante el interruptor, y extendió la mano, y lo tomó. Comenzó a moverlo, lentamente, y supo que funcionaría.

En seguida movió el brazo, con rapidez, y conectó el interruptor. De allá abajo, muy lejos, vino un zumbido grave: las máquinas se ponían en marcha. Las agujas del panel oscilaron.

Webster tocó el volante con dedos temblorosos, lo hizo girar, y las agujas oscilaron de nuevo en sus cajas de vidrio. Con mano rápida y segura movió el volante y las agujas chocaron con sus topes.

Se volvió, rápidamente, salió de la bóveda, cerró la puerta y subió por los gastados escalones.

Si por lo menos funcionase, pensó. Si por lo menos funcionase.

Subió con mayor rapidez y la sangre le golpeó en las sienes.

Si por lo menos funcionase…

Recordó el zumbido de las máquinas, allá abajo, al mover el interruptor. Eso significaba que el mecanismo defensivo, o por lo menos parte del mecanismo, se conservaba en buen estado.

Pero aunque así fuera, ¿serviría de verdad? ¿Qué ocurriría si dejaba fuera al enemigo, pero no encerraba a los hombres?

Qué ocurriría si…

Cuando llegó a la calle, vio que el cielo había cambiado. Una superficie gris y metálica ocultaba el sol. En la ciudad reinaba una luz crepuscular, matizada por las lámparas automáticas de la calle. Una débil brisa le acarició la cara.

Las cenizas grises y frágiles del mapa y los cuadernos de notas descansaban aún en la chimenea. Webster atravesó el cuarto, tomó el atizador y removió las cenizas hasta que ya no se pudo saber que habían estado allí.

Desaparecidas, pensó. El último indicio ha desaparecido. Sin el mapa, sin los conocimientos que le habían llevado veinte años de vida, nadie podría encontrar el cuarto secreto con el interruptor, el panel y las perillas bajo la lámpara de radio.

Nadie sabría exactamente qué había ocurrido. Y aun cuando alguien lo sospechase, nadie podría estar seguro. Y aunque alguien estuviese seguro, nada podría hacer.

Mil años antes no habría ocurrido así. Pues en aquellos días le bastaba al hombre un mínimo indicio para ponerse a resolver cualquier problema.

Pero el hombre había cambiado. Había perdido sus viejos conocimientos y sus viejas habilidades. Su mente se había convertido en una cosa fláccida. Pero conservaba, en cambio, sus viejos vicios; los vicios que se habían convertido en virtudes —desde su propio punto de vista—, y con los que había creído elevarse a sí mismo. Conservaba aún la inconmovible creencia de que su especie y su vida eran las únicas que importaban… el egoísmo y la presunción con que se había designado a sí mismo rey de la creación.

Unos pasos apresurados sonaron en la calle, fuera de la casa, y Webster, de pie ante la chimenea, se volvió y miró los paneles opacos de las ventanas altas y estrechas.

Los he sacado a la calle, pensó. Los he hecho correr. Se preguntan qué pasa. Están excitados. Durante siglos no salieron de la ciudad, y ahora que no pueden salir, están rabiosos.

Su sonrisa se hizo más amplia.

Y si consiguieran salir… bueno, estarían en todo su derecho. Si consiguieran salir habrían ganado el derecho de dominar otra vez el mundo.

Cruzó la habitación y se detuvo unos instantes en la puerta, mirando el cuadro sobre la chimenea. Torpemente, alzó una mano, como en un desmañado saludo, un trasnochado adiós. Luego salió a la calle y se dirigió a la colina por el camino que Sara había recorrido unos días antes.

Los robots del Templo eran amables y considerados, dignos y de suave andar. Lo llevaron al lugar donde yacía Sara, y le mostraron la cámara próxima que la mujer había reservado para él.

—Querrá escoger un sueño —dijo el secretario de los robots—. Tenemos muchas muestras. Podríamos mezclar varios a su gusto. Podríamos…

—Gracias —dijo Webster—, no quiero sueños.

El robot movió afirmativamente la cabeza, comprendiendo.

—Entiendo, señor. Sólo quiere esperar, que el tiempo pase.

—Sí —dijo Webster—. Algo parecido.

—¿Cuánto tiempo?

—¿Cuánto?

—Sí. ¿Cuánto tiempo quiere esperar?

—Oh —dijo Webster—. Ya veo. ¿Qué le parece para siempre?

—¡Para siempre!

—Sí, creo que se dice así —dijo Webster—. Pude haber dicho una eternidad, pero no cambiaría mucho. No vamos a discutir por unas palabras que significan lo mismo.

—Como usted quiera, señor —dijo el robot.

No había por qué discutir. No, naturalmente que no. Pero no quería correr riesgos. Podía haber dicho mil años; pero entonces, al despertar, quizá se arrepintiese y bajase a la bóveda a mover el interruptor.

Y eso no debía ocurrir. Los perros tenían que tener su posibilidad. Tenían que vivir tranquilos e intentar el éxito allí donde el hombre no lo había logrado. Y mientras hubiese un elemento humano los perros no podrían tener éxito. Pues el hombre querría volver a dominarlo todo, estropearía las cosas, se reiría de los duendes que hablaban en el otro cuarto, objetaría que se domase y civilizase a todos los animales.

Normas nuevas, un nuevo modo de pensar y vivir, una nueva aproximación a los problemas sociales. Y no había que manchar todo eso con el pesado aliento del hombre.

Los perros se reunirían en las noches, después del trabajo, y hablarían del hombre. Contarían, una y otra vez, las viejísimas historias, y el hombre sería un dios.

Y así sería mejor.

Pues un dios no puede obrar mal.