7 Catalina Schartt, la emperatriz sin corona
Cincuenta y ocho inviernos han pasado y su cabeza lo demuestra.
Pues tan largo tiempo ha robado tu profusión de rubios bucles.
Cincuenta y ocho años han blanqueado el ornato de tus patillas,
y en la luz del atardecer brillan con ligera plata.
Sin embargo, con la feliz luz del día, caminas a buen paso.
La que hoy; por amor a ti retrasa su inmersión en las ondas
es la que camina a tu lado y la que reina en tu corazón.
Es la noble hija de Talía la que hechiza tus sentidos.
ELISABETH
evde Ildiko:
Me siento muy apenada por los desagradables rumores que corren por la ciudad con respecto al emperador. A los vieneses, tan aficionados a los chismes malévolos, se les calienta la boca hablando de una supuesta relación entre nuestro soberano y la señora Schratt. Y sentiría de verdad que esas malvadas alusiones llegasen a oídos de la emperatriz, a la que tanto molestarían. Cualquier cosa que pueda desacreditar a sus majestades es utilizada para debilitar a la monarquía. La verdad es que vivimos unos tiempos bien tristes... A lo largo y ancho del imperio sopla un aire de revuelta y el descontento se manifiesta de forma más evidente cada día. Por supuesto, el pueblo culpa a sus dirigentes, a los que responsabiliza de todos sus males...
Perdóname este desahogo, pero no puedo soportar estos permanentes ataques que desde todas partes se lanzan contra la familia imperial. Por los corredores de palacio no ceso de escuchar burlonas manifestaciones de satisfacción ante sus desgracias. No se les perdona ni su posición, ni su riqueza ni incluso su belleza física. Parece como si todos estos dones que han recibido por nacimiento deben ser pagados ahora con su sangre. Verdaderamente, me preocupa su futuro.
Pero dejemos la política, por la que no sientes el menor interés, y sigamos con lo que estábamos. ¿Recuerdas, querida hermana, a aquella actriz de talento que actuaba en el Burgtheater? No, seguro que no; tú habías ya renunciado a los placeres del mundo cuando «la Schratt» debutó allí. Déjame entonces contarte cómo esa mujer de treinta años, hija de un vulgar comerciante de papel, se ha convertido en la más íntima confidente y amiga del todopoderoso emperador de Austria.
Cuando, un hermoso día del otoño de 1885, un elegante coche se detiene ante una coqueta villa al borde del lago St. Wolfgang, la dueña de la bonita casa no puede imaginar que a partir de ese momento su vida va a cambiar radicalmente. Catalina Schratt, la actriz de moda en Viena, ve entrar en su salón y sin previo anuncio a una mujer alta y delgada, a la que el ligero velo que le cubre el rostro no consigue ocultar su evidente belleza. El halo de distinción que la rodea es tal que su sola presencia no deja la menor duda acerca de su personalidad. Muda de sorpresa, la actriz se encuentra ante su majestad la emperatriz de Austria y reina de Hungría, que le sonríe con amabilidad. Aunque por su trabajo está acostumbrada a los golpes de efecto, Catalina se ve obligada a hacer acopio de toda su sangre fría para efectuar la preceptiva reverencia ante su soberana. Ésta la ayuda a incorporarse y la mira con tanta dulzura que la actriz toma conciencia de que, desde este instante, su vida entera estaría dedicada a ella.
Cuando vi por vez primera a solas a la señora Schratt, me presenté en su casa sin hacerme anunciar. La elegante sencillez de su interior, el bonito jardín cuidado con esmero y el fuerte aroma de las galletas recién salidas del (como me encantaron. Aquella hermosa mujer de treinta y dos años, fresca, amable, bien educada y culta, debía sustituirme en el corazón de mi esposo.
Sin ambages, le dije:
—Vengo a hablarle a corazón abierto, de mujer a mujer, si usted quiere y se ruego que no interprete mal mis palabras. Sé que su majestad siente por usted un cierto afecto...
El estupor que Leí en su rostro, seguido por el rubor que invadió su bonita y pura frente y, finalmente, la rectitud de su mirada, acabaron por convencerme.
Señora, no sé lo que han podido otros.
Tonterías, evidentemente, pero quiero conocer la verdad. Hable, pues, sin temor.
La verdad, en efecto, era muy otra... Había notado que el emperador, poco aficionado a las salidas privadas, solía ir con mayor frecuencia al teatro cuando actuaba la señora Schratt. Esta hermosa mujer de ojos claros y tez de melocotón bajo una masa de cabellos de un color castaño dorado me agradaba, por lo que decidí normalizar, por decirlo de algún modo, aquella relación.
—Estoy buscando una dama de compañía para el emperador, capaz de distraerle cuando su inmenso trabajo le agobia, alguien a quien le plazca cenar con él cuando la soledad le abruma, alguien capaz de hacerle reír contándote los pequeños chismes que corren por la ciudad. En resumen, alguien que pueda sustituirme durante mis ausencias. Su majestad está casi siempre solo y eso me apena; necesita compañía, a una persona alegre y entregada a su lado y he pensado que usted podría, mejor que cualquier dama de la corte, hacer ese papel.
Sabía que un par de años antes, en noviembre de 1883, mi esposo había asistido en el Burgtheater a la representación de una obra titulada Las manos del hada, donde la señora Schratt interpretaba el papel de Elena y había quedado inmediatamente conquistado por su dulzura y la. calidez que emanaba de su persona. Al final de la representación, el emperador, habitualmente taciturno y distante, había querido que su maestro de ceremonias se presentase a la joven, y cuando la felicitó por su talento, se mostró tan amable y cortés que sus acompañantes no pudieron por menos que sorprenderse. Cuando regresó a palacio, me habló entusiasmado de aquella encantadora actriz que acababa de conocer y cuyo estilo personal tanto se gustaba. Poco después, mi esposo la volvió a ver en el Baile de la Industria, donde lo mejor de Viena se reúne cada año. Allí conversó largamente con ella a la vista de todos, desencadenando las lenguas afiladas y las ácidas referencias con respecto a mí: «La emperatriz únicamente recoge lo que ha sembrado. Si deja a su esposo tanto tiempo solo, el pobre hombre acabará por ir a buscar fuera...». De la noche a la mañana, Catalina Schratt se convirtió en la actriz favorita de la corte, actuó en los mejores papeles y en las más importantes ocasiones. Pronto en Viena era del dominio público la unánime opinión de que se había convertido en la amante del emperador, sobre cuyo carácter su alegría y su belleza actuaban como un bálsamo. Las comadres solamente esperaban mi regreso del último viaje, disfrutando ya con la idea de mi desesperación ante una aventura extraconyugal tan evidente. Pero las pobres se quedaron bien defraudadas pues, dado mi carácter, libre de prejuicios e indiferente a las opiniones ajenas, quise conocer lo más rápidamente posible a la mujer que estaba haciendo feliz a mi esposo.
Durante la visita del zar Alejandro III, en agosto de 1885, le recibimos en el palacio de Kremsier, lo suficientemente aislado para tranquilidad del monarca ruso, que temía un atentado como el que había costado la vida a su padre. En su honor se celebraron magníficas fiestas y representaciones, las cuatro mayores figuras trágicas y cómicas del Burgtheater actuaron para nosotros... La señora Schratt estaba entre ellos y allí la vi por primera vez. Sabía que estaba separada de su esposo, el barón Nikolaus Kiss de Ittebe, un aristócrata húngaro cuyo desmedido amor por el juego les había llevado varias veces a la ruina. Ella era quien mantenía a su hijo Antón y, para subvenir a sus necesidades, había vuelto a los escenarios. Ese valor me había impresionado, pues siempre he admirado a las personas fuera de lo común. Fue por eso precisamente por lo que, en aquel hermoso día de octubre, me encontraba en su bonito salón lleno de flores.
Volviéndome hacia ella. añadí:
Es usted tan encantadora, delicada y bonita como me describía el emperador en sus cartas. Sé que su carácter le relaja de su agotadora tarea y que usted le hace mucho bien... un bien que yo nunca he tenido posibilidad de hacerle.
Me interrumpí para que la actriz no notase el temblor de mi voz. Con una mirada de comprensión, la señora Schratt me dijo, dulcemente:
Perdonad, majestad, pero pocas veces me he encontrado un hombre tan enamorado como vuestro esposo, él os ama más que a nada en el mundo. Diría incluso, sin querer blasfemar, que os adora...
—Lo sé, pequeña, y siento (sacia mi esposo una ternura y una admiración que me gusta fumar amor. Por eso mismo me siento tan culpable de su soledad, de mis perpetuos viajes, pero no puedo evitarlo. Si no me muevo, si me quedo en Viena, me volvería realmente Coca y las malas lenguas pretenden que ya lo estoy... Por esa razón me marcharé cada vez con mayor frecuencia y cada vez más lejos. No puede usted imaginarse lo que todo esto me asfixia, estos palacios en los que nunca me he sentido en casa, huyo de ellos en cuanto puedo y el emperador, entonces, se queda aquí como un prisionero y se siente tan solo...
Viendo que se callaba, insistí:
—¿Podría usted concederle al emperador algo de su tiempo o, mejor aún, algo de amistad?
Emocionada, la joven actriz cayó de rodillas con los ojos empañados:
—Por supuesto. Mi amistad y mi vida están totalmente al servicio de vuestras majestades, si vos así lo queréis.
Se me escapó un suspiro de alivio:
—Entonces, ¿se ocupará usted de él, le protegerá y le cuidará cuando yo no esté? Necesita tanto contar con una verdadera mujer a su lado...
Él no replicó; tenía pena conciencia de que yo le hablaba con absoluta seriedad.
—Si es eso lo que deseáis, os lo prometo, majestad.
Con esto, se alcanza un pacto entre estas dos mujeres tan diferentes entre sí que tenían en común el interés por el bienestar de un hombre. La emperatriz se levanta, le da a besar su mano y volviendo a cubrir su bello rostro, sale rápidamente de la estancia.
La actriz conoce, como todo el mundo en Austria, el carácter tan particular y obsesivo de su soberana, su miedo a la locura, sus manías viajeras, sus excesos deportivos, los insensatos regímenes alimenticios que se impone cuando engorda algunos gramos. En efecto, así es. Por ejemplo, durante semanas es capaz de consumir exclusivamente extractos de carne, uvas pasas y cigarrillos y, con tal de mantener su silueta, se machaca además en cabalgadas y caminatas capaces de agotar al más curtido soldado.
Por ello, en su corazón de mujer, Catalina compadece al emperador y sabe que, aunque todo ese cúmulo de rarezas de su esposa no ha conseguido mermar en absoluto el profundo amor que siente por ella, él jamás llegará a comprenderla: «Los misterios de mi compatibilidad con mi esposa son para mí como los misterios de la religión», le gusta decir a él con respecto a esta cuestión. Es un hombre tranquilo que solamente aspira a una sencilla felicidad. Lo cierto es que hubiera sido verdaderamente dichoso en la piel de un noble rural. Pero si sufre por las ausencias de su esposa, por sus imprudencias o por sus caprichos, jamás se lo reprocha, la arropa constantemente con su solicitud y le escribe cartas propias de un amante totalmente entregado: «Ángel adorado, me ha parecido ver tu blanca sombrilla en el balcón y los ojos se me llenaron de lágrimas...». Pero, una y otra vez, Elisabeth vuelve a marcharse.
Para dar un rostro «oficial» al pacto acordado entre la actriz y la emperatriz y acallar cualquier tipo de murmuración, la soberana encarga al pintor de la corte, Heinrich von Angeli, un retrato de la señora Schratt para regalárselo al emperador. Y en varias ocasiones, mientras Catalina posa en el taller del artista, la pareja imperial se acerca a ver cómo marcha el trabajo. La entrega del cuadro sirve para que la joven reciba la primera de las más de seiscientas cartas que el emperador le escribiría hasta el fin de su vida:
Le ruego considere estas líneas como muestra del profundo reconocimiento por la molestia que se ha tomado al posar para este retrato del señor von Angeli. Una vez más, debo repetirle que no me permitiría pedirle a usted tal sacrificio y que mi alegría por este precioso regalo es por ello tanto mayor. Su devoto admirador.
Dos meses más tarde, enterado de que la señora Schratt ha alquilado una villa en Ischl, junto al lago Wolfgang, el emperador le anuncia su visita para el día siguiente. Catalina, recién llegada allí y todavía con el equipaje sin deshacer, se ve pillada de improviso; no tiene nada preparado y a esa hora las tiendas están ya cerradas. Pero, ayudada por su cocinera, consigue hacer verdaderos milagros y, cuando su majestad llega puntualmente a las ocho de la mañana, le invita tímidamente a desayunar. Él se encuentra sobre la mesa no solamente un exquisito té y un maravilloso café vienés, sino también el bizcocho en forma de corona ideado por ella y que se haría célebre con el nombre de Kugelhof Schratt, además de un cigarro de su marca preferida, Regalía Media, el único que su médico le permite tras haberle prohibido los horribles Virginia, los cigarrillos de su juventud. De hecho, la actriz es una gran cocinera y el libro de recetas que años más tarde publicará se verá incluso traducido a varios idiomas. Acabado tan satisfactorio desayuno, el emperador se pasa alrededor de una hora escuchando la encantadora charla, alegre e ingeniosa, de la señora Schratt. Por primera vez desde hacía mucho tiempo, olvida el inmenso peso que reposa sobre sus hombros, pues ella posee el don de relajarle con su presencia, y con el tiempo, va a convertirse en la más fiable confidente de los secretos del hombre más poderoso del imperio.
Aquel día comienza la relación entre el emperador de cincuenta y tres años y la bella vienesa de treinta, una relación única en la Historia por su duración, su fidelidad y su pureza. Sin embargo, hay quien no se lo cree... Incluso, en opinión de muchos, la presencia del marido de ella, el barón Kiss de Ittebe, propietario de tierras en el Banato y nieto de uno de los aristócratas condenados tras el levantamiento de 1848, no parece ser suficiente para desmentir otra relación que la amistosa entre Francisco José y Catalina. Pero la naturaleza misma de esta relación conocida por todos, el respeto de que se ve rodeada, la profunda amistad mil veces demostrada por la emperatriz, que en muchas ocasiones invita a la actriz a Cap Martin, el afecto de las hijas del emperador y el estilo de su correspondencia... todo pone de manifiesto la absoluta inocencia del vínculo establecido entre ambos. Cartas de afecto o de amistad que se escalonan a lo largo de los años, pero que no revisten nunca el pleno tono de ternura y de pasión que Francisco José emplea con su esposa. Siempre se dirige a Catalina como Gnadige Frau, «apreciada señora», pero jamás la llama «mi querido ángel», como hace con Elisabeth. Para la emperatriz, Catalina siempre es «la Amiga»... Así, nadie podrá nunca presumir de haberles escuchado, o leído en su correspondencia, un término que indique un mayor grado de intimidad. Por su parte, para dirigirse a Francisco José, la actriz únicamente utiliza los términos sire o majestad. Estas cartas, frescas y espontáneas, son testimonio de la vida de estos dos seres que juntos son capaces de encontrar una modesta felicidad, sin pecados ni mentiras, propia de dos almas perfectamente puras.
Probablemente, la bella actriz está enamorada de su soberano, pues todas las mañanas pasa ante Hofburg y levanta la mirada hacia la ventana donde el emperador, invisible tras las cortinas, la ve pasar envuelta en su abrigo de piel, boa y sombrero con pluma, una imagen que para él constituye «el único punto luminoso de mi jornada», como le escribe. En los días más fríos, la señora Schratt permanece desde muy temprano en la iglesia, para ver de lejos a Francisco José. «Lo de ver es una forma de decirlo —le escribe él—, pues a esa hora todavía es negra noche en la iglesia» y suplica a su amiga que no se exponga así a las inclemencias del tiempo. En ocasiones, se cruzan mientras pasean por el parque de Schonbrunn o en el Prater. Pero, a pesar de todo, durante años se ven obligados a superar todo tipo de trabas y dificultades para encontrarse. Hasta la tristemente famosa mañana del 30 de enero de 1889...
La señora Schratt desayunaba en Hofburg con una dama de compañía de la emperatriz cuando vieron entrar a Elisabeth, absolutamente trastornada. Con el rostro pálido como el de un cadáver, los rasgos tensos y los ojos enrojecidos, con tenue voz se dirigió a ella: «Señora, se lo ruego, vaya a reunirse con el emperador, la necesita... El conde Hoyos acaba de llegar de Mayerling... El Kronprinz ha fallecido...».
El drama de Mayerling sirve para aproximar todavía más al soberano y a la actriz, pues la emperatriz, rota de dolor, huirá de Viena con más frecuencia que nunca. Sin embargo, lo hace con la tranquilidad de dejar junto a su marido a la amiga capaz de aliviar su soledad. Y al siguiente verano, cuando la señora Schratt alquila una villa, muy cerca de la imponente residencia donde la familia imperial acostumbra a descansar, se practica incluso una pequeña puerta en el muro que separa las dos propiedades. Cada mañana puede verse al emperador, vestido con una sencilla guerrera, botas y sombrero de caza de piel de tejón adornado con una pluma cruzar esa puertecita para llegar a pie hasta la villa, un gran chalé de madera con los postigos pintados y dos bonitos balcones de balaustres tallados, en lo alto de cuya escalera le espera Catalina. Tras la reverencia de rigor, ella le precede hasta el agradable salón lleno del aroma de las flores recién cortadas, donde está servido el desayuno. Nada falta allí, ni el pan de pueblo, ni las mermeladas caseras, ni las salchichas finas que tanto gustan al emperador. La señora de la casa, atenta al menor detalle, a menudo advierte al soberano sobre su salud: «Esta mañana he recibido una carta de su majestad la emperatriz, siempre tan preocupada por vos, sire...».
Después de la muerte de su hijo, el emperador duerme cada vez menos. Todas las mañanas, tanto en invierno como en verano, se levanta a las tres, toma un baño en una gran tina de madera y trabaja en su despacho hasta la hora del desayuno. En los meses estivales, al acabar, da un paseo con su amiga, al que se une la emperatriz cuando está allí. Caminando, por deferencia, algunos pasos detrás de Catalina, disfruta el soberano escuchando con la cabeza inclinada su alegre con versación. Al cabo de una hora, la deja en su casa. Cuando llueve, la protege con su paraguas, y si la lluvia es demasiado fuerte, al emperador le gusta conducir un pequeño fiacre de un caballo, mucho más modesto que los Zweispanner, carrozas ligeras de dos caballos que están por aquel entonces de moda entre las personas más elegantes de Viena.
Convertidos los desayunos de Ischl en los mejores momentos del día, de regreso a Viena continúa yendo a casa de su amiga todas las mañanas. Francisco José, habitualmente tan esquivo y callado, se abre por completo con esta mujer. Ella ha apostado por lo más difícil: sacarle de un aislamiento que le asfixiaba por momentos y hacerle vivir cada día algunos instantes de esta existencia burguesa y normal que tanto le complace. El que inspira respeto al mundo entero tiene para con la bella vienesa encantadoras atenciones y muestra por su salud, su familia y sus intereses una solicitud que va mucho más allá de la mera cortesía.
Se preocupa por sus gastos en el arreglo personal y le hace llegar pequeñas sumas excusándose por ello: «No es más que lo que hago por mi hija Valeria...», pero Catalina nunca le exige nada, pues el emperador es tan alérgico a todo tipo de favores que incluso ni se atreve a solicitar del director del Burgtheater algún papel conveniente para la Gnadige Frau. Sólo una vez se arriesga a ello, pero con enorme reticencia. Valora enormemente todo lo que viene de ella: las cartas, ramitos de violetas, dijes o un tintero, amuleto que conserva religiosamente.
Todo el mundo sigue haciendo comentarios acerca de la verdadera naturaleza de su relación. Esta carta de Francisco José, más que cualquier otra, sería capaz de acallar las maledicencias e inspirar el debido respeto:
Apreciada señora:
Si no supiera que está usted realmente siempre a mi lado, apenas podría creer lo que me escribe en su carta, contemplando el envejecido rostro arrugado que me devuelve mi espejo. Usted conoce la adoración que le profeso. Nos hemos explicado y eso está bien ya que, más pronto o más tarde, habríamos tenido que hacerlo. Pero si queremos que nuestra relación dure, debemos contenernos, pues precisamente ahí se encuentra la felicidad. Dice usted que sabría dominarse; yo también, pues no quiero dar ningún paso en falso. Quiero a mi esposa y jamás abusaría de la confianza que ella nos demuestra. Como me considero demasiado viejo para ser un amigo fraterno, permítame que sea su amigo paternal y siga tratándome como lo ha venido haciendo hasta ahora...
Con el paso de los años, el soberano a menudo abandona Hofburg y se instala en Schonbrunn. La señora Schratt deja entonces su piso en la ciudad y adquiere una pequeña villa próxima a palacio, que costea mediante una hipoteca a pagar en anualidades, prueba irrefutable de que no se trata de un regalo del monarca. Allí recibe a mucha gente: ministros, embajadores, príncipes y actores, un mundillo muy variado, con el fin de que no se la pueda acusar de fomentar rumores o de ser portavoz de un grupo. Preciada fuente de información, su tacto, su conversación viva y alegre sirven al emperador, que nunca asistirá a una reunión en casa de su amiga, pero que, a través de ella, está al tanto del más pequeño incidente y del menor chisme que surge en su imperio.
Cuando tienen que separarse, el emperador telegrafía todos los días a la Gnadige Frau. Si ella está de tournée o de viaje, se queja de crisis de asfixia, sintiéndose privado de lo que para él es el aire necesario para respirar. Cartas conmovedoras, reflejo de humildad, describen la amplitud de la soledad de este hombre al que el destino ha colocado en la cima. Poco a poco los vieneses se acostumbran a la discreta y borrosa presencia de la actriz y algunos, con una pizca de ternura, incluso la llaman «la emperatriz sin corona».
Ciertamente, no me equivoqué. La señora Schratt es, después de tantos años, una amiga buena, fiel y desinteresada. Distrae al emperador, le alegra un poco la mañana cuando va a desayunar en su villa rodeada de geranios, le hace reír, nos escribe, a él y a mí, cuando está de viaje. Su majestad no ha tenido en su vida más que un solo amor: yo. Lo digo sin pedantería ni jactancia. Casi me siento triste por él, pues mi corazón se ha secado hasta el punto de que no puedo darle más que ternura y respeto a cambio de este inmenso amor que no merezco. Ya no soy capaz de hacer reír a mi esposo, soy demasiado triste, y en la boca no tengo más palabras que sufrimiento y muerte. De esta forma, prefiero que sea feliz sin mí junto a la señora Schratt, antes que desgraciado a mi fado, y yo asimismo desgraciada con él. De todo corazón, deseo que esta magnífica mujer le proporcione toda la felicidad que yo no he sido capaz de darle...
La señora Schratt se mantendrá siempre al lado de Francisco José, hasta el momento de su muerte. A través de un glacial telefonazo, el día 21 de noviembre de 1916 recibe la noticia del fallecimiento del que durante más de treinta años ha sido su más querido amigo. Cuando se le pide que se abstenga de visitar públicamente la capilla ardiente del emperador, es perfectamente consciente de que ya no cuenta con la protección de nadie... Pero enfrentándose a cualquier mezquino comentario posible, se presenta tímidamente en la entrada de los apartamentos imperiales, llevando dos rosas en la mano y dispuesta a suplicar que se le permita recogerse unos instantes ante el difunto. Pero sucede algo que no ha previsto cuando el nuevo emperador, Carlos I, tras abrirse camino entre los familiares y oficiales allí presentes, se aproxima a Catalina, toma con dulzura de la mano a la anciana dama y la conduce hasta el féretro, delante de todos los cortesanos, poniéndola por fin en su verdadero sitio...8