12 El vuelo de la Gaviota

Desearía dejar este mundo como el pájaro que echa a volar

y desaparece en el éter. Como el humo que se eleva, voluta azul

ante nuestros ojos que, al cabo de un instante, ya no está.

Y si un día debo morir, tumbadme en la playa

y que mi última mirada pueda volverse hacia mi querido mar...

ELISABETH

Viena, 20 de septiembre de 1898

evdes Ildiko, querida pequeña:

A lo largo de estos terribles días, lucho sin cesar contra un monstruoso dolor, una fuerza inaudita que trata de vencerme, de derribarme muerta al lado de mi soberana bien amada. Aquélla a la que he dedicado todos estos años, a la que consagré mis días y mi vida ya no existe. Se ha ido con la misma elegancia con la que había vivido y mi tarea ya está acabada. Me pregunto por qué Dios ha permitido este drama y por qué me ha querido poner en el camino de la muerte... No puedo explicarlo, pero hubiera lamentado toda mi vida no haber estado al lado de mi emperatriz y reina en el momento en que dio su último suspiro, a pesar de que esas últimas horas me obsesionarán mientras viva.

«Edes szererett eckrem», alma mía, dulce y amada... Así comenzaba la carta de su majestad el emperador, fechada el día 10 de septiembre de 1898, que yo misma abrí y que terminaba con estas palabras tan dulces: «Te confío a Dios, mi ángel, y te beso de todo corazón. Tu pequeño». La emperatriz ya no pudo leerla y este anciano agotado por los sufrimientos deberá afrontar la peor prueba de su vida. No me atrevo siquiera a imaginar su dolor, él que tanto ha amado a nuestra reina y realmente daría yo sin dudarlo la vida por evitarle esta amargura, esta aflicción y estas lágrimas. Pero créeme, Ildiko, ya no tengo fuerzas para ello. Con la muerte de la emperatriz revivo la pérdida de mamá, ese vacío, esa aplastante soledad, ese mudo pesar. Sabes que nuestra reina ha sido una madre para mía lo largo de todos estos años, sus reproches eran dulces y bienvenidos sus silencios, con tal de estar a su lado... Ahora me siento tan sola...

El 16 de julio la emperatriz deja a su esposo en Ischl y el 30 de agosto llega a Suiza. Ya no se verán más. Le hubiera agradado que su esposo viniera a reunirse con ella, como había hecho en tantas ocasiones, pero sus obligaciones en Viena le retienen. Una complicada situación política, la inauguración de varios templos, la preparación de las fiestas del jubileo de sus cincuenta años de reinado, todas esas cosas que a ella nunca la han resultado entretenidas. No obstante, en sus paseos, la emperatriz constata que su gran resistencia física ya no es más que un lejano recuerdo. La gran andarina marcha ahora a duras penas y se resiente a cada paso que da; a pesar de sus curas, sus masajes, del opio de vez en cuando, la ciática no la abandona. Y el espectro de la muerte invade todas sus conversaciones.

El 7 de septiembre habla muy poco y pide que le laven el cabello.

Mi alma se siente triste hasta morir, mi corazón está irremediablemente roto y mi duelo ya no tendrá fin. Sin embargo, la esencia misma del dolor me resulta más preciosa que mi propia existencia y deseo viviría hasta el día en que el gran Jehová me Libere por completo. La tristeza me acompaña siempre, amiga fiel después de tantos años. He tachado de mi vocabulario para siempre las palabras «alegría» y «esperanza» y solamente me satisfaría el hallar en alguna parte un poco de paz. Cada día Clamo a la muerte, para que me libere de mi sufrimiento y del paso de los años. Vivo a la espera de este bendito instante en el que todos mis queridos desaparecidos, mi hijo Rodolfo, el rey Luis, mis hermanas, mi querida madre, sin olvidar a mi pequeña Sofía, me darán alegremente la bienvenida allá arriba. Vivimos al borde de un abismo de miseria y de dolor, que la falsa moral social ha excavado. Es el abismo entre nuestro estado actual y ese otro en el que deberíamos hallarnos. Un abismo es siempre un abismo. Si tratamos de franquearlo, caemos y fracasamos y solamente cuando ese precipicio se llene de sufrimiento humano y de cadáveres de personas felices, podremos atravesarlo sin peligro. Así va mi alma. Mis alas han ardido y solamente aspiro al reposo. La muerte ha destruido mi, se y ha hecho de mí esta Mater Dolorosa que anda errante sin objetivo, de isla en isla, buscando en vano el reposo. El final Llegará un día y el reposo eterno será así mejor.

El día 9 la emperatriz habría querido partir hacia Corfú, desea ver los olivares y los limoneros en flor... Pero sabe muy bien que la mitad de los muebles del Aquileón ha sido sacada de allí, siguiendo sus órdenes. Realiza entonces un viaje mucho más modesto, por el lago, desde Montreux a Ginebra. Durante la travesía, recorre incansable el puente. A pesar de todo, este melancólico día de otoño parece ejercer unos efectos benéficos sobre la emperatriz, siente su ánimo tranquilo y algo suavizadas sus pesadumbres y amarguras. A las trece horas, el barco atraca en Ginebra donde, para gran alegría suya, la espera un telegrama de la archiduquesa María Valeria. Su hija está bien y eso es lo que cuenta.

Come en casa de la baronesa Julie de Rothschild, un suntuoso almuerzo cuyo menú su majestad quiere enviar al emperador, destacando bien los pequeños timbales, la mousse de ave y sobre todo, el maravilloso helado a la húngara. Luego, su anfitriona le muestra la mansión y sus jardines. Jaulas llenas de pájaros exóticos, acuarios donde vive tranquilamente gran número de extraños peces y los invernaderos... La soberana se queda atónita ante el esplendor de estos jardines acristalados, las orquídeas la fascinan especialmente.

Durante varias horas, la emperatriz parece recuperar algo el gusto por la vida y habla del porvenir, de esas flores que quisiera aclimatar en su villa de Lainz. Pero por el camino de regreso al hotel Beau-Rivage, donde se aloja, los viejos fantasmas regresan. La conversación vuelve a tratar sobre la fe y la muerte, y a pesar de que ella a menudo la ha deseado, la incertidumbre la atormenta, sobre todo el tránsito, el impreciso momento que lleva de la vida a la muerte. El gran interrogante siempre abierto acerca de la paz y la salvación que puede haber después de la muerte, ya que nadie ha regresado jamás...

Todas las vicisitudes que han jalonado mi existencia me han hecho ver en Dios no solamente el gran Creador, sino también la potencia en estado puro, y por encima de todo, adoro al gran Jehová en su fuerza tanto creadora como destructora. Conozco mejor al Dios vengador del Antiguo Testamento que al que sufrió por nosotros en la Cruz. Dios es demasiado grande para que se le pueda considerar en Su esencia, y por mi parte, hace ya mucho tiempo que he renunciado a ello. Si a Sus ojos no somos más que hormigas, cómo podría tener en cuenta el moscardón que soy yo... De esta forma, lo único que puedo hacer es adorarle, venerarle y poner Su nombre por encima de todo. Por otra parte, aunque no creo en la intervención del Todopoderoso en mi vida cotidiana, creo en el Juicio Final y en la redención por Cristo. Le respeto y le adoro al igual que al esposo que me dio. A lo Cargo de los años, mi sed de Dios ha aumentado y, a pesar de mi escepticismo, no excluyo la posibilidad de que algún día pueda volverme muy piadosa.

El 10 de septiembre de 1898, su majestad se ha levantado más tarde de lo habitual, porque ha pasado muy mala noche. Antes de tomar el barco para Caux, quiere hacer algunas compras. En el establecimiento de artículos musicales Backer, de la calle Bonivard, compra un organillo y veinticuatro partituras para sus nietos. Su majestad se queda un buen rato en la tienda escuchando fragmentos de sus óperas favoritas, Carmen, Tannhauser, Rigoletto, Lohengrin y luego volvemos paseando al hotel. Cuando se retira a su habitación para cambiarse, me da la impresión de que tarda demasiado en hacerlo. En veinte minutos el barco leva anclas y con el respeto debido le meto prisa para marcharnos.

Cuando estamos en el muelle, a unos cincuenta metros del navío, vemos que un hombre avanza a toda velocidad hacia nosotras, y al verlo, pienso que nos va a hacer retrasar todavía más. Maquinalmente, avanzo un paso para proteger a su majestad pero el hombre hace entonces un falso movimiento y choca violentamente con la emperatriz, que cae al suelo. Con ayuda de un cochero que pasa por allí, puedo incorporarla. Tiene el rostro muy colorado y sus espesos cabellos, que han amortiguado el golpe, están en desorden. Varios transeúntes que han sido testigos del incidente nos ofrecen su ayuda, pero todo está en orden. Seguramente el agresor sólo quería nuestros monederos... Corremos hacia el barco. Su majestad, que parece algo aturdida, se arregla un poco. Está muy pálida y se queja de un dolor en el pecho, pero atraviesa la pasarela del barco con paso seguro aunque inmediatamente, presa del vértigo, me llama a su lado porque se siente desfallecer. La embarcación se aleja lentamente.

«¡Un médico, un médico! ¡Agua!», exclamo, pidiendo socorro. Con los ojos cerrados y una mortal palidez, la emperatriz yace en mis brazos. La llevamos hasta el puente superior, pues allí hay más aire. La emoción tras la agresión en el muelle... Una enfermera que se encuentra entre los pasajeros practica a su majestad algunos movimientos respiratorios. Mientras tanto, le desabrocho su vestido negro y le corto el corsé. Sobre la blancura de su pecho izquierdo se puede ver una pequeña marca, de color rojo oscuro y del tamaño de una moneda mediana. Un terrón de azúcar mojado en alcohol consigue hacerle abrir los ojos, que inmediatamente buscan el cielo, se fijan luego en la línea de las montañas vecinas y lentamente se posan en mí, para grabarse en mi memoria para siempre.

«¿Qué me ha pasado?». Fueron sus últimas palabras, tras lo cual cayó hacia atrás, desvanecida. Nada con seguía reanimarla. El barco ya navegaba hacia el este. La angustia me atenaza el corazón; no hay tiempo que perder, siento que su majestad está cada vez peor. Inmediatamente, informo al capitán de que esta señora vestida de negro es la emperatriz de Austria. Hay que acostarla enseguida, hay que conseguir un médico, llamar a un sacerdote... Su majestad acaba de sufrir un intento de asesinato.

El capitán pone proa a Ginebra mientras que improvisamos una camilla con dos troncos y unas sillas plegables. La acostamos finalmente. El sudor comienza a perlar el lívido rostro de mi reina. Seis personas llevan la camilla hacia el hotel mientras que un pasajero protege la cabeza de la moribunda con su sombrilla blanca. Una pobre cabeza que se mueve de izquierda a derecha, un pobre rostro en el que apenas se percibe un soplo de vida. Ya en la alcoba de su majestad los doctores Golay y Teiset se muestran tajantes: no hay ninguna esperanza. Un sacerdote da la extremaunción a mi soberana. Llaman a un tercer médico, que intenta una pequeña incisión en la arteria braquial, de donde no brota ni una sola gota de sangre. A las tres menos veinte de la tarde, se confirma el fallecimiento. Se acabó.

Luigi Lucheni, el asesino de la emperatriz, sonríe entre los dos gendarmes que acaban de interrogarle. E incluso se pone a cantar. Gracias a él, acaba de caer una cabeza coronada. No era la que él, en un principio, había elegido, pues el duque de Orleans, pretendiente al trono de Francia, que era su objetivo, había dejado demasiado pronto la ciudad. Pero, qué importa..., emperatriz, príncipe, rey o presidente de la república, todos son iguales...

La portera de la casa donde vive, en la avenida de los Alpes, ha encontrado el arma homicida. Un estilete muy afilado de diez centímetros de longitud, con un mango de madera de fabricación casera. En la comisaría, el joven anarquista de veinticinco años lo explica todo con absoluta tranquilidad. La compra del estilete en el mercado, los periódicos que informan de la estancia en la ciudad de la emperatriz, la espera, el golpe, la agresión... En sus bolsillos, en un monedero muy usado, se hallan varias monedas por un valor de seis francos y treinta y cinco céntimos, dos fotografías en las que aparece vestido de soldado, una lista con los nombres de los extranjeros residentes en Evian y el diploma de una medalla militar conseguida en las campañas africanas.

Luigi Lucheni trabajaba hasta poco antes del hecho como albañil en Lausana. Cuando un accidente laboral le llevó al hospital, se comprobó que era anarquista. Se le encontró, efectivamente, un carné con letras de canciones revolucionarias, pero no se había considerado necesario dar parte de ello. Suiza, la única república en medio de las monarquías europeas, tiene una mala reputación. Se la tiene por refugio de conspiradores anarquistas y terroristas de todos los países... La emperatriz lo sabía y había escrito acerca de ello pero siempre se había negado, muy lógico en ella, a vivir rodeada de agentes de seguridad.

Lucheni no había conocido a su padre ni a su madre. Entregado recién nacido en el Hospital de San Antonio de Parma, el niño fue confiado a unos padres adoptivos. Después de trabajar como obrero ferroviario, marchó al Tesino y a Suiza. Su ilusión más grande es que los periódicos hablen de él, y una vez en posesión de su arma, decide que darse en Ginebra esperando la pieza conveniente. En la última semana de agosto, los periódicos anuncian la próxima llegada de la emperatriz Elisabeth.

Durante el interrogatorio del procurador general Navazza, Lucheni se siente en la gloria:

—¿Por qué ha asesinado a la emperatriz, que no le había hecho nada?

—Es la lucha contra los grandes y los ricos. Un Lucheni mata a una emperatriz, jamás a una lavandera.

Lamenta que la pena de muerte no exista en Ginebra y exige ser llevado al cadalso. Escribe una carta al diario napolitano Don Marzio, para rectificar un artículo que le presentaba como un criminal nato: «Desencántense quienes pretenden que Lucheni ha actuado empujado por la miseria. Nada más falso. Si las clases dirigentes no son capaces de retener su avidez para succionar la sangre del pueblo, los reyes, presidentes, ministros y todos los que utilizan a su prójimo no podrán escapar a mis justos golpes. No está lejano el día en que los verdaderos amigos de los hombres extirparán todas las máximas hoy vigentes y una sola bastará: "Quien no trabaje, no tiene derecho a comer”. Atentamente. Luigi Lucheni, anarquista convencido».

Tras la noche en vela, todavía me espera lo peor, pues se me pide que asista a la autopsia de la emperatriz. Un cadáver de sesenta y un años, un metro setenta y dos centímetros de estatura y cuarenta y nueve kilos de peso. La herida tiene forma triangular, a catorce centímetros bajo la clavícula izquierda y a cuatro por debajo del extremo del seno derecho. El arma ha penetrado ochenta y cinco milímetros, rompiendo la cuarta costilla, atravesando el pulmón de parte a parte, así como el ventrículo izquierdo. La sangre se ha depositado gota a gota en el pericardio. Hay una pequeña grieta en el corazón. Ya no habrá más abanico ni paraguas, más sufrimiento ni tristeza.

Sobre una mesita se depositan los objetos que la imperial difunta llevaba encima ese día:

—una cadenita de oro con la alianza que nunca llevaba en el dedo.

—el abanico de cuero.

—un reloj inglés de metal con el nombre de Aquiles grabado.

—un brazalete con varios dijes: una cabeza de muerto, una mano de oro con el índice extendido, medallas de la Virgen (una, recuerdo de una peregrinación a Nuestra Señora de la Sainte-Baume; otra, en la que puede leerse: «María, sin pecado concebida»), monedas bizantinas, un signo solar de tres brazos.

—un silbato.

—un pequeño cisne de cristal de roca con doce diamantes incrustados.

—un medallón con una fotografía y un mechón de cabello del príncipe heredero.

—un segundo medallón, que el obispo húngaro monseñor Hyacinthe Rony le había regalado tras la caída de caballo de Sassetot, con los versículos del Salmo 90 —«Tú conviertes en polvo a los hombres. Y tú dices... Hijo del hombre, regresa...»— escritos en una hojita de papel plegada en octavo.

Visto a su majestad y peino su maravillosa cabellera caoba, eterna corona de trenzas. Nunca ha estado tan majestuosa como en este momento... Le vuelvo a poner el hermoso vestido negro que llevaba en el momento en que fue apuñalada. Mi rosario entre sus bellas y finas manos, un gran ramo de orquídeas cubre su pecho, que guarda su traspasado corazón. Ayer mismo, durante el almuerzo en casa de la baronesa Rothschild, se había extasiado ante la pureza de estas flores y había dirigido a su anfitriona palabras casi proféticas: «Quisiera que mi alma volase hacia el cielo a través de una pequeña abertura en el corazón». Concluida la estancia en Ginebra, hay que regresar ya a Viena.

Desde finales de junio, la capital está de fiesta, ya que el emperador Francisco José celebra el quincuagésimo aniversario del inicio de su reinado. Setenta mil niños han desfilado por la Ringstrasse, cuatro mil cazadores han aclamado al soberano en Schonbrunn. Pero las festividades se ven brutalmente interrumpidas por la noticia del asesinato y toda la ciudad se cubre de crespones negros. Se producen algunos incidentes en cafés frecuentados por italianos, pero inmediatamente vuelve la calma. En su momento, el país se sintió mucho más afectado por la muerte de su príncipe heredero que ahora por la de su errante emperatriz. Austria y su soberana no se reconciliarán hasta mucho más tarde. No sucede lo mismo con el emperador que, lleno de dolor e inclinado bajo el peso del sufrimiento, recibe las condolencias de la familia y de sus ministros, pero, siempre imbuido de su habitual rigor, establece el desarrollo de las ceremonias a celebrar. En la pared de su gabinete de trabajo está el retrato de la desaparecida, con los cabellos en desorden, tan joven, tan despreocupada... La mira fijamente con sus ojos enrojecidos y suspira, murmurando: «¿Por qué me has dejado, ángel mío? Soy tan desdichado sin ti...». A continuación, con la muerte en el alma, pero igual que desde hace cincuenta años, se sienta a su mesa de trabajo.

El día 15 de septiembre, a las once de la noche, el tren que conduce el ataúd llega a la estación de Viena. La recepción de los restos de la emperatriz se realiza siguiendo los rituales seculares de la familia imperial, y a lo largo del recorrido hasta Hofburg, las tropas, en perfecta formación, forman una hilera silenciosa e ininterrumpida. La guardia está integrada por nobles húngaros y húsares vestidos de azul, de la misma forma en que se habían desplegado, nueve años antes, cuando llegó desde Mayerling el cuerpo del príncipe imperial. En Hofburg, el patio de honor y la capilla están revestidas de luto, sobre el que aparecen las armas de la emperatriz y esta inscripción en latín: Elisabetha Imperatrix Austriae Regina Hungariae.

El día 16 una gran multitud desfila ante el féretro de aquella que jamás será olvidada, lanzada ahora a su pesar a una misteriosa eternidad. Millares de flores llegan desde todas partes, Egipto, Oriente, Grecia, Madeira... Flores que llegan ya secas, pero que podrían cubrir toda la ciudad... Las llorosas archiduquesas María Valeria y Gisela no se separan ni un momento de su padre, que, al alba, se acerca a besar el ataúd, demasiado pesado, demasiado cerrado, de la esposa tan amada. Dentro de su dolor, María Valeria, la hija querida, la única, como la llamaba su madre, se siente en parte aliviada ante este tan rápido como inesperado final. Sabe que su madre no hubiera soportado una larga enfermedad que la hiciera sentirse una carga para los que la amaban, además de un gran peso para su esposo. María Valeria tiene clara conciencia de que la emperatriz no hubiera querido una agonía demasiado larga, una vejez sin fin y, sobre todo, sobrevivir al emperador, idea que le producía un verdadero terror. Es posible que Lucheni, sin saberlo, haya prestado un inmenso favor a su víctima.

Al día siguiente se realiza el descenso hacia la cripta familiar. El ritual que ha acompañado a ciento trece Habsburgo rige los funerales de Elisabeth, emperatriz de Austria y reina de Hungría. El cortejo que porta su ataúd se detiene ante la reja de la iglesia de los Capuchinos y se inicia un diálogo entre el gran maestre de la corte y el abad. Así ha sido con Rodolfo e idéntico será, dieciocho años más tarde, para el emperador Francisco José: el poder de los grandes debe convertirse en polvo ante la divina voluntad.

El gran maestre se adelanta al ataúd y golpea la pesada puerta de la cripta; del interior sale una voz gutural:

—¿Quién eres?, ¿quién quiere entrar?

—Soy su majestad la emperatriz de Austria, reina apostólica de Hungría, reina de Bohemia y de Dalmacia, de Croacia, de Esclavonia, de Galitzia, de Lodomeria y de Iliria, de Jerusalén, archiduquesa de Austria (y siguen hasta sesenta títulos más)...

—No te conozco, ¿quién quiere entrar?

—Soy la emperatriz Elisabeth de Austria, reina de Hungría.

—No te conozco, ¿quién quiere entrar?

De rodillas, el maestro de ceremonias pronuncia estas palabras:

—Soy Elisabeth, pobre pecadora que implora la misericordia de Dios.

Tras la verja, la voz del monje responde:

—Entonces, entra.

El portón es pesado y el descenso se realiza bajo la temblorosa luz de las antorchas. El emperador apenas puede reprimir las lágrimas. Los que acusaban al viejo emperador de frialdad o de insensibilidad para el sufrimiento, porque su innato sentido del deber no le daba tiempo ni para apiadarse de sí mismo, no le vieron en el supremo momento del entierro de su esposa, acariciando con mano temblorosa la madera del ataúd. «Nadie sabe cuánto nos hemos querido», había murmurado con la voz rota cuando se le anunció la terrible noticia.

El féretro de la emperatriz es depositado al lado del de su hijo. El Aja Kyriaki y los cipreses de Corfú están lejos, pero Rodolfo está ahora muy cerca. Dos cuerpos que no están en el lugar que hubieran deseado. Dos prisioneros. Dos desertores atrapados in extremis, in fine. Fin del miedo, de las angustias, de los llantos. Fin de las torturas del corazón, fin de los recuerdos violentos. Finalmente, la paz y el silencio.

Los húngaros se indignaron al saber que sobre su tumba no figuraba el título de «reina de Hungría» y que se había inscrito solamente el de «emperatriz de Austria». Ello se debía probablemente a la intención de no suscitar los celos de Bohemia y de los demás países del imperio de los que también era soberana. Pero el rumor de la protesta fue tal, dada la estrecha relación que había existido entre Elisabeth y la tierra magiar, que esa misma noche, sin duda por orden personal del emperador, sobre la tumba se grabó su título en húngaro: «Erzsebeth Kiralyne».

A lo largo de las siguientes semanas, se efectuó la liquidación de su herencia y, ante la estupefacción general, se supo que la fortuna personal de la emperatriz ascendía a diez millones de florines. Gisela y María Valeria, por voluntad expresada en el testamento, recibieron la quinta parte de sus bienes cada una. Otro quinto recaía en la pequeña Elisabeth, la hija de Rodolfo. María Valeria se beneficiaba de un legado suplementario de un millón de florines y de la villa Hermes de Lainz y Gisela, por su parte, debía contentarse con el Aquileón, totalmente despojado de sus muebles e inhabitable debido a su mal estado.

De los bienes personales de la emperatriz, no quedaba gran cosa. No fue posible localizar los costosos regalos que había recibido con ocasión de su boda y los que habían sido obsequio de soberanos extranjeros. El collar de perlas de tres vueltas que Francisco José le había regalado cuando Rodolfo nació también había desaparecido. Sus célebres esmeraldas, las estrellas de esmeraldas que llevaba en sus trenzas y que el retrato pintado por Winterhalter había inmortalizado, las había donado. Quedaban su condecoración de la cruz estrellada, una diadema de perlas negras y ciento ochenta y cuatro pequeñas piezas de orfebrería. Lo que se encontró en mayor abundancia en su cofre de joyas fueron piezas baratas, joyas de pacotilla.

Al ser llevado ante los jueces un mes después del atentado, Lucheni no mostró ningún signo de arrepentimiento y, tras ser leído el veredicto que le condenaba a cadena perpetua, gritó: «¡Viva la anarquía! ¡Muerte a la aristocracia!». En febrero de 1900 el anarquista trató de suicidarse utilizando la llave de una lata de sardinas. El 16 de octubre de 1910 el director de la prisión, el señor Fernet, le halló muerto en su celda, colgado de su cinturón de cuero.

Nada más llegar a Viena, visité al emperador, que me recibió en pie ante su mesa de trabajo. Su aspecto me impresionó, ya que parecía haber envejecido diez años de golpe. Dulcemente pero con firmeza, me pidió que le relatase con todo detalle lo sucedido en Ginebra. Cerrando los ojos para evitar que las lágrimas se deslizasen incontenibles por mis mejillas y rogando al Señor pusiese en mi boca las palabras adecuadas, le hice un relato sin omitir nada. Me interrumpía a menudo, con los ojos ligeramente velados y la voz temblorosa. Ildiko, estuve con su majestad el emperador más de una hora... notaba que reteniéndome a su lado podía sentir a través de mí en alguna medida la presencia de la augusta dama. Al despedirme, en recuerdo de aquella a la que tanto habíamos querido, me elevó a la dignidad de primera dama de la Gran Cruz de la Orden de Elisabeth, que acababa de crear, y después, me besó la mano. Extremadamente turbada, acepté humildemente este reconocimiento que consideraba inmerecido. Le hice una profunda reverencia, y al levantarme, leí tal desolación en su rostro que, por unos instantes, sentí que mi corazón se oprimía y llegué a olvidar mi propio dolor. Me vinieron en ese momento a la memoria las palabras que la emperatriz pronunció a la muerte de su único hijo: «Cuando golpea, el gran Jehová es despiadado». Retrocedí tres pasos y las puertas se cerraron. Tras ellas quedaba el viejo emperador, con su inconsolable duelo, su colosal imperio y su inmensa soledad.