6 Los aventureros de la Historia
Mi alma...
inconsciente y atónita en pequeños espacios, recae, ella que solamente es capaz de respirar en libertad...
ELISABETH
evdes Ildiko, mi dulce amiga:
Sentada en el puente del yate, con las piernas envueltas en una manta de algodón, dormito al son de las olas que chocan furiosamente contra el casco, con un grueso libro sobre la historia moderna de Grecia sobre las rodillas. El tiempo es delicioso y en el fondo del aire las esencias que llegan a mi nariz indican que la tierra firme no está lejana. Atravesando las aguas griegas, observo curiosa el cambio de bandera que se realiza a bordo. Al lado de los colores de Austria, se alza orgullosa en el claro cielo la cruz blanca sobre fondo azul que había sido elegida por el primer rey de la era moderna de Grecia, su majestad Otón I, augusto tío de la emperatriz, para tener siempre a la vista los colores de su querida Baviera. Como una serpiente encerrada durante demasiado tiempo, veo ondular el estandarte, retorcerse y ondear vigorosamente, diríase que alegremente, impulsado por el viento.
El diseño de la bandera, oficialmente adoptada bajo el reinado de Otón I, estuvo influido en su forma por el de la americana. La cruz de San Jorge representa la relevancia de la ortodoxia y las nueve bandas, establecidas por el soberano en recuerdo de la bandera bávara, simbolizan las nueve sílabas de la divisa revolucionaria: e-leu-the-ri-a / I / tha-na-tos, que significa libertad o muerte. Los colores son los de Baviera, pero en Grecia se asegura que el azul es el del mar Egeo y el blanco, el de su tierra.
Pobres soberanos... La emperatriz me contaba hace poco que la real pareja incluso estando en el exilio se sentía tan unida a su país que había tomado la costumbre de vestir la ropa nacional y de hablar en griego entre ellos todos los días, desde las cuatro a las ocho de la tarde. Mientras me refería la anécdota, sin duda algo chocante, su majestad no pudo evitar una sonrisa. No me resulta difícil adivinar el motivo cuando veo la facilidad con que nuestra soberana se maneja en esta lengua que el rey Otón nunca consiguió dominar de forma aceptable. Pero no hablemos mal de los muertos, ahora que los dos nos han dejado, y déjame, Ildiko, que te relate algo de la formidable epopeya contemporánea vivida por el país de Ulises.
Al concluir la sangrienta guerra por la independencia, que dura desde 1821 a 1829, Grecia recupera su soberanía. Por el Tratado de Londres, de 1827, el país queda bajo la triple tutela de Francia, Gran Bretaña y Rusia, que se autoproclaman Potencias Protectoras. Inmediatamente, la vida política y las actividades económicas pasan a ser controla das por las autoridades signatarias que, en 1830, deciden la creación de un estado griego independiente, separado del otomano, pero todavía con fronteras indeterminadas. Cuando el sultán turco Mahmud II firma en Londres el tratado que garantiza la soberanía del país y define sus fronteras, cuatro siglos de dominación otomana llegan a su fin. La nueva Grecia queda integrada por las regiones de Atenas, el Peloponeso y las islas Cícladas. Luego recibirá varios añadidos territoriales, pero, en el momento de la independencia, el país no cuenta con más de 800.000 habitantes.
A fin de restablecer el orden en el castigado país, una de las primeras decisiones de las potencias es la elección del régimen que habrá de gobernarlo. Mientras todo ello se lleva a cabo, el conde Kapodistrias, diplomático griego al servicio del Imperio ruso, es elegido supremo mandatario de la Grecia independiente. Liberal y demócrata a pesar de su nacimiento y formación nobiliarios, siempre fue un decidido partidario de la causa del pueblo griego al alzarse contra el poder otomano. La Asamblea de Trezene le nombra Kivernetis, gobernador de la joven república griega, a la espera de la elección de un monarca para regirla.
Tras recorrer Europa en busca de los apoyos que el país necesita, Kapodistrias desembarca en Nauplia y se instala con su gabinete en Egina, que se convierte así en la primera capital del estado independiente. Pero muy pronto se desalienta por la situación reinante, con el país devastado y prácticamente arruinado. El gobernador emplea toda su autoridad para restablecer el orden y las actividades, pero las luchas entre facciones, desencadenadas durante la guerra por la independencia, no cesan, y para enfrentarse a la acción de los poderosos clanes, hace que varios de sus dirigentes sean encarcelados. El 9 de octubre de 1831 Kapodistrias es asesinado en la escalinata de la iglesia de San Espiridón, en Nauplia, por el hijo de uno de esos cabecillas a los que tiene entre rejas.
Las potencias, al comprobar el fracaso de los medios democráticos, deciden imponer la monarquía como forma de gobierno y eligen a un soberano: el jovencísimo príncipe Otón de Baviera. Con anterioridad, el trono ha sido ofrecido al príncipe Leopoldo de Sajonia-Coburgo, futuro rey de los belgas, que lo ha rechazado aconsejado por el propio Kapodistrias. A continuación, se le ha propuesto al príncipe Carlos de Baviera, que a su vez ha declinado el ofrecimiento. La elección recae entonces sobre el príncipe Otón, que resulta elegido gracias a las influencias desplegadas por su preceptor, Friedrich Thiersch. Después de haber conseguido convencer al banquero ginebrino Jean Gabriel Eynard, que ha apoyado a los griegos en su lucha por la independencia y que goza de una considerable influencia entre los estados signatarios, Thiersch propone a su protegido como candidato oficial. El hecho de que el rey Luis I de Baviera, padre de Otón y entusiasta filoheleno, hubiese hecho de Múnich una Atenas del Isar, siendo el primer soberano europeo en haberse pronunciado oficialmente en apoyo de la autodeterminación de Grecia, influye igualmente en la elección final.
El «sueño griego» de Luis I se realiza así de la forma más brillante, ya que, paralelamente a su magno programa de construcciones neogriegas en Múnich, pone a su hijo en el trono de Atenas. Esta tendencia helenística, nacida a mediados del siglo XVIII cuando el genio griego se convierte en canon de la creación artística, sigue difundiendo en la siguiente centuria y con gran éxito la idealización de la Edad de Oro. En pleno periodo rococó, había establecido los términos fundamentales de un nuevo clasicismo: fuerza, belleza y pasión controlada. Noble unidad del cuerpo y del espíritu en una pureza cultural.
Con la influencia napoleónica, el gusto por lo griego inspira el arte, la literatura, el mobiliario, la forma de vestir y de peinarse e incluso el maquillaje. Asistimos así a un periodo de grecomanía. Los ríos, y de forma muy especial el Danubio, son considerados vías de viajes poéticos emprendidos desde la patria alemana hacia el Lejano Oriente, tras los pasos en sentido inverso de las migraciones de los antepasados, que allí se encontraron con los hijos del sol.
Al inicio de la era romántica, Grecia se convierte en el destino de moda para turistas cultos de todas las nacionalidades. El viaje a Grecia y el estudio detallado de los restos de sus monumentos se convierten en una etapa indispensable para el arquitecto neoclásico. Con el apoyo de los soberanos de todas las naciones, el mito romántico de Grecia expresa una atmósfera y transmite a través de ella un mensaje: el de la perennidad de las obras humanas ante el paso del tiempo.
En Baviera, Luis I, que ha sido llevado a la pila bautismal por el rey Luis XVI de Francia y educado a la antigua usanza por profesores imbuidos de la idea del absolutismo real, no parece, en un principio, inclinado al gusto por la belleza de la Antigüedad. Pero durante esa época, gracias a la ocupación francesa, se pone de moda la adquisición de obras de arte. El monarca, que en Venecia descubre los delicados encantos de un mármol «digno de los antiguos», realiza en Roma compras de piezas y más adelante envía a su agente Martin von Wagner a adquirir los frontones del templo de Egina, recientemente recuperados por arqueólogos aficionados, con lo cual va incrementando el volumen de su colección.
Encarga a su arquitecto favorito, Leo von Klenze, la construcción del que debe ser el más bello museo de escultura de Europa, la Gliptoteka, para guardar en ella sus obras de arte. Múnich se va cubriendo de museos de estilo neoclásico, es decir neogriego, salidos de la imaginación de Klenze. Son erigidos el Staatliche Antikensammlungen, la Alte y la Neue Pinakothek, mientras que se reconstruyen en la misma línea dos alas de la Residenz. A su regreso de Atenas, donde ha establecido zonas arqueológicas protegidas y se ha implicado en las tareas de restauración del Partenón, finaliza la construcción de la majestuosa Konigsplatz, donde propileos, columnas dóricas y atalayas constituyen la más expresiva visión entonces en boga en Alemania del sur de una Grecia fuerte y austera, donde la belleza artística convive a la perfección con el rigor castrense.
El levantamiento griego de 1821 suscita en toda Europa un fuerte sentimiento de solidaridad y compasión. Mientras que algunos desmienten el concepto de la existencia de una fraternidad revolucionaria internacional, las imágenes de los sufrimientos del pueblo, las masacres de Quíos, la destrucción de Missolonghi y la misma muerte de lord Byron conmueven a la opinión pública e impulsan a una intervención internacional en apoyo de los insurrectos. Las nociones de libertad y de emancipación se expresan entonces por medio del panhelenismo y muchos europeos marchan como voluntarios a luchar junto a los griegos. Integran esta masa de simpatizantes elementos muy heterogéneos: refugiados políticos, soldados licenciados, mercenarios, revolucionarios profesionales, estudiantes perpetuos, románticos y aventureros de todas las nacionalidades.
Meses después de las masacres de Quíos, en abril de 1822, se constituye el batallón de los filohelenos y la legión alemana llega a Grecia, impulsada por la idea, expresada por Luis de Baviera, de que «Europa tiene una gran deuda contraída con Grecia... a la que debe las artes y las ciencias». A través de su soberano, Baviera desempeña así un papel muy particular en este proceso de independencia. De esta forma, Luis I acepta en nombre de su hijo, todavía menor de edad, la corona de los helenos, exhortando al mismo tiempo a la Triple Alianza a pagar un subsidio de sesenta millones de francos para costear el proyecto y asegurar las fronteras del norte del nuevo reino. Las autoridades protectoras, por su parte, exigen al joven rey que mantenga su rango de príncipe bávaro, que sea escoltado por 3.500 soldados alemanes y que se comprometa a no emprender acción bélica alguna contra el Imperio otomano. Su título será el de rey de Grecia y no rey de los griegos, pues en ese momento una gran parte de los griegos vive todavía bajo el poder musulmán.
El 6 de febrero de 1833 Otón de Baviera, segundo hijo de Luis I, llega a su nueva patria, acompañado por su preceptor y tres regentes. Solamente cuenta diecisiete años y se convertirá en monarca efectivo en 1835, al alcanzar la mayoría de edad.
Traté muy poco a mi tío Otón. Cuando nací ya estaba en Grecia y Hacía ocho años que era emperatriz de Austria cuando regresó a Baviera. Otón había nacido el día 1 de junio de 1815 en Salzburgo, ciudad en donde su padre, todavía príncipe heredero en aquella época, era gobernador. Era el segundo hijo de Luis de Baviera y de su esposa, la princesa Teresa de Sajonia-Hiledburghausen. Por desgracia, la demasiado severa y rígida educación que el príncipe recibió de sus excelentes preceptores no le preparó para la misión que debía cumplir en Grecia. Llegó al trono con lo que entonces estaba de moda en la época: una visión clásico— romántica del país y de sus habitantes que en absoluto se correspondía con la realidad. Pues la nueva Grecia, a principios del siglo XIX aún cubierta de oropeles turcos, iba a florecer como estado bajo aspectos muy diversos, imitados de sus «protectores».
Mi tío no era reticente a reinar e incluso mostraba algunas veleidades de absolutismo que no fueron bien admitidas en la monarquía constitucional que era y que es Grecia. Y demostró, sobre todo, una dramática incapacidad para convertirse en griego. La Grecia moderna debe a su interés personal muchas de sus instituciones, como la Academia y la Universidad de Atenas, la Biblioteca Nacional, el Hospital Militar y muchas otras más. Sin embargo, se le reprochaba, al igual que a su esposa, amar a Grecia como se ama a una propiedad privada. Es bien simple, mi tío Otón estaba tan alejado de su pueblo que cuando contrajo matrimonio en noviembre de 1836 con la duquesa Amalia, hija de Pablo Federico Augusto, gran duque de Oldenburgo y de la, princesa Adelida von Anhalt-Beróurg-Schaumburg-Hoym, la, población se enteró de la, noticia por los periódicos europeos.
A pesar de ello, la reina Amalia gozó al principio de su reinado de una gran popularidad. Llegó a Grecia en 1837 y muy pronto su presencia y actividades tuvieron un impacto inmediato sobre la vida social y la moda en la capital. Se creyó obligada a vestir de forma tradicional e inspiró un tipo de atuendo de corte todavía hoy llamado «estilo Amalia», que realmente no es más que una imitación Biedermeier de la indumentaria tradicional griega que consistía en un vestido ricamente bordado llevado sobre un caftán. Las mujeres casadas llevaban un fez y las solteras, una toca, y para asistir a misa, se ponían por encima un velo negro. Tía Amalia impulsó también la creación, ya en 1839, del Jardín Botánico de Atenas, justo al lado del palacio real, terminado el año anterior. Hizo traer de los confines del mundo más de quinientas especies diferentes de plantas, que en su mayor parte fueron incapaces de sobrevivir al clima de la ciudad. Este jardín, que he visitado en tantas ocasiones, se ha convertido en un orgullo del pueblo.
Por desgracia, la reina no podía librarse de los efectos de la actividad política de su esposo. Tío Otón, a pesar de toda su buena voluntad, nunca fue capaz de conseguir hacerse popular e incluso no se tomó la molestia de aprender aceptablemente la lengua del país. Su Grecia era una extraña creación, hecha de mitos, de duras confrontaciones con la realidad y de intervenciones extranjeras que le impedían dirigir el país en la forma en que él entendía que debía hacerlo.
A tía Amalia se le reprochaba sobre todo no haber podido dar un heredero al trono así como el hecho de no haberse convertido a la religión ortodoxa. Imagino cómo se sentiría la pobre cuando todas aquellas personas próximas, que al principio la habían elogiado y adulado, comenzaron a hablar a sus espaldas, a escrutar aquel vientre que se negaba a dar fruto, a criticar las modas germánicas y aquel acento alemán del que no era capaz de desprenderse. Para seres sensibles, pasar de la adoración al odio es más de lo que uno puede soportar.
La cuestión de la sucesión se hizo rápidamente muy espinosa por tener una dimensión religiosa. El rey había prometido educar a su heredero en la religión ortodoxa, que era la de la inmensa mayoría de los griegos pero, por el momento, el posible sucesor al trono de Grecia seguía siendo el hermano pequeño del rey, el tío Leopoldo, poco inclinado a abandonar su religión para adoptar la de los griegos.
A veces me pregunto si nuestra sangre Witteísbací no es portadora de la tara de la desgracia. Sin embargo, la consanguinidad nada tuvo que ver en las dificultades del tío Otón. Al igual que su Germano, el rey Maximiliano II de Baviera, era una persona con los pies en la tierra, serio y puntual, lo contrario que su padre, Luis I y que su sobrino, Luis II. El rey Maximiliano no era muy popular en Baviera, ya que se limitaba a cumplir adecuadamente con su deber, pero sin implicarse demasiado en ello, sobre todo después de un soberano tan extravagante como había sido su padre. Tanto Maximiliano como Otón eran ante todo hombres grises y desprovistos de imaginación. Por otra parte, no eran fruto de un matrimonio consanguíneo, algo tan frecuente entre la nobleza europea. Esto se debía al hecho de que todas las familias reinantes están emparentadas en mayor o menor grado y a que los soberanos deben casarse con mujeres de sangre real. La futura esposa es, pues, siempre pariente en un grado más o menos lejano, cuando no es directamente una prima Germana, como fue el caso de mi unión con el emperador. Las consecuencias de la consanguinidad son efectivamente bien conocidas, pero el peso diplomático de una alianza tiene, por desgracia, más valor que cualquier amenaza de tara que pueda afectar a la descendencia. El papa tiene plena conciencia de ello y muy a menudo concede las necesarias dispensas para la preservación del equilibrio de las fuerzas políticas en Europa.
Cuando el rey Otón llega a Grecia a bordo de un navío de guerra británico, con el Consejo de Regencia que le acompaña van un contingente de soldados y un grupo de arquitectos, todos ellos bávaros, que inmediatamente se ponen a realizar planes para rediseñar la ciudad de Atenas, elegida como nueva capital. Comienza con ello el período de la xenocratia.
Debido a la crítica situación interna de Grecia, las potencias aceptan tanto el carácter absolutista de la monarquía como la disolución de las fuerzas armadas nacionales. En su lugar, se alista a soldados procedentes de diferentes países europeos, sobre todo alemanes, para constituir el ejército del nuevo estado. El rey Otón está asistido en todo por ese Consejo de Regencia compuesto por tres bávaros: el conde von Armansperg, el general Heidegger y el historiador von Maurer. A pesar de la presencia en la administración de algunos griegos fanariotas, como Kolettis o Mavrocordatos, el primer gobierno griego independiente está compuesto básicamente de extranjeros.
En el curso de los años siguientes, una oleada de funcionarios civiles y militares bávaros decide poner en práctica una política de centralización del poder, modernización de las instituciones y reforma social. Están apoyados tanto por idealistas filohelenos germanos como por intelectuales griegos, procedentes en su mayor parte de ciudades situadas más allá de las fronteras de la Grecia independiente. Extraños e insensibles a las particularidades de la vida social y política del país, estos últimos pronto son considerados «arrogantes intrusos» y acusados, independientemente de su influencia política y su poder efectivo, de monopolizar la administración y de perjudicar a los notables locales y a los jefes militares propios.
Los tres regentes, dotados de todas las competencias en su esfera, deciden crear un estado centralizado, inspirado en los modelos europeos que juzgan mejores para Grecia. Von Maurer, historiador del derecho se encarga de la redacción de los códigos jurídicos. El gobierno institucionaliza la enseñanza pública y, en 1837, la primera universidad del nuevo estado es creada en Atenas. Por su parte, la Iglesia griega es separada del patriarcado ecuménico de Constantinopla, por considerar que éste se halla mediatizado por el control otomano. La ciudad de Atenas, que en 1830 no es más que una insignificante localidad, es reestructurada en profundidad para convertirse en la adecuada capital del nuevo estado. Así, en agosto de 1834 se inician las simbólicas obras de reconstrucción del Partenón. Von Klenze, el arquitecto favorito del rey Luis I, es quien dirige los primeros trabajos. La idea es transformar la decadente ciudad en una verdadera capital europea y someter a la aprobación del rey el espectacular proyecto de construcción de un palacio real erigido sobre la Acrópolis, mientras inician la edificación de grandes y emblemáticos edificios, como la Academia, la Universidad, la Biblioteca Nacional, el Hospital Militar, el Museo Arqueológico y la Escuela de Bellas Artes.
Pero a pesar de las incuestionables mejoras y los sinceros esfuerzos del soberano y de sus consejeros, el gobierno se enfrenta a un creciente descontento. Los bávaros son detestados por ser extranjeros y la mayor parte de sus iniciativas es considerada inaceptable o demasiado costosa para la empobrecida Grecia de esa época. Incluso los regentes no pueden ocultar las disensiones que se suscitan entre ellos, mientras se van formando tres partidos políticos: el francés, el inglés y el ruso, cada uno de ellos relacionado con el país del que toma el nombre. Dado que las potencias se encuentran además en permanente conflicto, todo contribuye a incrementar la inestabilidad interna del país y hace que Grecia sea en realidad gobernada, según la alternativa de cada momento, desde París, Londres o San Petersburgo.
Rusia especialmente trata de utilizar a Grecia en sus proyectos de destrucción del Imperio otomano, su secular enemigo, garantizando al zar un acceso a los mares cálidos, mientras que el Reino Unido quiere mantener la integridad del estado turco, al menos mientras no se encuentre en disposición de sustituirle como potencia principal en tan estratégica posición.
Grecia se ve implicada así en la guerra turco-egipcia al apoyar al Mehmet Ali, el pachá de Egipto, que quiere independizarse definitivamente de Constantinopla. Pero muy pronto los gastos militares arruinan prácticamente al débil estado heleno y las potencias protectoras imponen condiciones más que humillantes en la ordenación de la deuda exterior.
A lo largo de la década de 1840, Grecia trata de conseguir la estabilidad política, pero los fracasos cosechados en la acción exterior, el rápido deterioro de las finanzas públicas y las rivalidades entre los partidos llevan finalmente al golpe de estado del 3 de septiembre de 1843, dirigido por las facciones probritánicas y prorrusas. Esta insurrección de carácter pacífico se reduce prácticamente a la respetuosa petición al rey de que tenga la magnanimidad de conceder una constitución. El general Kallergis, comandante de la guarnición de Atenas, acompañado de una nutrida muchedumbre, se dirige al palacio real para solicitar que Otón ponga en práctica lo que había prometido en el momento de subir al trono. El rey cede y Grecia se dota de un texto constitucional que establece un poder legislativo integrado por dos cámaras: un Senado de veintisiete miembros y un Parlamento elegido por sufragio universal masculino. Pero de hecho, en la práctica, esto no funciona, pues el rey, apoyado por su primer ministro, Kolettis, gobierna en la mayor parte de los casos en contra de la mayoría de la Cámara. Conociendo bien los métodos de gobierno aplicados en Francia bajo el reinado de Luis Felipe, se limita a controlar unas elecciones en las que indefectiblemente salen siempre victoriosos los candidatos oficialistas. Estos métodos de gobierno dan sus frutos en razón de la popularidad del «partido francés» y el rey adopta de forma decidida la política de expansión nacional que el pueblo griego desea.
Pero el juego de las potencias no se detiene y sus divisiones internas llegan al paroxismo con ocasión de la guerra de Crimea, en 1854, cuando Gran Bretaña y Francia apoyan al Imperio otomano en su sangriento enfrentamiento con Rusia. Además, el problema de la deuda exterior de Grecia no termina de verse solucionado y da lugar a una permanente intervención de los grandes poderes. Ya en 1850, los británicos habían establecido un bloqueo marítimo del país, que se había acentuado con ocasión de la guerra subsiguiente. Fuerzas francobritánicas ocupan el estratégico puerto del Pireo y no lo abandonan hasta nueve años más tarde, cuando una comisión de control pasa a hacerse cargo de las finanzas del reino.
El tío Otón se reveló entonces como un ferviente patriota, pero no fue capaz de reaccionar ante los problemas cotidianos de la política interna de los partidos. Rápidamente, trató de imponer su voluntad sobre todas las cuestiones de gobierno. Y así lo que consiguió fue que se le atribuyesen, ciertamente, todos los éxitos del joven estado pero también todos sus fracasos... Tras un breve periodo de popularidad durante la guerra de Crimea, cuando las fuerzas británicas y francesas ocuparon Atenas y el Pireo para evitar que Grecia interviniese en el conflicto, el rey Otón quiso tener en su mano todos los resortes del poder. Pero las disfunciones del sistema institucional habían separado a las nuevas generaciones de los notables y los hombres políticos, pero también habían abierto una insalvable brecha en el seno de la creciente y más cultivada clase media. Al mismo tiempo, a lo largo de los últimos años, fue formándose un poderoso movimiento liberal, que en enero y octubre de 1862 fomentó dos insurrecciones militares, calurosamente apoyadas por gran número de ciudadanos y de insatisfechos funcionarios.
En febrero de 1861 un estudiante llamado Aristeidis Dosios trató de asesinar a tía Amalia. Condenado a muerte, la pena le fue conmutada por prisión perpetua a instancias de la propia soberana. Y si Dosios, el frustrado magnicida, se convirtió para algunos en una especie de héroe nacional, su intento de asesinato sirvió también en sentido contrario para hacer renacer un cierto grado de simpatía popular (lacia la reina y su esposo.
En octubre de 1862, mientras los soberanos se encuentran recorriendo el Peloponeso en visita de estado, en Atenas se produce un tercer golpe militar. Por consejo de los embajadores de las potencias, la pareja real decide abandonar el país en un navío de guerra británico. El rey Otón no intenta oponer una verdadera resistencia, sino que prefiere retirarse tranquilamente a Baviera. Con el trono ahora vacante, las potencias se reúnen una vez más para elegir un nuevo monarca para Grecia.
Un referéndum no oficial plantea a los griegos la elección del nuevo rey que quieren. El elegido es el segundo hijo de la reina Victoria de Inglaterra, el príncipe Alfredo, que obtiene 230.016 votos del total de los 244.202 emitidos. Pero al ser miembro de la familia reinante en una de las potencias, es rechazado por las otras dos. En la consulta popular, el príncipe Cristian Guillermo de Schleswig-Holstein-Sonderburg-Glücksburg, segundo hijo del rey Cristian IX de Dinamarca, no ha recibido más que seis votos, pero será él quien, después de una serie de tejemanejes, subirá al trono como Jorge 1 de Grecia.
Otón I salió de Grecia igual que había llegado, en un barco de guerra británico. Regresó a Baviera y se estableció en la ciudad de Bamberg, donde murió en 1867. Hasta el fin de su vida se mantuvo muy unido al que fuera su país adoptivo, usando, por ejemplo, la fustanela, el vestido tradicional griego, con gran descontento de sus servidores que Le reprochaban que se vistiese como un salvaje... Uno de sus últimos actos simbólicos fue enviar apoyo financiero a los cretenses sublevados en 1866 contra el dominio turco. Tras su muerte, su cuerpo no recibió sepultura ni en Bamberg ni en Atenas. EL primer rey de Grecia reposa hoy en el panteón familia de la Theatinenkirche, en Mónica. Su esposa, tía Amalia, fue a reunirse allí con él ocho años más tarde, en 1875.7